conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Primera Parte.- Personalidad de Jesucristo

III.- Los Milagros o el Sello del Rey (I)

3. "Dios sensible al corazón" escribe Pascal. Eso es verdad en Jesucristo,

en quien nuestro corazón siente la divinidad más que en ningún otro hombre. Pero no se trata solamente de nuestro corazón. El obstáculo en que tropieza el hombre moderno, al franquear el umbral de la historia de Jesucristo, no viene del corazón, sino del espíritu. Ese Dios aún sensible al corazón parece alejarse cada vez más de la inteligencia moderna, que ya no le percibe.

No siempre fue así. Muchos judíos, contemporáneos de Jesucristo, comprendieron sin duda muy bien el argumento de divinidad que constituían a su favor los milagros y la realización de profecías: se les rebeló el corazón ante la sola idea de que Dios pudiera mancharse encarnándose, sufriendo y muriendo. A nosotros, por el contrario, eso es lo que más nos conmovería.

Después, hubo herejes que negaron la realidad de la naturaleza humana de Cristo, pretendiendo que su cuerpo era sólo una apariencia paradójica y sensible, que velaba una naturaleza impasible y gloriosa. A nosotros, la propensión natural de nuestro espíritu nos inclina a negar lo invisible y a no reconocer en Jesucristo más que a un hombre igual que los demás.

Es probable que en las épocas llamadas "teológicas", para emplear la jerga positivista, los milagros, los ángeles y los demonios, lo maravilloso, lejos de contrariar a la credibilidad de tal historia, fueran argumentos sólidos a su favor. Ahí precisamente está lo que más nos molesta.

Pero ya durante su vida mortal, Jesús no dejó de escandalizar. Escandalizó porque bebía vino, hablaba con las mujeres, comía con los pecadores, curaba los días festivos, hacía milagros o no los hacía. Luego, nunca ha dejado de haber escándalo en torno al relato de su vida. Ha escandalizado que hubiera sido demasiado hombre o demasiado Dios, que hubiera sufrido y hubiera muerto, o bien que hubiera resucitado, que sus gestos y su apariencia fueran demasiado naturales o bien demasiado sobrenaturales. Pero el escándalo que nos es propio se refiere sobre toda a los milagros, que, en lugar de edificarnos, más bien nos cohíben. Mientras que tradicionalmente son considerados como una prueba de la divinidad de Cristo, nosotros veríamos en ellos la prueba de que la Iglesia se ha contaminado de lo maravilloso, y, en nuestro espíritu, desplazan toda esa historia dándole las proporciones imprecisas de una fábula. Lo que debería sujetarnos, nos hace soltarnos: no nos creemos obligados a creer íntegramente en los Evangelios, a causa de los milagros. En todo caso, aquellos de nosotros que creemos en la historicidad de los Evangelios, creemos a pesar de los milagros, y los que no creen, muchas veces es a causa de los milagros. ¿Se ha podrido nuestra tabla de salvación?

Como hoy día se puede hacer de todo con el Evangelio sin riesgo de ir a la cárcel, se puede escribir la vida de Jesús como lo hizo Renan, eliminando de ella toda lo milagroso. Así se confiesa que los Evangelios no son íntegramente dignos de fe. También se pueden interpretar simbólicamente los milagros, convertirlos en el reflejo irreal de una imaginación popular singularmente crédula, una transposición más o menos poética de hechos muy diferentes en su realidad de los que se nos cuentan. Una vez más, eso es confesar que es nulo el valor de historicidad estricta de los Evangelios. Malestar intelectual entre los creyentes, escándalo intelectual insuperable entre los incrédulos, los milagros del Evangelio plantean una cuestión que no puede eludirse en el umbral de este libro que quiere ser honrado.

4. En su discurso en Estocolmo, agradeciendo el Premio Nobel de Literatura, Saint-John Perse situó la poesía en relación con la ciencia moderna. Cito aquí ese discurso que, en tal circunstancia, en tal lugar y ante tal asamblea, expresa, en términos de perfección insuperable y de rigurosa precisión indiscutible, una breve geografía del conocimiento, ahora admitida universalmente, al menos por los que saben de qué se trata, pero profundamente revolucionaria en relación con lo que se consideraba definitivamente adquirido hace cien años, precisamente en tiempos de Renan.

"Cuando se mide el drama de la ciencia moderna que descubre hasta en el absoluto matemático sus límites racionales; cuando se ve, en física, dos grandes doctrinas dominantes plantear la una un principio general de relatividad, la otra un principio cuántico de indeterminación y de incertidumbre, que limita definitivamente la propia exactitud de las medidas físicas; cuando se ha oído al mayor innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna, responsable de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocar la intuición en auxilio de la razón y proclamar que la "imaginación es el verdadero terreno de germinación científica", llegando incluso a reclamar para el sabio el beneficio de una verdadera "visión artística" ¿no se tiene derecho a considerar el instrumento poético tan legítimo como el instrumento lógico?"

