conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

VIII.- La Presentación en el Templo

16. "Todos los machos me pertenecen."

Tómese esta frase como juego de sociedad, entre personas instruidas, planteando así los términos de la cuestión: "Esta frase está contenida en un libro célebre: ¿por qué personaje ha sido pronunciada y en qué sentido?" Por supuesto, siempre podrá haber un erudito en la concurrencia que inmediatamente lance la referencia adecuada, pero es poco probable; no es esa una de las frases de la Biblia que se citan a cada momento. ¿Entonces?

Entonces, la primera idea que vendrá al ánimo es el autor de tal reivindicación de propiedad, a la vez limitada, precisa y universal, es un ganadero que habla de sus sementales, y con no poco orgullo. Quizá alguno imaginará que Hitler, en la cima de su locura racista, pudo decir eso de los muchachos alemanes, y quizá lo dijo en efecto, ¿por qué no? Una imaginación un poco cínica puede atribuir esa frase a una gran hetaira: se ve fácilmente a una Aspasia, una Friné en la Atenas antigua, una Cleopatra en el Egipto de los Ptolomeos, una Catalina II de Rusia, haciendo tal declaración de poder seguro y apetito insaciable. Pues bien, no, esa frase es Dios quien la ha pronunciado, y se encuentra en la Ley de Moisés, la famosa Thora, dictada por Yahvé al legislador del pueblo judío.

"Cuando Yahvé te lleve al país de los cananeos, como os lo ha jurado a ti y a tus, padres, y te lo entregue, cederás a Yahvé todos los primogénitos y todos los primerizos de tus ganados: los machos pertenecen a Yahvé. Al primer nacido de asno, lo rescatarás con una oveja; si no lo rescatas, le romperás la nuca. Y a todos tus hijos primogénitos, los rescatarás con dinero. Cuando tu hijo te pregunte el día de mañana ¿qué significa esto? Le responderás: el Señor nos sacó con brazo fuerte de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud. Porque como Faraón se obstinaba en no dejarnos marchar, Yahvé hizo morir a todos los primogénitos del país de Egipto, los de los hombres y los del ganado. Por eso sacrifico a Yahvé a todo primogénito macho, por eso rescato a todo primogénito de mis hijos."

Magnífico texto, de una claridad y de una ferocidad soberbias, el más revelador que se pueda imaginar de la verdad religiosa de Israel, clan de Dios. El nacimiento de todo israelita es asimilado a la salida de Egipto; el seno materno, a una casa de servidumbre de que hay que ser liberado por la fuerza de Dios. Todo hombre nace esclavo y ha de ser rescatado, pues ahí está la significación primaria de la palabra "rescate", redención: pagar para dar la libertad a alguien que no se pertenece, que pertenece a otro.

Ya estamos en el corazón del Antiguo Testamento, y es para estremecerse. Tenemos ante nosotros lo que san Pablo llama "los elementos del mundo": se puede intentar combinarlos entre sí de mil maneras, y no saldrá de ellos otra cosa que servidumbre. Pues releamos atentamente ese texto del Éxodo. Para el hombre, saliendo de una servidumbre, sólo se trata de caer en otra. El pueblo de Israel no deja la esclavitud de Faraón sino para caer bajo la esclavitud de la Ley; san Pablo dirá "la maldición de la Ley"; el hombre sólo queda liberado del seno materno para caer en la obligación de ser rescatado. Y si tiene necesidad de ser rescatado, es que es esclavo.

"Los machos pertenecen a Yahvé." No se puede decir en términos más claros la pertenencia de esta raza a Dios. Dios se ha reservado para el solo toda la simiente de Israel, la atesora, la confisca, no admite que se le escape una gota de esta simiente. Cuando el Antiguo Testamento habla de los celos de Dios, se ve muy bien que hay que entenderlo en un sentido elemental, de verdaderos celos, sexuales y criminales. No interpreto, es así. He aquí el origen.

