conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo tercero.- Iglesia y Cultura Industrial Moderna » §118.- La Piedad Catolica en el Siglo XIX

III.- Figuras Religiosas

1. Entre las personalidades religiosas del siglo, escogemos, como significativas de la situación de la época y de la pluralidad de la piedad católica a Katharina Emmerich, J. B. Hirscher, Alban Stolz, Pío X, J. H. Newman, Teresa de Lisieux y Vincenzo Palotti.

Aparte de Sailer, de quien ya hemos tratado (§ 112, I), de Clemente María Hofbauer (ibíd.) y Adolf Kolping (§ 116), hemos de pasar revista a una larga serie de figuras religiosas importantes. Mencionaremos, por lo menos, a Henri Lacordaire OP († 1861), predicador famoso, introdujo de nuevo la Orden dominicana en Francia, fue miembro de la Academia Francesa y compañero de lucha de Lamennais antes de su salida de la Iglesia; Federico Ozanam († 1853), agudo profesor en París, creador de las Conferencias de San Vicente (desde 1833), que dio una solución ejemplar al problema de la «Iglesia y los intelectuales»; el noble Rosmini, que tanto hizo por la Iglesia, renovador de la filosofía italiana; san Juan Bosco († 1888), el gran educador[18] poseído totalmente de celo caritativo, canonizado en 1934.

Esta selección de figuras religiosas no es más que una pobre muestra de la riqueza en santidad concedida a la Iglesia a lo largo de la época moderna. El lector debe considerar estos nombres como representantes de una corona mucho más amplia de amigos de Dios, en los que hay que incluir también los de la ortodoxia y los de las Iglesias de la Reforma. Pero sería tal vez una laguna injustificable dejar de mencionar siquiera brevemente al simplicísimo párroco de Ars, san Juan María Vianney († 1859). Con una paradoja profundamente cristiana, que suena igual que una frase de san Francisco, decía el cura de Ars a los niños de su parroquia: «Hemos de tener un amor total a todos los hombres, a los buenos y a los malos. Quien ama no puede decir que nadie obra mal, pues el amor pasa por encima de todo».

2. Katharina Emmerich († 1824), la estigmatizada de Dülmen, merece mención no por su piedad, especialmente valiosa, que tiene paralelos en todas las épocas, sino más bien porque tuvo en Clemens Brentano el propagador de sus sufrimientos, cuya voz escuchó durante todo un siglo el pueblo católico de lengua alemana (por desgracia, Brentano se dejó llevar de un fuerte subjetivismo al describir las visiones de Katharina, y fue poco fiel en su descripción). Uno de los libros que nunca faltaban en las bibliotecas de las casas católicas de la segunda mitad del siglo XIX era su libro sobre La Pasión y muerte de Nuestro Señor y Redentor y las visiones de Katharina; no faltaban tampoco las obras de Martin Cochem.

3. Las seis figuras que todavía quedan por mencionar se dividen en tres grupos: el de los pastores de almas (Hirscher, Stolz, Pío X, Palotti); junto a ellos Newman, que constituye un capítulo aparte, luchador espiritual cuya figura gigantesca llena verdaderamente todo el siglo, y, por último, Teresa de Lisieux, religiosa del Carmelo, que de manera sorprendente, de una piedad moral-burguesa, aunque muy profunda, pasó por sí sola al mundo del Nuevo Testamento, y a partir del evangelio hizo de la pobreza espiritual el centro de la vida de unión con Dios.

