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IX.- El Pecado Original (II)
19. "Mi alma ha nacido con una llaga", dijo Lamennais. Es verdad en todos nosotros, y el psicoanálisis lo sabe muy bien, tratando de discernir el mal, sin poder adivinar su naturaleza.
El mal está incluso más extendido que una llaga del alma: es toda la naturaleza humana, cuerpo y alma, la que está concebida y nace infectada. Un rabino citado por la Mischna ha expresado perfectamente la situación del hombre: "Aprende de dónde vienes, a dónde vas y ante quién debes dar cuentas. ¿De dónde vienes? De una gota pútrida ¿A dónde vas? A un lugar de polvo y gusanera. ¿Ante quién darás tus cuentas? Ante el Rey de los reyes de todos los reyes, el Santo, bendito sea." Extraño pueblo, extraña religión, para la cual la simiente del hombre es una gota pútrida, capaz, sin embargo, de transportar la Promesa de Dios. Todo va junto. Si no se toma más que un lado de las cosas, se cae en el orgullo o la abyección. La literatura moderna dice que venimos de una gota pútrida y que vamos al polvo y la gusanera. Pero ha olvidado el tribunal de Dios y la Promesa que están en el otro platillo de la balanza.
Tras haber hablado de la Promesa transportada por la semilla de Abraham, debo hablar del pecado original transportado por la semilla de Adán. Es un dogma, que debo exponer brevemente, pues es menos grosero de lo que Hugo fingía creer al escribir:
Y ya todo está fundado en el equilibrio
de un robo de manzana con el asesinato de Dios.
Es un dogma, es decir, una verdad no evidente por sí misma, aunque se puedan percibir sus efectos, pero directamente indemostrable, que nos es revelada por Dios y enseñada por la Iglesia. Añadamos que, de todos los dogmas, es quizá el más discutido, el más impopular para la mentalidad moderna. Es importante saber si lo que se le oponen son evidencias que, en efecto, le contradicen, o si no son más que otros dogmas enmascarados éstos, sin autoridad científica o de otro tipo, pero no por ello menos estrictos y feroces, hasta la inquisición.
Llamo dogma enmascarado, por ejemplo, la creencia en el progreso fatal de la humanidad, siendo forzosamente peor que la muestra la humanidad que nos precede, y mejor la sucesiva. Si ese dogma es falso es inútil extenderlo a lo largo de milenios. Bien entendido, no se trata de negar el progreso material: ya se sabe que tenemos neveras, televisión, bomba atómica y penicilina, que la generación precedente no tenía. Pero, ante todo, el progreso material es ambiguo. Además, se trata de saber si los hombres son mejores hoy que ayer. Los contemporáneos de Hitler y de los campos de concentración quizá tengan derecho a dudarlo. Pero es evidente que, frente al dogma del progreso moral necesario e indefinido de la humanidad, el dogma cristiano del pecado original pierde su sentido.
El mal es un hecho; el mal físico evidente, mal moral, desorden en lo voluntario mismo, que afecta a la cualidad de la persona espiritual que es su autor, también es un hecho. Todo el mundo sufre y muere. Todo el mundo sufre la fascinación del mal por el mal. El hombre tiene en sí algo descompuesto que ha de ponerse a punto sin cesar. La naturaleza no está sujeta al hombre por derecho; éste debe conquistarla, y actualmente no le va nada mal en esa conquista. Pero no le sirve de mucho esa conquista mientras que la unidad espiritual del hombre esté en peligro en cada hombre. La sensibilidad no obedece fácilmente a las potencias superiores. El espíritu y la voluntad no siempre van de acuerdo. Finalmente, al hombre entero le resulta difícil someterse a su destino. No hay nada de misterioso en ello: son observaciones que hacemos todos los días en nosotros y alrededor de nosotros. Tampoco es ahí donde reside el dogma del pecado original. Es la causa de ese desorden universal.
