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III. La Teología de Hipólito de Roma
En las páginas anteriores hemos comparado varias veces a Hipólito con su contemporáneo Orígenes. El volumen de su producción literaria y su predilección por los estudios exegéticos no pueden menos de recordarnos al gran alejandrino. La tradición afirma que fue discípulo de Ireneo; imitó ciertamente a éste en su preocupación por refutar a los herejes. Bajo más de un respecto representa el eslabón que enlaza a los polemistas católicos, tales como Ireneo, con los sabios católicos, al estilo de Orígenes. Por lo que sabemos de él, no se propuso, como este último, construir un sistema teológico. Le interesan menos los problemas científicos y las especulaciones teológicas que las cuestiones prácticas. Fue un escritor brillante, aunque a veces abusara de los recursos retóricos. No encontramos en él la profundidad que tanto admiramos en Orígenes. Su cimiento de la filosofía es superficial; y así, mientras los apologistas griegos, especialmente San Justino, y más aún los alejandrinos Clemente y Orígenes, intentaron tender un puente entre el pensamiento helénico y la fe cristiana, Hipólito consideró la filosofía como germen de herejías. Esto no obstante, tomó de la filosofía griega mucho más que Ireneo. Sus escritos canónicos y polémicos, especialmente la Tradición apostólica, ejercieron un influjo duradero.
1. Cristología
La doctrina cristológica de Hipólito sigue la línea de los apologistas Justino, Atenágoras, Teófilo y Tertuliano. Define la relación entre el Logos y el Padre en términos subordinacionistas, como ellos. Pero su subordinacionismo es aún más acentuado. No solamente distingue entre el Verbo interno e inmanente en Dios (Xóyos ¿νδιάθετος) y el Verbo emitido o proferido por Dios (Aóyos προσφορικός), como Teófilo, sino que describe la generación del Verbo como un desarrollo progresivo en tres fases. Enseña que el Logos como persona no apareció hasta más tarde, en el tiempo y en la forma determinados por el Padre:
Dios, que subsiste solo, y no teniendo en sí nada contemporáneo a sí mismo, determinó crear el mundo. Y concibió el mundo en su mente, quiso y pronunció el Verbo, y creó el mundo; entonces el mundo apareció inmediatamente, en la forma en que El se había complacido hacerlo. Para nosotros, pues, basta simplemente con saber que no hubo nada contemporáneo a Dios. Fuera de El no había nada; pero El, con existir solo, existía, sin embargo, en pluralidad. En efecto, El nunca careció ni de razón, ni de sabiduría, ni de poder, ni de consejo. Todas las cosas estaban en El, y El lo era Todo. Cuando quiso y como quiso, manifestó su Verbo en los tiempos que El había determinado, y por El [Verbo] hizo todas las cosas. Cuando quiere, hace; y cuando piensa, ejecuta; y cuando habla, manifiesta; cuando forma, obra con sabiduría. Porque todas las cosas creadas las forma con razón y sabiduría, creándolas en razón y ordenándolas con sabiduría. Las hizo, pues, como El lo consideraba conveniente, porque era Dios. Y como Autor, Compañero, Consejero y Hacedor de las cosas que están en formación, engendra al Verbo; y así lleva al Verbo en sí mismo, y de una manera [de momento] invisible al mundo creado. Pronuncia la palabra por vez primera y engendra (al Verbo) como Luz de Luz: lo envía al mundo como su propio pensamiento para ser Señor del mundo. Mientras antes era visible solamente a El e invisible al mundo creado, Dios lo hace ahora visible para que el mundo pueda verle a El en su manifestación y obtener la salvación.
