conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

V.- La Visitación

10. El ángel también había dado a María la noticia de la próxima maternidad de Isabel, su pariente, pues, había añadido, "ante Dios no es imposible nada". En su salutación a María, Isabel repite la salutación del ángel y la completa: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre." Toda la antigua Alianza, toda la historia de la Promesa, se contienen en las palabras de Dios a Abraham y las palabras de Isabel a la Virgen María.

La promesa de Dios a Abraham era ambivalente. (Gen. 12 a 18) Por una parte, establecía su alianza con Abraham y su descendencia, su raza, su simiente, a la que daría la Tierra Prometida y que llegaría a ser una gran nación; por otra parte, todas las naciones de la tierra eran benditas en Abraham. Es evidente que la primera parte de la promesa es racista y se limita a la descendencia de Abraham según la carne. Pero la segunda parte de la Promesa ya no es racista, porque presagia, a partir de Abraham, una bendición a todas las naciones de la tierra sin distinción. Desde san Pablo, los cristianos reivindican altamente su parte en esa bendición. En efecto, esa bendición sólo puede significar una extensión espiritual de la Promesa.

La maternidad de María cumple la primera parte de la Promesa: en su fruto se consuma la Alianza según la carne entre Dios y su pueblo. Pero esta maternidad cumple aún más la segunda parte de la Promesa: en su fruto son benditas todas las razas, todas las tribus, todas las naciones. Es eso lo que sugiere la vieja Isabel cuando dice: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre"

Inmediatamente, María entra en la misma perspectiva. Responde con el Magnificat que se remonta explícitamente a Abraham y al origen de la Promesa: "...Desde ahora me llamarán feliz todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho por mí cosas milagrosas. Santo es su nombre... Socorrió a su siervo Israel, acordándose de su misericordia, según dijo a nuestros padres; a Abraham y a su semilla por la eternidad". ¡Qué momento en el tiempo aquel en que, durante nueve meses, el cuerpo de una virgen, hija de Abraham, contuvo con el mismo estremecimiento la antigua alianza y la antigua bendición realizadas, el cuerpo carnal y lo que los cristianos llaman "el cuerpo místico" de Cristo! Pues ese cuerpo místico de Cristo no es otra cosa que la bendición de Abraham ofrecida a todas las naciones. Durante nueve meses, María fue el punto de convergencia y de realización de todas las promesas y de todas las profecías pasadas, y de todas las bendiciones pasadas o futuras.

Desde Abraham hasta la Virgen María y hasta todas las generaciones que la llaman o la llamarán bienaventurada, es la misma religión la que se extiende y se desarrolla, por lo que el Papa Pío XI dijo de nosotros los cristianos-y lo dijo en el momento en que hacía falta-: "Somos espiritualmente semitas,'. Los cristianos somos hijos de Abraham según el espíritu y la bendición, como María fue su hija según la carne igual que según la bendición.

La aventura temporal ha comenzado, la historia de Jesucristo está puesta en marcha. Lo que esta historia tiene de original es que no consiste sólo en la continuación de una raza; eso no tiene nada de original; es que representa el logro y la perpetuación de una promesa y de una bendición milenarias que se remontan hasta Abraham y hasta Dios mismo. En este momento estamos en la superficie del enlace del tiempo con la eternidad, en el punto de refracción del palo que entra en el agua.

Como ya he subrayado, siempre que se trata de la historia de Jesucristo, se da ese fenómeno de refracción. Esta historia no comienza nunca en absoluto allí donde la captamos; ya ha comenzado en la eternidad, y no vemos bien la dirección anterior, y a primera vista puede parecer que hay desviación y ruptura. El conflicto religioso de los cristianos y los judíos se refiere únicamente a la interpretación de ese fenómeno de refracción.