4. I. B. Hirscher (1788-1865), profesor de varias disciplinas en Tubinga y Friburgo, escritor, político y de la misma tendencia que Sailer, es una de las figuras católicas alemanas más influyentes durante el siglo XIX. Rasgos fundamentales de su religiosidad bíblica y agustiniana son el sentido eclesial, la humildad, la fuerza religiosa creadora, la actividad pastoral en el amplio sentido de una vida de gran estilo dedicada a esta labor. Hirscher se pronunció en favor de importantes reformas eclesiásticas para acercar al pueblo la acción de la Iglesia y especialmente la liturgia. Tanto su espíritu eclesial como su humildad tuvieron que soportar las más duras pruebas, pues fue atacado con una crudeza innecesaria. El hecho de ser incluido en el «índice» no le hizo dudar ni por un momento de la Iglesia. Lo que él pretendía ante todo era llevar a todas las esferas, sobre todo a la de los intelectuales y del clero, una piedad auténtica, llena de vida y de energía. También se preocupó Hirscher de servir al pueblo, fundando colegios de huérfanos, a los que donó valiosas piezas de sus colecciones artísticas. Hirscher es uno de los pioneros que posibilitaron y prepararon la construcción de un catolicismo de validez universal.

5. Alban Stolz, el hombre de los calendarios populares y el restaurador de las leyendas cristianas (1808-1883). Aunque fue profesor y trabajó con los intelectuales, se dedicó especialmente al pueblo de una manera sumamente original y llena de sensibilidad. Alban Stolz ejerció una enorme influencia directa. Es la prueba clásica de la posibilidad de popularizar las grandes ideas sin caer en la insipidez. Stolz no poseía grandes ideas nuevas, capaces de pasar a la historia del espíritu, pero en él las ideas perdían todo lo que sonase a «pensamiento descolorido» y se convertían en vida.

Después de una conmoción interna en su vida de fe, abandonó el racionalismo y se incorporó a la Iglesia. Pero esta crisis no se desarrolló en una simple lucha crítica interna, como en el caso de Newman, por ejemplo. En él, el «converso» se manifiesta más bien como cierta desconfianza en la tazón. Le bastan la autoridad de la Iglesia frente a la opinión del individuo y la obligación de la obediencia. De esta forma Alban Stolz vino a ser el prototipo de una actitud católica que se propagó mucho, especialmente después del Vaticano I: «Cuando me asaltaban las dudas no reflexionaba mucho sobre la manera de refutarlas, sino que me defendía de ellas simplemente por la buena voluntad: yo quiero tener solamente una fe católica; la Iglesia, iluminada por Dios, es la única que conoce con certeza la verdad». Pero esta actitud no tenía nada de rigidez. En conjunto, este escritor popular era un auténtico poeta, en el que «todas las voces de esta creación visible resonaban como un repique armonioso» (Hettinger). Lo que hace de Alban Stolz un guía religioso es, junto a la fuerza creadora de su palabra y su intuición poética, que hacen que sus mejores obras hayan pasado a formar parte de la historia de la literatura alemana, el hecho de que también en él todas las energías psíquicas y espirituales se concentren en un solo punto: Dios. Como rasgo destacado de la vida de este hombre, a través del cual gran número de conversos encontraron el camino hacia la Iglesia católica, en un siglo que muchas veces era unilateralmente antiprotestante en vez de ser positivamente católico, hagamos mención de su actitud noble y abierta para con los cristianos protestantes. No aparece en Stolz rastro alguno de proselitismo indiscreto y sí un rechazo completo de cualquier clase de fanatismo en los convertidos.

Las creaciones de los grandes teólogos nos revelan las grandes ideas que empujan al mundo hacia delante. Pero en ellas no vemos la forma como esas ideas se van introduciendo en la vida práctica del cristiano. En los escritos de Alban Stolz podemos estudiar estos pequeños mínimos caminos y canales. Sus escritos son un modelo literario de pequeño trabajo pastoral. Todos sus objetivos se reducen a éste: «enseñar el noble y elevado arte de vivir cristianamente y de bien morir».

