» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo
VI.- Navidad
11. Hay silencios musicales.
Cuando la liturgia pone en escena el nacimiento de Jesucristo, utiliza un poema de la Escritura que subraya un silencio así.
Cuando todas las cosas estaban en paz
Y guardaban un silencio armonioso,
Cuando la noche estaba en medio de su camino Tu Palabra omnipotente bajó del cielo
Dejando el trono de majestad.
Antes del desencadenamiento de la sinfonía liberadora, hay ese silencio plenario y esa quietud nocturna.
Cuando se acude al contexto de que se ha sacado ese poema, se observa que se trata ante todo de la noche trágica en que el ángel exterminador hirió de muerte a todos los primogénitos de Egipto, hombres y animales, dejando a salvo sólo a Israel: castigo terrible que doblegó el odio de Faraón y permitió a Israel salir de ese campo de concentración.
La liturgia cristiana considera que Faraón era la figura de otra potencia enemiga, temible esta vez para toda la humanidad; que el cautiverio de Egipto era una figura de la prisión del pecado, pero Sin embargo, la liturgia mantiene toda la imaginería de guerra y liberación, dándole otro sentido que el sentido histórico primario, y aplicándola directamente a la Encarnación del Verbo, sostenida en esto por el texto mismo de la Sabiduría, que identifica al ángel exterminador y liberador con la Palabra misma de Dios.
La continuación del poema es muy significativa y da a la fiesta de Navidad una resonancia bélica:
Guerrero despiadado, tu Palabra cayó sobre una tierra destinada a la exterminación,
Llevando por aguda espada tu decreto irrevocable,
Se detuvo y llenó de muerte el universo,
Tocaba el cielo y pisaba la tierra.
La liturgia cristiana llega hasta el fin de este texto, es decir, toma las palabras fuertes en su sentido absoluto y pleno. Puesto que el texto personifica la Palabra de Dios, no cabe imaginar que esa Palabra omnipotente se personifique mejor ni más enteramente que con ese niño, hijo de María, que es Dios en persona, y que pisa por primera vez la tierra sin dejar de tomar el cielo. Pero al mismo tiempo, el contexto histórico de este nacimiento se invierte en relación con el de la evasión de Israel fuera de Egipto. En esta noche de la primera Navidad, ya no hay en el cielo más que una tropa de ángeles que cantan la gloria de Dios y prometen, no ya la muerte y la exterminación, sino la paz en la tierra a todos los hombres de buena voluntad.
El primer contexto histórico no queda con eso enteramente eliminado. La paz de Navidad es una paz victoriosa. Es la seguridad de que el enemigo de los hombres y de Dios, el Faraón pensativo que reina sobre el imperio de las tinieblas, será liquidado, y que los días de su reino están contados. Este niñito, acostarlo en un pesebre, es un guerrero ya victorioso que llevará a su colmo la gloria de Dios, que extenderá su dominio más lejos que los reyes, más allá de la exterminación y la muerte, hasta una nueva creación del universo.
Para preservar a tus hijos de todo mal, La creación entera, obediente a tus órdenes, Se reconstituyó de nuevo en su naturaleza.
San Pablo volvió a tomar la misma concepción grandiosa de una liberación en Jesucristo, no sólo de la humanidad, sino del universo entero:
"La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo."
Hay que tomar estos textos al pie de la letra: llevan consigo su luz y nuestra esperanza. La falta de los cristianos mediocres es no tener bastante esperanza. Hijos de Dios por Jesucristo, somos solidarios del universo y lo arrastramos a la misma salvación. Pero no me hago ninguna ilusión: sé muy bien cómo pueden comprender tal esperanza la mayor parte de los cristianos de mi tiempo. No es del todo culpa suya. El espíritu del cristianismo es un espíritu de conquista y de victoria y hace trescientos años que los cristianos se excusan de existir y están a la defensiva. Solidarios del universo, como el poeta se siente solidario del universo, de las flores, de los animales salvajes, de los árboles, de las montañas, del amanecer, de la lluvia y del rayo, solidarios del universo por el nacimiento, por la muerte y por la resurrección de Jesucristo, eso es lo que quiere decir la palabra catolicismo, pero sólo los poetas pueden sentir tal solidaridad, que, en efecto, es de naturaleza poética. Y ¿cuántos cristianos modernos no pondrían una cuenta bancaria por encima de la poesía y de tal solidaridad'?
