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Ideas teológicas de Arnobio

En el primer libro de su obra Contra los paganos hay una hermosa oración en la que Arnobio pide el perdón para los perseguidores de los cristianos:

¡Oh sublime y altísimo Procreador de todas las cosas visibles e invisibles! ¡Oh Tú, que eres invisible y que no has sido comprendido jamás por las naturalezas creadas! Alabado seas, seas verdaderamente alabado - si es que labios manchados son capaces de alabarte -, a quien toda naturaleza que respira y entiende jamás debería cesar de dar gracias; ante quien debería durante toda la vida orar de hinojos y presentar sin cesar sus peticiones y súplicas. Porque Tú eres la causa primera, el lugar y el espacio de las cosas creadas, la base de todas las cosas, sean cuales fueren. Tú solo eres infinito, ingénito, perpetuo, eterno; ninguna forma puede representarte, ninguna facción corporal puede definirte; ilimitado en tu naturaleza e ilimitado en tu grandeza; sin lugar, movimiento ni condición; de quien nada se puede decir con las palabras de los mortales. Para entenderte hace falta guardar silencio; y para poder adivinar algo de Ti, aunque vagamente, mediante una conjetura falible, hay que evitar aun el más leve murmullo. Otorga el perdón, ¡oh Rey altísimo!, a los que persiguen a tus siervos, y por aquella amabilidad que forma parte de tu naturaleza, perdona a los que huyen de la veneración de tu nombre y de tu religión (1,31).

Esta plegaria revela un elevado concepto de Dios. Arnobio piensa que la idea de una Causa Primera y Fundamento de todas las cosas es innata: "¿Hay algún ser humano que no tenga desde su nacimiento alguna noción de este Ser, para quien ésta no sea una idea innata, en quien no esté impresa y casi marcada desde el seno de su madre, en quien no esté profundamente arraigada la convicción de que hay un Rey, Señor y Regulador de todas las cosas que existen?" (1,33). Arnobio comparte, pues, la opinión de Tertuliano del anima naturaliter christiana (cf. p.547s). Sin embargo, su noción de Dios está lejos de ser clara y precisa. Lo imagina totalmente por encima de las criaturas, sin contacto con ellas, completamente aislado en su grandeza. El Dios en quien él cree no tiene sensibilidad y no se preocupa de lo que ocurre en el mundo (1,17; 6,2; 7,5,36). Esta idea de la "distancia" divina invade todo el Ad nationes; constituye, en verdad, su idea central; es la clave de toda la doctrina de Arnobio. Por eso afirma que la cólera es incompatible con la naturaleza divina. Mientras Lactancio compuso una obra entera, De ira Dei, para probar la cólera de Dios, Arnobio no cesa de poner en guardia a sus lectores contra semejante concepción. Todo el que es perturbado por una emoción, argumenta él, es débil y frágil, sujeto al sufrimiento, y, por lo tanto, necesariamente mortal. "Donde hay alguna emoción, debe estar también la pasión; donde se encuentra la pasión, es lógico que haya también perturbación de espíritu; donde hay perturbación de espíritu, están la cólera y aflicción; donde hay cólera y aflicción, el lugar está dispuesto para la fragilidad y la corrupción; en fin, donde intervienen estas dos, no está lejos la destrucción, es decir, la muerte, que acaba con todo" (1,18). Evidentemente, ninguno que tenga el más leve conocimiento del Antiguo Testamento, con sus frecuentes alusiones a la indignación divina, puede escribir de esta manera. Pero Arnobio cierra el paso a esta clase de objeciones. Repudia temerariamente la fuente de donde dimanan esos textos: "Que nadie aduzca contra nosotros las fábulas de los judíos y las de la secta de los saduceos, como si también nosotros atribuyéramos formas a Dios. Ya sabemos, en efecto, que estas cosas se dicen en sus escritos y se corroboran corno cosa cierta y autorizada. Estas fábulas nada tienen que ver con nosotros, no tienen absolutamente nada en común con nosotros; y si se piensa que estas cosas nos son comunes, entonces tenéis que buscar maestros de superior sabiduría que os enseñarán a remover las nubes y aclarar las misteriosas palabras de estos escritos" (3,12). La verdadera fuente de esta idea de la indiferencia de Dios es la filosofía epicúrea y el concepto estoico de las pasiones.