La exposición del dogma es sencilla: toda la raza humana, actualmente viva e históricamente conocida, desciende de una primera pareja, llamada en la Biblia Adán y Eva, nombres por lo demás comunes. Esos dos primeros seres, en cuanto hombre y mujer, fueron creados directamente por Dios. Fueron creados en un estado no sólo de inocencia sino incluso de gracia propiamente sobrenatural, enriquecidos con asombrosos privilegios, como la inmortalidad corporal y otros muchos.
Esa primera pareja pecó, es decir, desobedeció gravemente a Dios. Por ese pecado, Adán y Eva perdieron de golpe todo lo que tenían por don sobrenatural de Dios, no sólo el estado de gracia, incompatible con el pecado, sino la inmortalidad corporal y todos los privilegios inherentes a su primer estado. Ahí está propiamente el misterio: arrastraron en su caída, y de cierta manera en su pecado, a toda raza humana. Después de ellos, nacemos contaminados: la naturaleza humana, no queda destruida, sino deteriorada, la voluntariedad esencial de esa naturaleza es pecaminosa en su arranque por un pecado de origen, no cometido personalmente, pero contraído personalmente. Esa contaminación se hace por el solo hecho de la generación: "Tu simiente, tu simiente." Tal es el dogma, basado en el relato del Génesis y que retiene lo esencial de ese relato, todo su valor de enseñanza histórica, moral y religiosa.
Aunque sepamos muy bien que todo hombre es pecador y que tiene todo el aire de haber heredado pecado con la naturaleza humana, este dogma es chocante. Si toda nuestra experiencia nos prueba que todos los hombres son mortales y que llevamos en nosotros la angustia de la muerte cercana, ¿cómo imaginar que habríamos podido nacer todos inmortales? Nuestro sentido de la justicia se rebela ante la idea de que compartamos un pecado que no hemos cometido. Se rebela más aún ante la idea de que los niños sean culpables de un pecado que, evidentemente, no han cometido de modo personal, pero que, sin embargo, han contraído de modo personal. Este dogma del pecado original es difícil de admitir porque no hay analogía que darle: envuelve hechos históricos que sólo conocemos por revelación, hechos que siguen siendo incomprobables para siempre.
Así, aunque la ciencia se orientara definitivamente hacia una hipótesis poligénica en cuanto al origen del hombre, no veo que tal hipótesis pudiera contradecir el hecho de la primera pareja humana creada por Dios, eso querría decir solamente que la subida animal hacia la hominización se habría hecho en varios lugares a la vez, pero que sólo logró ir a parar al salto cualitativo del animal al hombre una única vez y en un único lugar. Hubiera podido ser de otro modo, pero este hecho, testimoniado sólo por la autoridad de Dios revelante, queda asegurado.
El dogma del pecado original está en la base del cristianismo. Bernanos pensaba y repetía a menudo que ese dogma es tan importante para la vida cristiana como la simple creencia en Dios, sin la cual no hay religión posible. Por otra parte, el dogma del pecado original está en la base de la Encarnación redentora, está en la base de todo el heroísmo cristiano. Si es verdad que nacemos pecadores, con una naturaleza oscurecida y herida, pero no completamente perdida, la tarea de la salvación ha de reanudarse desde el principio en cada generación, en cada individuo. Nada está nunca definitivamente adquirido, nadie debe ser definitivamente abandonado, la ley de cada hombre es el heroísmo. Cada hombre, en el arranque, es el capitán de un barco en perdición, y que, sin embargo, debe llevar a buen puerto. Para cada hombre, la elección inevitable es naufragar en cuerpo y bienes, 0 luchar contra la tempestad y salvar el barco.
Nada más peligroso, ninguna mentira más cobarde que persuadir a los hombres, por el contrario, de que están presos en un engranaje de progreso fatal. Se rompe en ellos el resorte del heroísmo. Y además no es verdad, lo sabemos muy bien; sabemos que todo está siempre por empezar otra vez, porque todo lo humano está siempre amenazado: ser hombre, plenamente hombre, es obra de toda una vida, es algo que se merece, se hace un poco cada día, se construye piedra a piedra, desde los cimientos a la cima. Con cada hombre, se reanuda la tragedia entera desde el levantarse el telón hasta la caída del telón del último acto. Tomamos la naturaleza humana esencialmente en el estado de caída en que la dejó Adán, y cada cual de nosotros debe elevarla al estado de gloria a donde la elevó Cristo.
