conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

IV.- La Anunciación

7. En la primavera de 1959, China invadía militarmente el Tíbet. El

príncipe de este país huía. Tras las agitaciones y protestas de costumbre, todo acababa en artículos de periódico. La revista americana Time publicaba un extraordinario relato sobre la vida y las aventuras del Dalai Lama, príncipe religioso y político del Tíbet. Ese Dalai Lama vive aún, refugiado en India, y en el momento en que escribo apenas tiene treinta años. Sus orígenes, pues, no se sumergen en la noche de los tiempos

El comienzo de su vida estuvo adornado por fenómenos extraños, digamos preternaturales si no milagrosos, como oráculos, visiones, adivinaciones. Por supuesto, el prudente y concienzudo periodista se guarda muy bien de comprometerse sobre la veracidad de los hechos que relata. Incluso, a mi juicio un poco precipitadamente, pronuncia la palabra "leyenda" aplicada a hechos cuyos testigos no han muerto todavía. Pero en todo su relato, hay al menos un hecho históricamente incontestable, y es el viaje de cuatro años y la búsqueda, por los Sabios del Tíbet, en una tierra lejana, de un niño que no conocían pero que debía ser a la vez su dios y su rey.

El periodista de Time no relaciona ese hecho histórico con otro, de hace dos mil años, que nos cuentan los Evangelios, dándonoslo como histórico, y es el viaje de los Reyes Magos venidos de Oriente a Judea para adorar a un niño a quien buscaban por unos signos. Renan pensaba que el viaje de los Reyes Magos era una fábula. El tipo de organización social que rigió el Tíbet hasta la invasión comunista sólo era posible todavía en el siglo XX por el aislamiento de ese territorio. Ese aislamiento ha sido violado para siempre. Hay que anotar la fecha: dentro de doscientos años, la historia de nuestro contemporáneo el Dalai Lama será tan difícil de concebir y de comprender, en las circunstancias de la sociedad del momento, como lo era para Renan la historia de los Reyes Magos.

Ahí es a donde quería yo ir. ¿Con qué derecho atribuiríamos más honradez y veracidad a un periodista de Time que a los cuatro Evangelios? Nuestra experiencia nos limita. Ahora bien, no hay sabiduría, ni aun verdadero conocimiento, sin una cierta reserva, sin una humildad cierta. Sabemos muchas cosas; no lo sabemos todo. Siguen siendo posibles muchas cosas que no imaginamos, por la pobre razón de que no las hemos visto nunca.

No nos apresuremos, pues, a pronunciar las palabras "fábula" y "leyenda" para calificar los extraordinarios y milagrosos fenómenos que rodearon la aparición de Jesucristo en este mundo. Dejemos al menos la puerta entreabierta. Si Jesús es Dios, nada más normal sino que su encarnación estuviera rodeada de milagros para autentizar ese origen divino. Si no es Dios, evidentemente no hay ninguna razón para que su nacimiento no fuera tan prosaico como el de cualquiera de nosotros, por más que un nacimiento nunca sea del todo prosaico.

Por lo demás, en lo que se llama "el Evangelio de la Infancia", nos gusta reconocer la poesía: la saboreamos, y la fiesta de Navidad es la más popular de nuestras fiestas. Lo que nos cuesta algo admitir es la veracidad del relato. Mientras que si ese niño, nacido en Belén hace dos mil años en un establo, es verdaderamente el Mesías que predecían los profetas, la poesía del relato, por el contrario, es para mí un signo de su veracidad.

Es entonces el desenlace de esa larga espera profética, que se confunde con la historia del pueblo hebreo; es la eclosión de esa flor terminal, cuyo largo poema extendido sobre milenios no era más que la raíz, el tallo y el retoño. Todo el tallo, toda la raíz, estaban hechos para sostener esa flor, y su eclosión es un fenómeno poético más esplendoroso que todo lo que le ha precedido, que toda su preparación, tan profundamente poética ella misma. ¿Qué hay más milagroso en el mundo que esta espera profética, sino su cumplimiento? De la profecía a la realización se descubre una consistencia de estilo que revela la mano del Único Autor. Permanecemos en el interior de un dinamismo, el del milagro, el de la profecía, que ha tratado de mostrar que es análogo al dinamismo del poema. Es el poema de Dios, el poema de su revelación y de la salvación que aporta el mundo.

