» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §121.- Pluralidad y Unidad del Oriente Cristiano
I.- Introduccion
1. En el tomo I (§ 34) tratamos ya del período inicial de las Iglesias orientales, dejando su evolución posterior para este momento. Esta decisión estaba en correspondencia con la situación histórica. La evolución de la Iglesia católica romana, a cuyo desarrollo histórico está preferentemente dedicado este libro, una vez rotas las relaciones oficiales con el Oriente, se ha desarrollado fundamentalmente al margen de la influencia de las Iglesias hermanas. El Islam había colocado una barrera infranqueable entre Oriente y Occidente. La Iglesia latina evolucionó conforme a las leyes del mundo occidental y casi, más concretamente, del mundo romano. Es verdad que los cruzados franquearon esta barrera, trayendo de sus correrías a la vida occidental europea estímulos muy valiosos. Pero su empresa en nada contribuyó al acercamiento entre las Iglesias separadas. Al contrario. Lo que podríamos llamar en forma vaga «egoísmo de los cruzados» no hizo sino ahondar la fosa. Los crueles procedimientos aplicados en la conquista de la Constantinopla ortodoxa en 1204, la expulsión de los obispos griegos por los nuevos patriarcas de rito latino, la prohibición del rito bizantino, las otras muchas humillaciones y perjuicios de todo tipo que supusieron para los griegos y sus Iglesias la absurda aventura del Imperio latino en suelo bizantino[9] todo ello dejó unas heridas espirituales que condenaron a la esterilidad los intentos de unión realizados en época posterior (cf. §§ 54, II; 66 y 123, I). De manera semejante, la profunda desconfianza de los ortodoxos rusos contra los latinos tiene como una de sus causas el ataque de la Orden Teutónica en el Báltico[10].
El enriquecimiento que supuso para el pensamiento teológico occidental a partir del siglo XV la corriente de sabiduría griega, proveniente de la Iglesia bizantina, tampoco fue capaz de modificar en nada el estado de aislamiento en el que había caído la Iglesia latina. La constante amenaza de invasión del Occidente por el Imperio otomano obstaculizó más cualquier posibilidad de aproximación. Todavía en un sínodo celebrado en Constantinopla en 1484 se les pedía cuentas a los latinos, con un lenguaje durísimo, de los delitos cometidos.
2. De todas formas, por parte de los católicos latinos hubo durante la Edad Moderna una serie de intentos de poner nuevamente el pie en las Iglesias ortodoxas. Pero, por una parte, estos esfuerzos, a veces muy meritorios, como veremos, no consiguieron más que éxitos modestísimos. Y por otra acrecentaron precisamente el recelo contra los latinos de los «orientales», que veían en los legados romanos una especie de nuevos cruzados, más que a buenos pastores y anunciadores de la buena nueva a los representantes de un sistema que, en su opinión, no pretendía otra cosa que extender su zona de influencia y poderío.
Seguramente en muchos de los juicios e informes emitidos se subestimó el celo religioso de los legados pontificios y su pureza, que se vio obligada a soportar sacrificios heroicos. Pero todas las opiniones están hoy de acuerdo en que los métodos «conquistadores» y «proselitistas» empleados por ellos fueron a menudo extraordinariamente torpes.
Para la comprensión histórica de estos hechos es necesario tener en cuenta que estas deficiencias eran debidas a cierta manera de pensar y de actuar típicamente latina. A partir del desplazamiento del centro de gravedad de los acontecimientos políticos hacia el Oriente por obra de Diocleciano y después por Constantino, del paso decisivo hacia la independencia espiritual y religiosa de Occidente que supone la concepción agustiniana de la Iglesia y de la formación de lo que entendemos con la expresión civitas christiana, se había ido perdiendo progresivamente en la cristiandad occidental la conciencia de sus vínculos con el Oriente. El crecimiento de la Iglesia en Occidente se había visto impulsado por una toma de conciencia que se fue replegando sobre sí misma. A pesar de cuanto podríamos decir, lo cierto es que, en alguna manera, Occidente pensaba que la universalidad de la Iglesia se identificaba con la Iglesia latina, la del pontificado. Cuando Occidente pensaba en la Iglesia de Oriente no lo hacía principalmente a partir de una aspiración consciente a la unidad, ni menos a partir de la diaconía.
