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III. Aspectos de la Teología de Cipriano
Si Tertuliano no emprendió nunca una exposición sistemática de la doctrina cristiana, el hombre de acción que era Cipriano, más que intelectual, se sentía todavía menos inclinado y menos preparado para realizar una empresa de esta clase. Le faltaban la originalidad de Tertuliano y el poder especulativo de Orígenes. A pesar de esto, es indiscutible que hasta San Agustín fue considerado como la autoridad teológica del Occidente. Sus escritos eran mencionados al lado de los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, como lo evidencia el catálogo de Cheltenham. Aun después de San Agustín, durante toda la Edad Media, fue uno de los Padres de la Iglesia más leídos, y su influjo sobre el Derecho canónico fue muy profundo. Si los papas, obispos y teólogos invocaron una y otra vez su testimonio, se debe principalmente a su doctrina sobre la naturaleza de la Iglesia, que forma el núcleo de su pensamiento.
1. Eclesiología.
Para Cipriano, la Iglesia es el único camino de salvación. Afirma con sencillez, pero con claridad: Sauas extra Ecclesiam non est (Epist. 73,21). Es imposible tener a Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por Madre: habere non potest deum patrem qui ecclesiam non habet matrem (De unit. 6). Por esto es de capital importancia permanecer dentro de la Iglesia. No se puede ser cristiano sin pertenecer a ella: christianus non est qui in Christi ecclesia non est (Epist. 55,24). La Iglesia es la Esposa de Cristo y, como tal, no puede ser adúltera. "Todo el que se separa de la Iglesia y se une a la adúltera queda separado de las promesas hechas a la Iglesia. No llegará a conseguir los premios de Cristo el que abandona a la Iglesia de Cristo. Es un extraño, es un profano, es un enemigo" (De unit. 6). Por consiguiente, el carácter fundamental de la Iglesia es la unidad. Para describirla, Cipriano hace gala de todas las riquezas de su imaginación. Ve un tipo de la Iglesia en la túnica inconsútil de Cristo:
Este sacramento de la unidad, este vínculo de concordia indisoluble, se nos da a conocer cuando se nos habla en el Evangelio de la túnica de Cristo, la cual no podía ser dividida ni rota, sino que, echando a suertes para ver quién se vestiría con ella, uno solo la recibe y la posee íntegra e indivisa... Ella figuraba la unidad que viene de arriba, esto es, del cielo y del Padre: la cual no puede ser rota por el que la recibe y la posee, sino que goza de toda su solidez y firmeza de una manera inseparable. No puede entrar en posesión del vestido de Cristo el que rompe y divide la Iglesia de Cristo (De unit. 7. Trad. Caminero 4,406-7).
Cipriano compara la Iglesia al arca de Noé, fuera de la cual nadie se salvó (De unit. 6); a la multitud de granos que forman un solo pan eucarístico (Epist. 63,13); al navío con el obispo por piloto (Epist. 59,6). Pero su figura favorita - que aparece más de treinta veces en sus escritos - es la de la Madre que reúne a todos sus hijos en una sola gran familia, que es feliz de estrechar contra su seno un pueblo que no tiene sino un solo cuerpo y una sola alma (De unit. 23). El cristiano que se separa de la Iglesia se condena a la muerte (ibid.).
Para defender la unidad eclesiástica, amenazada por los cismas, Cipriano escribió el De Ecclesiae unitate y una gran parte de sus cartas. Desde el punto de vista de los miembros, fundamenta la unidad de la Iglesia en su adhesión al obispo. "Debéis, pues, saber y entender que el obispo está dentro de la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y todo el que no está con el obispo no está dentro de la Iglesia" (Epist. 66,8). Así, pues, el obispo es la autoridad visible en torno a la cual centra toda la congregación.
