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7. La Tradición apostólica
De todos los escritos de Hipólito, el que más interés ha despertado en nuestra generación es la Tradición apostólica. Si exceptuamos la Didaché, es el más antiguo y el más importante de las Constituciones eclesiásticas de la antigüedad, pues contiene un ritual rudimentario con reglas y formas fijas para la ordenación y otras funciones de los distintos grados de la jerarquía, para la celebración de la Eucaristía y la administración del bautismo. El título de esta obra figura en la silla de la estatua de Hipólito erigida en el siglo III. Se la consideraba perdida hasta que E. Schwartz afirmó en 1910, y R. H. Connolly demostró en 1916, que el texto latino de la llamada Constitución de la Iglesia egipcia es, en substancia, la Tradición apostólica de Hipólito. La Constitución de la Iglesia egipcia se llamaba así simplemente porque el mundo moderno la había conocido en traducciones etiópica y cóptica. El descubrimiento ha tenido considerable importancia. Basta considerar que ha proporcionado una nueva base para la historia de la liturgia romana y nos ha dado la fuente más rica de información que poseemos para el conocimiento de la constitución y vida de la Iglesia durante los tres primeros siglos. Fue escrita hacia el año 215.
Transmisión del texto.
El texto original de la Tradición apostólica se ha perdido, fuera de unos pequeños fragmentos, conservados en documentos griegos posteriores, sobre todo en el libro VIII de las Constituciones apostólicas y en su Epítome. Existen, sin embargo, traducciones coptas, árabes, etiópicas y latinas. Combinando estas traducciones, podemos hacernos una idea exacta del lenguaje y tenor de todo el documento. La versión latina, que remonta probablemente el siglo IV, fue descubierta en un palimpsesto de fines del siglo V, de la biblioteca del cabildo catedral de Verona. La traducción es tan servilmente literal y sigue tan de cerca la construcción y la forma griegas, que es posible reconstruir el texto original a base de ella. Por desgracia, abarca tan sólo parte de la obra. E. Hauler la publicó por primera vez en 1900.
En el Occidente, la Tradición apostólica no tuvo gran influencia y fue olvidada pronto juntamente con las demás obras de su autor. En Oriente, por el contrario, especialmente en Egipto, se la aceptó como modelo y tipo. En sus traducciones copta, etiópica y árabe desempeñó un papel importante en la formación de la liturgia e influyó asimismo sobre la vida cristiana y el derecho canónico de las iglesias orientales.
De todas esas versiones orientales, solamente la sahídica se basa directamente en el texto griego. Se conserva en una colección de leyes, llamada Heptateuco egipcio. Contiene muchas palabras griegas en caracteres sahídicos, de manera que se pueden descubrir los términos originales. Data probablemente del año 500 ca. La publicó por vez primera P. Lagarde en 1883. De mucho menos valor es la versión bohaírica, hecha a base de un manuscrito sahídico mediocre.
La versión árabe depende de la sahídica, y no remonta más allá del siglo X; tiene, con todo, un valor propio, porque proviene de una copia que es independiente del arquetipo de los códices sahídicos conocidos.
La etiópica fue la primera de las versiones de la Tradición apostólica que se descubrió. J. Ludolf editó partes de ella en 1691. Está separada del original por dos versiones intermedias, pues fue hecha a base de la versión árabe. Contiene, sin embargo, algunos capítulos que no aparecen en ésta. Debió, pues, de existir una versión árabe más antigua que, a su vez, supone una versión sahídica anterior. En estas antiquísimas versiones no se habían practicado aún las omisiones hechas posteriormente para evitar conflictos con las costumbres locales. Así, pues, la versión etiópica es la única de las traducciones orientales que trae el texto de las oraciones para la ordenación tal como aparecen en la versión latina.
Documentos derivados
La Tradición apostólica es la fuente de un gran numero de constituciones eclesiásticas orientales. Así, por ejemplo, hay indicios clarísimos de dependencia en el libro VIII de las Constituciones apostólicas, compilación siríaca hecha hacia el año 380, que representa la más exacta colección litúrgico-canónica que ha llegado hasta nosotros de la antigüedad cristiana. Existe también un Epítome de este libro VIII, tomado directamente de la Tradición apostólica. El título Epítome se presta a confusiones; no se trata de un resumen o abreviación, sino de una serie de extractos. El autor prefirió copiar las mismas palabras de Hipólito antes que adaptar el texto de su fuente inmediata. En algunos manuscritos, el Epítome se llama Constituciones por Hipólito. No se pueden determinar con exactitud la fecha y el lugar de origen, pero el estado excelente de su texto indica que esos extractos debieron de hacerse poco después de la aparición de las Constituciones apostólicas.
