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I. Sus Escritos

Los humanistas han llamado a Lactancio el Cicerón cristiano. Es, en efecto, el escritor más elegante de su tiempo. Se puso deliberadamente a imitar al gran orador romano y se le acerca mucho en la perfección del estilo, como lo reconocía ya el mismo Jerónimo (Epist. 58,10). Estaba convencido de que para abrir al cristianismo el acceso a la alta cultura había que presentarlo de una manera elegante y atrayente.

Por desgracia, la calidad de su pensamiento no corresponde a la excelencia de su expresión. La mayor parte de su producción es obra de compilador. Es poco profundo y superficial. La cultura filosófica de que se gloría la debe casi por entero a Cicerón. Su conocimiento de los autores griegos, tanto paganos como cristianos, es pobre, y su educación teológica, insuficiente. Lector asiduo, especialmente de los clásicos latinos, tenía el don de asimilar las ideas de los demás y de presentarlas en forma brillante y clara. A esto se debe que sus escritos se conserven en gran número de manuscritos, algunos de ellos muy antiguos. Ya en el siglo XV se hicieron catorce ediciones de sus obras completas.

1. Sobre la obra de Dios (De opificio Dei).

El De opificio Dei es la más antigua de las obras de Lactancio que poseemos. La dedicó a Demetriano, antiguo alumno suyo y cristiano de buena posición económica. Se advierte ya en ella la gran diferencia que separa a Lactancio de su maestro Arnobio. Pues mientras éste sostiene que el alma en la carne está en una cárcel (2,45), "la corteza de esta carne mezquina" (2,76), y niega que sea creación de Dios o inmortal por naturaleza, aquél, por el contrario, admira en el cuerpo humano una maravilla de orden y de belleza, cuyo autor no puede ser sino la Perfección infinita y está bajo su especial cuidado y providencia.

La introducción (2-4) opone a la persona a las bestias, y concluye diciendo que Dios, en vez de armar al hombre con la fuerza física de las bestias, lo ha dotado de razón, haciéndolo así muy superior a ellas. "Nuestro creador y Padre, Dios, ha dado al hombre el sentimiento y la razón, para que así sea evidente que descendemos de El, puesto que El en sí mismo es inteligencia, percepción y razón... No ha puesto la protección del hombre en el cuerpo, sino en el alma: habría sido superfluo, después de haberle dado lo que es de un valor muy superior, cubrirlo con defensas corporales, que habrían perjudicado a la belleza del cuerpo humano. Por esta razón me maravillo de la estupidez de los filósofos que siguen a Epicuro, que denigran las obras de la naturaleza, para demostrar que el mundo no está dispuesto ni regido por providencia alguna" (2). Para confundir a estos teorizantes y demostrar la providencia divina de una manera más brillante todavía, empieza con un tratado de anatomía y fisiología. Sigue luego (16-19) una psicología, más bien reducida. El último capítulo (20) promete una exposición más completa de la verdadera doctrina contra los filósofos que alteran peligrosamente la verdad. Se refiere aquí a las Divinae institutiones.

La obra carece de ideas netamente cristianas y tiene un carácter puramente racional. El mismo autor manifiesta que su intención era seguir el libro cuarto del De república de Cicerón, tratando más a fondo el mismo tema. Sus fuentes principales son Cicerón y Varrón. Parece que fue compuesto hacia fines de 303 o a principios de 304, como lo indican varias alusiones a la persecución de Diocleciano (1,1; 1.7; 20,1).