La solidaridad de la Iglesia universal reposa, a su vez, en la de los obispos, que vienen a ser una especie de senado. Son los sucesores de los Apóstoles, y los Apóstoles fueron los obispos de antaño. "El Señor escogió a los Apóstoles, esto es, a los obispos y superiores" (Epist. 3,3). La Iglesia está fundada sobre ellos. Por eso, Cipriano interpreta el Tu es Petrus como sigue:
Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos guardar y respetar, regulando el honor debido a los obispos y el orden de su Iglesia, habla en el Evangelio y dice a Pedro: "Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos" (Mt. 16,18-19). De ahí viene, a través de la serie de los tiempos y de las sucesiones, la elección de los obispos y la organización de la Iglesia: la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la conducta de la Iglesia obedece a la dirección de esos mismos jefes. Siendo, pues, ésta la organización establecida por la ley divina, me causa extrañeza la audacia temeraria con que me han escrito pretendiendo hacerlo en nombre de la Iglesia, siendo así que la Iglesia está establecida sobre el obispo, el clero y todos los que permanecen fieles (Epist. 33,1).
Así, pues, Cipriano aplica el texto de Mt. 16,18 a todo el episcopado, cuyos miembros, unidos el uno al otro por las leyes de la candad y la concordia (Epist. 54,1; 68,5), hacen de la Iglesia universal un solo cuerpo. "La Iglesia, que es católica y una, no está rota ni dividida, sino unida con el cemento de sus obispos, que se mantienen firmemente unidos el uno al otro" (Epist. 66,8).
2. El obispo de Roma
Cipriano está convencido de que los obispos sólo deben rendir cuentas a Dios. "Con tal de que no rompa el vinculo de la concordia y se mantenga la indisoluble fidelidad a la unidad de la Iglesia católica, cada obispo manda y gobierna a su manera, con obligación de dar cuentas de su conducta a Dios" (Epist. 55,21). En su controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes, expone, como presidente del concilio africano de septiembre del 256, su opinión con estas palabras:
Nadie entre nosotros se proclama a sí mismo obispo de obispos, ni obliga a sus colegas por tiranía o terror a una obediencia forzada, considerando que todo obispo por su libertad y poder tiene el derecho de pensar como quiera y no puede ser juzgado por otro, lo mismo que él no puede juzgar a otros. Debemos esperar todos el juicio de Nuestro Señor Jesucristo, quien solo y señaladamente tiene el poder de nombrarnos para el gobierno de su Iglesia y de juzgar nuestras acciones (Csel 3-1,436).
De estas palabras se desprende claramente que Cipriano no reconocía la supremacía de jurisdicción del obispo de Roma sobre sus colegas. Tampoco creía que Pedro hubiera recibido poder sobre los demás Apóstoles, pues dice: hoc erant utique et ceteri apostoli quod fuit Petrus, pari consortio praediti et honoris et potestatis (De unit. 4). Pedro tampoco reivindicó este derecho: "Cuando Pedro, que había sido elegido por el Señor, tuvo aquella controversia con Pablo sobre la circuncisión, no reclamó arrogantemente ninguna prerrogativa ni se mostró insolente con los demás diciendo que tenía el primado y que debía ser obedecido" (Epist. 71,3).
Por otra parte, sin embargo, es el mismo Cipriano quien dedica grandes elogios a la Iglesia de Roma por su importancia para la unidad eclesiástica y la fe, quejándose de los herejes "que se atreven a atravesar el mar y llevar cartas de cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro e Iglesia principal de donde proviene la unidad del sacerdocio. Olvidan que son aquellos mismos romanos cuya fe alabó el Apóstol, inaccesibles a la perfidia" (Epist. 59,14). Así, pues, la cathedra Petri es, para él, la ecclesia principalis y el punto de origen de la unitas sacerdotalis. Sin embargo, en esta misma carta dice claramente que no reconoce a Roma ningún derecho superior a legislar para las otras sedes, puesto que espera que Roma no se entrometerá en los asuntos de su propia diócesis, "porque a cada pastor en particular le ha sido asignada una porción del rebaño, que debe dirigir y gobernar y de la cual tendrá que dar cuenta, así como de su administración, al Señor" (Epist. 59,14). Es esta idea la que le llevó a oponerse al papa Esteban en la cuestión del bautismo de los herejes.