¿En qué momento Napoleón empezó a ser Napoleón? Sin duda desde el seno de su madre. No iba precedido por nada que le concerniera personalmente. Pero Jesucristo iba precedido por dos mil años de una promesa renovada sin cesar y que le concernía a él. Iba precedido por él mismo en la eternidad donde existe personalmente como Hijo Único de Dios. Entra en el tiempo permaneciendo en la eternidad como un palo, se sumerge en el agua sin quedar completamente sumergido en ella.

En el momento en que Napoleón está todavía en el seno de su madre Letizia, no tiene pasado y nadie prevé su fabuloso destino. Su madre sólo tiene esperanzas y ambiciones, pero ninguna promesa. Si la felicitan, las felicitaciones quedan tan vagas como las esperanzas y las ambiciones maternales. El oscuro comienzo de todo ser humano tiene el sabor embriagador de la aventura, pero nadie sabe por adelantado lo esencial de la aventura. Aunque se trate de un hijo de rey, el porvenir sólo se supone.

Aquí, todo es diferente. Estas dos mujeres, la vieja Isabel y la joven María, ya saben lo esencial de la aventura. Saben, desde el comienzo, que la aventura que empieza es una prolongación de la eternidad, de la Promesa milenaria y de la Profecía. Saben también quiénes son esos gérmenes de hombres que llevan en su seno, y que lo que son ya es más grande que lo que harán. Isabel exclama: "¿Cómo se me concede que venga a mí la madre de mi Señor? Porque, mira, en cuanto llegó el son de tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mi vientre". Sí, saben lo esencial.

Isabel sabe que el fruto de sus entrañas tiene el estremecimiento de los profetas, y que su joven prima lleva en su seno "al Señor", el Yahvé de sus padres, el mismo Dios del Sinaí que aparecía entre el rayo y la llama. El fruto de las entrañas de María ya es Rey, es el Señor. Su consagración y su unción fueron la unción misma del Espíritu Santo en el momento de su concepción humana y carnal. Aquí es donde, por primera vez, la antigua Alianza representada por la vieja Isabel y su hijo, saluda con exultante cortesía y con absoluta reverencia a la nueva Alianza de Dios con su pueblo y se inclina ante el cumplimiento de su propia Promesa.

Hay que retener otros muchos aspectos. Todo el comienzo de la aventura temporal de Jesús tiene el aire de una conspiración. Se hace una selección rigurosa de las personas más diversas, a quienes se confía el secreto: un viejo sacerdote y su vieja esposa, una muchacha. Pronto el círculo se amplía a José, el esposo de María; luego, cuando el nacimiento de Jesús, a los pastores, a los Reyes Magos, a dos ancianos en el Templo, y luego, cada vez más lejos, hasta nosotros y todos los que quieran iniciarse en esa conspiración, participar en esa misteriosa aventura, y, una vez iniciados, quieran vivir y morir en esa conspiración, participar en esa misteriosa aventura que los judíos llamaban, siempre en el estilo de la conspiración política: la instauración, la llegada y el establecimiento del Reino de Dios.

Pues bien, esas dos mujeres sabían en ese momento, y eran las únicas que lo sabían, que en ellas y por ellas había empezado el Reino de Dios. Por eso su júbilo, a la altura del acontecimiento, supera infinitamente todos los entusiasmos de las madres de los futuros emperadores. Cuando el Sha de Irán tiene un hijo, todo el imperio se alegra. Pero aquí todo el Reino de Dios exulta aun antes del nacimiento del heredero. Ese Reino es un reloj de arena al que se acaba de dar la vuelta. La ampolla superior es infinita como el cielo y la eternidad, la Virgen María es el estrecho canal por donde empieza el Reino de Dios, como una arena fina, a filtrar eternidad en el tiempo, cubriendo poco a poco todas las playas de los siglos por venir. La salutación de Isabel y el Magnificat de María son los primeros ecos cristalinos que da el Reino de Dios al caer del cielo a la tierra: ''Padre nuestro que estás en los cielos, venga a nosotros tu reino...,' Y luego, cuando el reloj de arena se vuelca y el reino acaba por llegar: "Mi alma engrandece el Señor, y mi espíritu se ha alegrado por Dios mi salvador".