2. Las instituciones divinas (Divinae institutiones).

Las Instituciones divinas, en siete libros, son la obra principal de Lactancio. A pesar de todas sus imperfecciones, representa el primer intento de una suma del pensamiento cristiano en latín. Tiene un doble objetivo: demostrar la falsedad de la religión y especulación paganas y exponer la verdadera doctrina y la verdadera religión. El título de la obra está tomado de los manuales de jurisprudencia, las Instituciones iuris civilis (1,1,12). Respondiendo en particular a dos recientes ataques de tipo filosófico, uno de los cuales procedía de Hierocles, gobernador de Bitinia e instigador de la persecución de Diocleciano (5,2-4; De mort. pers. 16,4), Lactancio tiene la pretensión de refutar de una vez a todos los adversarios del cristianismo pasados y futuros, "para derrocar de un solo golpe y definitivamente todo lo que produce o ha producido, donde sea, el mismo efecto... y privar a los escritores futuros de toda posibilidad de escribir y replicar" (5,4,1). El primer libro, que lleva el título "El falso culto de los dioses," y el segundo, "El origen del error," refutan el politeísmo, fuente primaria del error. El autor demuestra que aquellos a quienes los griegos y romanos adoraban fueron antes simples mortales y sólo más tarde recibieron su apoteosis. El mismo concepto de divinidad exige que haya un solo Dios. El tercer libro, "La falsa sabiduría de los filósofos," señala a la filosofía como la segunda fuente de errores. Hay tantas contradicciones en los diferentes sistemas a propósito de cuestiones esenciales de la vida humana, que ya nada conserva ningún valor. La verdadera ciencia sólo se da por revelación. Partiendo de la base, el libro cuarto, cuyo título es "Sabiduría y religión verdaderas," pasa a demostrar que Cristo, el Hijo de Dios, ha comunicado a los hombres la verdadera ciencia, es decir, la verdadera noción de la divinidad. Sabiduría y religión son inseparables, y, por consiguiente, el Salvador es también la fuente infalible de nuestra religión. Los profetas del Antiguo Testamento, los oráculos sibilinos y Hermes Trismegisto dan testimonio de su filiación divina. Defiende su encarnación y su crucifixión contra los argumentos de los incrédulos. El libro quinto trata de la "Justicia," esta virtud que es tan importante para la vida de la sociedad. Desterrada por la idolatría, volvió la Justicia cuando Jesús descendió del cielo. Se funda en la piedad y consiste en el conocimiento y adoración del verdadero Dios. Se fundamenta esencialmente en la equidad, virtud que considera a todos los hombres como iguales: "Dios, que produce al hombre y le da la vida, quiso que todos los hombres fueran iguales, a saber, igualmente dotados. A todos impuso la misma condición de vida; ha creado a todos para la sabiduría; ha prometido a todos la inmortalidad; nadie queda excluido de sus beneficios celestiales. Porque, así como El distribuye a todos por igual su única luz, hace que manen sus fuentes para todos, les suministra aliento, y les concede el agradabilísimo descanso del sueño; así también otorga a todos equidad y virtud. A sus ojos, no hay esclavos ni señores; porque, si todos tenemos el mismo Padre, con el mismo derecho todos somos sus hijos" (5,15). El libro sexto, "Verdadera religión," continúa el mismo tenia, demostrando que la religión para con Dios y la misericordia para con los hombres son las exigencias de la justicia y la verdadera religión. "La primera función de la justicia es unirnos con nuestro hacedor; la segunda, unirnos con nuestros semejantes. La primera se llama religión; la segunda, compasión y bondad (humanitas); ésta es la virtud propia del justo y de los adoradores de Dios" (6,10). Los libros quinto y sexto son los mejores de toda la obra, tanto por su contenido como por su estilo. El último, el séptimo, "Sobre la vida bienaventurada," presenta una especie de escatología milenarista, con una detallada descripción del premio que recibirán los adoradores del único Dios, la destrucción del mundo, la venida de Cristo para juzgar y condenar a los culpables.

Las Divinae institutiones las empezó a componer hacia el 304, poco después del De opificio Dei, al cual remite el autor 2,10,15) como a una obra escrita recientemente. El libro sexto debió de tenerlo redactado antes del edicto de tolerancia de Galerio el 311. La dedicatoria a Constantino en el libro séptimo supone que el edicto de Milán había quedado atrás. En un grupo más bien restringido de manuscritos hay una serie de adiciones al texto. Algunas contienen ideas dualistas, otras tienen carácter de panegíricos. Las primeras (2,8,6; 7,5,27) tratan del origen del mal y sostienen que Dios quiso y creó el mal. De opificio Dei 19,8 viene a ser una variante de la misma tendencia. Las segundas van dirigidas al emperador Constantino (1,1,12; 7,27,2; 2,1,2; 3,1,1; 4,1,1; 5,1,1; 6,3,1). Al Parecer, todos estos pasajes son obra del mismo Lactancio; las variantes dualistas habrían sido eliminadas más tarde por ser contrarias a la fe, y las que ofrecen un carácter de panegírico, como superfluas. Esta solución parece ser más acertada que la de Brandt, que veía en estos pasajes interpolaciones posteriores.

Como primera exposición sistemática de la doctrina cristiana en lengua latina, las Instituciones divinas son muy inferiores a su equivalente griego, el De principiis de Orígenes (cf. p.358ss). Les falta vigor en la demostración teológica y profundidad metafísica. Por lo que se refiere a sus fuentes, abundan en la obra las citas de autores clásicos, especialmente de Cicerón y Virgilio. El autor utiliza también los oráculos sibilinos y el Corpus Hermeticum. En cambio, raramente cita la Biblia. Toma del Ad Quirinum (cf. p.638s) de Cipriano la mayor parte de los textos escriturísticos que aduce. Cuando habla de los primeros defensores de la religión cristiana (5,1), menciona "como conocidos" a Minucio Félix, Tertuliano y Cipriano, sin hacer la menor alusión a los autores griegos cristianos. Sorprende que tampoco Arnobio figure entre sus predecesores, siendo así que fue su maestro. Quizá se explique esta anomalía porque, viviendo lejos de África, en Nicomedia de Bitinia, tal vez no se enteró de la obra Adversus nationes de su maestro.