El llamado Testamento de Nuestro Señor, la última de las Constituciones eclesiásticas propiamente dichas, utilizó la Tradición apostólica de una manera particular. El autor añadió tantas cosas de otras dos fuentes, que de hecho resulta una obra enteramente distinta. A pesar de eso, recientes investigaciones han probado que reproduce el texto de Hipólito con más fidelidad que cualquier otro documento y que manejó un códice excelente de la Tradición apostólica. Aunque el Testamento se escribió originalmente en griego, hoy día existe solamente una versión siríaca, publicada por I. Rahmani, con una traducción latina, en 1899. La obra data, según parece, del siglo V y parece haber sido compuesta en Siria.
Los Cánones de Hipólito se basan también en la Tradición apostólica. Su redacción se hizo probablemente en Siria hacia el año 500. Representan una redacción relativamente tardía y poco hábil de la Constitución eclesiástica de Hipólito. Nada queda del original griego; en cambio, se han conservado una versión árabe y otra etiópica. La primera parece hecha no directamente del original griego, sino de la versión etiópica.
Contenido.
La Tradición apostólica comprende tres partes principales:
I. La primera contiene un prólogo, cánones para la elección y consagración de un obispo, la oración de su consagración, la liturgia eucarística que sigue a esta ceremonia y las bendiciones de aceite, del queso y de las aceitunas. Siguen luego normas y oraciones para la ordenación de sacerdotes y diáconos; finalmente, se nabla de los confesores, viudas, vírgenes, subdiáconos y de los que tienen el don de curar.
En el prólogo el autor explica el título de su tratado:
Ahora pasamos, de la caridad que Dios ha testimoniado a todos los santos, a lo esencial de la tradición que conviene a las iglesias, a fin de que los que han sido bien instruidos guarden la tradición que se ha mantenido hasta el presente, según la exposición que de ella hacemos, y al comprenderla sean fortalecidos, a causa de la caída o del error que se ha producido recientemente por ignorancia o a causa de los ignorantes (1).
Este párrafo indica que Hipólito se proponía mencionar solamente las formas y los ritos que eran ya tradicionales y las costumbres establecidas ya de antiguo. Si las consigna por escrito es para protestar contra las innovaciones. Por consiguiente, la liturgia descrita en esta Constitución pertenece a una época más antigua, y por eso mismo de un valor mayor. Es la liturgia en uso en Roma probablemente en la segunda mitad del siglo II.
Según Hipólito, la consagración del obispo se celebra el domingo. El candidato ha sido elegido antes por todo el pueblo, y de la manera lo más pública posible. Deben asistir los obispos vecinos. El presbiterio está presente juntamente con toda la comunidad. Los obispos imponen las manos sobre el elegido, mientras los presbíteros están de pie en silencio. Todos deben guardar silencio y orar para que descienda el Espíritu Santo. Luego un obispo impone la mano y dice:
¡Oh Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que vives en los cielos, pero prestas atención a los humildes; que sabes todas las cosas antes de que sucedan, que diste ordenanzas a tu Iglesia por el Verbo de tu gracia, que preordinaste desde el principio a la raza de los justos según Abrahán, instituyendo a los príncipes y a los sacerdotes y no dejando a tu santuario sin ministros; que desde el origen del mundo te has complacido en ser glorificado por aquellos que has escogido!, derrama ahora ese Poder que viene de ti, el Espíritu soberano que diste a tu amado Hijo Jesucristo y que El derramó sobre tus santos Apóstoles, que establecieron la Iglesia en el lugar de tu santuario para la gloria y la alabanza incesante de tu nombre. Tú, Padre, que conoces los corazones, otorga a este tu siervo que Tú has escogido para el episcopado el poder de alimentar a tu rebaño, de ejercer tu sacerdocio soberano sin reproche, sirviéndote de día y de noche, para que él pueda tener propicio tu semblante y ofrecerte los dones de tu santa Iglesia, y para que, en virtud del espíritu del sacerdocio soberano, tenga poder de perdonar los pecados de acuerdo con tu mandamiento, para distribuir cargos según tu precepto, para desatar todo lazo en virtud del poder que Tú diste a los Apóstoles y para que él pueda serte agradable por la mansedumbre y pureza de su corazón, ofreciéndote un olor de suavidad por tu Hijo Jesucristo, por quien sea a Ti la gloria, el poder y el honor, al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo (en tu Iglesia) ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
En esta oración se recalcan la sucesión apostólica y el poder de perdonar los pecados. Es, pues, cierto que Hipólito no ponía en duda el poder de los obispos de perdonar, aunque se opuso a Calixto porque perdonaba pecados graves. La liturgia de la misa que sigue a la consagración de obispo contiene el más antiguo canon o plegaria eucarística que tenemos. Es muy breve y de carácter puramente cristológico. Su único tema es la obra de Cristo. No hay Sanctus, pero hay epiclesis:
El Señor sea con vosotros.