Tomás de Aquino, el austero santo Tomás, el maestro incomparable en divinidad, explica en el prólogo a su Summa, que, dado que Dios quería hacerse comprender por los hombres, debía emplear metáforas, no sólo en sus palabras sino en sus acciones. Si es verdad que Dios es poeta, se puede convenir en que sus medios de expresión son infinitamente más extensos, más numerosos, más particulares, que los de cualquier otro poeta del mundo. ¿Por qué no los iba a emplear en su variedad y su plenitud, en el mismo momento en que decide descender y habitar entre los hombres como uno de ellos? Rimbaud dice: "Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel". A lo que responde el funcionario del registro civil: "No hay ángeles. Si los hubiera, yo sería el primero en estar informado, y podría darle a usted documentación completa sobre ellos".

* * *

8. Cuando el Hijo de Dios se encarna, el cielo y la tierra se agitan, los

ángeles van y vienen como en el sueño de Jacob, una estrella nueva aparece en el cielo y se mueve silenciosamente de oriente a occidente, unos hombres la siguen todas las noches a través de los desiertos, el ángel Gabriel aparece en el Templo de Jerusalén junto al altar de los sacrificios y reaparece en una pobre casa de Galilea.

Una muchacha va por los caminos hacia las montañas de Judea, a visitar a una prima suya que, a pesar de su vejez, va a tener un hijo. La joven, también ella encinta milagrosamente, parirá lejos de su casa en un establo de Belén, ciudad de los reyes, dando a luz un hijo que es Dios en persona. Unos ángeles avisan a los pastores de los alrededores, que se ponen en marcha hacia el establo para adorar al recién nacido. Los ángeles cantan en el cielo.

Los tres Reyes Magos y sus sensacionales caravanas atraviesan Jerusalén, y hacen una visita de cortesía al rey Herodes, que consulta a los Doctores de la Ley. Los Doctores de la Ley, por su parte, firmes en su ciencia y con un dedo en sus libros, permanecen sentados en sus alfombras, pero dan la respuesta adecuada. Entonces los Reyes Magos se vuelven a poner en camino hacia Belén, depositan sus fastuosos presentes a los pies del Niño, tienen unos sueños y se vuelven por otros caminos que los que habían traído.

El Niño es llevado a Jerusalén, al Templo, donde es reconocido proféticamente por dos ancianos. Herodes, que tampoco se ha movido, animado de un odio repentino, envía soldados a matar a todos los niños de poca edad, en Belén y en los alrededores. Los soldados matan, pero el Niño que buscan ya se ha escapado, llevado al destierro por sus padres hacia el lejano Egipto.

Muere Herodes, cargado de crímenes. El Niño y sus padres vuelven a Nazaret, en Galilea, y, aparte de un viaje a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años, en que sus padres le pierden en el Templo durante tres días, todo vuelve a la tranquilidad, en la monotonía de una existencia sin relieve. Los ángeles permanecen en el cielo. Los pastores siguen guardando sus rebaños, Nazaret es una aldea apacible, lejos de las grandes rutas. José, María y su hijo forman una familia que no se distingue en nada de las otras.

Todo ese movimiento, esa agitación, todo lo que ocurrió, maravilloso o terrible, se aleja en el tiempo, como se borra el recuerdo de un sueño, hasta el punto de que cabe preguntarse si verdaderamente pasó algo. Muere José. Sólo María guarda en su corazón todas esas cosas preguntándose sobre el porvenir. Pues la calma, la oscuridad que vienen luego son tan prodigiosas como la agitación de antes.

La agitación fue signo de la grandeza de ese nacimiento, pero quizá su lección es la tranquilidad posterior.

* * *

9. El escenario en que comienza esta historia es muy significativo: es el Templo de Jerusalén.

Los judíos contemporáneos nuestros -me refiero a los judíos ortodoxos y piadosos; los demás no tienen gran cosa que decir en una historia como esta-, no parecen echar de menos el Templo de Jerusalén ni querer reedificarlo. Ya no tienen sacerdocio ni sacrificios: la misma Promesa está, si no olvidada, al menos interpretada de manera vaga y simbólica. Entre los judíos avanzados, ¿quién espera todavía un Mesías personal? La religión judía está actualmente toda ella centrada en la Thora, las Escrituras. Me parece que es un empobrecimiento considerable de la antigua religión de Israel. El templo de Jerusalén era el centro de gravitación de esa religión, era su signo sensible, como el sacramento monumental de la Presencia especial de Dios en medio de su pueblo elegido y bienamado.

