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3. Misticismo de Orígenes

La doctrina espiritual de Orígenes recuerda muchas veces al lector el lenguaje y las ideas de San Bernardo de Claraval y de Santa Teresa de Avila. Es, efectivamente, uno de los grandes místicos de la Iglesia. Por desgracia, este aspecto de la enseñanza hablada y escrita de Orígenes ha sido muy descuidado y sólo recientemente empezó a llamar la atención. Es imposible hacerse una idea cabal de su doctrina y de su personalidad sin estudiar su misticismo y su piedad, que son las fuerzas que están latentes en su vida y doctrina.

1. Noción de la perfección.

Para entender su noción de la perfección es interesante recordar lo que dice en De princ. 3,6,1:

Al decir lo creó a imagen de Dios," sin hacer mención de "la semejanza," quiere indicar que el hombre en su primera creación recibió la dignidad de "imagen," pero que la perfección de "semejanza" le está reservada para la consumación de las cosas; es decir, que el hombre la tiene que adquirir por su propio esfuerzo, mediante la imitación de Dios; con la dignidad de "imagen" se le ha dado al principio la posibilidad de la perfección, para que, realizando perfectamente las obras, alcance la plena semejanza al fin del mundo.

Parece, pues, que, para Orígenes, el supremo bien consiste en "asemejarse a Dios lo más posible." Para lograr este fin, necesitamos la gracia de Dios juntamente con nuestros esfuerzos. El mejor camino hacia el ideal de perfección es la imitación de Cristo. Mas, así como no todos sus discípulos fueron llamados a ser Apóstoles, tampoco están invitados todos los seres humanos a entrar en el camino de la imitación de Cristo:

En cierto sentido, es verdad, todos los que creen en Cristo son hermanos de Cristo. Pero, en realidad, hermanos suyos solamente son los que son perfectos y le imitan, como aquel que dijo: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor. 11:1; In Matth. comm. serm.73).

Nos hallamos aquí de nuevo con la distinción entre fieles comunes y almas escogidas o instruidas, que vimos en Clemente de Alejandría, maestro de Orígenes. En otras ocasiones compara a los que tienen esta vocación especial con los discípulos de Cristo, y los demás fieles con las turbas que escuchaban a Cristo:

La intención de los evangelistas era señalar por medio de la narración evangélica la distinción que existe entre los que vienen a Jesús. Unos forman la muchedumbre y no se les llama discípulos; los otros son los discípulos, que son superiores a la muchedumbre:... Está escrito que la muchedumbre estaba abajo, pero que los discípulos se acercaron a Jesús, que había subido a la montaña, adonde no era capaz de llegar la muchedumbre: "Viendo a la muchedumbre, subió a un monte; y cuando se hubo sentado, se le acercaron los discípulos; y abriendo su boca, los enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu," etc. (Mt. 5,1-3). En otro lugar se dice también que, cuando la muchedumbre quería curaciones, "grandes muchedumbres le seguían y El los curaba" (Mt. 12,15). Pero no está escrito en ninguna parte que fueran curados los discípulos, porque quien es ya discípulo de Cristo, goza de buena salud, y, estando bien, no implora a Jesús como a médico, sino por otros poderes que El tiene... Por consiguiente, entre los que vienen al nombre de Jesús, unos conocen los misterios del reino de los cielos: son los discípulos; otros, que no han recibido esta ciencia, representan a la muchedumbre, y son considerados inferiores a los discípulos. Observa atentamente que fue a los discípulos a quienes dijo: "A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de los cielos," mas refiriéndose a la muchedumbre: "A ellos no les es dado" (In Matth. comm. 11,4).

2. Conocimiento de sí mismo.

El primer paso que deben dar los que se han propuesto imitar a Cristo y tender a la perfección es conocerse a sí mismos. Es absolutamente indispensable saber qué es lo que debemos hacer, qué lo que debemos evitar, qué es lo que debemos mejorar y qué lo que debemos conservar:

Tómense estas consideraciones nuestras como dirigidas por el Verbo de Dios al alma en estado de progreso, pero que no ha llegado todavía a la cumbre de la perfección. Vistos sus progresos, se le dice que es bella; sin embargo, para que pueda llegar a la perfección, necesita recibir amonestaciones. Si no pretende conocerse a sí misma, según lo dicho más arriba, y si no se ejercita cuidadosamente en la palabra de Dios y en la ley divina, lo único que conseguirá será recoger opiniones de distintos maestros sobre cada uno de los puntos y seguir a hombres cuyas palabras no tienen valor ni provienen del Espíritu Santo... Es como si Dios hablara al alma desde dentro, como si ella estuviera ya en medio de los misterios. Mas, porque no se preocupa de conocerse a sí misma ni de averiguar qué es y qué debe hacer y cómo, y qué es lo que debe evitar, se dice a esta alma: Sigue tu camino, como un discípulo a quien despide su maestro por culpa de su pereza. Tan gran peligro es para el alma el dejar de conocerse y entenderse a sí misma (In Cant. 2,143-145).