Y es así como apareció otro a su lado. Pero, cuando yo digo otro (irepos ), no quiero significar que hay dos dioses. Por el contrario, no hay más que una sola Luz de Luz, o como la única agua de un manantial, o como el único rayo de sol. Porque hay solamente un poder? que viene del Todo, del cual viene este Poder, el Verbo. Y ésta es la razón (λόγος) que entró en el mundo y se manifestó como Hijo (παις) de Dios. Todas las cosas, pues, son por El, y El solamente del Padre. ¿Quién se atreverá a presentar una multitud de dioses en serie? Porque todos deben callar, aunque no quieran, y admitir este hecho, que el Absoluto tiende hacia la unidad (Contra Noet. 10-11).
El tiempo que precede a la creación y el tiempo que sigue después son las dos primeras fases de la evolución del Logos. La tercera es la encarnación, que hace al Logos Hijo perfecto (ολος τέλειος):
¿Quién sería el propio Hijo de Dios enviado por Este en la carne sino el Verbo, al cual se dirige como a su Hijo porque debía llegar a serlo (o a ser engendrado) en el futuro? Al llamarlo Hijo, toma el nombre común, que entre los hombres evoca el afecto tierno. Antes de la encarnación y por sí mismo en este momento, el Señor no era perfecto Hijo, aunque fuese el Verbo perfecto, el Unigénito. La carne tampoco podía subsistir por sí misma fuera del Verbo, puesto que tiene su subsistencia en el Verbo. Así se manifestó el único Hijo perfecto de Dios (Contra Noet. 15).
Hipólito, pues, fue más lejos que los apologistas, asociando a la generación del Logos no solamente la creación del mundo, sino también la encarnación. Evidentemente no se dio cuenta de que esta evolución del Verbo en distintas fases introducía un crecimiento en la divina esencia. Ahora bien, el progreso es incompatible con la inmutabilidad divina. Hipólito cometía otro error al hacer de la generación del Verbo un acto libre como el de la creación, y al sostener que Dios, de haberlo querido así, podría haber hecho de un hombre Dios:
El hombre no es ni Dios ni ángel. No hagáis confusiones. Si El hubiese querido hacerte Dios, lo habría podido: tienes el ejemplo del Verbo: pero porque quería hacerte hombre, te hizo lo que eres (Philos. 10,33,7).
2. Soteriología.
Si la cristología de Hipólito sufrió la influencia de los apologistas y cayó en los mismos defectos, su soteriología, en cambio, se inspira en la sana doctrina de Ireneo; de él toma especialmente su teoría de la recapitulación. Hipólito explica en varias ocasiones que el Logos tomó la carne de Adán a fin de renovar a la humanidad (De antichr. 4):
Pues, siendo así que el Verbo de Dios estaba sin carne, asumió la carne santa de la Virgen santa, y se preparó como un novio, un vestido que tejió en los sufrimientos de la cruz, a fin de que, uniendo su propio poder con nuestro cuerpo mortal y mezclando lo corruptible con lo incorruptible y la fuerza con la debilidad, pudiera salvar al hombre, que perecía.
Al tomar la carne de Adán, el Logos restituyó al ser humano la inmortalidad:
Creamos, pues, hermanos queridos, según la tradición de los Apóstoles, que Dios el Verbo descendió del cielo, [y entró] en la santa Virgen María, a fin de que, tomando la carne de ella, y asumiendo también un alma humana - quiero decir racional -, y siendo de esta manera todo lo que el hombre es, menos el pecado, pudiera salvar al hombre caído y conferir la inmortalidad a los hombres que creyeran en su nombre (Contra Noet. 17).