Recientemente M. Bévenot ha señalado con mucho acierto la reacción de Cipriano a la investigación del papa Cornelio a propósito de la consagración de Fortunato, que Cipriano había hecho sin consultar previamente a Roma. En su respuesta, el prelado africano reconoce su deber de llevar al Pontífice todos los asuntos de mayor importancia:
No te escribí inmediatamente, carísimo hermano, porque no se trataba de una cosa tan importante y tan grave que pidiera que se te comunicara en seguida... Confiaba que conocías todo esto y estaba seguro de que te acordabas de ello. Por eso juzgué que no era necesario comunicarte con tanta celeridad y urgencia las locuras de los herejes... Y no te escribí sobre todo aquello porque todos lo despreciamos, por otra parte, y poco ha te mandé los nombres de los obispos de aquí que están al frente de los hermanos y no han sido contaminados por la herejía. Fue opinión unánime de todos los de esta región que te mandara estos nombres (Epist. 59,9).
En esta respuesta no leemos que el obispo sea responsable sólo ante Dios, sino que, al rendir de hecho cuentas del incidente, reconoce a Cornelio el derecho a exigir sumisión sobre toda "materia de suficiente importancia y gravedad." La misma razón explica que Cipriano obrara exactamente igual durante la vacante que siguió a la muerte del papa Fabiano (250). Cuando el clero de la capital expresó su desaprobación por haberse escondido, Cipriano se justificó enviando una relación de su conducta. Además, y sobre todo, Cipriano hizo suya la postura de los romanos en el problema de los lapsos. Se ve, pues, que se siente obligado no solamente hacia el obispo de Roma, sino hacia la sede misma.
Volviendo al De unitale Ecclesiae, debemos tener en cuenta que su fin principal no era defender la unidad de las iglesias entre sí, sino la de cada una en sí misma. Con todo, el escritor ve en Pedro no sólo un símbolo, sino el fundamento mismo de la unidad, que se cimenta en él: Primatus Petro datur et una ecclesia et cathedra una monstratur. Et pastores sunt omnes, sed grex unus ostenditur qui ab apostolis omnibus unanimi consensione pascatur. Qui cathedram Petri super quem ecclesia fundata est, deserit, in ecclesia se esse confidit? (De unit. 4). Así se leía en la edición original, según las recientes investigaciones (cf. p.628). Si Cipriano rehúsa al obispo de Roma toda autoridad y poder superior para mantener mediante leyes la solidaridad de la cual es el centro, es, sin duda, porque considera este primado como un primado de honor, y al obispo de Roma, como primus inter pares.
3. El bautismo.
Cipriano coincide con Tertuliano en considerar inválido el bautismo conferido por los herejes, pero disiente en la cuestión del bautismo de los niños. Tertuliano recomienda posponerlo hasta que el niño tenga la edad suficiente para conocer a Cristo (De bapt. 18; cf. p.561). Cipriano, en cambio, es partidario de conferirlo lo más pronto posible e incluso rechaza la costumbre de esperar ocho días después del nacimiento. En su carta a Fido (Epist. 64) habla así de la decisión de un concilio:
En cuanto a los niños, dices que no conviene bautizarlos el primer día o el segundo, sino que hay que atenerse a la ley antigua de la circuncisión, y no bautizar ni santificar al recién nacido hasta transcurridos ocho días. Nuestra asamblea ha opinado de muy distinta manera. Nadie estuvo de acuerdo con la manera de obrar que tú preconizabas; antes por el contrario, todos hemos creído que la misericordia y la gracia de Dios no se deben rehusar a ningún hombre que llega a la existencia... La circuncisión espiritual no debe ser impedida por la circuncisión carnal... Los mayores pecadores, después de haber pecado gravemente contra Dios, alcanzan la remisión de sus culpas: nadie se ve privado del bautismo y de la gracia. Con cuánta más razón no debe privarse del bautismo a un niño que, siendo recién nacido, no ha podido cometer ningún pecado, sino que solamente por haber nacido de Adán según la carne ha contraído desde el primer instante de su vida el virus mortal del antiguo contagio; por eso le son más fácilmente perdonados los pecados, pues no son suyos propios, sino de otro.
