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XIII.- El Duelo con Satanás (I)
23. El Espíritu Santo había venido sobre Jesús bajo forma de una paloma inofensiva que no expresaba allí más que la paz de Dios consigo mismo. Sin embargo, era el mismo Espíritu que antaño impulsaba a los Jueces a la batalla por la defensa y la liberación de su pueblo: "El Espíritu de Yahvé vino sobre él, y se puso en campaña..." "El Espíritu de Yahvé revistió a Gedeón (como de una armadura), y tocó el cuerno..." "El Espíritu de Yahvé cayó sobre él, y se fue a la batalla..." Lo mismo ocurrió aquí con Jesús. Mateo escribe: "Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, a ser tentado por el Diablo" (Mt. 4,1). Los Sinópticos nos han dejado el relato de la fase decisiva de ese singular combate.
Nuestros contemporáneos no creen en el Diablo. Las cartománticas y los que hacen horóscopos tienen mucha más clientela que los exorcistas. A decir verdad, no estoy seguro de que ni los cristianos crean en el Diablo y el Infierno, sobre todo si tienen algún título o sufren por no tenerlo. Seguramente, no está de moda creer en el Diablo, ni siquiera en serio. Entonces, aun en muchos sermones, se diría que los pasajes del Evangelio sobre ese tema son considerados como extrapolaciones poéticas, cuyo simbolismo, por lo demás, se explica mal. Debe ser una de esas bromas pesadas que los judíos han gastado a los cristianos, el residuo de una cosmogonía infantil.
Tratando de imaginarme al lector que lea este libro, me pregunto hasta qué punto, llegado a este capítulo, no me tomará por un imbécil o bien no pensará que le tomo por un imbécil, al quererle hacer tragar el Diablo y el Infierno. No quiero hacerle tragar nada, en absoluto, ni por sorpresa, ni por fuerza. Mi objetivo de escritor es doble. Ante todo, explicar al lector lo que es el catolicismo, lo más sencillamente posible y tal como me lo han enseñado y lo entiendo yo. Después, decir al lector por qué creo en él. Con el corolario sobreentendido: así es, tómelo o déjelo, pero sepa por lo menos lo que toma o lo que deja.
Me viene a la memoria la agonía de Paul Valéry. Unas horas antes de morir, recibió la visita del profesor Mondor, que era su amigo y su médico. Valéry, siempre muy consciente y dueño de sí, había tenido la víspera un momento muy malo, y se lo dijo al médico, "Ayer creí que iba a terminar, y tuve miedo...". Mondor, con un cinismo de matasanos que encuentro de un gusto discutible, a la cabecera de un moribundo, aun agnóstico, aún ateo, le responde: "¿Por qué miedo? Ya sabe muy bien que no hay nada más allá..." Y Valéry: "Tengo miedo de los quince primeros días después...", como diciendo: "Si me dejaran siquiera quince días para orientarme en ese extraño mundo a donde voy, soy bastante inteligente como para encontrar allí el camino de la Academia" Y como Mondor tratara de tranquilizarle, si cabe decir tal cosa, Valéry añadió con una sonrisa: "Tengo miedo del Diablo y de su tenedor..."
Esa historia me la contó un gran amigo de Valéry y de Mondor, el día después del entierro de Valéry. Sé que esta historia es verdadera y no creo deformarla contándola; por lo demás, ha debido contarse en otro lugar. No obstante, me parecería despreciable utilizarla como argumento en ningún sentido. No prueba nada, sino que aun para una inteligencia que se ha pasado la vida eliminando el misterio de su campo de visión, la muerte, concretamente presente y personalmente amenazadora, sigue siendo un misterio que no se deja disolver. Los mismos animales tienen angustia de la muerte; un académico no está dispensado de esa angustia. Que el pudor de Valéry lo expresara con esa imagen infantil que subía de las profundidades de su niñez, "el Diablo con su tenedor", me conmueve más que ningún razonamiento filosófico, más que ninguna frase dramática y soberbia de acuerdo con toda su obra.
Claro que no se trata del tenedor. Pero para un espíritu tan lúcido como Valéry, la muerte, su muerte, al alcance de la mano, plantea una cuestión infinitamente más vasta que la del mal físico de que se ocupa el médico. Para Paul Valéry moribundo, la muerte de Paul Valéry hecha ineluctable, es un escándalo del espíritu que compromete su propia responsabilidad. "¿Cómo me las he arreglado para llegar ahí?" A esa pregunta única y personal, la tradición judeocristiana responde: la muerte entró en el mundo por el pecado. Y el pecado entró en el mundo por el Diablo, que convirtió al hombre en su cómplice. Nadie es tan inocente que no merezca la muerte por ser pecador. Esta respuesta supera singularmente un análisis clínico.