Cierto es que los profetas, más tarde, y el Nuevo Testamento, trasladarán el racismo divino al plano espiritual, pero aun en ese plano espiritual, nunca atenuarán los ardientes celos de Dios, sus alardes sangrientos de inmolación, de rescate, de holocausto, y, según el titulo sorprendente de Céline, de "muerte a crédito". La revolución del cristianismo no se hará derribando todo ese aparato, eliminándolo, sino dándole un nuevo sentido desde el interior, por maduración forzada, por maravillosa eclosión, por el solo hecho de la Presencia de Jesucristo en el interior de ese sistema biológico y sagrado.

La ley afirma el derecho que Dios ejerce sin restricción del jefe de clan, derecho de vida y muerte sobre todos los miembros del clan. "Me perteneces, luego debes morir, luego muere." La lógica llevaría a la exterminación total del clan, para probar su pertenencia a Yahvé, y los perseguidores del pueblo judío han reconocido en él esa disposición sagrada a la exterminación. Es innoble que se hayan aprovechado de ella.

Sin embargo, para que subsista el clan, Dios acepta -como ya lo ha hecho para el sacrificio de Abraham- una sustitución provisional de una hostia por otra. Así el primer nacido de una asna puede ser "rescatado" por una cabeza de ganado menos preciosa. Pero si la Ley admite una atenuación, no admite excepción: "Si no le rescatas, le romperás la nuca".

El primogénito de la mujer también tiene necesidad de ser "rescatado" por una sustitución provisional. Sobreentendido: si no se le rescataba, también habría que romperle la nuca. Naciendo merecemos la muerte, viviendo estamos en un aplazamiento de la muerte. Pero en el interior del clan de Yahvé, la muerte tiene otro sentido que el de una disolución biológica: es el pago de la deuda que tiene todo hombre hacia Yahvé. En la medida en que se vive, sólo se vive por gracia, y esta gracia, sólo puede ser resultado de un rescate, de una redención.

He aquí el contexto en que hay que leer el relato de san Lucas, que habla así de María y José: "Y cuando llegó el tiempo de su purificación, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor") y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones"). Para que comprendamos bien, Lucas, en pocas líneas, hace tres referencias explícitas a la Ley de Moisés. La Ley de Moisés codifica las reglas del clan de Yahvé, pero también es la ley de una ciudad y de un pueblo. Está claro que el Cristo ha querido pertenecer tanto a la ciudad como al clan; se sabía Hijo Único de Dios e hijo de Abraham, y ha querido ser además hermano y conciudadano de todos los israelitas.

Con la purificación legal de su madre y su propia presentación oficial en el Templo de Jerusalén, para ser allí "rescatado" mediante un par de tórtolas, el Niño Jesús entra decididamente en ese ciclo de pertenencia oficial a Dios, de redención y de gracia, cuyo héroe llegaría a ser él, de que no saldría, que renovaría desde dentro, y en que haría entrar detrás de él a la humanidad entera para el tiempo y para la eternidad.

Ser hombre, es merecer la muerte, y en definitiva es morir un día. Antes, es haber empezado por ser culpable con todos los demás, ser luego castigados juntos, o, eventualmente, ser rescatados uno por otro. Lo poco que se nos deje vivir, es por rescate y por gracia, "a crédito", a condición de que otro ser vivo muera en mi lugar. En definitiva, hay que morir, no tanto porque el hombre es un ser corruptible, cuanto porque pertenece a Dios, y, para pagar esa pertenencia, no hay otra cosa adecuada sino la muerte. "Si no le rescatas, rómpele la nuca."

La base de todo es la culpabilidad ante Dios. En el fondo, la muerte es para el hombre tal injusticia que no puede imaginar morir sin ser culpable; por el pecado entró la muerte en el mundo, y el pecado mancha el origen mismo de la vida. Esta vida-para-morir es una vida culpable desde el arranque: el pecado, aunque no se haya cometido personalmente-¿cómo lo habría cometido un recién nacido?- se contrae de modo universal y personal. Ser hombre es haber nacido pecador. ¿Cómo eliminar la muerte sino eliminando el pecado? ¿Cómo eliminar el pecado sino por un rescate, una redención, pero más profunda y más eficaz que la del Antiguo Testamento y la Ley, que sólo era una sustitución, y aun eso provisional?