La doctrina de la recapitulación tal como la enseñó Ireneo aparece claramente en la soteriología de Hipólito:
Sabemos que este Logos tomó un cuerpo de una virgen y que rehizo al hombre viejo en una nueva creación. Creemos que el Logos pasó por las diversas etapas de esta vida, a fin de poder El mismo servir de ley a todas las edades y de presentar su Humanidad como un ideal para todos los hombres. Y lo hizo El mismo, para probar personalmente por sí mismo que Dios no hizo nada malo, y que el ser humano tiene capacidad para determinar por sí mismo, es decir, que es capaz de querer y de no querer, y goza de poder para lo uno y lo otro. Sabemos que este Hombre fue formado de la pasta de nuestra humanidad. Porque, de no ser El de la misma naturaleza que nosotros, en vano nos ordenaría que imitáramos al Maestro. Porque, si este Hombre tuviera una substancia diferente de la nuestra, ¿por qué me impondría preceptos semejantes a los que El recibió, a raí que nací débil y flaco? ¿Sería esto obrar con bondad y justicia? Para que no le consideremos distinto de nosotros, se sometió a las penalidades, quiso pasar hambre, y no rehusó la prueba de la sed y aceptó ir al reposo del sueño. No rehusó la pasión, sino que se sometió a la muerte y manifestó su resurrección (Philos. 10,33).
Así, pues, el Redentor, que en una nueva creación rehizo al hombre viejo, es verdadero hombre. Pero el que regeneró al hombre viejo es asimismo "Dios sobre todos":
Cristo es el Dios sobre todas las cosas y ha dispuesto quitar los pecados de los hombres, regenerando al hombre viejo. Desde el principio, Dios llamó al hombre imagen suya, y ha demostrado en una figura su amor por ti. Si obedeces sus solemnes preceptos y eres un fiel seguidor del que es bueno, te asemejarás a El y, además, serás honrado por El. Pues la Divinidad no pierde nada de la dignidad de su perfección divina; hasta te hace Dios para mayor gloria suya (ibid. 34).
Hipólito sigue aquí a Ireneo y concibe la redención como deificación de la humanidad.
3. La Iglesia.
La eclesiología de Hipólito presenta dos aspectos, el uno jerárquico, el otro espiritual. En cuanto al primer aspecto, Hipólito tiene mucho en común con Ireneo. Al refutar la herejía, se propone probar que la Iglesia es la depositaría de la verdad y que la sucesión apostólica de sus obispos es la garantía de su enseñanza.
Es sorprendente que, a pesar de ser discípulo de Ireneo, quien habla tan claramente de la maternidad de la Iglesia (Adv. Haer. 3,38,1; 5,20,2), en las obras de Hipólito no se mencione una sola vez el título de Iglesia Madre. En eso sigue la tradición romana primitiva y no la concepción oriental. Hay, en cambio, en sus obras muchas referencias a la Iglesia como Esposa y Novia de Cristo (véase arriba, p.461 y 463); en la interpretación que da del Apocalipsis 12,1-6 en De antichr. 61, la Mujer vestida de sol es, en realidad, la Iglesia; pero el "niño" que está dando a luz no son los fieles, sino el Logos, y la palabra Madre no aparece para nada.
En el aspecto espiritual de la Iglesia, Hipólito se desvió concibiéndola como una sociedad compuesta demasiado exclusivamente de justos (In Dan. 1,17,5-7) y no admitiendo en ella a los que, aunque arrepentidos, habían faltado gravemente en materia de fe y de costumbres. Toda su vida fue una protesta contra un "abrir las puertas" excesivamente; así como Adán fue expulsado del paraíso después de haber comido de la fruta prohibida, así también la persona que se sumerge en el pecado es privado del Espíritu Santo, arrojado del nuevo Edén, la Iglesia, y reducido a un estado terreno (ibid.).
En otro lugar considera a la Iglesia como un barco que navega hacia el Oriente y el paraíso celestial, guiada por Cristo, su piloto:
El mar es el mundo, donde la Iglesia es como un barco sacudido sobre el abismo, pero no destruido, porque lleva consigo al diestro Piloto Cristo. Lleva en su centro el trofeo [erigido] sobre la muerte; ella lleva consigo, en efecto, la cruz del Señor. Su proa es el Oriente; su popa, el Occidente, y su cala, el Sur, y las cañas de su timón son los Testamentos. Las cuerdas que lo rodean son el amor de Cristo, que une la Iglesia. La red que lleva consigo es el lugar de regeneración que renueva a los creyentes. El Espíritu que viene del cielo está allí y forma una vela espléndida. De El reciben el sello los fieles. El barco tiene también anclas de hierro, a saber, los santos mandamientos de Cristo, que son fuertes como el hierro. Tiene además marineros a derecha e izquierda, sentados como los santos ángeles, que siempre gobiernan y defienden a la Iglesia. La escalerilla para subirla es un emblema de la pasión de Cristo, que lleva a los fíeles a la ascensión del cielo. Y las velas desplegadas en lo alto son la compañía de los profetas, mártires y apóstoles, que han entrado ya a su descanso en el reino de Cristo (De antichr. 59).
