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XII.- La Teofanía del Jordán

22. El Evangelio cuenta que Jesús llegó de Nazaret al lugar donde bautizaba Juan, y que esperó su turno, perdido en la multitud de los peregrinos. Cuando por fin abordó a Juan, éste tuvo la sensación de la eminente dignidad de Aquel que se presentaba, y se resistió, pero Jesús respondió: "Deja ahora, conviene llevar a cabo toda justificación". (Mt. 3,15) Ahí está, según los Sinópticos, la primera palabra de Cristo, en el comienzo de lo que se llama su vida pública. Se dirige al último profeta de Israel, y sorprende por su carácter abrupto.

Es una frase de mando: Jesús obliga a Juan a bautizarle. También es una frase de obediencia: Cristo se sabe y se quiere en una tradición. No sólo sigue a los demás peregrinos junto a Juan, sino que dirige sus pasos por los pasos de todo un pueblo. Por la "representación" de este bautismo, quiere haber atravesado con todo su pueblo el mar Rojo; no empieza su ministerio con una ruptura, sino con una continuidad; se quiere solidario de todo su pueblo, de toda su historia, de su peregrinación, de su oración, de su penitencia, a pesar de su inocencia personal. Pertenece a ese pueblo, ama esa pertenencia, la proclama en el arranque. Éste es el verdadero prólogo de su acción pública, en el interior de esa pertenencia es como cumplirá toda justificación.

Pero, como comprendieron los primeros cristianos, el propio bautismo de Cristo es una "pantomima" de todo su destino, de toda su historia, a la vez elocuente, sugestiva y elíptica. Por la Encarnación, Jesús ha bajado a la humanidad; por su muerte, ha bajado a los Infiernos, donde ha vencido al Diablo y a la muerte; por su resurrección, vuelve a subir triunfante a la luz; por su ascensión, sube al cielo otra vez. Es el mismo movimiento de descenso y vuelta a subir lo que expresa el bautismo, y en el fondo de las aguas aplasta al dragón, es decir, el Diablo, cuya morada es el mar. Algunos pintores comprendieron así el bautismo de Cristo; cuando vuelve a salir del agua, con una bandera en la mano como un jefe de guerra, avanza con el mismo paso victorioso que cuando saldrá vivo del sepulcro.

Pero las palabras de Jesús a Juan tienen otro sentido, más personal entre los dos hombres. Podría ser el comienzo de una historia de "vendetta", y ¿quién sabe si no hay un poco de eso? Al fondo de ese diálogo, está un tercer personaje, que por lo demás hará una estrepitosa entrada en escena: en efecto, es el Diablo. Los Sinópticos son terminantes: en primer lugar, Jesús habla al profeta, y después la primera persona con quien entabla conversación es el Diablo. El diálogo con Juan toma con eso un sentido muy fuerte; es, en una conspiración, el encuentro de dos conjurados. Entonces las palabras de Jesús a Juan quieren decir: "¡Basta ya! ¿Estás preparado? Ya es hora de acabar con el adversario, es hora de que se haga justicia, y de que la hagamos nosotros". Es el momento decisivo de la conspiración, el momento en que toma la dignidad de la realización; el acto siguiente es el atentado contra el príncipe.

Es menos raro de lo que se creería que unos conspiradores pidan al cielo la investidura para su acción y el testimonio resplandeciente de la legitimidad de su empresa. Lo que es raro es que el cielo lo conceda. "Cuando Jesús -dice Lucas-después de ser bautizado, estaba en oración, se abrió el cielo y descendió sobre él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma, mientras salía una voz del cielo: -Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido-.

La historia de Israel está llena de teofanías, es decir, de revelaciones resplandecientes de Dios. Habitualmente, tienen un carácter solemne, para confirmar un acto divino no menos solemne, investidura, vocación, promesa, promulgación de la Ley, dedicación del Templo, o sencillamente declaración de amor de Dios para uno de sus profetas. Entre todas éstas, hay dos muy excepcionales cuyo relato en la Biblia recomiendo al lector que lea. Se trata de la aparición personal de Dios a los dos mayores profetas, Moisés y Elías.

Es interesante ver las diferencias entre estas dos teofanías y la teofanía de Jesús. Una diferencia que salta a los ojos es que, en el caso de los dos profetas, la teofanía tiene lugar al término de una estancia en el desierto y de un ayuno de cuarenta días. No es su recompensa. Para Moisés, la voz de Dios afirma la justicia y la misericordia de Yahvé; para Elías, afirma además la solicitud de Yahvé por el "resto": "Dejaré a salvo en Israel a siete mil, todas las rodillas que no se han doblado ante Baal y todos los labios que no le han besado". Las dos revelaciones del Horeb tienen lugar en un desencadenamiento de los elementos

Aquí, ya no hay llama devoradora coronando la montaña, no hay huracán ni temblor de tierra, y, si hubo una brisa ligera, era la que inclinaba las cañas del borde del río. La escena es apacible. No se trata ni de justicia ni de misericordia hacia el pueblo, sino únicamente de amor y de complacencia excepcional hacia uno solo, pero excepcional. Desde ese momento se afirma el estilo del destino humano de Cristo, que san Pablo ha definido tan bien: la obediencia y la exaltación, el descenso y la vuelta a subir. Son verdaderamente los dos polos de ese destino. Jesús empieza por obedecer a la tradición profética de su pueblo, y, en recompensa a esa obediencia, Dios se revela más completamente de lo que nunca había hecho, le da el nombre por encima de todo nombre, el de Hijo bien amado, de Hijo por excelencia, como lo era en efecto.