Cipriano, al igual que Tertuliano, conoce otro bautismo, más rico en gracia, más sublime en poder y más maravilloso en sus efectos que el del agua: el bautismo de sangre o martirio. En la Epist. 73 afirma que los catecúmenos que mueren por la fe no se verán privados en manera alguna de los efectos del sacramento: "Puesto que son bautizados con el más glorioso y el más sublime de los bautismos, el de la sangre, al cual se refería el Señor cuando dijo que El debía ser bautizado con otro bautismo" (Lc. 12,50). Comparando los dos, declara en el prólogo del Ad Fortunatum: "Este es un bautismo superior en gracia, más sublime en poder, más rico en honor; un bautismo que administran los ángeles, un bautismo en el que Dios y su ungido se regocijan, un bautismo después del cual ya no se peca más, un bautismo que completa nuestro crecimiento en la fe, un bautismo que al salir de este mundo nos une inmediatamente con Dios." Como lo da a entender la última frase, Cipriano, lo mismo que Tertuliano, estaba convencido de que el mártir entra en el reino de los cielos inmediatamente después de su muerte," mientras que los otros tienen que aguar-dar la sentencia del Señor en el día del juicio (De unit. 14; Epist. 55,17,20; 58,3).
4. La penitencia.
En la cuestión de la disciplina penitencial, Cipriano defendió con éxito la práctica tradicional de la Iglesia primitiva contra los dos extremos, el laxismo de su propio clero y el rigorismo del partido de Novaciano en Roma. Su tratado De lapsis y sus cartas demuestran que las decisiones que tomó no representan una "segunda innovación." (Los que consideran el perdón de la fornicación como la "primera innovación" - cf. supra, p.611s - sostienen que el perdón de la idolatría fue la segunda.) Cipriano no dice en ninguna parte que la Iglesia de Roma había considerado hasta entonces que la apostasía no se pudiera perdonar. Nunca menciona los tres "pecados capitales" de que habla Tertuliano en el De pudicitia ni acepta la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia. Al contrario, en su carta al obispo Antoniano (55) hace suyo el principio: "No podemos obligar a nadie a hacer penitencia si se quita el fruto de la penitencia" (17). Para precisar aún, mejor su pensamiento, añade: "Creemos que nadie debe ser privado del fruto de la satisfacción y de la esperanza de la paz" (27). Sería hacer burla de los pobres hermanos y engañarlos, exhortarles a la penitencia y quitarles su efecto lógico, la curación, el decirles: "Llorad, derramad lágrimas, gemid día y noche y haced grandes y repetidos esfuerzos para limpiar y purificar vuestro pecado; después de todo esto moriréis fuera del recinto de la Iglesia. Haréis todo lo que sea necesario para alcanzar la paz, pero esta paz que buscáis no la tendréis nunca." Sería como ordenar al campesino que labre su campo lo mejor que supiera, asegurándole al mismo tiempo que no recogería mies alguna (27). En De opere et eleemosynis (cf.. p.634) dice explícitamente que los que han pecado después del bautismo pueden ser limpiados nuevamente (2) y que, sea cual fuere la mancha que han contraído, será borrada (1), porque Dios quiere salvar a los que redimió a precio tan elevado (2). Cipriano no dice en ninguna parte que los lapsi, al pedir la reconciliación, obraran contra la práctica hasta entonces tradicional.