6. Uno de los objetivos principales de la Reforma era el reconocimiento del sacerdocio universal de todos los fieles. Pero como esta idea iba unida a la negación del sacerdocio sacramental de los presbíteros, es comprensible psicológicamente que sus aspiraciones, a pesar de estar tan justificadas y de tener una importancia central, no consiguieran, al menos en un primer momento, el éxito deseable dentro de la Iglesia católica. De todas formas, la historia de la reforma católica interna o la labor de san Vicente Paúl a lo largo de su vida nos demuestran cómo con diferentes medidas, pero en conjunto con intensidad creciente, fueron avanzando a lo largo de los siglos XVI y XVII los intentos de participación mayor de los seglares en la construcción del reino de Dios. Es cierto que, a pesar de ello, durante el ancien régime daba la impresión de que la Iglesia se equiparaba al clero, es decir, a la jerarquía, y esto casi sin excepciones. Pero el crecimiento generalizado de la idea democrática desde finales del siglo XVIII intensificó los intentos de dar al pueblo una participación más activa en la Iglesia. En este proceso se enmarcan indirectamente las etapas en que podríamos seguir el crecimiento de la conciencia eclesial del pueblo durante el siglo XIX: los nuevos grupos constructivos de Münster, Munich y Viena; el papel jugado por los seglares católicos en los disturbios de Colonia y en el Kulturkampf, la organización de las obras caritativas por el seglar Federico Ozanam y los diferentes intentos de llevar a la comunidad a la participación en la liturgia utilizando la lengua vulgar son elementos integrantes de este proceso.

La aparición de la gran ciudad y la industrialización provoca el crecimiento de la miseria entre la población. El clero solo no se bastaba para hacerla frente. Resulta consolador ver cómo de entre las filas del clero surgieron hombres que comprendieron la llamada de la situación e intentaron, unidos a seglares de fe profunda, aliviar el problema.

Según su propósito, esto incluía al mismo tiempo profundizar en la santificación de cuantos cooperaban en la obra. El lema central que preside toda esta labor se llama «apostolado». Un lema que ya hemos encontrado, con diferentes aplicaciones, en el transcurso de la historia de la Iglesia. Ahora se nos presenta cargado de una significación más honda, que quiere decir sencillamente una entrega total, con una visión renovada, al cumplimiento del mandato misionero del Señor.

Entre las grandes figuras que podríamos incluir en este apartado mencionaremos al sacerdote secular Vincenzo Palotti (1795-1850), nacido en Roma, y que recuerda notablemente a san Felipe Neri. Palotti es uno de los importantes precursores, cuya labor nos ha permitido encontrarnos a principios del siglo XX en una situación en la que cabe esperar que la historia de la Iglesia del futuro llegue a ser una historia de la acción de los seglares en la Iglesia. El diario espiritual de Palotti nos muestra con toda claridad su genuina experiencia de Dios como el Ser infinito. De esta experiencia se desprende su intención de conseguir que la nada humana se abra a la gracia mediante la misericordia divina. Todo cristiano está llamado a transmitir esa misericordia de Dios.

La vida de Vicente Palotti es toda ella un apostolado realista y sorprendentemente certero, llevado de un ferviente amor a Dios y al prójimo. Palotti ve en torno a sí el sufrimiento: la enfermedad, la pobreza, la incultura, las asperezas sociales de todo tipo y se preocupa de los suyos como buen pastor. Al mismo tiempo, en calidad de confesor, dedica una gran parte de su tiempo en colegios romanos o con los soldados al sufrimiento del alma y a la miseria religiosa de los fieles. En 1837, el año del cólera, Palotti se dedicó al cuidado de los enfermos en medio de constantes peligros.

Desde el punto de vista histórico es importante señalar que Palotti fue capaz de multiplicar y extender ampliamente su propia labor dándole una organización adecuada, levantando escuelas agrícolas, centros de previsión social, orfanatos, promoviendo la educación de adultos con cursos nocturnos y procurando la difusión de buena prensa. Vicente Palotti hace propaganda del trabajo en las misiones. Organiza la atención pastoral a los emigrantes italianos a los restantes países europeos. Y, sobre todo, funda en 1835 como base de sus trabajos una institución, flexible en su organización, pero por ello de una orientación apostólica muy amplia, la «Sociedad del apostolado católico». El trabajo habrá de ser desempeñado por tres grupos: uno de sacerdotes y hermanos con vida comunitaria, aunque sin votos; otro femenino, también con vida común y sin votos. Estos dos grupos habrán de ser el punto de partida para vincular a sus tareas al mayor número posible de fuerzas seglares de todas las clases sociales, al mayor número posible de creyentes que viven en el mundo y que han de esforzarse por realizar en sí mismos y en los demás este programa «apostólico».

