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XVI.- El Cuerpo y las Águilas (IV)
47. Querría precisar aquí claramente que la pureza exigida al creyente para comulgar en la carne y la sangre de Cristo va mucho más allá de la simple facultad (ya muy rara) de abstraerse por encima de los accidentes para alcanzar las sustancias. Ahí solo hay una ascesis eucarística. La invitación a la eucaristía no es una invitación a un número de gimnasia interior para transcender los accidentes: es una invitación a un banquete, a una fiesta, a la Fiesta de Dios (Fête-Dieu).
En una de las primeras y más conmovedoras teofanías de la larga historia de Israel, teofanía en que, por lo demás, los cristianos ven una vaga prefiguración de la Trinidad, Dios, bajo las encinas de Mambré, se encuentra con Abraham, bajo la apariencia de tres ángeles. Abraham ofrece enseguida una comida, lo mejor que puede ofrecer un pastor, y los tres ángeles la aceptan. Durante toda la comida, Abraham "estaba de pie, a su lado, bajo el árbol, y ellos comían". Esa comida bucólica, esa pequeña fiesta campestre entre Dios y el primer patriarca, se cuenta en el Génesis, primer libro de la Biblia. En el Apocalipsis, que es el ultimo, también se habla de una comida. Jesucristo, Señor y Dios, dice: "Mira que estoy ante la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré con él y cenare con él, y él conmigo". Entre esos dos textos, está todo el lento progreso de la revelación divina y de la intimidad del hombre con su Díos.
Este progreso es tan grande que, al final, hay un vuelco completo de la situación. Abraham está de píe ante sus invitados, no come con ellos, les observa corner, guarda reverencia, dispuesto a servirles, y es él quien ha dado el alimento. En el último texto, por el contrario, es Jesucristo, Señor y Dios, quien está de pie ante la puerta v llama suavemente sin entrar. Es él quien ha tomado la actitud de humildad, de espera, del servicio siempre dispuesto. La cena que viene a compartir con su anfitrión es la comida por excelencia de la amistad y de la intimidad amorosa. La muerte llama a la puerta en una forma imperiosa diversa de la del Señor de la vida y de la muerte. ¿Nos escandalizaríamos? ¿Reprocharíamos a Jesucristo haber introducido la cortesía en las relaciones de Dios con el hombre, y haberla llevado al extremo? Evidentemente, mucha gente, cuando se sabe dueña, no quiere llamar a la puerta antes de entrar: ¡estaría bueno que les resistieran! Pero ¿somos de materia tan grosera que lamentemos que la más alta señoría vaya unida la más exquisita cortesía, y que el temor y los motivos de temor sean más decisivos para hacernos creer en Díos que la iniciativa delicada de un amor atento?
A propósito de un pagano, el centurión, cuyas palabras pone la Iglesia en boca de los que comulgan: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa...", Jesús se manifestó sobre la fe necesaria para participar en el banquete divino. "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de os cielos, mientras que los ciudadanos del Reino serán arrojados fuera, a las tinieblas..."
Es uno de esos pasajes del Evangelio en que se complacen los buenos cristianos como nosotros, diciendo: "Anda que esos judíos.. ; Si no supieron reconocer al Mesías, es que no se lo merecían. Mientras que nosotros..." ¿Nosotros? ¿Estamos tan seguros de tener la fe y la humildad del centurión? Al ver la rapidez con que se descristianizan nuestras sociedades occidentales, ¿no tenemos nunca miedo de estar entre esos "ciudadanos del Reino" que merecerían más bien ser arrojados a las tinieblas exteriores, mientras que negros, patagones o papúes quizá serian mucho más signos que nosotros de sentarse en la misma mesa que Abraham? He visto a los indios mejicanos hacer sus devociones en la basílica de Guadalupe; Sin duda no sabían leer, ni escribir, ni comían todos los días lo necesario, pero ellos sí que tenían la fe del centurión, cuya autenticidad brillaba con resplandor mas fuerte que todas las supersticiones; Ese día yo también me pregunté sobre mí mismo sin atreverme a contestar demasiado.
