conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §124.- Caracteres y Valores Peculiares de la Ortodoxia

VI.- Conclusiones

1. Puntos débiles

a) Ante la concepción global tan intensamente sacramental de la realidad salvífica de la Iglesia de Oriente, concepción de la que forman parte de manera significativa tanto el monacato como el culto a los santos, a los iconos y a las reliquias, nos hemos preguntado algunas veces: todo esto, ¿no afectará a la pureza de la «mejor justicia interior»? Esa liturgia exuberante en exceso, ¿no sobrecarga de una manera puramente cuantitativa al clero celebrante y, consiguientemente, a los laicos? ¿No conduce todo ello a una situación espiritual que está especialmente expuesta a la superstición y la magia? La fe viva, ¿no se ve aquí amenazada por el formalismo litúrgico? ¿No se da aquí una credulidad fácil favorecida por la misma Iglesia, y una actividad religiosa puramente externa? ¿No se exagera el papel de la tradición hasta caer en el tradicionalismo? ¿No nos encontramos a menudo en esta teología del corazón con una penosa inexactitud?

Al observador occidental no le es fácil dar con una respuesta justa. La contraposición, excesivamente marcada, entre el hombre no-divino de Occidente y el Dios no-hombre de Oriente no nos permite ir más allá.

Pero antes de que nos pongamos a hacer seriamente una crítica negativa hemos de referirnos con el máximo interés (cf. vol. I, § 43, 2) al juicio que Jesús emite al advertir el gesto primario de la hemorroísa (Mt 9,20ss). En nuestras censuras a la Iglesia oriental debemos ser especialmente reservados, ya que, junto a los aspectos criticables, hay un torrente desbordante de fe pura que se realiza a lo largo de una historia llena de seguimiento de la cruz y con un sufrimiento incalculable. Y por encima de todo ello está la siguiente afirmación central: «La cristiandad oriental sabe orar, adorar y alabar en el sentido del cristianismo primitivo» (Heiler).

b) Sólo cuando estemos seguros de que nos vamos a librar de las falsas generalizaciones podemos y debemos referirnos, al menos de manera breve, a los peligros fundamentales que hemos indicado[70].

La Iglesia oriental, en comparación con la occidental, apenas se ha preocupado activamente por superar a través de los siglos la división de las Iglesias, a pesar de su incesante oración por la unidad. La tendencia antilatina indujo a juicios y actitudes claramente falsos que no pueden quedar justificados por todo lo que Occidente ha hecho al Oriente.

A la rica estructura de la liturgia y a los ejercicios ascéticos no corresponden suficientemente la formación moral y las preocupaciones sociales, a pesar del amor fraterno.

La disputa por el primado entre los dignatarios eclesiásticos fue un fenómeno destructor muy frecuente en la historia de la Iglesia oriental. Tales disputas, además de conculcar el mandamiento del amor, tienen especial importancia porque inciden de manera indirecta en la cuestión de la unidad del dogma y del magisterio.

La liturgia no permitió que la predicación de la palabra llegara a su necesario desarrollo, lo cual es tanto más grave cuanto que precisamente la predicación formaba parte de la herencia de los Padres griegos.

Ya hemos dicho que no estaba lejos el peligro de una exteriorización supersticiosa en el culto a los iconos, que se había convertido en un sacramental (cf. § 124, III, C 3).

La dispersión en tantas Iglesias locales lleva fácilmente a un cierto estrechamiento y encierra en sí el germen de una debilidad dogmática; muchas veces llega a plasmarse en un nacionalismo que es, en definitiva, anticristiano.

La dependencia de la Iglesia respecto del Estado en todos los países ortodoxos trajo necesariamente consigo un recortamiento de los derechos y poderes de la Iglesia en favor de los derechos de «este mundo». Precisamente es en este caso donde se advierte lo útil que hubiera sido para esta Iglesia estar bien agrupada, fuerte y valerosa bajo un poder eclesiástico central.

2. ¿Separación o unidad?

La historia y las características peculiares de la Iglesia oriental, ¿pueden servirnos de ayuda en nuestro intento de reunificar las Iglesias separadas de Oriente y Occidente?

a) La respuesta que hayamos de dar ahora habrá de dejar, desgraciadamente, muchos puntos en suspenso, ya que la realidad de amplios sectores de las Iglesias cristianas orientales no nos resulta conocida con precisión. Al otro lado del telón de acero estas Iglesias son en gran parte «iglesias del silencio». Tenemos una esperanza cierta, basada en la promesa del Señor y en paralelos históricos, de que la grandeza de su terrible martirio, anónimo muchas veces, habrá de contribuir al robustecimiento de todo el cuerpo eclesial. Pero esto es una esperanza, no un hecho.