Si uno se sitúa francamente en ese punto, manteniéndose en él con los ojos bien abiertos, podrá comprender por qué el Verbo se hizo carne, por qué decidió habitar entre nosotros. Es que la tarea de cada hombre está tan por encima de las fuerzas de nuestra naturaleza herida, que ningún hombre dará cima a esa tarea si no le ayuda poderosamente el mismo Dios, desde el exterior y el interior; Dios mismo, que dio ejemplo y que, para mostrar que se ayuntaba con nosotros en esa tarea precisa de restaurar la naturaleza humana y exaltarla en la gloria, empezó por revestirse de esa naturaleza humana, protegiéndola con el escudo de su poder y elevándola por encima de los cielos, hasta el trono de Dios.
Pues igual que, por su extraño título de "Hijo del hombre", Jesucristo afirmaba a la vez su solidaridad con la raza humana entera y reivindicaba una dominación personal sobre el tiempo, así proclamó su poder personal de perdonar los pecados, incluido, por supuesto el pecado original. Pero no podía perdonar los pecados más que porque estaba encima del tiempo y del hombre. No sólo antes que existiese Abraham, sino antes que existiera Adán, existe él. Por eso con cada hombre puede reanudarlo todo desde el origen, y ningún barco llega a buen puerto sin que él sea su piloto.
Cada hombre, con sus medios propios y la gracia de Jesús, está puesto y lo estará, entre un paraíso perdido para siempre y un paraíso en esperanza. Esta gracia de Jesús, pueda rehusarla, pero se le ofrece. Pueden pasar los milenios: no han cambiado ni cambiarán nada en esta inquebrantable condición del hombre sobre la tierra. Es una condición de heroísmo, porque es una condición de todo-o-nada para cada hombre en particular; ¿y qué todo?, el paraíso; ¿y qué nada?, la condenación. Esta condición forma la dignidad del hombre, su destino trágico. Nadie cambiara nada en esa situación; cada cual la salva entera o la pierde entera.
También sobre ese hecho se basa la fraternidad humana más profunda. Y, ante todo, la fraternidad de todos los hombres con el segundo Adán, Jesucristo. El Concilio de Trento insistió mucho en que, por profundamente herida que estuviera por el pecado original, la naturaleza humana permanecía sustancialmente intacta, capaz de bien, y libre. En su esencia, esa naturaleza humana es la misma en cada hombre. Tal como era en su esencia antes de la caída de Adán, tal ha permanecido después de su caída, sólo que disminuida y como amortiguada. La naturaleza humana en Adán en el paraíso terrestre, la naturaleza humana en cada uno de nosotros, la naturaleza humana en Cristo, la naturaleza humana en un hombre condenado en el infierno, la naturaleza humana en un santo del paraíso, sigue siendo esencialmente la misma. Adán no ha dejado de ser hombre después de su pecado. Cristo, siendo Dios, no deja de ser hombre.
Los primeros hombres quizá se parecían a los monos, ¿por qué no? No es lisonjero desde el punto de vista de los cánones de la alta costura, pero la naturaleza humana no es asunto de moda. Esos primeros hombres llevaban en sí la chispa de la razón: en sus actos y por el discernimiento del bien y del mal, unían el tiempo y la eternidad, asumían enteramente la responsabilidad de su destino, esencialmente diferentes en eso del animal más evolucionado. A su manera y según sus luces, hubieron de afrontar en su conciencia el mismo destino que el nuestro. Así, también de esos primeros hombres que quizá parecían monos, Jesús aceptó ser hermano. Aceptó ser hermano de Hitler. Aceptó ser mi hermano, pues, como me decía un día Bernanos, "el buen Dios que me soporta, prueba así que lo soporta todo".