Es muy interesante observar cómo insiste Hipólito en la seguridad del viaje: Las anclas, es decir, los mandamientos de Cristo, son "fuertes como el hierro"; el que los quebranta se expone al peligro.
Hubo también otro símbolo, el arca de Noé, que jugó un papel importante en la controversia con el papa Calixto sobre la remisión de los pecados. De hecho, en sus diferencias con este Papa aparece claramente la concepción que Hipólito tiene de la Iglesia, como una ?sociedad de santos que viven en la justicia,? como la κλήσις των αγίων (In Dan. 1,17).
4. El perdón de los pecados.
Entre otras acusaciones que Hipólito dirige contra Calixto en sus Philosophumena (9,12), dice lo siguiente:
El impostor Calixto, habiéndose embarcado en tales opiniones [a propósito del Logos], fundó una escuela en oposición a la Iglesia [o sea, la de Hipólito], adoptando el sistema de enseñanza que ya hemos dicho. Y lo primero que inventó fue autorizar a los seres humanos a entregarse a los placeres sensuales. Les dijo, en efecto, que todos recibirían de él el perdón de sus pecados. Si algún cristiano se ha dejado seducir por otro, si lleva el título de cristiano y cometiera cualquier transgresión, dicen que el pecado no se le imputa con tal que se apresure a adherirse a la escuela de Calixto. Y muchas son las personas que se han beneficiado de esta disposición, sintiéndose agobiadas bajo el peso de su conciencia y habiendo sido rechazadas por muchas sectas. Algunos de ellos, de acuerdo con nuestra sentencia condenatoria, habían sido enérgicamente expulsados de la Iglesia [la de Hipólito]; se pasaron a los seguidores de Calixto y llenaron su escuela. Este hombre decidió que no se depusiera a un obispo culpable de pecado, aunque sea pecado mortal. En su tiempo se empezó a conservar en su rango en el clero a los obispos, sacerdotes y diáconos que se habían casado dos y tres veces. Y si alguno ya ordenado se casara, Calixto le permitía continuar en los órdenes sagrados como si no hubiera pecado... Afirma asimismo que la parábola de la cizaña se había pronunciado para este caso: "Dejad que la cizaña crezca con el trigo" (Mt. 13,30), o sea. en otras palabras, dejad que los miembros de la Iglesia que son culpables de pecado permanezcan en ella. También decía que el arca de Noé fue un símbolo de la Iglesia: se encontraban juntos en ella perros, lobos y cuervos y toda clase de seres puros e impuros; pretende que lo mismo sucede en la Iglesia... Permitió a las mujeres que, aunque solteras, ardían en deseos pasionales, y a las que no estaban dispuestas a perder su rango con un matrimonio legal, que se unieran en concubinato con el hombre que ellas escogieran, esclavo o libre, y que tal mujer, aunque no legalmente casada, pudiera considerar a su compañero como legítimo esposo. De lo cual resultó que mujeres reputadas como buenas cristianas empezaron a recurrir a drogas para producir la esterilidad y a ceñirse el cuerpo a fin de expulsar el fruto de la concepción. No querían tener un hijo de un esclavo o de un hombre de clase despreciable, a causa de su familia o del exceso de sus riquezas. ¡Ved, pues, en qué impiedad ha caído ese hombre desaforado, aconsejando a la vez el adulterio y el homicidio! A pesar de eso, después de cometer tales audacias, abandonando todo sentido de vergüenza, pretenden llamarse una Iglesia católica.