De todas formas podemos ensayar una respuesta, ya que en esta exposición nuestra mirada se dirige sobre todo a algo que, a la luz de su historia, no parece la fuerza peculiar de estas Iglesias.

b) Una y otra, la oriental y la occidental, no sólo tienen en común el elemento central del cristianismo en la confesión de fe, sino también en su realización[71]. Por eso la diferencia en el distinto modo de concebir la realidad eclesial, tal como la hemos expuesto, no tiene por qué ser una diferencia que separe definitivamente, ya que si por ambas partes se procede a una profundización y renovación, aparecerá sin duda precisamente el elemento fundamental común. En este caso las actuales diferencias pueden estimarse como diferencias que no implican separación o incluso como elementos que pueden convertirse en factores directos de comunión.

Un entendimiento entre Iglesia católica e Iglesias ortodoxas plantea sobre todo el problema de la unidad en la pluralidad. El tipo de pensamiento de la oriental puede servirnos de ayuda precisamente para afrontar este delicado asunto. Cuanto menos abstractamente se conciba o se afirme la verdad concreta, más fácilmente se podrá conseguir un punto de vista común sobre lo esencial, sin que por ello se imagine uno que debajo de este núcleo esencial hay algo que está en contradicción con lo que entiende el interlocutor[72].

En concreto, el concepto pneumático y sacramental de Iglesia y, en particular, de la autoridad eclesiástica, tal como se mantiene en las Iglesias orientales, puede prestarnos un gran servicio. Si vinculamos este concepto al del ministerio sacerdotal de la Iglesia -entendido fundamentalmente como colegio de todos los obispos-, quedará abierto un camino que posibilitará a la Iglesia oriental el reconocimiento del primado pontificio y, al mismo tiempo, permitirá al papa reconocer una autocefalia mantenida dentro de la unidad del ministerio de Pedro. Las Iglesias orientales deben recordar la gran veneración que en otro tiempo sentían hacia la Roma apostólica considerada como la primera sede (Heiler).

Tampoco podemos pasar por alto que el término «primado de honor», en relación con ]n 21,15ss y con Ignacio de Antioquía, puede ser interpretado como «primado de caridad» en un sentido en el cual cabría perfectamente la idea de un pastor supremo. El motivo de la resistencia que suscita esta concepción es el siguiente: según la Iglesia oriental, el «primado de honor» se ha convertido no sólo en un primado de jurisdicción en el sentido de autoridad espiritual, sino en un poder universal que limita la libertad[73].

Y viceversa, hay ciertas peculiaridades de las Iglesias orientales que plantean especiales dificultades para llegar a un entendimiento. Una de ellas es su tendencia (que tiene también su aspecto benéfico) a afrontar las cuestiones dogmáticas con una interpretación poco precisa y, sobre todo, la inclinación a conceder un crédito excesivo a la interpretación de un solo obispo teólogo. Ya hemos mencionado (cf. § 124, V, 10) autoridades ortodoxas que ni siquiera juzgan definitivas las definiciones de los concilios, en el sentido de que excluyan toda revisión, sino que más bien la dirección permanente del Espíritu Santo puede conducir a nuevos conocimientos, de tal forma que las definiciones primitivas queden superadas en el sentido de la revisión.

3. Por lo que se refiere al problema del primado puede servirnos de ayuda la consideración histórica del proceso que culminó en la ruptura. Admitidas las implicaciones personales y políticas y, por parte de Roma, la falta de moderación, que había agudizado los problemas innecesariamente, la Iglesia oriental debería realizar una revisión de la figura de Focio, teniendo en cuenta que éste se oponía más al modo como desempeñaba su cargo el papa Nicolás que al primado en sí, siendo, por otra parte, una gran injusticia que Focio falsificara con interpolaciones la carta pontificia leída en el Sínodo del 879-880 (§ 41, II)[74].

Desde el punto de vista del derecho eclesiástico es importante -ya lo hemos dicho- que ninguno de los cismas entre las dos Iglesias, ni el de Focio, ni el de 1054, ni la denuncia de la unión de Ferrara-Florencia han sido ratificados nunca por un concilio ecuménico[75]. Para la interpretación correcta de la separación de 1054, la más drástica, es también importante advertir que, a pesar de las excomuniones mutuas y de la quema de la bula pontificia en el sínodo episcopal del 17 de julio de 1054, estos procedimientos, como dice Congar, no fueron considerados por los contemporáneos como una ruptura definitiva.

4. Durante mucho tiempo uno de los defectos hereditarios de Oc cidente ha sido creer que en él radicaba la totalidad de la Iglesia. Y fue preciso que pasara mucho tiempo para que el cristianismo latino reco nociese la significación religiosa y eclesiástica de las Iglesias orientales. A esto se debe que durante largos años la Iglesia católica tuviese poca consideración por la conciencia religiosa y eclesiástica de las Iglesias orientales. Esta es la raíz de muchos de los equivocados comportamientos. En época reciente Pío XI acusó a los católicos de haber lesionado de esta manera el amor fraterno. En cambio, el papa elogia los valores magníficos de Oriente, que «no sólo merecen una alta estima, sino todo el afecto» (cf. infra, § 124, VI, 5).