Occidente no tenía más que una pálida idea del poderío enorme del Imperio bizantino, de su espléndida cultura, de la conciencia que Bizancio poseía de su ser y su misión. Occidente apenas caía en la cuenta de la decisiva función protectora contra el Islam que suponía el Imperio bizantino, al igual que la protección del Imperio ruso de Kiev y luego de Moscú contra los mongoles.
Por todo ello no llegó a alcanzar Occidente durante muchos siglos la idea de una herencia y un destino comunes con la Iglesia oriental, es decir, una concepción unitaria que le hubiera podido librar, en colaboración con los hermanos cristianos orientales, del cerco amenazador del Islam y hasta del peligro de las presiones asiáticas[11].
Partiendo del proceso en el que se fue consumando este aislamiento de la Iglesia de Occidente, tal vez sería útil recordar aquí la actuación anterior de la Iglesia de Roma ante las posibilidades que le ofrecía la labor de los apóstoles eslavos en Moravia (§ 41, II), en la que decidió ser una comunidad de lengua exclusivamente latina. Esta decisión iba a marcar todo el destino de la Iglesia, y no precisamente en sentido positivo. La principal causa de que se consolidara la separación de la Iglesia oriental fue esta decisión.
3. Pero ahora, en nuestro recorrido por las diferentes épocas, nos encontramos en pleno siglo XIX ante una constelación de fuerzas que ha puesto nuevamente en contacto recíproco a ambas Iglesias, la oriental y la occidental, en el campo de la espiritualidad, de la teología y de la política eclesiástica.
El poderío del Islam, que durante tanto tiempo amenazaba a la cristiandad, ha disminuido inevitablemente, no sin fuertes resistencias (podemos decir que comenzó a desmoronarse con la derrota de Lepanto, en 1571, y que sufrió el golpe definitivo con la retirada de 1683). La Santa Alianza contra Napoleón, es decir, el pacto con la Rusia ortodoxa, la Prusia protestante y la Austria católica en contra del «anticristo» Bonaparte[12] y más tarde la influencia poderosa (aunque también muy compleja) del pensamiento y la literatura rusa sobre la vida espiritual europea, hacen que a comienzos del siglo XIX comience también el reencuentro de Europa con el Oriente ortodoxo.
Este encuentro se había ido profundizando a partir de 1900 mediante fecundos esfuerzos de sabios occidentales y orientales por investigar los ricos tesoros de la piedad de la Iglesia oriental.
A pesar de todo, este mundo extraño de las Iglesias orientales nos sigue resultando profundamente desconocido. Aún no tenemos con el mundo cristiano oriental ese contacto íntimo que da al juicio una seguridad interna, como nos ocurre con cualquiera de los períodos de la historia de la Iglesia occidental. En los mismos trabajos de los especialistas surge constantemente la queja de que, en este o aquel campo amplísimo, faltan los trabajos previos que podrían darnos derecho a emitir justificadamente un juicio científico.
No obstante, la significación, a todas luces enorme, de las Iglesias orientales y la grandeza, heroica en tantos aspectos, de su historia esplendorosa y sacrificada justifican -pienso yo- el intento que vamos a hacer a continuación.
A todo ello hay que añadir, además, un importante impulso: la idea ecuménica, cada día más característica de nuestro tiempo, que se va imponiendo con la audacia tenaz de una ola profunda. La idea ecuménica constituye hoy una realidad cultural y espiritual. Primero fue la alusión de León XIII a los tesoros de las Iglesias orientales[13]; luego las indicaciones de Juan XXIII sobre los objetivos últimos del Concilio Vaticano II son las que han dado a este desarrollo toda su importancia inmediata en la historia de la Iglesia.
En este contexto de realidades ecuménicas hay otro elemento que nos obliga a incluir en nuestro análisis la historia de las Iglesias orientales. La Reforma del siglo XVI, a consecuencia de la que fue real, por vez primera, la división eclesial de la cristiandad, constituyó una protesta contra el carácter específicamente occidental de la Iglesia católica. Ahora tenemos buenas razones para pensar que ciertas exageraciones habidas durante la Edad Media, que no hemos tenido más remedio que constatar, hubieran resultado casi imposibles dentro de una Iglesia en la cual los patriarcados orientales, con todo el peso de su tradición apostólica, tan insistentemente subrayada por los papas más recientes, hubieran tenido la influencia correspondiente. El conocimiento de las Iglesias orientales puede constituir una ayuda importante para dar respuesta a la posibilidad de una reunificación[14].