Y el último hombre, en el fin de los tiempos, se encontrará también en la misma situación esencial
Aunque quimérica, porque la hipótesis no se realizó, el otro lado del dogma es fascinante: el caso en que Adán no hubiera pecado. Entonces hubiera transmitido todas las maravillas de su situación por la propia generación, "tu simiente, tu simiente,'. Es preciso que haya en la generación humana una potencia inmensa para que fuera capaz de transportar la gracia misma de Dios, la inmortalidad, como transportó la Promesa de Dios hecha a Abraham.
Como todos los primitivos que tienen un sentido profundo de la riqueza de la vida, Abraham no debió sorprenderse de que una Promesa de Dios quedara vinculada a la simiente de un hombre, lo que le sorprendió fue la elección de Dios sobre él. Nosotros hemos perdido ese orden de conocimientos. En nuestras civilizaciones, lo sagrado está sumergido por las observaciones fenomenológicas de la ciencia. La afirmación del dogma del pecado original, y la obstinación con que lo defiende la Iglesia, nos sacan de ese estrecho circulo de la observación científica, bastante pobre en suma, para llamar nuestra atención hacia secretos más oscuros, no mensurables, menos definibles, pero que sentimos muy bien que tocan lo sagrado, un dominio más profundo y más real que el descubierto por nuestros poderosos microscopios.
Abordamos aquí una isla misteriosa que no está dibujada en ningún mapa. Está situada más allá de lo jurídico y de lo científico, en esa coyuntura en que la naturaleza sensible participa directamente de la causalidad de Dios y articula la materia misma a la eternidad. De esa raíz brotan la sacramentalidad, la poesía, la metáfora, la parábola. Todo lo que crece de esa raíz en el mundo es superior al orden científico, como todos los juguetes de un gran almacén para Navidad no valen la sonrisa maravillada del niño que los codicia a través del escaparate.
En esa profunda coyuntura está herida la naturaleza humana; ahí renquea. Lo saben los poetas que abordan los juegos más inocentes con la más increíble melancolía. ¿Cómo consolarse del paraíso perdido? Ocurre también que esa herida se revela súbitamente al primero Que llega, en la voluptuosidad por ejemplo, cuando se apercibe de que no desea tanto saciarse cuanto percibir la decepción que hay en su fondo. La ley del pecado original es dura. Todos los hijos de los hombres nacen para la pena, para la muerte, y para el pecado, que es la muerte del alma. Podemos intentar distraernos; el mal está en nosotros. La valentía está en situarlo donde está. Los hombres pierden mucho tiempo en lamentarse de la suerte, mientras llevan en sí la desgracia.
El hombre lleva también en sí su esperanza. Es verdad que tampoco puede escapar solo y por sus propias fuerzas a su caída nativa; este es un escándalo para los espíritus modernos tan orgullosos de sus conocimientos y de su fuerza. Nosotros creemos siempre que todo es reparable y el orden se rehace por sí mismo. Pero el pecado empieza por ser una ruptura del vínculo que unía a la criatura con su Dios. No es el hombre quien puede reparar ese vínculo: va a la deriva. Ese vínculo sólo se puede reparar por el lado de Dios y ya lo ha hecho, y muy bien, la Encarnación redentora.
Por eso, cuando el evangelista Lucas da a su vez una genealogía de Jesús, sube más arriba de Abraham, hasta Adán, que, como dice él, fue "hijo de Dios". Tras una expresión así está toda esa historia del Génesis, en que se nos cuenta la creación del primer hombre y de la primera mujer, y su caída, cuyo castigo llevamos todos.
Así marca Lucas la solidaridad de Jesucristo, no sólo con el pueblo de la Promesa y de los profetas, sino con toda la raza humana, desde el primer hombre al último. En la cumbre de la escala, Adán, "que fue hijo de Dios"; en la base de la genealogía, el Cristo que da a esa cualidad de hijo de Dios un sentido nuevo, único e imprevisto. A propósito de Adán, Lucas insiste en su cualidad original de hijo de Dios, como, durante toda su vida mortal, Jesús insistirá en su propia cualidad de "Hijo del hombre,'. Es hermoso observar esta reversibilidad de los vocablos. En ese cambio reside toda la esperanza de la humanidad.
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