» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo segundo.- Lineas Definitivas de la Estructuracion de la Iglesia
§114.- El Concilio Vaticano I
1. El de Pío IX (1846-1878) fue un pontificado con importantes acontecimientos: 1) desaparecen los Estados Pontificios; 2) en el llamado «Syllabus» se pone de manifiesto un enfrentamiento fundamental de la Iglesia con la nueva cultura y con el Estado moderno, enfrentamiento que lleva a la Iglesia a rechazarlos de modo global e indiscriminado; 3) el Vaticano I reafirma los fundamentos de la fe frente al espíritu de la época, y 4) proclama la infalibilidad del papa y su poder episcopal supremo. Los puntos 1), 2) y 4) no sólo son acontecimientos importantes, sino decisivos para la historia. Con ellos se cierra un determinado período de tiempo y toda una era en la historia de la Iglesia, que llega hasta los años treinta, ya que los grandes acontecimientos ocurridos desde el Vaticano I -rechazo del modernismo, creación del nuevo derecho canónico, Pactos Lateranenses- significan el final de los fenómenos que hemos citado.
Los problemas referentes a los puntos 2) y 3) los trataremos, por su conexión con la historia de las ideas, al estudiar la lucha final, entablada en torno a la pureza de la doctrina (§ 113). Aquí trataremos sobre todo sobre la infalibilidad del papa, definida en este concilio.
2. Lo que se discutía era si el papa poseía por sí solo la infalibilidad en materia de fe y costumbres sin esperar las decisiones de un concilio ecuménico.
Tal cuestión se había venido planteando a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En la antigüedad se había vinculado a la cuestión de la colegialidad de los patriarcados de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, reconociendo a Roma algo más que un mero primado de honor. Pero ya muy pronto se hizo ostensible la oposición de la Iglesia oriental. Como en Occidente parecía concebirse el primado en sentido absolutista, o mejor, juridicista, los orientales, se opusieron a ser «esclavos» de Roma. Aunque el Oriente no se consideraba completa y definitivamente separado de Roma tras la ruptura de 1054 (cf. sobre las Iglesias orientales el § 121ss) y que muchos de los factores de la separación nada tenían que ver con la teología, la división se ha mantenido hasta nuestros días. La concepción que Roma tenía de sí se fue desarrollando aisladamente, sin contar con los antiguos collegae. En Occidente, la lucha por las investiduras tuvo como consecuencia un fuerte crecimiento del poder papal. Este se vio recortado por el conciliarismo y por las iglesias territoriales, pero, al mismo tiempo, fue exagerado por el curialismo, con lo cual se creó una tensión sin salida.
Después de pasar etapas diversas de mentalidad episcopalista y aun antipontificia, y a pesar de todos los movimientos particularistas, el poder absoluto del papa había crecido de tal manera que ahora existían condiciones favorables para una definición dogmática. Es verdad que la ciencia teológica no se había pronunciado aún de una manera general a favor de la infalibilidad. Para Johann Adam Möhler el curialismo, tal como lo exponían en su derecho canónico De Maistre y F. Walter, no era más que una teoría indemostrada. El canonista Joh. Fr. v. Schulte († 1914), al igual que Döllinger y sus discípulos, merecen ser tenidos muy en cuenta a la hora de hacer el inventario histórico por las objeciones que plantean. Pero la tendencia propiamente dicha de las opiniones teológicas iba desde hacía mucho tiempo en la dirección de la doctrina defendida por el Vaticano I, al igual que por el derecho canónico. En Alemania la había expuesto el canonista Georg Philipps († 1872) en Munich (de donde era profesor desde 1834), en contra del febronianismo. En la conciencia de las gentes esta idea había penetrado por vez primera, precisamente en Francia, la patria del galicanismo, a través de las obras de De Maistre y Lamennais.