Ciertamente, creo que la sagrada Escritura considerada como poema es más profundamente verdadera, y, en un sentido muy fuerte, más obligatoria que cuando se considera solamente como Ley, pero ¿cuántos cristianos se toman la molestia de considerar la sagrada Escritura? Sin embargo, ella da forma y expresión a nuestra fe y a nuestra esperanza. Nos da una comprensión del universo mismo que ninguna ciencia podrá dar nunca. Cuando las nubes esconden al enemigo el campamento de Israel, cuando el mar Rojo se abre para dejar paso al pueblo elegido, cuando la naturaleza entera protege a los amigos de Dios y les obedece, entonces es cuando está en su verdad profunda. El milagro es lo que está en el orden, porque está en el orden de Dios.
Haciéndose Hijo del hombre, la Palabra todopoderosa de Dios somete a toda la naturaleza sensible a la obediencia de los hombres de buena voluntad; protege a todos los hombres de buena voluntad bajo la nube de su Presencia luminosa: todos los hombres de buena voluntad pueden ya atravesar a pie enjuto el mar Rojo del pecado del sufrimiento y de la muerte. Así pues, vale la pena de que ese nacimiento se celebre con cantos. La bendición prometida a Abraham no se limita ya a su raza: se extiende al infinito en el espacio y el tiempo, donde quiera que haya un hombre de buena voluntad.
* * *
12. Hubo, pues, ese silencio nocturno, y luego ese acontecimiento carnal y espiritual a la vez, del nacimiento del Hijo del hombre, que ponía un término de plenitud y de cumplimiento, no sólo a la gestación de una mujer entre las mujeres, sino a la espera milenaria de Israel. Es un acontecimiento esencialmente poético y que canta por sí solo. La Palabra de Dios toma un cuerpo singular destinado a la gloria y a la incorruptibilidad. Es, en realidad, el acontecimiento más esencial y completamente poético que haya tenido lugar en toda la historia del mundo. En ese niño recién nacido, el Antiguo Testamento se extasía y se consuma en una sola Palabra, la más concreta, más viva y más definida que haya habido, con resonancia infinita.
En ese niño, también queda liberado todo el universo. Es verdad que en el principio existía la Palabra, pero también está ya en el fin último de todas las cosas. El universo entero no tiene otro destino concebible que ser expresado finalmente en él, pues, según las admirables palabras de Valéry a Bergson, 'el porvenir es causa del pasado", si no, la profecía y la poesía misma no tendrían ya ningún sentido.
Aquí, en ese establo de Belén, es donde empieza el desacuerdo entre judíos y cristianos. Hay muchas maneras de valorar y sopesar este desacuerdo. Personalmente, me parece que entre una interpretación judía de las Escrituras y una interpretación auténticamente cristiana de las mismas Escrituras, hay todo el abismo de diferencia que existe entre la prosa y la poesía.
Es significativo que los judíos llamen a los libros santos -suyos y nuestros-la Ley, por excelencia. Una ley está escrita en un lenguaje práctico, es decir, abstracto, que busca el camino más corto, con términos intercambiables; es prosa, que sólo se puede leer con la dicción de la prosa, "sin verse obligados a llevar la voz al canto", según lo que dice también Paul Valéry. La lectura cristiana de las mismas Escrituras obliga a la voz al canto. Pero el poeta es aún más riguroso y preciso que el jurista: danza en vez de caminar. La inteligencia poética es más comprensiva, la inteligencia jurídica permanece en la superficie de la realidad y la sustituye con un sueño coherente.
La ley pone orden en las cosas y en las acciones humanas, regula, dirige, determina, limita, opone, concluye y pronuncia respecto a lo que ya existe sin ella y antes de ella. Pero no produce las cosas ni las acciones humanas. La poesía hace y produce, según leyes muy estrictas, pero una arte poética, por si sola, nunca ha hecho un poema. No negamos el carácter legislativo, necesario y obligatorio de las Escrituras; por el contrario, pensamos que su necesidad obligatoria va más lejos y más hondo de lo que creen los propios judíos, pero siempre pondremos el poema por encima del Arte poética. Creemos que el ritmo de Dios en su revelación es el ritmo del canto, y que la Ley sólo estaba hecha para regular ese canto hasta su obra maestra expresiva, Jesucristo.