La conciencia de las Iglesias orientales puede, efectivamente, adjudicarse muchísimas glorias. Oriente es el país originario, la patria del cristianismo y de la Iglesia. En Oriente vivió y enseñó Jesús; en él enseñaron primero y principalmente los apóstoles, fundando la Iglesia y estableciendo sus sucesores. La comunidad primitiva y las demás comunidades más antiguas surgieron en Oriente. Los dogmas fundamentales fueron proclamados en Oriente en los siete primeros concilios ecuménicos y, además, con una participación importante, aunque relativamente escasa, de la Iglesia occidental. En Oriente es donde se fue configurando la liturgia en la primera época y es ahí donde echó raíces el monacato, que luego influyó profundamente en todo el desarrollo monástico occidental.

Estas Iglesias llenaron un capítulo egregio de la historia de la Iglesia con la gigantesca obra de la misión en los pueblos eslavos, incluida Rusia. Luego han mantenido la doctrina y la existencia cristiana bajo devastadoras persecuciones y opresiones de persas, tártaros, árabes y turcos. Se han visto probadas y purificadas por inauditos sufrimientos, y no sólo en la Antigüedad, sino todavía hoy, en medio de nosotros, están padeciendo por toda la Iglesia, incluida la latina, dentro de la comunión sacramental del único cuerpo. Esto constituye una realidad sagrada.

Nos encontramos ante un pasado extraordinariamente rico, que se ha mantenido especialmente próximo a la Iglesia primitiva. Por todo ello la Iglesia oriental tiene derecho a ser escuchada, derecho a que se tenga en cuenta la conciencia que ella tiene de sí misma.

5. Los papas más recientes han hecho justicia a esta realidad con palabras a veces sorprendentes: León XIII suscitó el interés por la Iglesia oriental; Benedicto XV discutió explícitamente el valor único del elemento latino en la Iglesia (1927); Pío XI afirmó en 1931 que había que buscar la unidad en la variedad y creó una serie de centros de estudio para la investigación y la atención pastoral a los orientales de Roma[76]; Pío XII[77] subrayó precisamente la antigüedad de los valores mantenidos por la Iglesia oriental y rechazó la igualdad meramente externa, que únicamente debilita las fuerzas internas[78]; por último, Juan XXIII vivió durante veinte años en Oriente como nuncio pontificio y uno de sus principales deseos era llegar al entendimiento con la Iglesia oriental.

6. En conjunto hemos de partir de que la separación entre Oriente y Occidente sobrevino en una época en que ciertos dogmas que hoy son causa de división no habían sido aún definidos. Por lo que respecta a los de la Inmaculada Concepción y la Asunción podemos remitir a los ortodoxos a múltiples testimonios de su propia liturgia.

Dentro de este contexto puede mantenerse también la concepción fundamental ortodoxa de la Iglesia. En cuanto obra de Cristo, la Iglesia, ciertamente, ya está terminada; no hay lugar para una evolución posterior de los dogmas. Sin embargo, por razón del Espíritu, que le ha sido enviado para introducirla en toda verdad, la Iglesia es por su misma esencia una realidad que se está haciendo. En este ámbito tiene su misión y oportunidad la libertad del hombre. Pero este devenir de la Iglesia no consiste más que en esa divinización cuyo papel básico reconoce la Iglesia oriental.

Con razón se ha indicado que en Oriente no se niega una doctrina por el solo hecho de no afirmarla explícitamente. Tropezamos una vez más con el problema fundamental que nos hemos planteado ya en otras ocasiones[79]// :: cuándo puede decirse que una doctrina es obligatoria y absolutamente necesaria para la confesión de fe. Las Iglesias orientales no conocen el purgatorio, pero rezan por los difuntos. Incluso para la comprensión del primado romano pueden encontrarse importantes fundamentos ortodoxos en los pensadores rusos de los siglos XVII y XVIII, que escriben contra los «viejos creyentes».