Quizás ese es el gran escándalo de la eucaristía -aquel de que habla el mismo Jesús-, Nosotros no deseábamos tanto, sin duda, no tanto. La misma grandeza del regalo, su magnificencia, ofusca nuestra avaricia. No nos gusta sentirnos abrumados bajo tal prodigalidad, eso no se hace. La gran celebración de la eucaristía se llama la Fête-Dieu, la Fiesta de Dios, la eucaristía es la fiesta por excelencia, y hemos perdido el sentido de la fiesta, de su paroxismo y su despilfarro sublime.
Los profetas habían descrito los tiempos mesiánicos como un inmenso regocijo, un festín abundante, una mesa abierta a todos los de las encrucijadas o de la montaña:
La Sabiduría ha edificado su casa, ha erigido sus siete columnas,
Ha matado sus anímales, ha preparado su vino,
Ha puesto también su mesa,
Ha enviado a sus criados y ha proclamado desde las alturas de la ciudad:
¿Quién es sencillo? ¡Qué pase por aquí!
Al hombre insensato, le dice:
Ven, come de mi pan, bebe de mi vino que he preparado.
Y sobre todo Isaías:
Yahvé Sabaot preparará para todos los pueblos sobre esta montaña, Un festín de manjares sustanciosos, un festín de buenos vinos, De carnes grasientas y jugosas, de buenos vinos decantados. Levantará sobre esta montaña El velo de luto que velaba a todos los pueblos
Y el sudario que sepultaba a todas las naciones.
Hará desaparecer para siempre a la muerte.
El Señor Yahvé secará las lágrimas de todos los rostros
Quitará el oprobio de su pueblo, lo quitará de toda la tierra;
Pues lo ha dicho Yahvé: "Se dirá ese día;
¡Ved! Es nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación:
Es Yahvé, en quien esperábamos.
Nos alegramos y nos regocijamos porque nos ha salvado."
Evidentemente, entre la profecía y la realidad siempre hay el sutil desplazamiento que hay entre la sugestión poética y la realidad, pero tras la institución de la eucaristía, ¿cómo no sentirse trastornado al leer esta descripción de festín donde abundan los manjares sustanciosos y los buenos vinos?
En el capítulo siguiente, estudiaré el conflicto que enfrento a Jesús con las autoridades oficiales de su nación, conflicto que llevo por fin a su condena y su muerte. Enseguida anoto, y a propósito de la eucaristía, que una de las raíces importantes de este conflicto me parece ser que los fariseos también habían perdido el sentido de la fiesta y que prácticamente no concebían ya la era mesiánica como un festín y como una fiesta. Prefirieron la ley a la fiesta. Estas ultimas palabras resultaran un tanto oscuras; sin embargo, tienen un sentido muy preciso y muy explicativo.
* * *
48. En su libro El hombre y lo sagrado, Roger Caillois da un análisis muy documentado y muy inteligente de lo que es, de lo que significa la fiesta en las sociedades primitivas en los clanes. Es absolutamente apasionante.
Los etnógrafos han observado que las sociedades primitivas, cuyas estructuras están enteramente dominadas por la preocupación de lo sagrado, obedecen a un movimiento alternativo de dispersión y de concentración, de disolución, de renovación y de desgaste, a una diástole y una sístole del corazón social. Esa alternancia coincide a veces con la de las estaciones, o bien incluso con un predominio de lo sagrado sobre lo profano, y viceversa. Pero esa alternancia existe en el interior mismo de lo sagrado.