La experiencia efectiva de la muerte es lo que nos falta para dar un juicio sobre muchas cosas a las que da proporción y una luz muy diferente de la de nuestras costumbres. La muerte también es poética y hace emerger de la sombra todo un nuevo sistema de relaciones. En su lecho de muerte, Luis XIV, al ver a los cortesanos abandonarle, tuvo estas admirables palabras: "Cuando yo era rey..." Los moribundos, por grandes que sean, ya no interesan a nadie, ya no cuentan. Nadie tendría la idea de fundar un periódico para los moribundos, una academia para los moribundos. Los moribundos no son electores interesantes, y, aun desde el punto de vista de la amistad, son unos informales. ¿Cómo negar que hay una maldición sobre la muerte? Si alguna vez el hombre ha necesitado un abogado y un defensor para justificarse, incluso a sus propios ojos, es en el momento de morir.
Los muertos, los verdaderos muertos, enterrados, ya son otra cosa. Hay una propaganda, un comercio con los muertos. A veces son de importancia decisiva en las cosas de este mundo. Suprimid los muertos, todos los muertos, de la memoria y de la imaginación de los hombres, y la sociedad se volverá loca. Los muertos, ¡qué publicidad!, y a veces, ¡qué negocio! ¡Cómo florecéis, viudas!
No todas las religiones, pero en todo caso la religión cristiana sí se interesa por los moribundos; incluso hace profesión de ser una escuela de saber morir, y enseña a los hombres y a los niños a juzgarlo todo bajo la luz de la muerte. Es una empresa extraordinaria.
* * *
24. Personalmente, creo en el Diablo y el Infierno; creo por el testimonio de la Escritura que habla de ellos claramente: sé que no es idiota creer y no tengo ningún complejo de inferioridad sobre ese punto. Pero escribir un libro sobre Cristo haciendo como si el Diablo no existiera me parece tan vano y poco honrado como escribir la vida de Napoleón sin tratar nunca de guerras, del bloqueo continental, de Inglaterra y de "todos los reyes sacando las espadas a la vez".
La existencia y la naturaleza del Diablo están vinculadas a la existencia del mal en el mundo, menos, por lo demás, del mal físico, que se explica suficientemente por la corruptibilidad del ser material, que del mal moral, la corrupción, el extravío y la perversión de la voluntad que, en lugar de querer lo que sabe que está bien, elige deliberadamente su contrario, el mal.
Los antiguos persas estaban tan impresionados, tan escandalizados con la existencia y el poder del mal en el mundo, que habían imaginado que el universo estaba gobernado por dos Dioses, de potencia casi igual, el Dios del bien y el Dios del mal, que se disputaban el imperio del mundo con suerte alternativa. Tal concepción se transmitió al maniqueísmo y sobrevive, no en el plano mítico o metafísico, donde es evidentemente insostenible, sino en el plano real, en el puritanismo. Hay una seguridad intelectual, una comodidad del alma que se convence a sí misma de que está enteramente del lado bueno, de que la causa que defiende es pura, de que el adversario o incluso el competidor es totalmente malo, irrecuperable, que su rendición sin condiciones coincide con el triunfo del Dios absoluto. Tal concepción contamina todos los medios, se encuentra entre los intelectuales, aun racionalistas, aun materialistas, entre hombres políticos, entre eclesiásticos, entre hombres de negocios, entre militares: es una lepra del alma, es espantosa, es la extinción del juicio moral. El poetita Evtuchenko, a quien tanta publicidad se ha hecho, escribía estas palabras tremendas: "Para mí, el mundo entero está compuesto de dos naciones solamente: la de los hombres buenos y la de los hombres malos. Yo soy patriota de la nación internacional de los hombres buenos." ¡Evidentemente! Esta máxima está a la altura de ese poeta: es idiota.