A la hora de adoptar una postura teológica definitiva, lo mismo que al plantear no pocos problemas relativos a la intervención de lo divino en la historia, en lo humano y, por tanto, también en el ámbito del pecado, no basta con fijar asépticamente el conjunto de datos históricos. Nos encontramos en uno de esos puntos en los que la historia de la Iglesia aparece con especial claridad como ciencia teológica. En multitud de duras polémicas se ha impuesto el malentendido del primado en sentido jurídico-absolutista. En realidad, todas las afirmaciones y definiciones posteriores sobre el ministerio eclesiástico han de ser leídas en clave eclesiológica global y de acuerdo con las palabras de la Escritura; es decir, el primado ha de ser interpretado en sentido pneumato-lógico, como continuación del ministerio de Pedro y como diaconía. Entrar en el análisis de la historia de la Iglesia sin tener en cuenta la idea dogmática del Cuerpo místico de Cristo y de la asistencia prometida por el Espíritu Santo a la Iglesia no puede conducir a una comprensión satisfactoria. Lo demuestran las discusiones mantenidas en el concilio, con una fuerte oposición por personas de probada fidelidad a la Iglesia, como luego veremos. A propósito del carácter fundamental de la historia de la Iglesia, que en temas espinosos como éste pone a prueba su firmeza o su utilidad, podríamos aplicar aquí una conocidísima frase: también en la historia de su Iglesia «Dios escribe derecho con renglones torcidos».
3. La utilidad de la convocatoria de un concilio ecuménico para aquella época no puede ponerse en duda. La transformación de la Iglesia a partir del Concilio Tridentino, distante ya trescientos años, era tan enorme, que se hacía necesario tomar conciencia de esos cambios y de la situación para sacar las consecuencias oportunas con vistas al presente y al futuro. A pesar de ello, el anuncio de la apertura inmediata del concilio suscitó, junto a la aprobación entusiasta, también una significativa intranquilidad[8].
a) La opinión pública era de antemano desfavorable a una acogida imparcial de las declaraciones conciliares. La condena, dura e indiscriminada, de toda fe en el progreso, de la libertad de palabra y prensa en el «Syllabus» (cf. § 117, II) había predispuesto de tal manera en contra del pontificado y de la estrechez de la curia a la mayor parte del mundo cultural y político europeo (incluidos sectores católicos), que únicamente una leal información sobre los preparativos y más que nada sobre los planteamientos y discusiones en el propio concilio podrían tal vez asegurar una actitud correcta de los no católicos.
Pero las cosas no ocurrieron así. Todo lo contrario: tras los preparativos, mantenidos en riguroso secreto, se impuso a los obispos consultores, bajo pecado mortal, absoluto secreto sobre las deliberaciones conciliares. «El resultado final no fue el secreto ni la publicidad, sino una atmósfera de rumores y sospechas, de historias, bulos y recelos que no podían ser comprobados ni desmentidos» (Butler). La circunstancia de que la bula de invitación al concilio (Aeterni Patris, de 1868)[9] no indicase los temas que se iban a tratar aumentó el sentimiento de inseguridad. A esto hay que añadir el hecho de que la bula de convocatoria no estaba suscrita por un consistorio de cardenales, al igual que en el Concilio de Trento. Además, al revés que en los anteriores concilios, no se cursaba invitación a los Estados ni a los soberanos.
Pero, sobre todo, la culpa de esta intranquilidad la tuvo el mundo no católico, especialmente en Alemania. El liberalismo, que ya había concentrado sus fuerzas contra el catolicismo (Kulturkampf), se presentó como espontáneo defensor de la libertad de los católicos, de los fieles, de los obispos y de los sacerdotes, que se encontraba supuestamente amenazada por el dominio oscurantista del clero.
b) Pero el motivo que más fuertemente provocó las hostilidades fue la sospecha de que en el concilio se iba a definir la infalibilidad del papa. Tal sospecha desató una violenta oposición dentro incluso del mundo católico. En Alemania fue sobre todo el erudito historiador de la Iglesia Ignacio Döllinger († 1890), profesor en Munich, el que, en una serie de artículos, folletos y discursos, se pronunció en contra de la infalibilidad.