Así, cuando se escruta con detalle los relatos de la historia de Jesucristo, comparando no sólo un Evangelio con los otros tres, sino los cuatro Evangelios con toda la historia de Israel, hay tal pulular de correspondencias, tan justas, con tal precisión orgánica y tan encajadas, que es imposible imaginar que hayan nacido del genio poético de los Evangelistas. Esas correspondencias estaban forzosamente en los mismos hechos contados por los Evangelistas: ellos no las han introducido, y, si se quiere uno remontar a la fuente de todas esas relaciones, al centro luminoso donde deben reunirse para ser todas inteligibles, es preciso remontarse al genio poético de Dios mismo, pues él es el único que domina a la vez el desarrollo del tiempo, el universo de la naturaleza y el universo de los espíritus. Él es el único que puede ejecutar todas esas correspondencias en el enorme teclado de la historia, como un poeta encaja las analogías en el interior del mismo poema.

Hay, pues, una credibilidad independiente, añadida a todas las demás, que se desprende del simple relato de los Evangelios leídos en continuidad con el Antiguo Testamento. A esa particular credibilidad me apego yo, porque da su sentido plenario a esa historia singular que es la historia de Jesucristo. Lo que me parece prodigioso y único en esta historia es, en cada momento, la completa identificación de lo concreto y lo espiritual, en contra de la extravagante crítica literaria actual que opone lo concreto y lo espiritual, lo dramático y lo místico, lo interior y lo espectacular. ¿Qué más concreto y más espiritual, qué más dramático y más místico, qué más espectacular y más interior a la vez, que el sacrificio de un Dios hecho hombre, clavado en una cruz en lo alto de una montaña, entre el cielo y la tierra? Es el origen de nuestra religión cristiana, pero la religión hebrea estaba ahí también.

En la historia de Jesucristo, pues, el acontecimiento concreto es lo poético, antes incluso, no sólo de toda interpretación, sino antes de toda narración. El fruto milagroso que palpita en las entrañas de una virgen, es ya quien cumple una Promesa hecha por Dios, dos mil años antes. No somos nosotros, ni tampoco el Evangelista, quienes establecemos la relación: esa relación existe en el desarrollo milenario de hechos que sólo adquieren sentido con esa relación, exactamente igual que se dice: "lo prometido, lo debido, lo cumplido". Cuando lo prometido, así debido, se realiza por fin, entonces brota, desde la Promesa a su cumplimiento, un orden especial, particularmente luminoso, que es el orden mismo del honor. Si en su Magnificat la Virgen María recuerda la Promesa y glorifica al Señor por su cumplimiento, lo que ella proclama es eso: el Dios de Israel es un Dios de honor.

Cuando san Juan, en el prólogo a su Evangelio, nos afirma que el Hijo Único de Dios es su Palabra, su Verbo, y que esa Palabra se hizo carne para levantar su tienda y acampar entre nosotros, se une al Magnificat. Dándonos a su Hijo, Dios nos ha dado su palabra de honor, el cumplimiento de una antigua esperanza y el arranque de una esperanza nueva.

El Verbo, pues, está entre nosotros, como uno de nosotros; ya es del mismo bando que nosotros, de la misma caravana, de la misma tribu errante, del mismo clan nómada, pues está bien claro que somos nómadas y errantes. "No estamos en el mundo", dijo Rimbaud, como san Pablo había dicho: "No tenemos aquí abajo morada permanente".

Pero si el Verbo está con nosotros, no importa cómo, está a título del honor. Su honor es el nuestro, pero nuestro honor es suyo. Es la fuente de grandes querellas. Podemos traicionarle y eso nos ocurre a menudo, pero en Él no hay traición, sino seguramente celos. Es el Dios-Héroe de que había hablado Isaías. De hecho, revela y asume a la vez el honor de la naturaleza humana. No es poca cosa ser hombre, no es despreciable, puesto que Dios a aceptado llegar a serlo, y cada uno de nosotros, por su propia humanidad, es compañero de ese Dios.

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