La unidad absoluta de Dios, su cualidad de Creador y de Señor absoluto del universo y de la historia, estaban demasiado en el centro de la religión de Israel para que los judíos reconocieran un principio del mal independiente que disfrutara de una casi-igualdad con Dios. Nadie puede ser el rival de Dios. Pero reconocen, sin embargo, no un principio del mal, sino una jerarquía en el mal, y un jefe de esta jerarquía. Un solo Dios creador, un solo universo dominio suyo, pero en el seno de ese universo, una rebelión de la criatura libre que lleva su sublevación hasta negar el dominio y el imperio de Dios. Y esa rebelión lo aprovecha todo.
El universo es un campo de batalla; cada uno de nosotros es un campo de batalla en que se afrontan el bien y el mal, todo, el espíritu, el corazón, el cuerpo, todo es campo de batalla, todo en mí y todo alrededor de mí; los demás hombres y los bienes de este mundo. Todo puede servir de arma en uno u otro campo, todo puede traicionar. Es una batalla tan entremezclada que resulta volátil; ningún terreno de este mundo está definitivamente conquistado para un bando o para el otro; no importa qué y no importa quién, pueden cambiar de bando en cualquier momento. Los campos sólo quedarán separados y zanjados en el más allá, y del más allá no tenemos experiencia. Por malo que sea un hombre, nadie tiene el derecho de decir que esté perdido para el bien sin remedio.
El gran privilegio de los judíos es la gran claridad de su juicio moral. Sabían muy bien lo que estaba mal. Estaba mal todo lo que se oponía a la voluntad de Dios; el mal era una rebelión de la criatura contra su Señor, rebelión que no podía comprometer las bases del imperio de Dios sobre el universo ni su triunfo final, pero rebelión de todos modos, y que hacía a Dios una lucha universal, áspera, inteligente, obstinada, a veces con las apariencias de autoridad legítima y de victoria. En esa rebelión, los hombres servían más bien de peonaje y de infantería; los grandes señores estaban en otra parte, eran criaturas espirituales, negras, soberbias, perdidas. El jefe de ese orgulloso ejército tenía varios nombres: Satanás, Belcebú, Belial, a veces Lucifer, el portador de luz.
La manifestación más espectacular y más perniciosa de ese dominio de Satanás sobre el mundo, los judíos la vieron en la idolatría. ¿Cómo expresar su rebelión contra un soberano legítimo mejor que tomando otro soberano? Para colmo, qué ofensa tan injuriosa adorar, en lugar del verdadero Dios, no ya siquiera un ser espiritual y elevado, sino un reptil, o peor aún, una imagen de madera, o un poste clavado en tierra. Estamos tan profundamente vacíos de necesidad religiosa que nos cuesta imaginarnos el culto apasionado que, durante milenios, la humanidad ha rendido a los ídolos, hasta inmolar a sus hijos e hijas en hecatombes a los Molocs, a los Baalim, a las Astartés. Esa degradante idolatría fue de tal peso social que ni aun los mayores espíritus de Grecia se atrevieron nunca a romper públicamente con ella. Antes de morir, Sócrates finge deber un gallo a Esculapio. Ni Platón, ni Aristóteles, que sin duda vieron lo ridículo de las divinidades nacionales, se atrevieron nunca a denunciar su impostura, y aun quizá peor, quizá no sintieron nunca la necesidad de ello, considerando tal vez que, para el vulgo, más valía una falsa religión que nada de religión en absoluto. San Pablo pensaba que fueron "inexcusables". En la idolatría, el hombre se rebaja al nivel de lo que adora. En ese sentido, se tiene la sensación de que, detrás de toda idolatría, actúa y maniobra un espíritu superior y maligno que ha consagrado a Dios un odio pensativo, que ha consagrado al hombre el más duro desprecio, y que se alegra de todo lo que puede deshonrar a Dios en el hombre. Un rey está deshonrado cuando deja deshonrar sus estandartes. Ahora bien, la más alta dignidad del hombre es haber sido creado a imagen de Dios, ser el espejo y el estandarte de Dios en la naturaleza material. En algún sitio hay un espectador que se ríe y aplaude cada vez que la imagen de Dios es deshonrada y se inclina libremente y se prosterna ante una imagen de piedra o de madera, o ante un poste clavado en tierra, dando a ese objeto el homenaje que sólo se debe a Dios.
Si se cree en Dios, la idolatría es demasiado absurda, demasiado irracional, para que no se tenga la idea de que, en tal empresa, el hombre es un juguete en manos más expertas. Es la marioneta grotesca de una payasada sacrílega, cuyo director de escena está detrás del telón. Pero ese director de escena existe: sin él, no habría espectáculo. Tras la idolatría que llenaba el mundo de entonces, es ese director de escena, ese animador de las marionetas humanas, el que los profetas de Israel denunciaron y desenmascararon con peligro propio.