No era una novedad en Israel que Dios fuera padre. Desde hacía mucho, Israel había tenido la revelación y la experiencia de esa paternidad. Igualmente, Israel se había acostumbrado a hablar del Espíritu de Dios. La denominación "Hijo de Dios" se empleaba a menudo para indicar una predestinación especial, o simplemente un rango más elevado en la jerarquía de las criaturas. La revelación especial de la teofanía del Jordán reside en la fuerza y la precisión de las palabras, su aceptación personal, y el vínculo de simultaneidad entre la voz del Padre, la presencia del Hijo y la aparición del Espíritu Santo. Ahí está la primera manifestación por completo explícita de la Santa Trinidad de las Personas en una única sustancia divina. El Padre habla en el cielo desgarrado, el Hijo emerge de las aguas rezando, el Espíritu que les une se cierne sobre él, bajo la forma pacífica de una paloma.

Dios llama directamente y en segunda persona de singular a su "Hijo bien amado" en quien tiene su complacencia. Esto profundiza y singulariza la noción de paternidad divina y le confiere una transcendencia personal que no tenía hasta ahí. Pues, en fin, en tanto que Dios es considerado Padre de su pueblo o de ese resto que le es fiel, no se trata, entre Dios y los hombres, más que de una relación exterior a Dios, una de esas múltiples relaciones, por privilegiada que sea, que pueden existir entre creador y criatura.

Pero sí existe un ser único, que es por excelencia el Hijo bien amado, que moviliza para él el amor entero de Dios, siendo él mismo y todo entero digno de ese amor; Si entre el Padre y él existe una complacencia recíproca y total, perfectamente satisfactoria por ambas partes, entonces esa relación de Padre a Hijo y de Hijo a Padre es única también, coexistente con Dios, coextensiva con Dios, o bien la complacencia no sería enteramente satisfactoria. Yendo hasta el extremo de esta revelación, hay que inclinarse a decir lo que decimos los cristianos: el Padre es Dios, el Hijo es Dios, la complacencia que les une en un solo Espíritu Santo es también Dios. Estando la diversidad únicamente en las relaciones entre estas tres Personas, la sustancia divina les es común.

Pero eso quiere decir también que, para ser Padre, plenamente Padre, para verter su generosidad paternal y recibir a cambio un afecto filial entero, un amor filial irreprochable, Dios no tiene necesidad de los hombres. En contra de lo que creen los judíos y los musulmanes, con el hecho del dogma de la Trinidad de las Personas en Dios, la transcendencia de Dios está mejor asegurada por ser total, plena y entera en sí misma. Aun para ser Padre, Dios no tiene ni ha tenido ni tendrá nunca necesidad de los hombres. Eso no quita nada a la realidad maravillosa de la paternidad divina de Dios sobre su criatura, pero eso confiere a tal paternidad sobre la criatura el carácter, que le conviene tan perfectamente, de una gratuidad total, de la contingencia, de un don unilateral, de una generosidad graciosa. Ante ciertos excesos sentimentales, no está mal subrayar que la Única Paternidad de Dios sobre su Hijo Único basta para colmarle de una alegría eterna.

A partir de esa teofanía inaugural del Jordán, la revelación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo se precisará y se ampliará en Jesús. Será nueva, ciertamente, pero permanecerá siempre en la línea recta de las revelaciones anteriores y de la profecía antigua, como la flor que se abre permanece en la línea recta del tallo y de la raíz que la sostienen; ello los expresa claramente.

Era corriente en la Antigüedad que los reyes se pretendieran de origen divino. La Iglesia ha reconocido en la teofanía del Jordán una consagración real. Por eso en su liturgia conmemora ese acontecimiento al mismo tiempo que la Epifanía y que el milagro de las bodas de Caná. Por primera vez, en los comienzos de su infancia, reyes de la tierra habían reconocido a Jesús por su rey; esta vez recibía la consagración desde lo alto, la unción misma del Espíritu Santo. Y luego su primer milagro, cuando cambió el agua en vino, figura de la sangre, al mismo tiempo que revelaba su poder, significaba que su bautismo sería el bautismo en su sangre, que consagraría las bodas liberadoras de la humanidad con su redentor.

Eso es lo que expresa, de manera infinitamente poética, una antífona del breviario dominicano para la fiesta de Epifanía, que indica al mismo tiempo qué estilo podría tomar en el cine una "Vida de Jesús" inspirada directamente en la liturgia: "Hoy la Iglesia está unida a su Esposo del cielo porque Cristo la ha lavado de sus crímenes en el Jordán. Con las manos llenas de regalos, los Magos corren a las bodas reales. Y todos los comensales saborean el agua transformada en vino. ¡Aleluya!"

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