Dada su proximidad al primitivo cristianismo, las formas orientales de piedad pueden, como ya hemos dicho, servir de auténtica interpelación tanto para católicos como para protestantes. Por ello pueden prestar un servicio nada desdeñable para el diálogo entre ambos. Muchos rasgos de la doctrina y piedad católicas que motivan la crítica protestante parecen llenos de valores cristianos en el conjunto de la piedad ortodoxa. La razón estriba en que en ella hay fenómenos que son fundamentalmente los mismos que en la católica, aunque en ellos aparezca menos el carácter legalista que tanto achacan a la Iglesia católica los protestantes. En todo caso, el protestante tiene aquí ocasión de aprender que lo que él piensa que debe rechazar de la fe católica y de su profesión puede ser purificado y reconocido legítimamente en forma evangélica. Tal vez a partir de esa Iglesia, frente a la cual no tienen animosidad alguna, aprenderían a comprender los protestantes, entre otras cosas, lo fundamental que es la tradición en cuanto fuente de fe, la riqueza cristiana del sacerdocio sacramental y la jerarquía con el sacrificio de la misa y la escasa contradicción con el primer mandamiento del culto a los santos, y sobre todo a la Panhagia, a la toda santa, a la Madre de Dios.

7. Hay muchas diferencias que no son contradicciones. En el pasado esta distinción tan importante no siempre fue tenida en cuenta. Por último, hay muchísimas cosas que se deben a que desde la alta Edad Media la hostilidad del Oriente eclesiástico contra Roma se basaba en razones de política eclesiástica; Oriente temía, efectivamente, el avance del Occidente latino en su esfera griega. La historia ha demostrado, como ya hemos visto, que este temor estuvo frecuentemente justificado. Sin ningún tipo de egoísmo, con toda la honradez del amor fraterno, debemos suprimir de raíz este temor de los orientales. Debemos poner coto a todo intento de latinización.

La salvación del mundo depende siempre de que el poder no se convierta en violencia. Excluir esta perversión del poder eclesiástico, pontificio y episcopal constituye evidentemente la tarea decisiva y ayuda máxima para la reunificación.

Notas

[70] Nadie lo ha hecho mejor que el mismo Friedrich Heiler, que tanto se esforzó por ejercer una crítica ecuánime sobre la Iglesia oriental, que tanto admiraba.

[71] A todo lo que ya hemos dicho en diversos lugares podemos añadir lo siguiente: ambas Iglesias tienen las mismas fiestas antiguas del Señor, de la Virgen y de los santos. La Iglesia latina venera como suyos a un buen número de teólogos de la Iglesia oriental: Atanasio, Efrén, Cirilo de Jerusalén, Cirilo de Alejandría, Juan Damasceno. Por su parte, los orientales veneran a Ambrosio, Jerónimo, Agustín, León Magno, Benito de Nursia. Los «Improperios» de la liturgia de Viernes Santo son similares en ambas liturgias.

[72] Cf. a este propósito lo dicho por Pío XII, § 124, VI, 5.

[73] Hay un dato importante: en la actualidad los teólogos rusos conceden que la idea de autoridad entendida como potestas jurídica, como dominio, fue adoptada en primer lugar por Roma, pero después la hizo suya Constantinopla.

[74] Según recientes investigaciones, parece ser que Focio murió en comunión con Roma.

[75] Cf. supra § 123, nota 66.

[76] En 1938 Pío XI reprobaba los intentos exagerados de algunos que, «por desconocimiento del Oriente y de sus peculiaridades, querían modificar sus sagrados ritos o asimilarlos al latino... Los pontífices de Roma piensan, efectivamente, que la diferencia en cuestiones litúrgicas, fundada en las peculiaridades de los diversos pueblos, no contradice en modo alguno la fe y la unidad litúrgica, sino que más bien coloca en su recta luz esta unidad».

[77] Con ocasión del XV centenario de Calcedonia, Pío XII declaró que el contraste entre nestorianos y monofisitas se funda más en palabras que en la realidad. Prácticamente los modernos monofisitas tienen la misma fe que nosotros. Añadamos que esta declaración es importantísima, ya que nos muestra el camino para recuperar el papel de la teología en el diálogo unionista y en la búsqueda de la verdad, dejando sus pretensiones demasiado cerradas y volviendo a ejercer su valioso servicio en pro de la unión. No cabe duda que, según las palabras del papa, puede expresarse una misma fe con diferentes palabras en el credo.

[78] Estas ideas más juiciosas comienzan a imponerse también en la curia romana en contra de las antiguas usanzas. Como corresponde a los antiquísimos puntos de vista de las Iglesias bizantinas, después de la Segunda Guerra Mundial los ortodoxos griegos y los sacerdotes uniatas de la emigración han celebrado la liturgia en la lengua del país en que viven. El patriarca Máximos IV aprobó una traducción francesa de la liturgia bizantina, y cuando en 1960 prohibió el Santo Oficio esta traducción a los uniatas (que habían sido perseguidos y expulsados de Moscú en 1947), sin contar con el patriarca Máximos, competente en la materia, su protesta directa ante el papa consiguió que un nuevo decreto permitiese a los bizantinos, con ligeras modificaciones, su propia lengua (Clément).

[79] Cf. supra § 121, II, 6.

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