También los obispos alemanes, reunidos en Fulda, dirigieron al papa un memorial en este sentido. Pero su postura era muy diferente de la mantenida por Döllinger. Este era adversario de la infalibilidad en cuanto tal; los obispos alemanes, en cambio, consideraban que su definición no era oportuna en aquel momento. Este siguió siendo también el punto de vista de la gran mayoría de los que en el concilio mismo se opusieron a la definición. Las razones que les llevaban a mantener esta actitud eran diversas: se temían reacciones político-eclesiásticas de los Estados (opinión de los obispos alemanes), o también que se produjera una división entre los fieles católicos (opinión mantenida sobre todo por Dupanloup, obispo de Orléans). De hecho, en aquella época, en la cual, por así decirlo, el liberalismo se respiraba en el ambiente, y en la que, como ya hemos dicho, el episcopalismo y el galicanismo pervivían en la conciencia eclesial de muchos católicos fieles, la aceptación de este dogma era incomparablemente más difícil que hoy. Hubo también, sin embargo, entre los obispos, algunos adversarios convencidos de la doctrina de la infalibilidad en cuanto tal. Así, por ejemplo, la oposición de Ketteler (1811-1877), ordinario de Maguncia, y del obispo de Rottenburg, Joseph von Hefele (1809-1883), prestigioso historiador de la Iglesia, o la del cardenal arzobispo Guidi, de Bolonia, no era una oposición puramente táctica, sino que se debía a razones objetivas. Pero ninguno de ellos quiso dar pie a un cisma, sino que aceptaron finalmente el dogma cuando lo declaró el concilio[10] en aras de la unidad.
4. El concilio había tenido ya un importante preludio del magisterio papal en la solemne definición del nuevo dogma de la Inmaculada Concepción de María el año 1854. Es cierto que en esta ocasión los obispos habían dado antes su opinión al respecto y que el dogma fue definido en presencia de doscientos príncipes de la Iglesia. Pero la investigación del tema y la definición del dogma habían sido obra exclusiva del papa, sin que existiese la cooperación de ningún concilio. Esto constituía un hecho nuevo y de gran importancia, pues en realidad presuponía ya la infalibilidad personal del papa en cuestiones doctrinales. Pero el hecho de que el dogma de la Inmaculada Concepción fuese aceptado sin resistencia alguna es un argumento significativo a favor de la amplísima difusión de la doctrina de la infalibilidad del papa en toda la Iglesia.
5. El concilio fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869. Por término medio asistieron a él unos setecientos prelados con derecho a voto. Una tercera parte, aproximadamente, eran italianos. El problema de la infalibilidad pontificia pasó a ser tema de las deliberaciones conciliares en virtud de una solicitud para la que se recogieron 480 firmas. En este punto el concilio estaba dividido en dos grupos, cada uno de los cuales celebraba reuniones privadas y hacía labor de agitación en favor de su punto de vista.
De los diecisiete obispos alemanes, había trece en la oposición, a los que se unía una tercera parte de los obispos franceses (Dupanloup) y algunos norteamericanos.
La oposición a la formulación según la cual posee el papa la infalibilidad «por sí mismo y no por el consentimiento de la Iglesia» era casi general.
Prácticamente, aunque no formalmente, la decisiva fue la 85 sesión general. En ella, de los 601 votantes, 451 votaron sí; 62 sí «condicionado» y 88 no. Un último asalto de la oposición: llamadas a la opinión pública en discursos y folletos del arzobispo de París, un escrito en latín de Hefele sobre la cuestión del papa Honorio (cf. § 27, III), y delegación al papa de seis obispos, entre ellos Ketteler. Todo les hizo ver que Pío IX estaba incondicionalmente resuelto a llevar adelante la definición. Entonces la oposición, por razones de piedad y de fidelidad a la Iglesia, prefirió abandonar el concilio. Con ello salió al paso del reproche que le hizo la mayoría, acusándola de falta de espíritu eclesiástico, acusación realmente poco caritativa, miope e injusta. La votación hecha en la sesión solemne del 18 de julio de 1870 en presencia del papa dio el resultado siguiente: de los 535 votantes, 533 votaron sí; dos lo hicieron en contra, pero en seguida aceptaron el fallo del concilio.
6. La definición del Vaticano I atribuye al papa dos prerrogativas: 1) plenitud de poder de gobierno (primado de jurisdicción o episcopado universal); 2) la infalibilidad.