Y con tu espíritu,
¡En alto los corazones!
Los tenemos vueltos hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
Es propio y justo.
Te damos gracias, ¡oh Dios!, por tu bienamado Hijo Jesucristo, a quien Tú has enviado en estos últimos tiempos como Salvador, Redentor y Mensajero de tu voluntad, El que es tu Verbo inseparable, por quien creaste todas las cosas, en quien Tú te complaciste, a quien envías del cielo al seno de la Virgen, y que, habiendo sido concebido, se encarnó y se manifestó como tu Hijo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; que cumplió tu voluntad y te adquirió un pueblo santo, extendió sus manos cuando sufrió para libertar del sufrimiento a los que crean en Ti.
Y cuando El se entregó voluntariamente al sufrimiento, para destruir la muerte y romper las cadenas del diablo, aplastar el infierno e iluminar a los justos, establecer el testamento y manifestar la resurrección, tomó pan, dio gracias y dijo: "Tomad, comed, éste es mi cuerpo, que es roto por vosotros." De la misma manera también el cáliz, diciendo: "Esta es la sangre que es derramada por vosotros. Cuantas veces hagáis esto, haced memoria de mí."
Recordando, pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos el pan y el vino, dándote gracias porque nos has juzgado dignos de estar ante Ti y de servirte.
Y te rogamos que tengas a bien enviar tu Santo Espíritu sobre el sacrificio de la Iglesia. Une a todos los santos y concede a los que la reciban que sean llenos del Espíritu Santo, fortalece su fe por la verdad, a fin de que podamos ensalzarte y loarte por tu Hijo, Jesucristo, por quien tienes honor y gloria; al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo en tu santa Iglesia, ahora y en los siglos de los siglos. Amén.
Estas oraciones demuestran que la liturgia, contra lo que sucedía en los días de San Justino, pasa de la improvisación a formas fijas. Justino dice que el obispo "según sus fuerzas hace subir a Dios sus preces y acciones de gracias" (véase p.209). Hipólito nos da una fórmula concreta. Pero ésta no era obligatoria, pues Hipólito afirma claramente que el celebrante conserva el derecho de componer su propia fórmula:
Que el obispo dé gracias según lo que nosotros hemos dicho más arriba. Pero no es absolutamente necesario que pronuncie las mismas palabras que antes dimos, como si tuviera que decirlas de memoria en su acción de gracias a Dios; que cada cual ore según sus fuerzas. Si es capaz de recitar convenientemente con una plegaria grande y elegida, está bien. Pero si prefiriera orar y recitar una plegaria según una fórmula fija, que nadie se lo impida, con tal de que su plegaria sea correcta y conforme a la ortodoxia.
Es interesante observar que las versiones árabe y etiópica quitan el no que hay al principio de este pasaje, de manera que dice: "Es absolutamente necesario que pronuncie estas mismas palabras." Por consiguiente, cuando se hicieron las versiones, la liturgia ya estaba fijada, y no estaba permitida la improvisación. En cambio, en tiempo de Hipólito aún estaba permitida.
II. Si la primera parte de la Tradición apostólica trata de la Jerarquía, la segunda da normas para los seglares. Se legisla sobre los recién convertidos, sobre las artes y profesiones prohibidas a los cristianos, los catecúmenos, el bautismo, la confirmación y la primera comunión. La descripción del bautismo que encontramos aquí es de inestimable valor, porque contiene el primer Símbolo romano (véase p.33).
Que baje al agua y que el que le bautiza le imponga la mano sobre la cabeza diciendo: ¿Crees en Dios Padre todopoderoso? Y el que es bautizado responda: Creo. Que le bautice entonces una vez teniendo la mano puesta sobre su cabeza. Que después de esto diga: ¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios, que nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, que fue crucificado en los días de Poncio Pilato, murió y fue sepultado, resucitó al tercer día vivo de entre los muertos, subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre, vendrá a juzgar a los vivos -y a los muertos? Y cuando él haya dicho: Creo, que le bautice por segunda vez. Que diga otra vez: ¿Crees en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia y en la resurrección de la carne? Que el que es bautizado diga: Creo. Y que le bautice por tercera vez. Después de esto, cuando sube del agua, que sea ungido por un presbítero con el óleo que ha sido santificado, diciendo: Yo te unjo con óleo santo en el nombre de Jesucristo. Y luego cada cual se enjuga con una toalla y se ponen sus vestidos, y, hecho esto, que entren a la iglesia.