Querría que se hiciera aprender de memoria este texto a los niños de las escuelas, en vez de cargarles de las bobadas positivistas que todavía llenan nuestros manuales escolares.

En efecto, no se puede proclamar más solemnemente la quiebra del positivismo. Los postulados positivistas de la ciencia del siglo pasado, en que se apoyaban de modo tan firme, tan sólido, tan insolente, hombres brillantes como Taine, Renan y Michelet, todo eso se ha derrumbado. Al final de sus investigaciones, los matemáticos y los sabios descubren hoy, no ya certidumbre y determinismo, sino cada vez más misterio e indeterminismo, y algo como el rostro enigmático de una Libertad. Desde hace cien años, y en el orden intelectual, hay un vuelco prodigioso.

En el mismo discurso, el mismo poeta denuncia a la filosofía moderna por haber abandonado el umbral metafísico. De ese abandono estamos todos enfermos. Mientras que la ciencia moderna, para unirse cada vez más estrechamente a la realidad, se iniciaba en la humildad y en el misterio, la filosofía se enorgullecía de volver la espalda a la realidad, y se hundía en un narcisismo que no es sino una esclerosis chispeante del espíritu. Nada más lamentable que eso a que solemos dar el nombre de filosofía.

Pero en esa filosofía moderna se han formado nuestros espíritus y han tomado sus costumbres; esa filosofía segura, demasiado segura de sí misma y de sus falsas claridades, imperiosa y despreciadora de lo real, propiamente paranoica, ebria de determinismo, y que sigue dictando aún nuestras reacciones ante la solo palabra "milagro". La ciencia moderna, en cambio, se ha vuelto demasiado humilde y cumple demasiado bien su oficio para atreverse a dictar ostracismos.

En mi niñez, aprendí en los bancos del catecismo que el mundo se acabaría un día. Esta proposición me la enseñaban como un dogma, y sobre la autoridad de los Evangelios y de la Iglesia. El positivismo se reía de ese dogma como de todos los demás. Pues bien, después de la bomba de Hiroshima, ya no se ríe en absoluto. Se ha tragado sus sarcasmos. El fin del mundo ha bajado del cielo de los dogmas a la tierra firme de la posibilidad, donde adquiere una verosimilitud terrible, y su descanso ha hecho mucho ruido. Que tal verdad, tenida tanto tiempo solamente en manos de la revelación divina, adquiera de repente el carácter de una amenaza científicamente inmediata, constituye un hecho intelectual de abrumadora grandeza. No veo que mucha gente se haya dado cuenta de ello. Evidentemente, para los creyentes, la profecía evangélica no tenía necesidad de esa ilustración científica, pero para los creyentes que tengan dos dedos de frente, esa ilustración terrible de Hiroshima debería por lo menos liberarles de sus complejos de inferioridad. Su fe estaba segura de lo que no se atrevían a mirar la ciencia ni la filosofía del siglo XIX. Era mi curita de pueblo, que me enseñaba el catecismo, el que estaba al día -¡y qué día!-, y no la Sorbona. Eran la ciencia y la filosofía de ese tiempo las que se equivocaban, no él.

En el siglo XIX, el conocimiento científico se sabía limitado de hecho y por el momento. Pero tenía una confianza absoluta en su derecho totalitario sobre lo real, en sus métodos, en sus posibilidades ilimitadas. Se pensaba comúnmente que, con el tiempo, la conquista de la naturaleza emprendida en el siglo XVI podría concluirse y se llegaría a eliminar el misterio. Hoy, y eso es lo que subraya Saint John Perse, la ciencia se sabe incierta, limitada, eficaz ciertamente, pero evasiva, y el hombre se sabe introducido en este mundo como "un ciego de nacimiento", sigue diciendo Saint-John Perse. La ciencia sabe ya que nunca lo dirá todo porque nunca lo sabrá todo, que nunca arrancará su secreto más profundo a "la noche original" y que es quimérico querer fijar fronteras estables a un universo en expansión.

¿Y si la noche original estuviera habitada? Cuando se reivindica para el sabio la intuición "en auxilio de la razón" y una verdadera visión artística, se mete uno por un camino en que las palabras oración y gracia recobran un sentido que, por lo demás, no es necesariamente sagrado. Cierto que es vano esperar que el instrumento científico pueda probar jamás la existencia de Dios; la deserción de la filosofía, alejada del umbral metafísico, es ahí irremediable. Pero al menos ya no es quimérico creer que "el libre pensamiento" de que hablaba Claude Bernard, hijo de la duda metódica y del método experimental, a fuerza de ir, no ya de certidumbre en certidumbre, sino de interrogación en interrogación, pueda, sin renegar, arrodillarse como un mendigo en el umbral de la noche original. Entonces, sin renunciar a su tarea de hombre en pie y en marcha entre las tinieblas, en sus momentos de reposo y de contemplación, en sus momentos más fecundos, el sabio podrá invocar sin ruborizarse esas altas complicidades cuyo nombre ignora, y que conceden la luz.