Respecto a 1) posee el papa la plenitud de la suprema potestad ordinaria e inmediata sobre toda la Iglesia, sobre todas las Iglesias, sobre todos los pastores y fieles, no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en todo lo concerniente a disciplina y gobierno. Respecto a 2): «el romano pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cuando, en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, define con su suprema autoridad apostólica una doctrina de fe o costumbres obligatoria para toda la Iglesia, goza, por la divina asistencia que le fue prometida a él en el bienaventurado Pedro, de aquella infalibilidad de que el divino Redentor quiso que estuviese dotada su Iglesia al definir una doctrina de fe o de costumbres. Por ello, tales definiciones del romano pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia».
En este texto es fundamental la referencia a la infalibilidad concedida por el Señor a toda la Iglesia. Esta infalibilidad no queda eliminada por la frase final («por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»).
7. Desde el punto de vista histórico, la definición del «episcopado supremo» y de la infalibilidad del papa significó la culminación de un grandioso proceso que, sobre la base del primado de Pedro y su ministerio pastoral en Roma, fue mantenido y llevado adelante, con una lógica sin precedentes, a través de un número casi inabarcable de situaciones diferentes a lo largo de dos milenios, especialmente durante la Edad Media. El programa de Gregorio VII, que tendía a unir firmemente todas las Iglesias con Roma, había llegado a su cima: centralización de todo el poder eclesiástico en manos del pontificado.
a) No será posible ir más allá por este camino. Pero cabe perfectamente un desarrollo orgánico capaz de sacar todas las consecuencias eclesiológicas implicadas en la definición, viendo en el papa al obispo que, unido a sus colegas en el episcopado, mantiene la tensión creadora del colegio episcopal, del colegio apostólico, fundamentada en el evangelio.
Resultado negativo fue que el galicanismo y el conciliarismo en todas sus formas serían ya algo imposible. Esto quiere decir que la más poderosa de las corrientes particularistas que había estado a punto de aniquilar a la Iglesia durante los siglos XIV y XV, que desempeñó un funesto papel en la época de la Reforma y que desde el siglo XVII no había cesado de perturbar, estaba definitivamente eliminada.
El contenido de lo que debía ser considerado católico quedaba claramente resumido en algo fundamental: desde ahora no será posible abrigar inseguridades grandes y duraderas acerca de lo que ha de ser tenido como doctrina de la Iglesia[11].
La centralización de la Iglesia en el papado, proclamada por el Vaticano I, constituye, pues, la reacción definitiva contra todos los movimientos antipontificios de los últimos siete siglos, tanto en el interior de la Iglesia como en forma de tendencias centrífugas, de carácter nacionalista, sobre todo, que intentaron oponerse a la unidad de la Iglesia. Frente al subjetivismo, núcleo esencial del carácter anticristiano de los tiempos modernos, el Vaticano I dejaba fuertemente asegurado su contrapolo, lo objetivo, no mediante una institución humana, sino mediante una realización más clara del ministerio de Pedro, instituido por el Señor.
Sin ser formulado en una precisa definición teórica, el concepto «Iglesia» había sido pensado hasta sus últimas consecuencias. La Iglesia era presentada y cimentada en su plena realidad, a veces dura e implacable, como algo sobrenatural que debe aceptarse sin discusión. La realidad de un poder religioso superior, esencialmente distinto de todos los demás, es puesto de manifiesto con una claridad tal que no puede dejar de ser percibida[12].
b) La mayor seguridad conseguida ahora significa necesariamente una atadura mucho mayor y cierta limitación. El catolicismo posterior al Vaticano I es idéntico al anterior. De todas formas, no goza ya de la amplia libertad de opinión de que gozaba en los problemas dogmáticos anteriormente. No puede negarse que existe un cierto peligro de que la firmeza puede convertirse en rigidez y uniformismo, como luego veremos.
c) Cuanto mayor se hace el caos de la inmutabilidad moderna (relativismo), tanto más necesaria resulta la concentración rigurosa y protectora, entendida como un servicio y una ayuda a la unión libre e incondicionada.