Los templos griegos, con sus columnas, son como bosquecillos de mármol, en que los griegos buscaban a sus divinidades ilusorias, tan bellas y encantadoras como evasivas. La multiplicidad de los templos en las colinas y a la orilla del mar es un reflejo del politeísmo. Los judíos, en cambio, no tenían más que un Templo, en la Acrópolis de Sión. Este Templo no pretendía reemplazar árboles sagrados, sino una tienda de nómada en el desierto. Pero una tienda de nómada no es una tienda de explorador: es una vivienda móvil, a veces enorme, a veces fastuosa, que alberga a toda una familia.

Durante la larga estancia de su pueblo en el desierto, tras la salida de Egipto, Dios había compartido los acampamientos de su pueblo, sus idas y venidas al azar de los pastos, sus guerras con aire de razzias, siempre dispuesto, como su pueblo, a recoger los bagajes y huir ante un enemigo demasiado poderoso, a desaparecer sin dejar detrás de él más huellas que las de los camellos y los asnos, pronto borradas por el viento y la arena. Dios, pues, había tomado las costumbres nómadas de su pueblo, y no las ha perdido nunca, y su Espíritu sigue siendo como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va. En los desiertos, Dios había vivido bajo la tienda, bajo su Tabernáculo, y muchas veces, en la noche, una columna de fuego encima de esa tienda entre tantas otras marcaba a los ojos de todos la gloria de su Presencia tranquilizadora y terrible.

Una vez instalado su Pueblo en la Tierra prometida, Dios se había seguido contentando aún durante mucho tiempo con una tienda, cerca del palacio del rey y de las casas de los hombres. Sólo como de mala gana había dejado su tienda por el Templo suntuoso que construyó Salomón. Por bello que fuera el Templo, no era en realidad más que una tienda de cedro y de piedra.

Hay así una íntima correspondencia entre el comienzo del Evangelio de Lucas situado en el Templo de Jerusalén y el Prólogo de Juan que, al enunciar el misterio de la Encarnación, declara: "Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre". En el espíritu del Evangelista, es muy cierto que se trata de esa misma gloria que los hebreos vieron en el desierto, dominando otra tienda, la del Tabernáculo, bajo la forma de una columna de fuego.

Es posible que, a los ojos de un lector apresurado, este juego de equivalencias simbólicas parezca frívolo o incluso "traído por los pelos". Ruego al lector que no se apresure. En literatura, no tengo ningún respeto por la oscuridad y las complicaciones forzadas. Por el contrario, hago inmensos esfuerzos por ser accesible. Pero el tema es difícil y a veces la complicación está en la realidad. ¿Qué puedo hacerle? Este libro se escribe, y supongo que se lee, sólo para comprender mejor el punto de vista de Jesús sobre sí mismo. Ahora bien, ese juego de equivalencias lo ha hecho el mismo Cristo. Para él, la gloria misma de Dios que acompañó al pueblo de Israel a lo largo de su historia, que empezó por descansar sobre la tienda sagrada del Tabernáculo en el desierto, transmigró al Templo de Jerusalén para residir al fin definitivamente en su precioso cuerpo, nacido de la Virgen María.

La escena ocurre precisamente en el Templo, y Jesús acaba de expulsar a los vendedores. "Los judíos le replicaron: -¿Qué señal nos muestras para hacer esto?-Jesús contestó: -Destruid este templo, y en tres días le levantaré-. Y los judíos dijeron: -En cuarenta y seis años se construyó este templo, ¿y tú lo levantarás en tres días?- Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y luego, cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron los discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que dijo Jesús."

Tal era, pues, el testimonio de Jesús sobre sí mismo: Dios ha pasado del Templo de Jerusalén a la humanidad de Jesús, como antaño había pasado del Tabernáculo al Templo de Salomón. Una vez más, el Evangelio sólo se comprende bien en el interior y a la luz de la tradición de Israel. Aún más fuerte, nuestra religión cristiana, centrada toda ella en torno a nuestros tabernáculos en la adoración del cuerpo eucarístico de Jesús, en su Presencia real en el sacramento, se une en continuidad perfecta y sin ruptura a la devoción de esos nómadas hebreos en el desierto, cuando, al regreso de la caza o de la guerra, llegaban al campamento y veían desde lejos, en el ocaso, con exultación de orgullo, la columna de fuego que se ponía sobre la tienda de su Dios, entre las tiendas de su pueblo. Los judíos ya no tienen Templo, pero el cuerpo eucarístico de Cristo es el Templo de Jerusalén ya indestructible entre nosotros.

