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Adversus nationes
Según nos dice Jerónimo (Chron., l.c.), el obispo de aquella localidad se mostró escéptico cuando Arnobio le pidió que le recibiera como cristiano y exigió del candidato pruebas de sus nuevas disposiciones. Para probar su sinceridad, compuso esta extensa obra contra los paganos. Por lo que hace a la fecha de su composición, debió de terminarla antes del año 311, año en que cesaron las persecuciones, de las cuales habla con frecuencia, y, en cambio, no se alude al restablecimiento de la paz. En dos pasajes del De vir. ill., Jerónimo sitúa a Arnobio bajo el reinado de Diocleciano (284-304), mientras que en su Chronicon le coloca en el año 327. Pero esta última indicación tiene que estar equivocada. Lo único que sabemos, pues, es que escribió durante la persecución de Diocleciano y antes del año 311. Jerónimo (De vir. ill. 79) intitula el tratado Adversus gentes, mientras que el único manuscrito (Codex París. 1661 saec. IX) lo llama Adversus nationes. Este parece ser el título correcto. Todos los indicios son de que el autor lo escribió precipitadamente cuando aún tenía escasos conocimientos de las cosas de la fe. Porque los dos primeros libros están consagrados a vindicar el cristianismo, se suele clasificar este tratado entre las apologías. Sin embargo, es más un ataque violento que una defensa. McCracken lo define con mucho acierto "el contraataque más vivo y sostenido que se conserva contra los cultos paganos contemporáneos" (p.4). Como fuente para el conocimiento de la doctrina cristiana es de mediocre valor, pero es una riquísima mina de noticias sobre las religiones paganas contemporáneas.
El primer libro da una respuesta a la calumnia de que los cristianos fueran causa de todos los males que afligieron a la raza humana en los últimos años. Acusa a los sacerdotes paganos de haberla inventado, porque sus ingresos iban disminuyendo de día en día. Existieron calamidades antes de la aparición de la fe cristiana. En realidad de verdad, la nueva religión tiende más bien a aminorar ciertos azotes, como las guerras, que á su vez son causa de otros muchos males.
Si todos quisieran, aunque fuera por poco tiempo, prestar oído atento a sus preceptos de paz y de salvación y creyeran no en su propia arrogancia e hinchado orgullo, sino en sus consejos, todo el mundo, desviando el uso del hierro a fines menos violentos, pasaría sus días en la tranquilidad más serena y llegaría a una armonía saludable y respetaría las cláusulas de los tratados, sin violarlos jamás (1,6).
Arnobio contesta luego al reproche que se hace a los cristianos de adorar a un simple hombre, que, por añadidura, fue crucificado. Los paganos son los menos indicados para proponer esta clase de objeciones, puesto que ellos han elevado al rango de dioses a héroes y emperadores. La doctrina y los milagros de Cristo dan testimonio de que su naturaleza divina no sufrió detrimento por el hecho de morir. La propagación de la fe corrobora este testimonio. Era necesario que el Salvador apareciera en forma humana, porque venía a redimir al hombre.
El libro segundo trata del odio de los paganos contra el nombre de Cristo. Se explica este odio, porque el Señor arrojó de la tierra los cultos paganos. El, en cambio, trajo a los hombres la verdadera religión, que los paganos, estúpidamente, rehúsan aceptar. Cuando la convierten en objeto de burla, deberían recordar que buena parte de su doctrina se encuentra en los escritos de sus filósofos, como, por ejemplo, la inmortalidad del alma en Platón. A pesar de este reconocimiento, Arnobio lanza inmediatamente un largo ataque contra el concepto platónico de la inmortalidad, que constituye la parte más interesante de toda la obra. En el libro tercero empieza su violento ataque contra los adversarios. Denuncia primeramente su antropomorfismo; atribuyen a los dioses toda clase de bajas pasiones, especialmente las sexuales, contradiciendo de esta manera la noción misma de Dios. En el libro cuarto ridiculiza la deificación de ideas abstractas, las divinidades siniestras, las torpes leyendas de los amores de Júpiter, atestiguadas por la misma literatura. El libro quinto censura los mitos de Numa, de Atis y de la Gran Madre. Se ensaña contra las ceremonias y fábulas relativas a las religiones de misterios y rechaza toda interpretación alegórica de esas fábulas. El libro sexto es una polémica contra los templos y los ídolos paganos, y el séptimo, contra los sacrificios paganos. La causa de todas estas supersticiones es el concepto erróneo de la divinidad, al cual, para terminar, opone Arnobio el concepto cristiano.
Por lo que toca al estilo de Arnobio, Jerónimo lo califica de "desigual y prolijo, sin divisiones claras en su obra, de donde resulta mucha confusión" (Epist. 58). En efecto, el autor desarrolla los argumentos con pesadas e interminables repeticiones. Sin embargo, la composición, tomada en conjunto, no carece de unidad orgánica. Festugiére no está de acuerdo con los que opinan que la obra está mal escrita y sin orden; las obscuridades provendrían más bien de cierta imprecisión en las ideas. El autor demuestra poseer una notable fuerza de expresión y llega a veces a la altura de una verdadera elocuencia.
Debemos mencionar aquí las fuentes de que se sirvió Arnobio para la composición de su libro. Para empezar por las griegas, remite catorce veces a Platón o a alguna de sus obras, dos veces a Aristóteles, Sófocles, Mnaseas de Patara, Mirtilo y Posidipo. Cita un pasaje de los Orphica y hace una alusión a Hermes Trimegisto. Festugiére ha demostrado que el libro segundo denota considerable familiaridad con el hermetismo, el neoplatonismo, los oráculos caldaicos, Plotino, Zoroastro, Ostanes y los papiros mágicos de las liturgias de Mitra. Pasando ahora a los escritores latinos, depende sobre todo de Varrón, a quien cita quince veces. Pero explota también a Cicerón y Lucrecio. Los que creen que una de sus fuentes más importantes es Cornelio Labeo no han suministrado pruebas suficientes, como lo han demostrado Tullius y Festugiére.
Por lo que se refiere a las fuentes bíblicas y cristianas, observamos con sorpresa que jamás nombra ni un solo autor cristiano: pero se echa de ver que conocía y utilizó el Protréplico de Clemente de Alejandría, el Apologeticum y Ad nationes de Tertuliano y el Octavio de Minucio Félix. Las semejanzas que existen entre el Adversus nationes y las Divinae institutiones de Lactancio se explican admitiendo una fuente común.
La historia no nos dice cómo fue recibida esta obra del retórico africano. De los Padres del siglo IV, solamente Jerónimo la conoce un poco. El Decrelum de libris recipiendis et non recipiendis, del siglo VI, la coloca entre los apócrifos.
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