3. El Epítome.

Al final de las Instituciones divinas, a manera de apéndice, existe en muchos manuscritos un Epítome, que compuso Lactancio para un tal "hermano Pentadio." A juzgar por su contenido, no es un extracto de la obra principal, sino una reedición abreviada. No hay sólo omisiones, sino también adiciones, cambios y correcciones. Tiene, pues, cierto valor independiente. Lactancio debió de escribirlo después del 314. El texto completo no se descubrió hasta principios del siglo XVIII, en un manuscrito del siglo VII de Turín (Cod. Taurinensis I b VI 28). Las demás copias contienen solamente una versión mutilada, a la que San Jerónimo (De vir. ill. 80) dio el nombre de "el libro sin cabeza"

4. La cólera de Dios (De ira Dei).

Los epicúreos imaginaban a Dios enteramente inmóvil. Su felicidad exige que permanezca indiferente al mundo, sin cólera ni bondad, porque estas emociones son incompatibles con su naturaleza. Arnobio compartía este punto de vista, como hemos visto (p.662). Lactancio dedica un libro entero a refutarla, De ira Dei, escrito el año 313 ó el 314. Esta teoría, según él, implica una negación de la divina Providencia y hasta de la existencia de Dios. Porque, si Dios existe, no puede ser inactivo, y "¿cuál puede ser esta acción de Dios sino la administración del mundo?"(17,4). Tampoco se puede aceptar la noción estoica de Dios, que atribuye a Dios la bondad, pero le rehúsa la ira. Si Dios no se indigna, no puede haber providencia, puesto que el cuidado que Dios tiene de los seres humanos exige que se enoje contra los que hacen el mal. "En las cosas contrarias es necesario que uno se mueva hacia las dos partes o hacia ninguna. Así, si se ama a los que obran el bien, se odiará a los que hacen el mal, porque el amor del bien lleva consigo el odio del mal... Estas cosas están ligadas la una con la otra por naturaleza; no pueden existir la una sin la otra" (5,9). Si se quita en Dios el amor y la cólera, se elimina también la religión, ya que desaparece todo temor saludable. De esa manera, lo que constituye la mayor dignidad la persona, el objetivo mismo de su vida, queda destruido. En varias ocasiones el autor remite a las Divinae institutiones (2,4,6; 11,2). Dedicó la obra a un tal Donato.

5. La muerte de los perseguidores (De mortibus persecutorum).

El tratado Sobre la muerte de los perseguidores describe los terribles efectos de la cólera divina y el castigo de los perseguidores. Escrito después de concedida la paz a la Iglesia, trata de probar que todos sus opresores murieron de muerte horrible. Como Licinio figura con Constantino como protector de la fe, el tratado tiene que ser anterior al ataque que lanzó aquél contra la Iglesia, lo más tarde antes del año 321. Por otra parte, conocemos el terminus post quem porque en la obra se dice que habían muerto ya Maximino Daia (313) y Diocleciano (hacia el 316).

La introducción trata del origen del cristianismo y de la suerte de Nerón, Domiciano, Decio, Valeriano y Aureliano (2-6). El autor pasa luego a las persecuciones de su tiempo y describe con mucho colorido a Diocleciano, Maximiano, Galeno, Severo y Maximino, sus crímenes contra las iglesias y su ruina, hasta la victoria de Licinio el 313. La obra está dedicada a Donato, que había ofrecido a la humanidad el ejemplo de una magnanimidad invencible" durante las pruebas (16,35), y todo el tratado respira alegría por la victoria de Cristo y por el aniquilamiento de sus enemigos:

Ahora ya, aniquilados todos los adversarios, restablecida la paz por toda la tierra, la hasta hace poco perseguida Iglesia de nuevo se levanta, y con mayor honra es edificado, por la misericordia del Señor, el templo de Dios... Ahora, después que paso la tormenta, se alumbra el aire sereno y la deseada luz; ahora, aplacado Dios con las plegarias de sus siervos, ha levantado con su auxilio celestial a los postrados y afligidos; ahora es cuando ha enjugado las lágrimas de los atribulados, al poner fin a la confabulación de los impíos. Los que se habían empeñado en contender con Dios yacen derribados; los que habían destruido su santo templo cayeron ellos con mayor estrépito: los que habían martirizado a los justos, con castigos del cielo y con tormentos apropiados hubieron de entregar sus almas malvadas. Un poco tarde, es cierto, pero al fin con severidad y como era de justicia. Había ido dando largas Dios al castigo de los tales, para hacer con ellos grandes y admirables escarmientos, con los cuales los venideros aprendiesen que no hay más que un solo Dios, el mal es a la vez juez que sabe aplicar castigo a los impíos y perseguidores (1. Trad. S. Aliseda 20-21).

