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X.- Súbdito de La Ley
20. Toda la finalidad de la Ley mosaica es el rescate del pecado, y de su consecuencia, la muerte. La práctica de esta Ley, aun la más estricta, nunca logra esa finalidad. Sólo Cristo cumple perfectamente la finalidad de la Ley; él es por excelencia el "rescatador", el Redentor, el Liberador, el que rescata a los esclavos de una vez para todas. El efecto de ese rescate es que los hombres dejan de ser esclavos como eran, sujetos al pecado o a la misma Ley, para quedar definitivamente emancipados, pero no para ser entregados completamente a sí mismos, con lo que estarían más perdidos que nunca, sino haciéndose hijos y por consiguiente herederos de Dios. Por supuesto, hay que definir lo que es esa esclavitud, esa emancipación o redención, esa filiación, esa herencia. A eso voy.
¿Cómo pudo Jesucristo realizar este rescate de la raza humana, si su condición original y natural es la de ser hijo de Dios? Encarnándose. "Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera..."(Flp. 2,6-7); salvo por lo que toca al pecado. Según san Pablo, hay un doble término en esa encarnación: por una parte, el Hijo Único de Dios se ha hecho muy realmente hijo de una mujer, por otra parte, se ha sometido voluntariamente a la Ley mosaica. Si todos los predicadores insisten con razón en la condición verdaderamente humana de Cristo, hijo de María, generalmente omiten hablar de su condición de súbdito de la Ley mosaica. Ahora bien, este segundo término de la encarnación me parece igualmente esencial y querría analizarlo.
La traducción de la Vulgata es aquí tan fuerte que parece intencionada: Misit Deus Filium suum, factum ex muliere, factum sub Lege, ut eos qui sub Lege erant redimeret, "Dios envió a su Hijo, hecho de mujer, hecho bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley", (Gal. 4,4-5) para conferirnos la adopción filial. San Pablo se expresa en términos muy fuertes, empleando la terminología de la fabricación, casi como si se dijera que el Hermes de Olimpia ha sido hecho por el cincel de Praxiteles, hecho según los cánones de la belleza clásica griega, de la que así ha llegado a ser la obra maestra. Igualmente, Jesucristo, además de ser el hijo de María, de quien ha salido, también es la obra maestra de la Ley mosaica, de la que fue súbdito perfecto.
Para comprender bien la génesis y el pleno ensanchamiento de Cristo, conviene saber lo que fue esa mujer de que nació, pero también esa Ley cuya obra maestra fue, porque empezó por ser su súbdito perfecto. Pues Jesucristo fue un súbdito ejemplar de la Ley mosaica, de lo que los judíos llaman todavía la Thora. Cierto es que las relaciones de ese súbdito con la Ley fueron únicas, excepcionales, como su misma personalidad y por ello merecen aún más definirse.
Entre todos los Evangelistas, el que me parece que marca con más insistencia la sujeción de Cristo a la Ley es, paradójicamente, el único de ellos que no era judío, Lucas, que siendo griego, escribía en Grecia, para los griegos, poco tiempo antes de la ruina de Jerusalén. Se dice de su Evangelio que es por excelencia el Evangelio de la Virgen María, por lo atento que estuvo a anotar lo concerniente a la madre de Jesús. Pero, sin duda por las mismas razones, también se aplicó a anotar la obediencia de Jesús a la Ley mosaica, hasta el punto de que se puede decir que el Evangelio de san Lucas es el de la sujeción de Jesús a la santa Thora. Lucas conoció sin duda a la madre de Jesús, pero también fue el discípulo de san Pablo, el fariseo, que le transmitió su regia comprensión de la Ley mosaica.