La administración del sacramento aparece aquí repartida entre las tres preguntas dirigidas al candidato. A cada respuesta, éste es sumergido en el agua. No hay indicación clara de que el ministro recite una fórmula especial mientras bautiza. La misma costumbre hallamos en Tertuliano (De baptismo 2,1; De corona 3), en Ambrosio (De sacramentis 2,7,20). La Iglesia de Roma la conservó por largo tiempo, puesto que el Sacramentario Gelasiano (ed. Wilson, p.86) sigue atestiguando el mismo procedimiento. El pasaje de la Tradición apostólica que hemos citado suministra información muy valiosa para estudiar el origen y la historia del Credo.
Después de la descripción del bautismo, sigue la del rito de la confirmación:
Que el obispo, imponiéndoles la mano, ore:
¡Oh Señor Dios, que juzgaste a estos tus siervos dignos de merecer el perdón de los pecados por el lavacro de la regeneración del Espíritu Santo!, envía sobre ellos tu gracia, para que puedan servirte según tu voluntad; porque a Ti es la gloria, al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
Luego, derramando con la mano óleo santificado e imponiéndola sobre la cabeza de ellos, diga: Yo te unjo con óleo en el Señor, el Padre todopoderoso, y en Jesucristo y en el Espíritu Santo. Y después de haber hecho la consignación en la frente, que les dé el saludo de paz y diga: El Señor sea contigo. Y que el que ha sido consignado diga: Y con tu espíritu. Que haga de la misma manera con cada uno. Que después de esto ore con todo el pueblo. Pero que no recen con los fieles antes de haber recibido todo esto.
Y cuando hayan orado, que den todos el saludo de paz.
Esta descripción del rito de la confirmación demuestra que era conferida por un acto netamente distinto del bautismo. A la recepción de los candidatos en la comunidad de fieles seguía la primera comunión o misa pascual, que es interesante por sus ritos y ceremonias propias. Los diáconos presentan al obispo el pan juntamente con tres cálices; el primero contiene agua con vino; el segundo, una mezcla de leche y miel, y el tercero, agua sola. Al momento de la comunión, los recién bautizados reciben primero el Pan eucarístico. Inmediatamente después les son presentados los tres cálices en este orden: primero, el cáliz con agua, que simboliza la purificación interior que ha tenido efecto en el bautismo; luego, el cáliz que contiene la mezcla de leche y miel, y, finalmente, el cáliz con el vino consagrado:
Y entonces, que la oblación sea presentada por los diáconos al obispo, y que éste bendiga el pan, para representar el cuerpo de Cristo; el cáliz, donde está mezclado el vino, para representar la sangre que fue derramada por todos los que han creído en El, y leche y miel mezcladas juntamente, para cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres, que llamó la tierra que mana leche y miel, la carne de Cristo, que ha dado El mismo, con la que se alimentan los que creen, como niños pequeños, trocando la amargura del corazón humano en dulzura por la suavidad de su Palabra: el agua también por la oblación en señal de purificación, para que el hombre interior, que es animal, pueda recibir el mismo efecto que el cuerpo.
Que el obispo explique todo esto a los que lo reciben. Y después de haber roto el pan, que distribuya a cada uno un fragmento: el Pan del cielo en Jesucristo. Y el que lo recibe responde: Amén.
Que los presbíteros - pero, si no los hay en número suficiente, también los diáconos - tomen los cálices. Que se pongan en orden y con modestia: el primero con el agua, el segundo con la leche, el tercero con el vino. Que los que reciben gusten de cada cáliz, mientras el que lo da a beber dice:
En Dios Padre Todopoderoso. El que lo recibe diga:
Amén. Y en el Señor Jesucristo; que él diga: Amén. Y en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia: que él diga: Amén. Así debe precederse con cada uno.
III. La tercera parte de la Tradición apostólica trata de varias costumbres cristianas. Hay una descripción de la Eucaristía dominical. Se dan recias para el ayuno, para el ágape y para la ceremonia de la bendición del lucernario. Se consideran "las horas en que conviene rezar"; se recomiendan la comunión diaria en casa y el cuidado con que hay que tratar la Eucaristía. El relato del ágape distingue claramente entre el pan eucarístico y el pan bendito de la eulogia: "Este pan es una eulogia, pero no la Eucaristía, que es el cuerpo del Señor" (26). Siguen luego normas para el entierro, la oración de la mañana y la instrucción catequística. Al final se determinan las horas que hay que dedicar a la lectura espiritual, a la oración y a santiguarse. El epílogo se refiere al título de la obra: "Aconsejo a los sabios que observen esto. Porque, si todos prestan oído a la Tradición apostólica y la guardan, ningún hereje los inducirá a error" (38).
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