A pesar de algunas exageraciones, esta obra sigue siendo una fuente muy importante sobre la persecución de Diocleciano. El autor escribe como testimonio ocular y transmite información de primera mano. Se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de este escrito, pero no parece que haya nada, ni en la materia, ni en la forma, ni en las circunstancias históricas, que impida atribuirla a Lactancio. El argumento más fuerte en su favor es el testimonio de San Jerónimo (De vir. ill 80). El texto se ha conservado en un solo manuscrito del siglo XI, el Codex Paris. 2627 (ol. Colbertinus 1297).

6. Sobre el ave Fénix (De ave Phoenice).

El poema De ave Phoenice relata en 85 dísticos la conocida fábula del ave fénix. Esta historia la encontramos por vez primera en Herodoto (11,73). Clemente Romano (25, cf. p.55) es el primer autor cristiano que la presenta como un símbolo de la resurrección. Vuelve a aparecer, con el mismo significado, en Tertuliano, De resurrectione carnis 13, en escritores posteriores y en el arte paleocristiano. Según el De ave Phoenice, hay un país maravilloso en el lejano Oriente, donde se abre la gran puerta del cielo y donde el sol brilla con luz de primavera. Se levanta por encima de las más altas montañas. Hay allí plantado un bosque de eterno verdor. No tienen allí acceso ni las enfermedades, ni la vejez, ni la muerte cruel, ni los horrendos crímenes. Allí no caben el miedo ni el pesar. Hay en medio un manantial que se llama "la fuente viva." Un árbol maravilloso da frutos sazonados que no caen al suelo. En este bosquecillo no habita más que una sola ave, el fénix, único y eterno. Cuando, al primer despertar, la mañana color de azafrán empieza a tomar el color de la púrpura, el ave se posa en lo más alto del maravilloso árbol, y empieza a lanzar las notas de un himno sagrado, saludando con voz magnífica el nuevo día y por tres veces adora la cabeza inflamada del sol agitando sus alas. Mas, cuando ha vivido mil años, siente el deseo de renacer. Abandona entonces el recinto sagrado y viene a este mundo, donde reina la muerte. Se dirige en vuelo rápido a la Siria (Fenicia). Elige una alta palmera, cuya copa lame los cielos, que recibe del ave el bello nombre de phoenix. Allí construye un nido, o mejor, una tumba, porque muere para poder volver a la vida. Encomienda su alma (animam commendat v.93) y se disuelve en fuego. De las cenizas del animal dícese que sale un animal sin extremidades, un gusano de color de leche, que se transforma en capullo. De éste sale un nuevo fénix como una mariposa y emprende el vuelo para volver a su país natal. Lleva todo lo que queda de su antiguo cuerpo al altar del sol, en Heliópolis, en Egipto, y se ofrece a la admiración de los espectadores. La multitud jubilosa de Egipto saluda a esta ave maravillosa. Luego se vuelve a su país del Oriente. El poema termina con esta alabanza. "¡Oh ave de tan dichoso destino, a quien Dios ha concedido el poder de renacer de sí misma!..., su único placer es morir: para poder renacer, desea primero morir..., habiendo conseguido la vida eterna con el beneficio de la muerte" (165-170).

Aunque detrás de esta historia se esconde un viejo mito, en este poema se encuentran numerosos indicios de origen cristiano. Todo el simbolismo se relaciona con Cristo, que viene del Oriente, esto es, del paraíso, al país donde reina la muerte, y aquí muere; pero, luego de resucitado, vuelve a su patria, as palabras animam commendat recuerdan la frase de Jesús: In manas tuas commendo spiritum meum (Lc. 23,46). Así, pues, el ave fénix es el símbolo del Salvador resucitado y glorificado. La idea de la muerte como un renacimiento y principio de una nueva vida es muy común en el cristianismo primitivo (cf. p.55). Gregorio dé Tours (De cursu stell. 12) atribuye este poema a Lactancio y ve en el ave fénix un símbolo de la resurrección. No todos están de acuerdo con esta opinión, y algunos creen que la obra es de origen pagano. Las semejanzas de pensamiento, lenguaje y estilo que hay entre este poema y las obras auténticas de Lactancio hablan en favor de la paternidad de Lactancio.

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