Ya en sus primeras líneas, Lucas, al hablar de los padres de Juan Bautista, dice: "Los dos eran justos ante Dios, siguiendo sin falta todos los mandamientos y leyes del Señor."(1,6) Por supuesto que tan piadosos israelitas circuncidaron a su hijo según la Ley. Acabamos de ver que lo mismo ocurrió con Jesús. Fue igualmente ofrecido al Templo y su madre fue "purificada". Es Lucas quien anota que "cuando lo cumplieron todo según la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a Nazaret, la ciudad donde vivían."(2,39) También en Lucas, leemos que, como los más devotos de los judíos, los "padres" de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Justamente en el curso de una de esas peregrinaciones, cuando "subieron a la fiesta, según costumbre, terminados los días"(2,40-52), perdieron las huellas del Niño, y le volvieron a hallar en el Templo, sentado entre los Doctores de la Ley, oyéndoles y preguntándoles. He ahí un escolar de doce años muy apasionado. ¿Cuál es el objeto de sus preguntas, de su estudio, de su atención, de su pasión? La santa Thora de Israel. Lucas nos dice también que todos los que estaban presentes se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
Evidentemente, hubo un Blaise Pascal. Pero no deja de ser raro que un niño de doce años tenga tal ardor en el estudio que se escape para quedarse en la escuela. La verdad es que ese niño ha mamado el amor a la Ley con la leche maternal, que se ha criado en la estricta observancia y en el profundo respeto a la Ley de Moisés, que él mismo ha observado la Ley con fidelidad, y que tenía pasión por ella, como el niño Blaise Pascal por la geometría. No es raro que un niño de esa edad sueñe con ser Alejandro o Napoleón; son sueños toscos al alcance del primero que llega, en cuanto sueños, pero nada más privilegiado, nada más bello, nada más sagrado que la pasión del conocimiento, a la edad de los juegos y de las confituras.
En Israel es menos raro que en otras partes: es el pueblo del Libro. Esa raza, a la que dicen tan ávida de los bienes de la tierra, tiene el gusto y la pasión del conocimiento. Se han visto muchas familias judías, emigradas de los peores ghettos de Europa oriental, apenas instaladas en Estados Unidos, pero aún miserables, sucias, viviendo como mendigos, ya desde la primera generación, privarse de todo y ahorrar cinco pennies diarios para pagar los estudios del muchacho más dotado de la familia, para que pueda entrar en Yale o en Columbia. Lo encuentro muy hermoso. No se ve el mismo celo y el mismo respeto por el saber entre las demás minorías americanas, en un país tan vasto, tan libre y tan variado, que todo el mundo forma parte de una minoría, por algún título.
Imagino así a la Santa Virgen, joven madre judía, pobre y ahorradora, dura en el trabajo, aplicada a observar la Ley, privándose de todo para que su hijo pueda estudiar, ejerciendo a la vez el oficio de carpintero que era el oficio de José. Por lo demás, era una tradición entre los Doctores de la Ley seguir ejerciendo un oficio manual. San Pablo, fariseo, Doctor de la Ley, ciudadano romano, en una época en que ese título representaba la aristocracia del imperio, también tenía un oficio manual, que era coser tiendas. Es una broma grosera fingir creer que el tejedor Pablo o el carpintero Jesús eran proletarios a la manera de los obreros de una cinta de montaje en una gran fábrica de hace treinta años. La predicación del Evangelio no siempre escapa a la demagogia política.
Cuando insisto en la sujeción de Jesús a la Thora, hablo por el momento sobre todo de su infancia y de su adolescencia. Esta sujeción leal me parece evidente. Falta saber si, en el curso de su vida pública, en su enseñanza y en su conducta, Jesús ha respetado y retenido esa sujeción. Normalmente se piensa y se dice lo contrario. Vale la pena mirarlo más de cerca, pero es un campo tan vasto que no se puede trabajar en un solo capítulo. A lo largo de todo este libro tendré ocasión de volver sobre ello.
Es seguro que Jesús murió víctima de una inquisición, como Juana de Arco. Tuvo contra él a la mayoría-no la totalidad-de los escribas, de los fariseos, de los doctores de la Ley, de los grandes sacerdotes, de la minoría intelectual y teológica de su nación -como Juana de Arco-. Pero ¿por qué, exactamente, sus enemigos se opusieron a él, por qué se coaligaron contra él? ¿Es porque rechazaba la Ley que ellos tenían la misión de defender; Eso sería demasiado sencillo. Más bien creo que Jesús y ellos se opusieron porque tenían interpretaciones inconciliables de la Ley. Si esta última hipótesis es verdadera, tal divergencia supone, en Jesús como en sus adversarios, la proclamación de análoga devoción hacia la Ley. En suma, Jesús no habría querido abolir la Ley, sino dar una lección a los doctores de la Ley, probarles que la manera que él tenía de interpretarla era la verdadera, y la de ellos era falsa. De ahí, una querella de teólogos, la más feroz e implacable de las querellas. Jesús, pues, no habría sido condenado como impío y rebelde, sino ante todo como hereje, igual que Juana de Arco.