3. La lucha contra el pecado.

El resultado de este conocimiento de sí mismo y de este examen de conciencia será reconocer que tenemos que tomar las armas contra el pecado, que nos impide llegar a la perfección. Esto significa la lucha contra las pasiones (πάθη) y contra el mundo, como causas del pecado. El fin que con esto se propone es la liberación total de las pasiones, la άπάθεια, la destrucción completa de las πάθη. Para lograr esto hay que practicar continuamente la mortificación de la carne. Esta lucha conduce a la renuncia del matrimonio. No es que Orígenes rechace el matrimonio, pero al que quiere ser verdadero imitador de Cristo recomienda el celibato y el voto de castidad:

Si le ofrecemos nuestra castidad, quiero decir, la castidad de nuestro cuerpo, recibiremos de El la castidad del espíritu... Este es el voto del nazareno, que es superior a los demás votos. Porque ofrecer un hijo o una hija, una ternera o una propiedad, todo esto es algo exterior a nosotros. Ofrecerse uno mismo a Dios y agradarle, no con méritos de otro, sino con nuestro propio trabajo, esto es más perfecto y sublime que todos los votos; el que esto hace es imitador de Cristo (In Num. hom. 24,2).

En alabanza de Cristo dice Orígenes que fue El quien trajo la virginidad al mundo. Ve en ella el ideal de la perfección, que consiste en castitas et pudicitia et virginitas (In Cant. 2,155).

Sin embargo, el imitador de Cristo debe practicar, además, el desprendimiento de su familia, de toda ambición mundana, de la propiedad. Únicamente así podrá vacare Deo, para hacer lugar a Dios en su corazón (In Ex. hom. 8,4,226,2s), sin lo cual no hay ascensión interior posible.

4. Los ejercicios ascéticos.

Un desprendimiento tan completo del mundo no puede adquirirse más que por la práctica del ascetismo durante toda la vida. Hacen falta frecuentes vigilias para dominar el cuerpo (In Ex. hom. 13,5; In Ios. hom. 15,3), ayunos severos para doblegarlo (Ps. 34,13). El estudio ininterrumpido, día y noche, de las Sagradas Escrituras debería ayudar a concentrarse en las cosas divinas (In Gen. hom. 10,3). Orígenes parece en esto el precursor del monaquismo. Lo es también por la insistencia con que recomienda la virtud de la humildad. En sus homilías exige al que quiere ser perfecto que se sienta el último de todos (In Ier. hom. 8,4), y declara que el orgullo es la raíz de todos los pecados y males, la causa de la caída de Lucifer (In Ez. hom. 9,2).

5. Los comienzos de la ascensión mística.

En su Homilía sobre los Números 27, Orígenes da una descripción interesante de las etapas de la ascensión interior. La ascensión empieza con el abandono del mundo, de su confusión y de su malicia. El primer progreso se consigue tan pronto como uno se da cuenta de que el ser humano vive en la tierra solamente de paso. Después de esta preparación es preciso luchar contra el diablo y los demonios a fin de conquistar la virtud. El tiempo de progreso es siempre un tiempo peligroso. Así, la llegada al mar Rojo señala el comienzo de las tentaciones. Después de haberlas atravesado con éxito, el alma no está aún libre, sino que le esperan nuevas pruebas. Son los sufrimientos interiores del alma, que acompañan a cada nueva etapa en la subida. Orígenes habla a menudo de la necesidad de tales tentaciones:

Si el Hijo de Dios, siendo el mismo Dios, se hizo hombre por ti y fue tentado, tú, que eres hombre por naturaleza, no tienes derecho a quejarte si fueres acaso tentado. Y si en la tentación imitares al que fue tentado por ti y vencieres toda tentación, tu esperanza reposará en aquel que entonces era hombre, pero dejó de serlo... Porque el que era en un tiempo hombre, después de haber sido tentado y después que el diablo se apartó de El hasta el momento de su muerte, al resucitar de entre los muertos, ya no muere más. Todo hombre está sujeto a la muerte; por lo tanto, este que ya no muere, no es ya hombre, sino Dios. Si, pues, es Dios el que en un tiempo fue hombre y es preciso que te hagas semejante a El, cuando seamos semejantes a El y le veamos tal como es, también tú llegarás necesariamente a ser dios en Cristo Jesús, a quien sea la gloría y el imperio por los siglos de los siglos (In Luc. hom. 29).