La justificación interna y el alcance de esta concentración de poder en el papado aparece con especial evidencia si la consideramos más allá del punto de vista nacional e incluso occidental: la Iglesia, tanto por su misión como por sus derechos, ha sido siempre universal. Pero ahora el moderno desarrollo técnico-económico-cultural ha hecho que el mundo se convierta realmente, por vez primera, en el escenario de la historia, incluso de la historia eclesiástica, y que la Iglesia se convierte realmente en Iglesia universal. En este punto no había nadie capaz de percibir (en 1870) en qué gigantesca medida el concepto de Iglesia universal se iba a convertir en realidad medio siglo más tarde. Dada la inmensa variedad de casos que se plantean y de la compleja heterogeneidad del mundo moderno, un mundo en que se incorporan muy rápidamente a la organización diocesana de la Iglesia territorios inmensos de Sudamérica y del Lejano Oriente, por ejemplo, carentes de tradición histórica, la importancia del obispo de las pequeñas diócesis occidentales decrece considerablemente. Este imperio universal de la Iglesia sólo puede ser regido por un poderoso gobierno central, que haya superado, por así decirlo, todas las formas posibles de resistencia particularista, es decir, por el papado.
Como es lógico, estas últimas consideraciones son de escaso valor a la hora de justificar dogmáticamente la definición del Vaticano I. Pero ayudan a comprender la justeza de la evolución concreta a la hora de exponer e interpretar la historia.
8. Al lado de los valores mencionados tenemos las pérdidas ocasionadas a la Iglesia por el nuevo dogma. Resulta humanamente estremecedora la lucha que hubieron de soportar los católicos de entonces dentro de su propio seno. Es también entristecedor el hecho de que, en Alemania, diez profesores y muchos miles de personas rompiesen por ese motivo con la Iglesia. Pero desde el punto de vista del conjunto eclesiástico esto no significa apenas nada. La Iglesia de los Viejos Católicos, que surgió a raíz de la definición de la infalibilidad, no tenía una verdadera y propia energía religiosa. En la actualidad cuenta con algo menos de 100.000 seguidores (con sedes episcopales en Berna, Bonn y Viena, a las que habría que añadir la Iglesia de Utrecht). La gran pérdida radica en la separación misma. Con ello no hemos hablado de culpas personales, y mucho menos tratándose del famoso Döllinger (§ 117), cuya actitud piadosa siguió hasta el fin unida a la Iglesia católica, que le había excluido de su comunión.
Mucho más grave -y por ello digna de ser tomada muy en serio- es la reacción negativa que difunden y avivan constantemente hasta nuestros días diversos grupos protestantes contrarios al dogma de la infalibilidad pontificia, del episcopado supremo del papa y, todavía más, contra la expresión concreta y externa de la administración pontificia, concebida por ellos como un sistema de poder.
Sólo en el período más reciente se advierten en pequeños círculos de carácter luterano puntos de vista que demuestran, por lo menos, cierta comprensión del problema del pontificado y un intento de fundamentarlo a partir del evangelio y de la historia.
9. El principal problema planteado por la definición vaticana está en la relación del papa con los obispos, «puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20,28). De hecho, el crecimiento del poder papal hasta llegar a la plenitud de soberanía reduce considerablemente el ejercicio concreto de poder de los obispos. Quedaron relegados gran número de privilegios y prerrogativas históricos. Esto suponía un peligro grave. La unidad podía degenerar en uniformismo. Se podían perder, o debilitarse mucho, energías muy valiosas y genuinamente eclesiales.
Hemos de conceder que este peligro del centralismo no siempre se evitó por completo. Se ha repetido una vez más el hecho histórico de que al proponerse el objetivo de contrarrestar fuerzas contrarias, sólo se enfoca de modo unilateral ese objetivo. Pero para emitir un juicio justo desde el punto de vista de la historia y la teología hemos de tener en cuenta los dos puntos siguientes:
a) La repercusión del «episcopado supremo» después del Vaticano I fue consecuencia del esquema dogmático sobre la Iglesia, que el concilio sólo debatió en parte. Los esquemas que habían de tocar el tema del derecho autónomo de los obispos y sus relaciones con el papa han seguido en suspenso hasta nuestros días, a lo largo de casi un siglo. Será preciso esperar al Vaticano II.