La obra de Palotti, que floreció de manera admirable, hubo de cumplir en su propia carne la ley del Señor: es necesario que primero perezca el grano de semilla. Los disturbios revolucionarios de Roma afectaron seriamente a la obra. Pero tuvo la gracia y energía suficientes para resistir. Su alcance había de ser enorme. Nada menos que Pío XI, el papa de la Acción Católica, elogió a Vicente Palotti llamándole «profeta del apostolado de los seglares». Juan XXIII lo canonizó el 20 de enero de 1963.

Al igual que todos los santos, también Vicente Palotti era un gran hombre de oración. En algunas ocasiones dejó formulado su anhelo de una entrega total a Dios -a Dios sólo- en frases breves de fácil retención memorística, agrupadas en paralelismos alrededor de una misma palabra que se repite constantemente («Dios», «amor infinito»).

7. La piedad de un papa tiene para la vida religiosa de la Iglesia una significación mucho mayor que la que pueda tener la de un profesor, y, sobre todo, cuando este papa, guía de la Iglesia universal, quiere servir primordialmente a la vida religiosa valiéndose de nuevas formas que respondan más adecuadamente a la época. Tal es el caso de Pío X (1903-1914), canonizado por su segundo sucesor, Pío XII.

Pío X no había buscado su elección, sino que se había opuesto a ella. La elección provocó en él una fuerte conmoción interior, pues el peso y la carga que había de llevar sobre sus hombros al tomar posesión de este supremo ministerio, responsable de millones de almas, le aterrorizaba. ¡Qué lejos estábamos ya de los papas del Renacimiento! Su curriculum vitae como coadjutor, párroco y obispo nos muestra a Pío X como el pastor celoso que entrega su salud y su dinero en favor de la comunidad y que, con un gran sentido social, intenta mejorar la situación económica de sus feligreses. Sus grandes desvelos por el clero siendo patriarca de Venecia y luego papa ponen de relieve de modo especial su preocupación por la realidad puramente religiosa. En su primera encíclica (1903) expuso ya su programa, que consistía en ser simplemente siervo de Dios. Su objetivo era sencillo y ambicioso: «renovar todo en Cristo».

Pío X es el papa de la pastoral. Esto tiene un significado más hondo de lo que a primera vista pudiera parecer. Significa: 1) que el fundamento de la dirección de la Iglesia es la religión, y no la teología ni ninguna otra cosa que pudiera entorpecer la entrega total del hombre a la confesión de su fe. En Pío X sólo hay catolicismo, y éste de un modo íntegro y sin el menor compromiso; 2) de aquí proviene necesariamente el choque entre Pío X y todo lo que favorece ese compromiso o parece favorecerlo. Pío X posee un agudo instinto para todo lo que no es católico, para todo lo que ya no es católico y para todo lo que es peligroso para el dogma; 3) valoración del buen funcionamiento de la administración y organización eclesiástica, sin el cual la idea y la energía religiosa no pueden imponerse con cierta coherencia en el mundo moderno, demasiado inestable y demasiado complicado. Si el evangelio ha de llegar a la humanidad de hoy y de mañana y ésta ha de ser oyente del evangelio, esto sólo puede conseguirse mediante una perfecta organización. Por este motivo Pío X es también el organizador de la administración central (Congregaciones romanas) y el precursor del nuevo código de derecho canónico.

La energía religiosa radical de Pío X hace que la tensión objetivamente existente entre piedad y juridicismo no tenga consecuencias perturbadoras. Lo cual, naturalmente, no quiere decir que con ello quedara eliminado el peligro de cierto legalismo y cierto centralismo desmesurado, debidos ambos al robustecimiento del aparato jurídico.