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13. El propio Cristo habló del misterio del nacimiento humano. Es significativo que hablara de ello en el discurso solemne que tuvo la víspera de su muerte, como si, para él, la concepción y la muerte tuvieran el mismo sentido, el de un acto de excarcelación, un ensanchamiento, el paso de un ser ya vivo pero atado a las tinieblas al ensanchamiento de su propia vida en la luz. "La mujer cuando va a dar a luz siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre."
Los cristianos creemos que nuestra vida temporal es una gestación de nuestra eternidad y que la muerte es el nacimiento a la vida eterna. Creemos también que no hay posibilidad de aborto, que el fruto de nuestra vida no puede dejar de llegar a un buen término; que, si perdemos nuestra vida de aquí abajo, también podemos perder nuestra muerte, es decir, nuestro propio nacimiento a la vida eterna.
Hablo de inmortalidad individual; no hablo sólo de la inmortalidad del alma. La inmortalidad del alma es una noción filosófica. En la perspectiva cristiana, uno no se imagina la inmortalidad sin que vaya unido el cuerpo: "Creo en la resurrección de la carne", lo que llama san Pablo "la redención de nuestro cuerpo". Por eso también el sufrimiento y la muerte corporales, en el cristianismo, están tan íntimamente unidos a nuestra participación, en Cristo, de la naturaleza divina: consortes divinae naturae.
Un nacimiento es una evasión del seno materno. Pero para ese Hijo del hombre que es Jesús, y que va a nacer en Belén, ciudad de los reyes, de una virgen hija de David, su nacimiento temporal plantea más cuestiones de las que resuelve. Como todo destino humano, el de Jesús está hecho de umbrales decisivos que hay que franquear. Para todo hombre, existen el umbral del nacimiento y el umbral de la muerte. El carácter excepcional del destino de Cristo es que también tiene un umbral antes del nacimiento y un umbral después de la muerte, que ya ha franqueado.
Para un hombre ordinario, la concepción no puede ser considerada como umbral, si no es abusivamente. Pero la nada no existe, no se pasa de la nada al ser, se comienza a existir absolutamente. Para Jesús, lo anterior a su existencia temporal no es la nada, la no-existencia, sino su existencia de persona divina en la eternidad. Para él, la concepción es un umbral, el paso a la existencia temporal en el seno de una mujer. Su nacimiento es un nuevo umbral, desde el oscuro seno materno de la Virgen María, a la existencia solar. Su muerte es un nuevo umbral, por lo demás misterioso, pues su cadáver de hombre muerto nunca cesó de estar unido hipostáticamente a la Persona divina: ese cadáver era ese alguien. Hay, finalmente, para Jesucristo otro umbral, el de la resurrección corporal; es el primero en haberlo franqueado, pero la puerta, para todos nosotros, ha quedado abierta detrás de él.
De umbral en umbral, el destino de Cristo va así, pues, de la eternidad a la eternidad.
Eso es lo que dice él mismo a Nicodemo: "Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre [que está en el cielo]." Palabras extrañas, si se piensa que quien así hablaba era un hombre entre los hombres, sentado ante otro hombre, una noche entre las noches, bajo el cielo oscuro de Galilea. Hay que creer que ese Hijo del hombre estaba a la vez en la tierra y en el cielo, y que si su destino va desde la eternidad a la eternidad, sin embargo, nunca se ha desprendido de la eternidad, y está contenido en ella como una esfera en otra mayor. Al encarnarse, al hacerse hombre, Jesús no se ha sumergido en el tiempo: ha aspirado el tiempo en su eternidad.
Precisamente, por su emergencia en la eternidad, la vida temporal de Cristo es muy diferente de la vida humana ordinaria, y aún más diferente de la vida de un animal. Al pasar por el nacimiento y la muerte, el animal va de la nada a la nada. Al pasar por el nacimiento y la muerte, el hombre va de la nada a la eternidad. Al pasar por el nacimiento y la muerte, Jesús va de la eternidad a la eternidad. Cada una de las grandes vicisitudes del destino temporal de Jesús, lo que llamo yo sus diferentes umbrales, tiene una equivalencia de analogía con todas las demás. San Pablo, predicando ante los judíos, dice: "Os damos la buena noticia: la promesa dada a nuestros padres, Dios la ha cumplido a favor de nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús. Como está escrito en el Salmo segundo: Tú eres Hijo mío, hoy te he engendrado". Uno esperaría que se hiciera esa cita a propósito del nacimiento de Cristo en Belén, o incluso a propósito de la generación eterna del Verbo. No, san Pablo la aplica directamente a la resurrección de Cristo, al último umbral de ese destino al paso de la muerte temporal a la vida eterna y gloriosa.