Nos creemos demasiado evolucionados, demasiado racionales, demasiado ilustrados, demasiado instruidos y conscientes de la jerarquía de los valores, demasiado astutos, para ser idólatras. Afirmamos no adorar a nadie ni a nada. Por el contrario, pienso que la puesta en escena ha cambiado de decoración, pero que continúa la payasada sacrílega. La empresa de deshonrar a la humanidad, y en especial la imagen de Dios en el hombre, nunca se ha impulsado con tanta insolencia. No somos nosotros quienes tenemos derecho a reprochar a la Antigüedad las hecatombes inútiles y monstruosas: ¿A qué Moloc, a qué Astarté, a qué Baal hemos inmolado todas esas juventudes desde comienzos del siglo? ¿Quizá a nada? En ese caso somos aún más estúpidos, y sin duda aún mejor manejados que los que doblaban la rodilla ante un Baal de madera, que al menos tenía el mérito de existir.
Un proceso como el de Eichmann deja un extraño malestar. Ese funcionario exacto y meticuloso, buen padre de familia, que se descubrió al enviar un ramo de flores a su mujer en el aniversario de su boda, ese coronel disciplinado, nada "soldado perdido", que fue ejecutor de la matanza de millones de seres humanos, hombres, mujeres, niños, y aún más, de su perdición y de su degradación, da la impresión de no ser más que un prestador de nombre, el intermediario casi irresponsable de una malicia sobrenatural que superaba infinitamente su mediocre capacidad, y, que superaba también a los furores de sus jefes, los Himmler, los Goering, los Hitler. Eichmann no era más que el sacristán del Infierno.
Pero el gran sacerdote de ese culto atroz que se ha celebrado tantos años en los campos de concentración nazis, el que olía con deleite el humo de los holocaustos científicos como un incienso de grato olor, ese gran sacerdote, nunca ha comparecido ante un tribunal humano. Los desgraciados judíos que fueron sus víctimas elegidas podían leer su nombre en sus libros santos: toda la historia de su pueblo es la historia de una guerra con Satanás.
No digo que Eichmann sea una prueba irrefutable de la existencia del Diablo, pero sé muy bien que su mediocre personalidad está en infinita desproporción con la fastuosa puesta en escena de atrocidades de que él fue instrumento, si no lúcido, al menos dócil. Y si se reconoce esa desproporción, querría que se me explicara. Hay ahí un vacío extraño que me hace pensar en un proverbio griego: a veces el Diablo se rompe la pezuña y se puede ver que renquea siguiendo sus huellas en la nieve.
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El Padre Lagrange escribe: "La psicología de Satanás es corta". Es limitada, pero no corta. Hay todo un universo que se le escapa, el de la gracia, y creo que es el del honor. A veces se le da con la puerta en las narices: no puede violar el secreto de los corazones. Pero, en miles de millones de hombres, ¿cuántos tienen su secreto? Desde luego que muchos ocultan cosas, pero hay muy pocas de esas cosas que ocultar con avaricia que no se puedan adivinar fácilmente, a poco que se preste atención, y el Diablo es un observador atento: tiene odio, pero no pasiones. Conoce a fondo lo que hoy se llama la psicología de las masas, los cálculos de probabilidad, las ciencias sociales, el arte de las "public relations" y el de la publicidad. Conoce todos los resortes del hombre medio. Ocurre sólo que el hombre medio no parece que le interese, al menos tomado aisladamente. Como para los grandes capitanes, para el Diablo el hombre medio es sólo una unidad en el rebaño. En cambio, le gusta medirse con situaciones y seres de excepción.
Satanás siempre se ha interesado mucho por Israel. Durante milenios, fue el único pueblo en el mundo en que la idolatría nunca pudo triunfar del todo. Israel era la cabeza de puente que el Diablo no pudo conquistar nunca del todo, la playa mística en que debía desembarcar un día el Héroe de Dios, y desde donde empezaría la liberación de la tierra. En esa playa, Satanás lo sabía, era donde amanecería una mañana para él "el día más largo del año". Se comprende que la vigilara. Lucas dice que el pueblo entero estaba esperando. Satanás también esperaba. Flotaba en el aire el perfume del gran suceso inminente, los efluvios del desembarco liberador.