El amargor y la pasión de estas acusaciones hacen difícil distinguir entre los hechos deformados por una interpretación maliciosa y los absolutamente falsos. Tertuliano (De pudidtia 1,6) habla de un edicto del "Pontifex maximus" concediendo el perdón del adulterio y de la fornicación después de la penitencia; pero no es seguro que Hipólito se refiera aquí a ese edicto. El trata de explicar por qué la "escuela de Calixto" ejercía tan gran poder de atracción, al paso que el número de sus propios seguidores seguía siendo tan reducido. La razón, según él, sería lo que él llama el laxismo de su adversario, en abierto contraste y discrepancia con sus propios principios rigoristas. En esta perspectiva, el pasaje no tiene que ver nada con la cuestión disciplinar acerca de la adecuada expiación de los pecados ni de su consiguiente absolución. Quiere decir solamente que Calixto daba poca importancia a los pecados y faltaba a su deber de hacer observar las sanciones eclesiásticas. Hipólito acusa al Pontífice de admitir en su "escuela" a todos los pecadores, aun a los mayores, y de invocar, para justificar su conducta, la parábola de la cizaña y del trigo y la figura del arca de Noé con sus animales puros e impuros. Con otras palabras, Hipólito exige mayor severidad en casos de impureza de obispos culpables, en la admisión a las órdenes de hombres que se casaron más de una vez. Niega también la validez del matrimonio entre mujeres libres y esclavos. Pero nada se dice contra el poder de la Iglesia de absolver pecados después de hecha la debida penitencia. En la Tradición apostólica reconoce positivamente este poder. La oración para la consagración de un obispo que allí se copia dice:
Padre que conoces los corazones, concede a este tu siervo que has elegido para el episcopado... que en virtud del Espíritu del sacerdocio soberano tenga el poder de "perdonar los pecados" (facultatem remittendi peccata) según tu mandamiento; que "distribuya las partes" según tu precepto, y que "desate toda atadura" (solvendi omne vinculum iniquitatis), según la autoridad que diste a los Apóstoles (3).
Según este texto, el poder de absolver es sin limitación. Si Hipólito presenta esta oración como una tradición apostólica, es señal de que él mismo debió de reconocer este poder eclesiástico.
Es por extremo difícil determinar qué es lo que Hipólito quiere decir cuando declara: "Fue el primero en perdonar pecados de impureza." Teniendo en cuenta que con estas palabras trata de denigrar a su adversario, debemos tomar su acusación con mucha precaución, como lo prueban la estrechez de miras con que enjuicia y la tergiversación a que somete una de las mayores realizaciones del pontificado de Calixto. El Imperio romano había levantado una barrera infranqueable entre los esclavos y los hombres libres, prohibiendo rigurosamente todo matrimonio entre ellos. Prohibidos ya por las leyes Julia y Papía, estos matrimonios fueron declarados nulos por los emperadores Marco y Cómodo y reducidos a simples concubinatos. Desafiando los prejuicios populares de su tiempo, Calixto concedió la sanción eclesiástica a uniones de esta clase entre cristianos. El progreso que representa la decisión de Calixto fue trascendental. Dando su bendición a esos matrimonios, la Iglesia derribó la barrera que existía entre las diferentes clases de la sociedad y trató a todos sus miembros como iguales. Con eso dio un paso extraordinario hacia la abolición de la esclavitud. La sorprendente innovación de Calixto en materia de costumbres matrimoniales es un testimonio impresionante del progreso social promovido por la Iglesia en el Imperio romano. Podemos calibrar la injusticia y amarga parcialidad de Hipólito por su actitud ante este acto clarividente de Calixto: no ve en él más que una oportunidad, para él, de lanzar contra Calixto la venenosa acusación de promover el adulterio y el homicidio, apoyándose en abusos inevitablemente ligados con esta clase de innovaciones.
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