Una de las medidas más importantes en la historia de la Iglesia desde hacía mucho tiempo son las disposiciones de Pío X sobre la recepción de la sagrada comunión, que ha de ser lo más frecuente posible y desde la edad más temprana. Esta disposición, cuyo alcance es extraordinario, toma completamente en serio la concepción del valor objetivo de los sacramentos, y en especial de la eucaristía como pan de vida. Por primera vez desde los tiempos del cristianismo primitivo se abre para toda la Iglesia católica, y en ella para toda clase de fieles, una era sacramental. Hay que esperar que la llama del amor religioso de este papa produzca también sus efectos en la vida de muchos que han seguido su llamada a comulgar con mayor frecuencia. Pío X vinculó estrechamente la comunión a la misa, que, a su vez, debía volver a ser el sacrificio de la comunidad, en el que el «pueblo de Dios», los laicos, «no sólo rezan en la misa, sino que rezan la misa», que realmente la misa debe ser una concelebración. Pío X señala el principio de la piedad litúrgica moderna. A él se deben las bases de muchas decisiones enormemente fructíferas de los pontificados siguientes y el marco que las hizo posibles.

Tiene también importancia decisiva la intervención de Pío X en la lucha contra el modernismo, que ya hemos estudiado anteriormente (cf. § 117, II).

8. John Henry Newman (1801-1890), profesor universitario, predicador, escritor, sacerdote y cardenal y también converso (1845)[19] al igual que el cardenal Henry Edward Manning († 1892). Su espíritu, en cambio, era muy distinto, hasta el punto de que durante toda su vida el cardenal Manning estuvo en oposición al cardenal Newman, a quien combatió por juzgarlo excesivamente liberal. Manning era un hombre de temperamento autoritario y de una teología cerrada, pero con una altísima entrega sacerdotal a su vocación y ministerio. Manning constituye una muestra de la labor social de antaño contra la miseria del proletariado y contra el trabajo de los niños en las fábricas. Ambos -que en su tiempo fueron «las dos figuras más grandes del catolicismo inglés»- proceden del gran movimiento de conversiones que se inició en la alta Iglesia de Inglaterra a partir de la abolición de las leyes anticatólicas. En concreto, ambos son los herederos del sabio y ecuménico cardenal Nicholas Wiseman († 1865), durante cuyo ministerio fue restablecida la jerarquía católica de Inglaterra por Pío IX.

Pero Newman no debe ser colocado al mismo nivel que las demás personalidades religiosas del siglo XIX. Su genio sobrepasa a todos. No existe en esta época (y esto se nota especialmente a su muerte ya en el siglo XX) ninguna figura capaz de desplegar semejantes impulsos religiosos e intelectuales. Es importante tener en cuenta en él, junto a su elevado nivel intelectual, la dimensión religiosa que lo caracteriza.

Este hombre de espíritu elevado, aristocrático en el mejor sentido de la palabra, procede de una familia de campesinos ingleses medios. El distintivo de la auténtica grandeza de Newman consiste en que concentra en sí todas las energías y problemas de la época y los supera y desarrolla en una síntesis creadora. Este conjunto de problemas se llama: naturaleza y sobrenaturaleza, sobrenaturaleza contra naturalismo, fe y ciencia, Iglesia y cultura. Es el gran problema de León XIII, que no en vano, y con la evidencia de una demostración en su primer nombramiento de cardenales, llamó a formar parte del Senado Supremo de la Iglesia a este converso, contra el que durante largo tiempo habían abrigado graves sospechas aun los mismos católicos.

Newman es, en la Edad Moderna, el más conmovedor ejemplo de una heroica lucha espiritual, de una plenísima libertad de conciencia, de una síntesis católica fundamental entre fe y ciencia, personalidad independiente y vida eclesiástica. Esta síntesis es llevada a las más altas cimas mediante el doloroso proceso que este príncipe incorruptible en el reino del espíritu tuvo que pasar para volver a la Iglesia. A pesar de su extrema fidelidad, punto en el que será difícil encontrar parangón plenamente válido, y a pesar de tener una personalidad fortísima, irrepetible, Newman tuvo como principio supremo a lo largo de su vida después de su conversión la obediencia a la Iglesia y la defensa de su ministerio visible.