La teofanía del Jordán era como la señal, el primer cohete en el cielo que marca la hora H y que lo desencadena todo. Cierto que Jesús era un hombre excepcional; todavía hacía falta intentar examinar más de cerca la cualidad de ese recién llegado, ante quien se había inclinado Juan y sobre el cual se había desgarrado el cielo. La larga historia de Israel había visto otras muchas teofanías otros muchos "hijos de Dios": toda elección divina para la profecía o la realeza confería el titulo de "hijo de Dios", que no tenía, pues, nada de único en el lenguaje de Israel. Esta vez, sin embargo, Dios había hablado del "Hijo amado" en quien se había complacido enteramente. Convenía rondar a ese personaje, y, a ser posible, hacerle caer en una trampa en que quedaría preso y vencido. Debía ocurrir algunas veces, entonces como hoy, que un elegido de Dios traicionara a su vocación y cayera bajo el imperio del Diablo.
Salomón, el rey sabio por excelencia, que había edificado el Templo, que había visto con sus ojos la gloria de Yahvé invadir el santuario, al fin de su vida había cedido a la idolatría.
Jesús, pues, se había refugiado en el desierto, sin duda en una gruta cerca de una fuente, y no tenía más compañía que la de los animales salvajes. Durante cuarenta días y cuarenta noches, se abstuvo de todo alimento. A esa privación voluntaria, hay que añadir los rigores de una estancia caliente de día y gélida de noche.
Hay que decir que tal hazaña física no nos impresiona hoy más que medianamente: hemos visto huellas del hambre más sensacionales. Por lo demás, está probado que un hombre que se abstiene de comer voluntariamente y para hacer la prueba de que pone su causa por encima de su vida, soporta infinitamente mejor el hambre que quien la sufre sólo por necesidad o por fuerza. El largo ayuno de Cristo debía tener otro objetivo que una hazaña o que una huella del hambre; ese hombre extraordinario no es en absoluto un hombre de records. Pienso que Cristo rezaba y que estaba tan absorbido en su oración que ni siquiera se dio cuenta quizá de su ayuno.
Pero al cabo de cuarenta días, tuvo hambre, sintió la necesidad elemental, brutal, de comer y llenarse el vientre. El que una voz del cielo había designado como "el Hijo bien amado" era también un hombre como nosotros, dotado de una naturaleza humana completa, a la vez animal y racional, pues el hambre es un apetito animal que tenemos en común con todos los animales. Ella es la que hace salir al lobo del bosque. Ella es la que hace lobo al lobo; el hombre digno de tal nombre domina su hambre, pero también puede volverse lobo.
Así pues, Jesús tuvo hambre, y ese es el momento que eligió el Diablo para dar el combate decisivo. Es principio constante en los asuntos de este mundo esperar a que el adversario esté apremiado por el hambre, por la pobreza, por la necesidad, para obligarle a ponerse de rodillas y aceptar una ley que quizá es injusta. Es un sistema abominable. Muchas perdiciones de hombre y mujeres tienen su origen en ese chantage: "Si no quieres morir de hambre, haz lo que te mando hacer". Ahí el hombre es lobo para el hombre.
Es un sistema tan degradante que está hasta por debajo del Diablo.
El Diablo no se rebajó hasta tal chantage. Al ver que Cristo tenía un hambre de lobo, no le llevó alimento proponiéndole el trato: "Si quieres comer, obedéceme."
Así, la tentación de Jesús en el desierto es tan notable por lo que no es como por lo que es. El Diablo no ofrece a Cristo alimento, ni bebida, ni dinero, ni mujeres. Estamos, pues, muy lejos de las "Tentaciones de San Antonio" imaginadas por los literatos, y tan vulgares, en definitiva; tales tentaciones proceden más de la debilidad animal del hombre que de la malicia del Diablo. Pueden llevar a mucha gente al infierno, pero imagino que el Diablo mira con cierto disgusto entrar en su casa ese rebaño innumerable. El Diablo es un puritano, es un refinado. Estoy seguro de que el Anticristo se le parecerá en ese punto: la corte de tal Príncipe será "virtuosa" en el sentido vulgar y corriente de la palabra; allí las mujeres harán punto para sus "obras de caridad", y los hombres beberán leche y no tendrán amantes. Las verdaderas complicidades con el Diablo en persona no están en el plano de los pecados ordinarios.
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