La penitencia pública comprendía, según Cipriano, tres actos distintos: confesión, satisfacción proporcionada a la gravedad del pecado y reconciliación una vez terminada la satisfacción. "Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios" (De lapsis 28; Epist. 16,2). Aunque, según Cipriano, lo que consigue el perdón de los pecados es el elemento subjetivo y personal de la penitencia (De laps. 17; Epist. 59,13), el elemento objetivo eclesiástico de la reconciliación es la "garantía de vida" (pignus vitae: Epist. 55,133), porque presupone el perdón divino. Cipriano ensalza el poder curativo y carácter sacramental del acto de la reconciliación más que sus predecesores, y aún más que sus sucesores hasta San Agustín, que en su controversia con los donatistas desarrolló esta doctrina.
5. La Eucaristía.
La carta 63 de Cipriano Sobre el sacramento del cáliz del Señor (cf. supra, p.641) es el único escrito anteniceno consagrado exclusivamente a la celebración eucarística. Reviste una importancia particular para la historia del dogma, por estar toda ella dominada por la idea del sacrificio. El sacrificio del sacerdote es la repetición de la cena del Señor, donde Cristo se ofreció a sí mismo al Padre (Patri se ipsum obtulit):
Pues si el mismo Jesucristo, Señor y Dios nuestro, es Sumo Sacerdote de Dios Padre y se ofreció a sí mismo como sacrificio al Padre, y mandó que se hiciera esto en memoria suya, por cierto aquel sacerdote hace verdaderamente las veces de Cristo, el cual imita aquello que hizo Cristo, y entonces ofrece un sacrificio verdadero y lleno en la Iglesia a Dios Padre, si empieza a ofrecerlo así conforme a lo que ve que ofreció el mismo Cristo (Epist. 64,14: BAC 88,161).
Este pasaje de San Cipriano es el primero en que, de una manera explícita, se afirma que la ofrenda son el cuerpo y la sangre del Señor. La última cena y el sacrificio eucarístico de la Iglesia son la representación del sacrificio de Cristo sobre la cruz. A la Eucaristía se le llama dominicae passionis et nostrae redemptionis sacramentum (ibid.). "Hacemos mención en todos los sacrificios de su pasión, pues la pasión del Señor es el sacrificio que ofrecemos. No debemos, pues, hacer otra cosa que lo que El hizo" (17). La Eucaristía es oblatio y sacrificium: "De donde es manifiesto que no se ofrece la sangre de Cristo si falta vino en el cáliz, ni se celebra el sacrificio del Señor con legítima santificación si no responden a la pasión nuestra oblación y nuestro sacrificio" (9).
El valor objetivo de este sacrificio eucarístico se manifiesta por el hecho de ofrecerse para el eterno descanso de las almas como sacrificium pro dormitione (Epist. 1,2). Se celebra también en honor de los mártires: sacrificia pro eis semper... offerimus, quoties martyrum passiones et dies anniversaria commemoratione celebramus (Epist. 39,3; 12,2).
Cipriano ve en el pan sacramental un símbolo de la unión entre Cristo y los fieles, y de la unidad eclesiástica: "En él se encuentra figurada, además, la unidad del pueblo cristiano; del mismo modo que muchos granos reducidos a la unidad y juntamente molidos y amasados hacen un solo pan, así en Cristo, que es pan celestial, sepamos que hay un solo cuerpo, al cual está unido y aunado nuestro número" (Epist. 63,13). La mezcla del vino y del agua significan lo mismo: "Y cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo y el pueblo de los creyentes se une y junta a Aquel en el cual creyó" (ibid.). Cipriano tiene por inválida la Eucaristía celebrada fuera de la Iglesia católica, lo mismo que el bautismo administrado por los herejes. En una carta (72) informa al papa Esteban de una resolución a este respecto aprobada por un sínodo de setenta y un obispos de África y de Numidia. Tales sacrificios son "falsos y blasfemos" y "están en oposición con el único altar divino" (ibid.). La importancia de estas ideas subió de punto más tarde en el movimiento de los donatistas, que sostenían que la eficacia del sacramento dependía de la santidad del ministro.
Textos: J. Johannes Quasten, Monumento eucharistica et litúrgica vetustísima (Bonn 1935-1937) 356-8.
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