Filosóficamente, esta síntesis se caracteriza por la superación de la enfermedad fundamental del siglo: el relativismo. Pero se trata de una superación a la que no se llega negando las dificultades, sino afirmándolas y superándolas en la medida en que lo permite un pensamiento correcto. En esta superación, Newman llegó a ser el gran modelo: la filosofía y la historia de la Edad Moderna han puesto en tal forma de relieve las dificultades que pesan sobre el conocimiento científico-religioso de la fe, que ningún pensador (y menos quien desempeña un papel directivo en el campo intelectual, religioso o eclesiástico) puede pasarlas por alto. Por otra parte, la investigación histórica ha descubierto múltiples valores pertenecientes a ámbitos, sistemas y religiones diferentes del cristianismo. Estos conocimientos los tenemos hoy, por decirlo así, desde la cuna. El relativismo es un peligro que nos acecha constantemente. Nadie sintió con más profundidad que Newman ni expresó con más libertad que él las dificultades que gravitan sobre nuestras afirmaciones católicas y cristianas y las razones que hablan en favor de los adversarios. Pero es Newman precisamente el que llega a este resultado: no hay nada más seguro que la existencia de Dios. Sólo hay dos caminos: el que lleva al ateísmo y el que lleva a Roma. La expresión parece dura, pero toda la vida de este gran hombre nos muestra la caridad con que se comportó con los cristianos nocatólicos. Al igual que san Agustín y santo Tomás, tuvo plena conciencia de que toda verdad está envuelta de misterio. De Newman es la famosa frase: «Si en un banquete tuviera que hacer un brindis por el papa y por la verdad, brindaría indudablemente por el papa, pero antes brindaría por la verdad».

Newman es considerado el más insigne apologeta de la Edad Moderna. Su apologética tiene la fuerza invencible de la sinceridad total, que no pretende tener razón en todo momento, pero que arde en amor a la verdad del evangelio. Posee, además, la fuerza de la humildad, es decir, nunca viola el misterio en favor de una prueba puramente intelectualista o armonizante. Con una formulación prudente separa agudamente las diferentes afirmaciones y se mantiene inconmovible sobre la base firme en una ejemplar serenidad de espíritu. En tercer lugar, la apologética de Newman tiene el vigor que surge de una confianza total -la confianza del genio- en el poder inmanente de la verdad, convincente por sí misma. Por eso se oponía a toda actitud de cerrazón medrosa hacia lo de fuera; no quería la quietud del cementerio, sino la agilidad del espíritu, la vida espiritualmente conquistadora, la superación interna del pensamiento moderno, con cuyas corrientes intelectuales hay que estar en contacto vivo, como lo hacían los teólogos medievales con las corrientes de su tiempo.

Es importante el hecho de que un espíritu tan eclesiástico y de tanto prestigio en la Iglesia formulara expresamente sus puntos de vista críticos sobre ciertas cuestiones delicadas de la historia de los dogmas. Newman declaraba sin ambages que los papas Liberio y Honorio «simplemente no llegaron a realizar acciones del todo justificables... que constituyen una verdadera traición a la verdad».

Al hablar de la infalibilidad de los concilios, dice así: «El IV concilio modificó al III; el V modificó al IV». «La última declaración sobre la infalibilidad (la del Vaticano I) no necesita tanto una anulación como una complementación... No seamos impacientes y tengamos fe. Un nuevo papa y un nuevo concilio pueden traer nuevamente al barco a la situación justa». Newman es un guía religioso, porque en él el hombre que lucha y que triunfa en los terrenos intelectual y del espíritu se encuentra cimentado en la entrega del que cree en Dios. Su divisa era «Dios y el alma». Para Newman, lo mismo que para Agustín, Dios es una realidad tremenda, estremecedora, más próxima que todas las demás realidades. Y esta realidad -no sólo su pensamiento- se encuentra en él de tal manera que no puede pensar nada sin ella. Estar penetrado por la realidad de Dios es lo que hace de Newman -lo mismo que de Agustín- un gran hombre de oración y un predicador extraordinario.