No deja de ser significativo que Arnobio, a diferencia de los otros apologistas, no identifica los dioses paganos con los demonios, ni niega tampoco categóricamente su existencia. En algunos pasajes (3,28-35; 4,9; 4,11; 4,27; 4,28; 5,44; 6,2; 6,10) parece estar seguro de que no existen; en otros, en cambio, duda. Escribe, por ejemplo: "Adoramos a su Padre, por quien, si existe realmente, empezaron ellos a ser y a tener la sustancia de su poder y de su majestad. Su misma divinidad, por así decirlo, les habría otorgado El" (1,28). Expresa las mismas dudas en otro pasaje, donde rechaza la idea de que las divinidades paganas hayan sido engendradas y que hayan nacido: "Nosotros, por el contrario, sostenemos que, si son verdaderamente dioses y tienen la autoridad, el poder y dignidad propios de ese título, o son ingénitos - porque esto es lo que nuestra reverencia nos obliga a creer -, o, si tienen principio por generación, solamente el Dios supremo sabe cómo los ha hecho o cuánto tiempo ha transcurrido desde que existen, porque los hizo participantes de la eternidad de su propia divinidad" (7,35). A la objeción pagana de que los cristianos no adoran a los dioses responde diciendo que ellos reciben homenaje en común con el Dios Supremo:

A nosotros nos basta adorar a Dios, a la Divinidad Primera, al Padre de todas las cosas y Señor, al que establece y gobierna todas las cosas. En El adoramos todo lo que deba ser adorado.

Así como en un reino terreno no estamos obligados por necesidad a reverenciar por su nombre a los que, junto con los soberanos, forman la familia real, sino que todo el honor que se debe a ellos se contiene en el homenaje prestado a los mismos reyes, así también, de una manera enteramente semejante, estos dioses, cualesquiera que sean los que vosotros decís que nosotros debernos adorar, si son de la familia real y descienden del príncipe, aunque no los adoremos explícitamente, ya se entiende que son homenajeados en común con su rey y se les incluye en los actos de veneración a él prestados (3,33).

En estos pasajes queda en duda si el autor expresa su opinión personal o sólo hace una concesión a sus adversarios para sus fines dialécticos. Como corolario de la "indiferencia" divina - tesis de Arnobio que hemos examinado más arriba - niega la creación del alma. Dada su debilidad, inconstancia y malicia, no es posible que Dios sea su autor: "Descartemos esta idea odiosa, a saber, que el Dios todopoderoso, el Sembrador y el Fundador de las cosas grandes e invisibles, el Creador, sea el que engendra almas tan inconstantes, almas que carecen de seriedad, de carácter y de firmeza, prontas a hundirse en el vicio y caer en toda clase de pecados, y que, sabiendo lo que eran y de qué condición, les ordena entrar en los cuerpos" (2,45). Dice que es un "cuento" (fama) la idea de que "las almas son hijas del Señor y descienden del Supremo Poder" (2,37). Sostiene, por creer que es la doctrina auténtica de Cristo, que las almas son obra de algún ser inferior.

Escucha y apréndelo del que lo sabe y lo ha predicado a todo el mundo - de Cristo -, esto es, que las almas no son hijas del Rey Supremo, y que, aunque se diga que El las ha engendrado, no han dicho la verdad sobre sí mismas ni han hablado de sí en términos de su origen esencial. Tienen algún otro creador, inferior al Ser Supremo en dignidad y poder, aunque pertenezca a su corte y esté ennoblecido por la gloria del rango elevado que ocupa (2,36).

Arnobio rechaza implícitamente la creencia bíblica en la creación y adopta como doctrina de Cristo el mito del Timeo de Platón. El único elemento positivo que afirma de la esencia del espíritu humano es el de su medietas, de su carácter intermediario, que también atribuye a Cristo: "(Las almas) son de carácter intermediario, como sabemos por la enseñanza de Cristo. Pueden perecer, si no llegan al conocimiento de Dios; pero también pueden ser restituidas de muerte a vida, si han hecho caso de sus amonestaciones y gracias, y su ignorancia se ha disipado" (2,14). En otras palabras, el alma, por naturaleza, no está dotada de vida eterna, pero puede obtenerla por medio del conocimiento del verdadero Dios. Posee, pues, una inmortalidad condicional:

La naturaleza de las almas es una cuestión controvertida. Algunos dicen que es mortal y no puede participar de la substancia divina, mas otros afirman que es inmortal y que no es posible que degenere en una mortal. Esta división (de opiniones) es consecuencia del carácter neutral de las almas; por una parte, hay argumentos preparados para probar que están sujetas al sufrimiento y a la muerte; pero hay también otros que prueban que son divinas e inmortales.

Así, pues, hemos aprendido de las más altas autoridades que las almas han sido colocadas no lejos de las abiertas fauces de la muerte, pero que, al mismo tiempo, pueden adquirir una longevidad (longaeva fieri) por el don y favor del Rey Supremo, si hacen lo posible para conocer, puesto que la ciencia de Dios es una especie de levadura de vida y como goma que une elementos que de otra suerte no tienen cohesión entre sí (2,31-2).

Es probable que tengamos aquí el motivo de su conversión, el miedo de la muerte eterna y el deseo de la inmortalidad. Dice él mismo: "Por razón de esos temores nos hemos sometido y entregado a Dios como a nuestro Libertador" (2,32); y pregunta: "Puesto que el temor de la muerte, o sea de la destrucción de nuestras almas, nos persigue, ¿no es verdad que obramos movidos por el instinto de lo que es bueno para nosotros..., abrazando al que nos promete liberarnos de semejante peligro? (2,33).

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