No obstante, cuanto más se multiplican los combates y las luchas, tanto mayor es el número de consolaciones que recibe el alma. Se siente invadida por una profunda nostalgia de las cosas del cielo y de Cristo, que le permite superar toda clase de tribulaciones. Recibe, además, el don de visiones. Orígenes habla de este don con tal claridad, que debió de aprender por propia experiencia su finalidad y valor. Las visiones consisten en iluminaciones que se tienen durante la oración o durante la lectura de la Escritura, y revelan misterios divinos. Cuanto más se eleva el alma, más crece también la importancia de estos favores espirituales, hasta que el alma llega al monte Tabor:

Pero no todos los que tienen vista son iluminados por Cristo en la misma medida: cada uno es iluminado en proporción a su capacidad de recibir la luz. Los ojos de nuestro cuerpo no reciben la luz del sol en la misma medida, sino que, cuanto más sube uno a las alturas, y cuanto más alto esté el punto desde donde contempla la salida del sol, tanto mejor percibe su luz y calor. Lo mismo acaece con nuestro espíritu: cuanto más alto suba y cuanto más se acerque a Cristo y se exponga al brillo de su luz, tanto más brillante y espléndidamente será iluminado por su claridad... Y si alguno es capaz de subir al monte con El, como Pedro, Santiago y Juan, no solamente será iluminado por la luz de Cristo, sino por la voz misma del Padre (In Gen. hom. 1,7).

El objeto de estas visiones es fortalecer el alma contra las aflicciones venideras: ut animae post haec pati possint acerbitatem tribulationum et tentationum (In Cant. 2,171). Son oasis en el desierto del sufrimiento y de la tentación. Orígenes no deja de precaver contra el peligro de prestar excesiva atención a estas experiencias de consuelo. También puede valerse de ellas el demonio: cavendum est et sollicite agendum, ut scienter discernas visionum genus (In Num. hom. 27,11).

6. La unión mística con el Logos.

La etapa siguiente es la unión mística del alma con el Logos. Orígenes explica esta situación por medio de dos símbolos. Habla primero del nacimiento de Cristo en el corazón del ser humano y de su crecimiento en el alma del hombre piadoso (In Cant. comm. prol. 85; In Ier. hom. 14,10). Pero prefiere la figura del matrimonio espiritual para expresar la relación que existe entre el alma y el Logos:

Consideremos el alma cuyo único deseo es unirse y juntarse con el Verbo de Dios y entrar en los misterios de su sabiduría y de su ciencia, como en el tálamo de un esposo celeste. A esta alma ya le han sido entregados sus dones, a manera de dote. Así como la dote de la Iglesia fueron los libros de la ley y de los profetas, hemos de pensar que, para el alma, los bienes matrimoniales son la ley natural, la razón y la libre voluntad. La enseñanza que recibió en su primera juventud por parte de guías y maestros le proporcionó estos bienes que constituyen su dote. Pero, al no encontrar en ellos la plena y completa satisfacción de su deseo y de su amor, niegue para que su inteligencia pura y virginal pueda recibir la luz de la iluminación y de la intimidad del mismo Verbo de Dios. Porque, cuando la mente está llena de la ciencia e inteligencia divinas sin intervención de hombre o de ángel, puede entonces pensar que está recibiendo los besos del mismo Verbo de Dios. Por estos besos y otros semejantes parece decir el alma a Dios en su oración: Que me bese con los besos de su boca. Mientras el alma era incapaz de recibir la enseñanza completa y substancial del mismo Verbo de Dios, recibía los besos de sus amigos, es decir, la ciencia de labios de sus maestros. Mas cuando empieza a ver por sí misma las cosas ocultas, a desenmarañar las cosas enredadas, a resolver los problemas complicados, a explicar las parábolas, los enigmas y las palabras de los sabios según un método justo de interpretación, entonces el alma puede creer que ha recibido ya los besos de su mismo esposo, esto es, del Verbo de Dios. El escritor dice besos, en plural, para hacernos comprender que el sacar a la luz cada uno de los sentidos ocultos es un beso del Verbo de Dios sobre el alma perfecta... Posiblemente se refería a esto mismo el espíritu profético y perfecto cuando decía: Abro mi boca y suspiro (Ps. 118,131). Por boca del esposo entendemos el poder con que ilumina la inteligencia. Dirigiéndole, como si dijéramos, unas palabras de amor, suponiéndola digna de recibir la visita de un ser tan excelente, le descubre todas las cosas ocultas y desconocidas. Este es el beso más verdadero, el más íntimo y el más santo que, según lo dicho, da el esposo, el Verbo de Dios, a su esposa, el alma pura y perfecta (In Cant. 1).

Orígenes habla de spiritalis amplexus (ibid. 1,2) y de vulnus amoris (In Cant. comm. prol. 67,7) en estas nupcias del Logos con el alma. Es particularmente interesante comprobar que la mística del Logos está íntimamente relacionada con un profundo misticismo de la Cruz y del Crucificado fin (In Ioh. comm. 2,8). Los perfectos deben seguir a Cristo hasta sus sufrimientos y su cruz. El verdadero discípulo del Salvador es el mártir, como prueba Orígenes en su Exhortatio ad martyrium. Para los que quieran imitar a Cristo, pero no pueden sufrir el martirio, queda la muerte espiritual de la mortificación y de la renuncia. Los dos, el mártir y el asceta, tienen un mismo ideal, la perfección de Cristo. Muchas de las opiniones de Orígenes fueron adoptadas por los primeros escritores monásticos. Ejerció una influencia profunda y duradera sobre el desarrollo de vida monástica posterior.

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