Y es cierto que, en la tradición cristiana, entre esos diferentes umbrales de la aventura temporal de Cristo, -y aun con su generación eterna-, hay analogías, como si fueran símbolos unos de otros. Por eso la liturgia de Navidad celebra al mismo tiempo el nacimiento eterno de Cristo en el seno del Padre, el nacimiento temporal de Cristo saliendo del seno de la Virgen María, y el nacimiento espiritual de Cristo en el seno del alma agraciada por el Espíritu Santo. Pero la analogía siempre está centrada en la filiación de Cristo por referencia a Dios, filiación única, plena e integra desde la partida y desde toda eternidad. Pero filiación que se manifiesta gradualmente en el tiempo, y que alcanza el pleno esplendor de su revelación, con la Resurrección y la Ascensión en que Jesús rescata el mundo visible, en que es consagrado solemnemente Señor de la eternidad.
Jesucristo es la misma juventud perpetuamente naciente y renovada. En él la eternidad absorbe no sólo los años sino el tiempo entero. Cada acontecimiento de su vida tiene el carácter nuevo, inesperado, del rayo que surge del cielo y desaparece en un instante. Para todo hombre, el nacimiento natural es el término de una maduración de nueve meses, es un fruto que se desprende normalmente del árbol. El nacimiento de Jesús también es eso, pero es ante todo la aparición, en nuestro mundo oscurecido y miserable, de la dulzura y la sonrisa de Dios: Apparait Benignitas... "Nos han aparecido la dulzura y la humanidad de Dios, Salvador nuestro..." La muerte de todo hombre llega por accidente o por agotamiento de la vida corporal. La muerte de Jesús es un accidente violento que pone término a su vida temporal, pero también es un ofertorio en que, a la vez sacerdote y víctima, Jesús se inmola libremente a la voluntad de su Padre en expiación por nuestros pecados. Nacido de una mujer, tiene la debilidad y la vulnerabilidad humanas; nacido de Dios, se resucita a sí mismo y recobra por derecho su lugar a la derecha de su Padre. Pero la conquista esta vez, no sólo como Persona divina, sino como un hombre entre los hombres. Y eso es un prodigioso vuelco de las cosas. Para nosotros, si Jesucristo no fuera Dios, no podría curar ni salvar nuestra naturaleza humana, y si no fuera hombre, no podría servirnos de ejemplo. Es una obra maestra de condescendencia y misericordia.
* * *
14. Cuando san León, papa, quiere exponer a sus fieles la significación de Navidad, lo hace con una amonestación apremiante que, por desgracia, no ha perdido nada de su actualidad: Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam... "Reconoce, cristiano, tu dignidad. Te has hecho partícipe de la naturaleza divina. No vayas, con tu conducta, a recaer al nivel de tu antigua perdición."
Ahora que el optimismo de los humanistas y de la filosofía ilustrada se ha hundido en el ridículo y el horror bajo el golpe de la experiencia de dos guerras mundiales, en que la naturaleza del hombre se ha mostrado más inquietante de lo que se hubiera imaginado, asistimos a una amplia empresa de difamación de la humanidad y en especial de la imagen de Dios en el hombre. Desde hace una treintena de años, la literatura, el cine, e incluso la filosofía, sin hablar de las doctrinas políticas y económicas tratan de convencernos de que, salidos de la nada, volvemos a la nada tras una carrera fugitiva en que nuestros motivos de acción más elevados apenas superan el nivel de los apetitos y de los instintos más elementales: casi diríamos, de los tropismos. Si el hombre es eso verdaderamente, ¿para qué el hombre? Y diré muy seriamente que es injuriar a los animales más nobles, como los gatos y los caballos, ponerle en el mismo género que ellos.
Que los cristianos que se dejan arrastrar por la moda sacudan su inteligencia, tengan el valor de juzgar y vuelvan a hallar altivez para despreciar imágenes tan falsas y degradantes de la naturaleza humana. Y que la luz de Navidad, levantándose sobre nuestra noche, haga huir asustados todos los bichos.
Del director
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