4. Si, al hacer ahora el inventario de la historia de la Iglesia, nos encontramos con la exigencia de incluir en nuestro análisis la historia de las Iglesias orientales, no tenemos más remedio que remontarnos por encima del momento concreto al que hemos llegado en nuestra reflexión histórica. Lo que supone la piedad oriental, el monacato oriental, su fuerza misionera, no puede ser conocido suficientemente partiendo de las posibilidades que tenía en el siglo XIX o que todavía tiene en nuestros días. Para tener una idea adecuada de su significación peculiar hay que remontarse a lo que fueron la religiosidad, el monacato y las misiones orientales antes de que partes muy considerables de esas Iglesias se vieran paralizadas por la opresión mantenida durante siglos del Islam, de las invasiones de los mongoles, del dominio turco, con sus consiguientes guerras interminables, expulsiones y exterminios. Las bases imprescindibles para nuestro punto de partida nos las ofrecen datos anteriores de la historia de la Iglesia antigua y algunos más relacionados con la Edad Media.
Notas
[9] No hay que olvidar, además, que las Cruzadas, con el establecimiento del Imperio latino de Oriente, suponen un notable debilitamiento del Imperio romano oriental en lo económico, lo político y lo militar, y que, a su vez, este imperio supone un perjuicio para los intereses vitales europeos. Lo demuestra la historia de Europa hasta bien entrado el siglo XIX; durante
Por sus consecuencias, tuvo primordial importancia el hecho de que en un primer momento los emperadores romanos de Oriente pensaran utilizar las Cruzadas en su propia ventaja. El hecho de que los cruzados fueran bien recibidos por los armenios y maronitas, que odiaban a los griegos, y que con ello se restauraran ciertas relaciones entre los cristianos y las Iglesias orientales, contribuyó muy poco a la unión entre Oriente y Occidente y, en cambio, aumentó la disgregación eclesiástica oriental.
[10] Los teutones marchaban no sólo contra las tribus paganas, sino también contra los principados ortodoxos, al mismo tiempo que los mongoles amenazaban a los señores de Kiev. La victoria de los mongoles y su dominio sobre los principados rusos, que se prolongó durante más de trescientos años, significaba una nueva enajenación de Rusia y consiguientemente de su Iglesia ortodoxa occidental.
[11] No es éste el momento de volver a hablar de los efectos positivos que tuvo para la Iglesia latina esta actitud polivalente del desarrollo histórico. Todo ello forma parte de la historia de la Iglesia, como hemos visto en el primer tomo de nuestra exposición.
[12] El zar Alejandro I de Rusia entendió el incendio de Moscú como una expiación para salvar a la Europa cristiana.
[13] Cf., a este respecto, § 123, III, y § 124, VI. Aparte de importantes trabajos más antiguos de historia de la Iglesia, exposición de la fe e historia de la liturgia, así como de los imprescindibles léxicos modernos de teología, magníficos algunos de ellos, mencionaré al menos algunos escritores con los que me siento especialmente obligado: el inolvidable liturgista Anton Baumstark, rebosante de conocimientos; el converso ruso (que también ha fallecido ya) Kologrivow; Friecdrich Heiler, reconocido más que ningún otro como el precursor de una auténtica comprensión de las Iglesias orientales; y luego W. de Vries, Ernst Benz, Hans Georg Beck, Panagiotis Bratsiotis y sus colaboradores, los metropolitas Serafín y Cristóstomos Konstantinidis, Julius Tyciak, R. Janin, Georg Wunderle, Igor Smolitsch, C. J. Dumont, Robert Clément, P. Duprey, Reinhold Pabel y, sobre todo, el párroco Sergius Heitz. También merecen mención los importantes centros de investigación y contacto de los benedictinos de Chevetogne, de los dominicos en París-Boulogne, del Instituto Oriental de los jesuitas en Roma, de los ermitaños de San Agustín en Würzburgo, con sus respectivas revistas: «Irénikon», «Istina», «Proche Orient Chrétien», «Ostkirchliche Studien», «Kyrios» y otras.
[14] Cf. en § 124, VI: «¿Es definitiva la separación?».
Del director
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