Newman sufrió mucho a causa de las sospechas que se levantaron contra él. La esencia de su pensamiento, como ya hemos dicho, era la sinceridad total, y, precisamente por ella, desconfiaron de él de manera durísima tanto en la Iglesia que había abandonado como en la Iglesia en la que ingresó al convertirse. Newman sacrificó su vida a la verdad. Sobre su vida se cierne la fuerza de atracción de los grandes trágicos, aunque en este caso es un trágico que trae esperanza, pues su tragedia está penetrada por el amor. En él no alienta la tristeza del pesimismo, sino que en sus palabras brilla la fe en el sacrificio, en la Providencia, que sabe que el sufrimiento y las dificultades no resueltas y los obstáculos forman parte, incluso para la mejor voluntad y la fuerza más genial, de la historia en este mundo señalado por el pecado original: «Esto es para mí tan cierto como la existencia del mundo o la existencia de Dios».

Newman nos narró en la apología de su vida (Apologia pro vita sua) las luchas interiores, que le llevaron desde la Iglesia anglicana, a la que se refiere con cariño y agradecimiento, hasta la Iglesia católica. Es un libro que hay que leer, pues está lleno del mismo espíritu que impregna las soberbias Confesiones de san Agustín. Newman mismo, con una expresión de san Pablo (1 Cor 13: «ahora vemos confusamente en un espejo; ... ahora conozco de modo imperfecto»), formuló el sentido de toda su vida en su epitafio: Ex umbris et imaginibus in veritatem[20].

La obra entera de Newman, lo mismo que la de las grandes figuras del siglo XVII francés, posee además una fuerza especial por ser un escritor de primera fila, de serenidad y mesura clásica, pero sacudido interiormente por la movilidad de la vida.

9. En esta selección de figuras hemos de hacer especial hincapié en la «pequeña» Teresa del Niño Jesús († 1897). Merece esta mención por un doble motivo: por su extraordinaria influencia, universal y misteriosa, y por el carácter peculiar de su santidad, que no es tan sentimental como han pretendido presentar las carmelitas de Lisieux durante largo tiempo, hasta que apareció finalmente el original de su autobiografía, sin los retoques no muy dignos de loa que se le habían hecho. Lo que realmente se nos presenta con toda su vitalidad y atractivo en la santidad de Teresita es más bien la sensación inmediata del estar-en-Dios dentro de la más grande sencillez. El centro de esta piedad es la convicción viva de fe de que el hombre no es nada ante Dios: la doctrina de la pobreza interior es constitutiva para la fe cristiana[21]. Base absoluta e indiscutible de todo su ser es que todo ello no es pensable más que dentro y a partir de la Iglesia. Pero la humildad perfecta de esta niña, que procede de un ambiente confortable, burgués, es de una energía heroica y sustentada, al mismo tiempo, por una enorme conciencia de sí misma y de su misión y llena de libertad y suavidad encantadoras. A esta humildad heroica, a esta gran conciencia de sí y a este encanto se une otra cualidad que resulta verdaderamente enigmática a la vista de la evolución seguida por la pequeña santa: una cordialísima comprensión hacia los no cristianos, hacia los no creyentes e incluso hacia los excomulgados. La amplitud de su visión se basa claramente en el mandamiento central del Señor, como corresponde a su lema: «Todo es amor, todo es gracia». Aunque no encontremos en santa Teresita una energía creadora que actúe poderosamente, es legítimo comparar la transparencia cristalina de su infancia espiritual con la que brilló siglos hace en Francisco de Asís. Merece también elogio la formidable firmeza de su piedad, que se niega, por ejemplo, a recargar con alusiones raras, como ella dice, la imagen de María en los evangelios, y piensa así precisamente porque María es su modelo.

Notas

[18] Rechaza la coacción y los castigos corporales; intenta una educación para la corresponsabilidad libre a través de la confianza entre educador y educando. En 1859 fundó la Congregación de los Salesianos, que continúan su obra.

[19] Para el protestantismo anglosajón, cf. el § 120, II.

[20] Luego no fue colocado sobre su tumba

[21] Concepciones similares se encuentran en Lutero; por ejemplo, la última frase salida de su pluma: «No somos más que mendigos, ésa es la verdad» § 82, II, 8c).

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