Había, pues, un sacerdote llamado Zacarías, que esa tarde tenía que ofrecer el incienso en el Templo de Jerusalén. Estaba solo en el santuario, pero "toda la muchedumbre del pueblo se quedaba rezando fuera". De repente, Zacarías "se estremeció": había un ángel a la derecha del altar del incienso. Era el ángel Gabriel y tenía un mensaje que darle. Zacarías era viejo y su mujer también de edad avanzada.

El ángel prometía que en su vejez tendrían un hijo varón. Ese niño debería llamarse Juan y "marcharía ante Dios con el espíritu y el poder de Elías", el mayor profeta de Israel, aquel de quien se esperaba que regresara antes mismo de la llegada del Mesías, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Sería un milagro renovador de la concepción de Isaac, hijo del viejo Abraham y de la vieja Sara.

Zacarías dudó de las palabras del ángel. El Nuevo Testamento se abre con ese viejo sacerdote que empieza por tener miedo, que luego duda del mensaje divino y de su propia felicidad, y a quien el ángel, irritado, inflige la mudez. Cuando Zacarías salió del santuario, ya no podía hablar. Ante esa señal, el pueblo comprendió que había tenido una visión. Ahora bien, se realizó lo que había dicho el ángel: poco después, la vieja Isabel quedó encinta, y, por el exceso de su alegría, permaneció encerrada en su casa. Así fue concebido el último Profeta de Israel, Juan, más tarde nombrado el Bautista y el Precursor.

El pueblo, es decir, los asistentes, los vecinos, los ociosos, los que no se puede impedir que estén ahí, que hablen, que aconsejen, que comenten los acontecimientos, y que a lo largo de toda la historia de Jesús desempeñan el papel del coro en la tragedia antigua, el pueblo, pues, "guardaba esto en su corazón, diciendo: -¿Qué va a ser entonces este niño?-"

Cuando Isabel estaba en el sexto mes, "el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José de la estirpe de David; la virgen se llamaba María". Era pariente de la vieja Isabel. El ángel, entrando ante ella, dijo: "-Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo", "bendita entre todas las mujeres-." El ángel anunció después a María que concebiría un hijo que se llamaría Jesús. En la tradición profética de Israel, nada más explícito ni más evocador que el mensaje del ángel sobre ese niño que vendría: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por la eternidad, y su reino no tendrá fin." Sería Rey, Sacerdote y Juez del clan de Israel. Tal reino, todos los israelitas piadosos lo esperaban como el del Mesías. El ángel, pues, anunciaba a María que sería la madre del Mesías.

Pero ni por esa eminente dignidad María hubiera sacrificado su virginidad, y lo deja entender claramente. No es que tuviera un miedo enfermizo de los hombres; estaba prometida a José, y su propósito de virginidad sólo puede entenderse en homenaje de religión a Dios, vinculado por parte de José al mismo voto de virginidad. Las promesas del ángel, como el voto de virginidad de María, desbordan entonces inmensamente la estricta concepción tradicional mesiánica. Por lo demás, siempre pasa eso con las promesas divinas: la realización colma hasta el extremo y desborda la Promesa.

María, pues, guardaría su virginidad, no "conocería" hombre, pues el niño que nacería de ella no sería de semilla viril, sino del Espíritu Santo, es decir, directamente de Dios. "Por eso, dice el ángel, será llamado Hijo de Dios" en sentido fuerte: tendrá el título, el nombre, el derecho, la naturaleza y la personalidad de Hijo de Dios. Bastaba a María ser hija de David para llegar a ser la madre del Mesías, pero le hacia falta permanecer virgen para llegar a ser la madre de Dios. Ella era "de la semilla de Abraham", y por ella el Cristo sería realmente hijo de Abraham y de David, pero ese niño que nacería de ella sería inmediatamente de la semilla de Dios. En el seno de una virgen, la Promesa milenaria de Dios a la raza elegida quedaría superabundantemente cumplida: el Mesías que esperaba esa raza sería, a la vez y muy realmente, hijo de David e Hijo de Dios.

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