El que el enorme peso de la definición del primado se haya mantenido a lo largo de un período tan extenso sin el contrapeso mencionado constituye un hecho de gruesas consecuencias en la historia de la Iglesia, que un historiador consciente deberá tener en cuenta. Nada de lo que ocurre - tampoco este hecho- ocurre sin la voluntad del Padre. Lo hemos dicho ya en otras ocasiones a la hora de interpretar la historia de la Iglesia, sin que esto signifique escamotear las consecuencias negativas apuntadas.
b) Desde el punto de vista teológico, el hecho decisivo sigue siendo el que la misma definición del Vaticano I[13] unida a la del Concilio de Trento sobre los obispos (sesión sexta, del 13 de enero de 1547), no supone una reducción sustancial del origen apostólico del poder de jurisdicción propio de los obispos. El propio Pío IX, con una idea absorbente del supremo episcopado, confirmó expresamente una declaración en este sentido de los obispos alemanes en el año 1875 contra Bismarck.
El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 (cf. § 126, III), definió en la constitución Lumen gentium, propugnada en la sesión 29 (noviembre 1964), la naturaleza «colegial» del episcopado y restablece las relaciones entre el romano pontífice y los obispos, los cuales ejercitan en su diócesis «un poder propio, ordinario e inmediato, siempre que su ejercicio esté sometido en última instancia al supremo poder de la Iglesia». Así, la relación entre el poder pontificio y el episcopado es contemplada en el sentido del misterio contenido en el fundamento bíblico por el cual Pedro, la roca (Mt 16,18), la primera figura de la Iglesia primitiva, es, por otra parte, colega (consenior, 1 Pe 5,1) de los otros apóstoles, los cuales han recibido también el poder de atar y desatar (Jn 20,22ss). En este misterio aparecen las dos dimensiones: el primado y la colegialidad. La síntesis, que tantas veces hemos destacado a lo largo de la historia, como algo característico y propio de la Iglesia, recibe así su más clara y definitiva consagración.
10. Fue sorprendente la aceptación general de las definiciones del Vaticano I por parte del pueblo católico y del clero parroquial. La oposición (a veces sólo un cierto malestar) procedía sobre todo de grupos de profesores e intelectuales liberales. En esta aceptación tuvo gran influencia la unión directa y estrecha entre el pontificado y el pueblo católico, cuyo crecimiento -tantas veces olvidado- se puede constatar a todo lo largo del siglo XIX. Era la misma unión manifestada cuando el pueblo consideró que tendían al protestantismo las posturas de Hontheim y Wessenberg en relación con la piedad tanto popular como eclesiástica, y por eso los rechazó. Idéntica intención tenía el rechazo de los obispos constitucionales, funcionarios del Estado, establecidos por la Revolución francesa. El pueblo se adelantó a la condena que habría de emitir después Pío VI. La política concordataria independiente seguida por la curia a base de intervención de los nuncios sin tener en cuenta el respeto debido a las especiales prerrogativas episcopales, recortó más aún la significación del episcopado, en beneficio de la curia. Por otra parte, la conciencia de los católicos se afirmó con ocasión de las imprudentes medidas tomadas contra los obispos durante los disturbios de Colonia, de los que en breve hablaremos.
Notas
[8] El fuerte cambio que se ha producido desde entonces -en sentido positivo- lo demuestra sobre todo el eco producido por la convocatoria del Vaticano II hecha por Juan XXIII el año 1959.
[9] Otro breve, distinto para cada uno de los dos grupos, invitaba también a los cismáticos y a los protestantes a «participar» (1869).
[10] Hefele no declaró expresamente su reconocimiento hasta el 10 de abril de 1871. Pero, a pesar de ello, no se puede decir que sólo se doblegara posteriormente. Hefele había afirmado con anterioridad que estaba dispuesto a luchar por todos los medios contra la definición, pero que no quería dar lugar a una escisión.
[11] Para medir su alcance podemos recordar el papel que jugó la confusión teológica en el período anterior a la Reforma y más aún en sus años decisivos.
[12] Esta seguridad y evidencia son categorías de la fe; pero no han de confundirse con una seguridad cualquiera ni entendidas fuera del marco de la theologia crucis.
[13] «Esta potestad del sumo pontífice no va en detrimento alguno de la potestad ordinaria e inmediata de la jurisdicción episcopal, en virtud de la cual los obispos, constituidos por el Espíritu Santo, ocupan el puesto de los apóstoles, apacentando y rigiendo cada uno de ellos la grey que les ha sido confiada» (Denzinger 1828).
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