Abdicando de su reivindicación de dueña absoluta de lo real, la ciencia deja un lugar a otro señorío, un señorío cuyo dominio absoluto es el ser, en su intimidad más auténtica, reino del misterio y de la noche original. En otros términos, un universo de pensamiento que no deje lugar a la poesía tampoco deja lugar a la religión. Pero en cambio -y ahí me interesa la declaración de Saint-John Perse-, si se deja la puerta entreabierta a la poesía, ya no se la puede cerrar a la religión. Y desafío a cualquier hombre inteligente y de buena fe a que me contradiga. Entonces, la enorme hinchazón filosófica del positivismo está definitivamente desinflada.

Una vez más, no digo que la ciencia moderna administre ninguna prueba de la existencia de un mundo sobrenatural; eso está definitivamente fuera de todo alcance científico. No digo tampoco que poca ciencia aleje de Dios y mucha ciencia lleve a él. No es la ciencia lo que lleva a Dios. A condición de no desertar del umbral metafísico, la filosofía lleva a Él, y creo incluso que la filosofía moderna lo sabe, y que sólo ha desertado del umbral metafísico para no encontrarse de repente ante esa Presencia. Pero con esa deserción, reniega de sí misma. Por otro camino, la pureza de corazón lleva también a Dios. Digo que nada, en la ciencia moderna, nos impide creer en Dios, pero que es absolutamente cierto que una filosofía determinista, que acepta como postulado la racionalidad absoluta del universo, resulta absolutamente incompatible con la visión científica moderna del universo. Se ha conminado mucho a la religión a que se inclinara ante la ciencia, y no lo ha hecho; Hiroshima y una concepción científica no determinista del universo le han dado la razón por no haberlo hecho. ¿Por qué la filosofía oficial de nuestra extraña época no se vería conminada a revisar sus dogmas e inclinarse, no ante la ciencia, sino ante la prueba resplandeciente de sus errores pasados? Puesto que en definitiva, hay que revisar todas las costumbres de espíritu que hemos tomado de esa filosofía, ya no es seguramente en su nombre como podemos admitir o rechazar nada, ya no tiene el poder. Entonces, tampoco en su nombre es como podemos negar la posibilidad del milagro.

¿Con qué derecho hoy, en este fin del siglo XX, un poeta, un sabio, un filósofo, negaría la existencia de esa "noche original" de que hablaba Saint-John Perse? Por el contrario, es honor de la inteligencia humana preguntarse sobre ese tema. Y si esa noche original estuviera verdaderamente habitada, ¿con qué derecho rebosaríamos al Señor de esa noche el poder de salir de la noche y de revelarse? Si tiene deseo de revelarse a los hombres, debe hacerlo a su manera, quizá enigmática e indirecta, pero sin equívoco, de una manera señorial.

Cierto que me guardaré de utilizar el discurso de Saint-John Perse en Estocolmo como una profesión de fe religiosa; es todo lo contrario, porque sugiere que la poesía podría muy bien tomar el relevo de la religión, de las "mitologías", como dice con desprecio. Mitología, sí, la religión sólo es eso, si la "noche original" sólo está habitada por el hombre, ese "ciego de nacimiento". Únicamente haré observar a Saint-John Perse que, si está para siempre solo en la noche, nunca encontrará más que tinieblas.

Personalmente, creo que el hombre, al menos en el orden natural, no está ciego en absoluto, sino que está en la noche. Y que la iluminación del poeta, así como la inspiración del sabio, son dones del "Padre de las luces,', aunque no se hayan reconocido como tales. La poesía no es ni la religión, ni su relevo; creo, sin embargo, que no hay poesía autentica sin un don superior, y creo también que no hay religión auténtica sin poesía. Dios es poeta, lo cual no es sino otro modo de decir que es creador.

Eso es lo que afirma la Epístola a los Hebreos en su famoso prólogo, en que la aparición de Jesucristo en esta tierra se presenta como el término, el cumplimiento de un largo poema, en que la Palabra original, que lo ha creado todo, se vuelve a hallar bajo una última expresión de sí misma, personal, completa y viviente, humana, a nuestro alcance: "En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas: ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha hecho heredero de todo, por el cual ha creado los siglos; que, siendo esplendor de su gloria y figura de su sustancia, lo lleva todo por la palabra de su poder, purificando los pecados, y está sentado a la derecha de la Grandeza, en lo más alto'.

Jesús es la perfecta metáfora de Dios.

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