La posición de san Pablo debe ser idéntica sobre este punto a la de Jesús. Ahora bien, él no discute la validez de la Ley de Moisés y del Antiguo Testamento; afirma que hay que saber leerlas con los ojos del corazón iluminados, y que la mayor parte de los judíos contemporáneos tienen ante sus ojos un velo que les impide leer. "Sí -dice-, hasta ese día, al leer a Moisés está puesto un velo sobre su corazón. Al convertirse al Señor, cae ese velo."(2Cor. 3,15) Se guarda muy bien de decir que ya no sirva para nada leer a Moisés.
No pretendo minimizar el conflicto religioso entre judíos y cristianos, pero tampoco quiero exagerarlo: querría situarlo exactamente y definir sus límites. Cristo ha reconocido como sagrados los Libros de los Judíos, los cita a menudo dándoles toda su autoridad de Palabra revelada, pero siempre ha pretendido saber leer esos libros e interpretarlos exactamente, y mejor que sus doctores. En esa discusión su autoridad era tanto más grande por haber estudiado la Ley, por haberla observado desde siempre, y ser, como Zacarías e Isabel, "justo ante Dios, siguiendo sin falta todos los mandamientos y leyes del Señor".
¿Y de qué modo Cristo fue súbdito de la Ley? No cabe imaginar ni un momento que le diera sólo una obediencia servil. Tampoco se puede imaginar que sólo se sujetara a la Ley por hipocresía. Entonces hay que elegir: si Cristo quiso ser súbdito de la Ley, es porque la respetó, la amó, empezó por comprenderla soberanamente, pues sabía que estaba hecha para él. Es también lo que dice san Pablo: "La finalidad de la Ley es Cristo, para la justificación de todo creyente". (Rom. 10,4) Entonces ¿cómo osaríamos los cristianos despreciar lo que tanto amó Cristo?
Los católicos siempre han meditado con afecto sobre el papel de la Virgen María junto a Jesús, ella ha sido el medio de la Encarnación del Verbo. Pero la Ley también tuvo un papel esencial junto a Jesús; fue por excelencia el instrumento de su obediencia a Dios. Los teólogos católicos reprochan a los teólogos protestantes no dar a la Madre de Dios el lugar que se le debe, y me parece fundado ese reproche. Pues, en definitiva, Jesús no es hijo del azar, y no es igual que sea el hijo de tal mujer en vez de serlo de otra.
Pero se puede reprochar a todos los teólogos cristianos modernos, católicos o protestantes, que no den a la Ley el lugar que se le debe. Tampoco es un azar que Jesús haya nacido como "súbdito de la Ley,', que haya vivido a su manera de acuerdo con esa Ley, que haya muerto, de modo aún más asombroso, de acuerdo con lo que llama san Pablo "la maldición de la Ley", y que haya resucitado cumpliendo las Escrituras.
En el fondo, la Ley tuvo cerca de Jesús el papel que el ángel de la Anunciación tuvo cerca de la Virgen María. María respondió al mensaje de Gabriel: "Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra", siendo la palabra del ángel la forma de la obediencia de María al Señor. Frente a la Ley, a su mensaje, Jesús se hizo el Servidor de Yahvé, y por su obediencia a la Ley reivindicó principalmente y realizó la denominación mesiánica de "Servidor de Yahvé". En toda su vida y al morir, no hizo otra cosa que la voluntad de su Padre, pero esta voluntad la quiso cumplir según la Palabra viva de la Ley.
Quiso realizar todas las profecías, quiso encerrarse en la Ley como en una prisión para tomar sobre sí toda la maldición de la Ley debida al pecado, para librar a los hombres a la vez del pecado y de la maldición de la Ley. Efectuó, no ya en figura y por sustitución, sino en realidad y de una vez para todas, el rescate de su pueblo y de todas las naciones. Después de él, ¿para qué seguir inmolando tórtolas y ovejas? Él fue por excelencia la simiente de Abraham ("todos los machos pertenecen a Yahvé"), a quien se habían prometido todas las bendiciones más allá de las esclavitudes y la "maldición" de la Ley. Como dirá Juan Bautista, el último profeta de Israel, es para siempre el Cordero de Dios, que rescata de una vez para todas el pecado del mundo.
"Cristo nos ha rescatado de esta maldición de la Ley, hecho él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: "Maldito el que cuelga del palo", para que también pase a los paganos, en Cristo, la bendición de Abraham, y que, por la fe, recibamos el Espíritu de la Promesa." (Gál. 3,13-14)
Tendré ocasión de volver sobre este texto de san Pablo. Para acabar este capítulo, lo dejo a la meditación del lector, como un grito suspenso en la noche límpida.
Del director
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