Al entrar en el Templo de Jerusalén para ser ofrecido a Dios, el Niño Jesús acepta en bloque todo ese universo en su implacable lógica, todo ese universo, salvo su elemento de base, el pecado. Es el único inocente entre los primogénitos de mujer: entra en el Templo como vencedor porque está exento de toda mancha, y, a partir de su inocencia, vencerá a la muerte y dará a la redención y al rescate un sentido plenario de inocencia recobrada. Todo está ahí. La inocencia de ese niño cumple la Ley cumpliendo totalmente ese rescate del hombre que se esforzaba en hacer sin poderlo lograr. La Ley definía perfectamente la condición del hombre, le explicaba claramente que en el arranque era el esclavo del pecado y de la muerte. Pero reconocía su propia incapacidad para liberar al hombre de esa doble esclavitud.

El cristianismo admitirá íntegramente esa concepción de la condición del hombre, pero afirmará que Jesús, con su victoria sobre el pecado y la muerte, ha librado al hombre del pecado y de la muerte. Pero cuando se lee a san Pablo, se ve cómo, antes de ser cristiano, es judío, al proclamar al "mundo entero reconocido culpable ante Dios". (Rom. 3,19) San Pablo es tan profundamente judío porque la concepción cristiana del universo empieza por ser judía, no sólo por el azar del nacimiento de Cristo-y ya sabemos que no es un azar-sino por una comprensión de la vida y de la muerte, del pecado y de la necesidad del rescate, que es absolutamente común a judíos y cristianos. Tener eso en común es tener muchas cosas en común. "Dios ha encerrado a todos los hombres en la desobediencia para hacer misericordia a todos". (Rom 11,32) "Es preciso que Dios resulte veraz, y todo hombre mentiroso". Y aun: "Nuestra injusticia demuestra la justicia de Dios". (Rom. 3,4-5)

Ese universo extraño y violento, de raza y de sangre, de pecado y de bendición, de nucas rotas y de redención, de culpabilidad y de gracia; ese universo elemental, que puede parecernos un enredo feroz porque somos complicados y vanidosos y perdemos de vista fácilmente las realidades de base, es el universo que Jesucristo pretendió coronar, explicar, justificar, como la flor corona, ensancha, explica y justifica al tallo que la sostiene. "Entonces, por la fe (en Cristo) ¿privamos de su valor a la Ley? Cierto que no: al contrario, se lo conferimos." Sólo el régimen de la fe en Cristo permite a la Ley alcanzar el objetivo que se ha propuesto siempre, a saber, la justicia y la santidad del hombre.

Pero si la fe confiere a la Ley su valor definitivo, reconozcamos que, para un cristiano, el estudio de la Ley es un medio esencial de entrar en la comprensión de la fe. Los cristianos dicen que no pueden comprender muy bien la Ley, sin considerar la finalidad que le da un sentido, el Cristo que es la flor de esa raíz. Se les puede replicar que no se comprende muy bien la flor si no se conoce la raíz. Ambas proceden de la misma botánica.

Sin embargo, cuando el Niño Jesús, llevado por su madre, entraba por primera vez en el Templo de Jerusalén, esos pasos, a los ojos de Dios y de sus ángeles, eran la revelación de un extraordinario pleonasmo. La Presencia de Dios en el Templo prolongaba la Presencia de Dios bajo la tienda en el desierto en medio de su pueblo. Pero el Niño Jesús era esa misma presencia de Dios bajo la tienda de la humanidad en medio de su pueblo. Un anciano se aproximó, le reconoció y su alegría estalló en un poema. Los orígenes terrestres de Jesucristo quedaron así adornados de los cantos de la tierra y del cielo. Se es muy poeta a su alrededor.

Giotto ha representado admirablemente ese encuentro del anciano Simeón y del niño Jesús; es inolvidable el intercambio de las dos miradas. Este es el poema de Simeón, dirigido a Dios como una oración para llamar a la muerte.

Ahora, Señor, según tu promesa,

puedes dejar a tu siervo irse en paz;

porque mis ojos han visto a tu Salvador,

a quien has presentado ante todos los pueblos:

luz para alumbrar a las naciones,

y gloria de tu pueblo, Israel. (Lc. 2.29-32)

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