Roger Caillois escribe: "Lo sagrado, en la vida ordinaria, se manifiesta casi exclusivamente por prohibiciones. Se define como lo "reservado", lo "separado"; queda fuera del uso común, protegido por prohibiciones destinadas a impedir todo ataque al orden del mundo, todo riesgo de desviarlo y de introducir un fermento de agitación. Aparece, pues, esencialmente, como negativo… La eliminación de las escorias que acumula el funcionamiento de todo organismo, la liquidación anual de los pecados, la expulsión del tiempo viejo, no bastan. Sólo sirven para enterrar un pasado caduco y atascado, que ha cumplido su tiempo y que debe ceder su lugar a un mundo virgen cuya llegada se pretende forzar con la fiesta. Las prohibiciones se han mostrado impotentes para mantener la integridad de la naturaleza y de la sociedad. Con mayor razón, no podrían contribuir a restaurarlas en su juventud primera. La regla no posee en sí ningún principio capaz de revigorizarla. Hay que apelar a la virtud creadora de los dioses y regresar al comienzo del mundo, volverse hacia las fuerzas que entonces transformaron el caos en cosmos... Todo lo que existe debe ser rejuvenecido entonces. Hay que volver a empezar la creación del mundo."
Estos textos me impresionan, no porque aludan a un marco social y a ritos bárbaros que el racionalismo moderno ha derribado fácilmente, sino porque definen las perspectivas de la eterna nostalgia humana, que me parece que prolongan y satisfacen de manera sublime la eucaristía y sus ritos, sus ceremonias y sus oraciones. En el ofertorio de la misa romana se hace alusión a la admirable creación del hombre y a la más admirable nueva creación del hombre por la Redención.
La fiesta es una explosión. Corresponde seguramente a una necesidad biológica de distensión. A propósito de las Saturnales, los romanos tenían un axioma que es la sabiduría misma: Semel in anno licet insanire: "Una vez al año es lícito enloquecer", es decir, transgredir las reglas mismas de la razón y del contrato social. Eso se vuelve a hallar en el carnaval. Pero sería quedarse muy corto en la reflexión encontrar ahí toda la explicación de la fiesta. En la sociedad primitiva del clan, la fiesta es un rito mágico, que, por un retorno a los orígenes místicos de la vida, deja abolido el tiempo, principio de desgaste y de envejecimiento, y rejuvenece, para una nueva partida, no sólo a la raza humana, sino a la naturaleza entera. Vuelve a dar al mundo virginidad e inocencia, tomadas de la divinidad misma.
¡Que impotente y melancólica nostalgia de un paraíso perdido implican esas fiestas, entre pueblos salvajes y rudos, pero que comprendían perfectamente, y en general mejor que nosotros, que la fuente de la vida es divina, que las profundidades de la naturaleza son místicas, que las realidades más importantes para el hombre son de orden sagrado: inocencia o transgresión, favor de Dios o enojo suyo, victoria decisiva sobre el tiempo, sobre el desgaste y sobre la muerte. Los bienes preciosos que buscan esos pueblos en sus fiestas, los da la eucaristía en sobreabundancia. Es presagio, prenda, arranque de la fiesta eterna del segundo paraíso. A la pregunta: "El efecto propio de este Sacramento, ¿es la toma de posesión de la gloria?", Santo Tomás de Aquino responde sin vacilar: "Sí."
Considero como una gran desgracia, desgracia a escala planetaria, y sin duda irreparable, el fenómeno de la colonización por Occidente de pueblos de mentalidad aun primitiva, cuando esos pueblos llamados salvajes vivían principalmente en el aglomerado del clan, en el interior de estructuras sociales no evolucionadas, pero cuyas tendencias profundas expresaban una sed insaciable de lo místico y de lo sagrado. Justamente, el Occidente se había laicizado, y ya no podía ofrecer más que una civilización casi enteramente profana. A esos pueblos que tenían hambre y sed de Dios, se les llevaron cajas de conservas y de Coca-Cola. No tengo absolutamente nada en contra de las conservas ni de la Coca-Cola, ni, de manera general, contra la civilización material y mecánica, y aun menos contra el esfuerzo necesario que parece perfilarse ahora para salvar a la humanidad de la miseria y del hambre. Solamente digo que eso no basta ni bastará nunca.
Cuando en el siglo XIII, en 1264, hace ya siete siglos, el Papado instituyo la fiesta solemne del Cuerpo de Cristo, hubo una prodigiosa explosión de gozo en toda la cristiandad, particularmente en Francia y en Inglaterra. Roger Caillois tiene razón al subrayar que nuestras sociedades modernas, por desacralizadas que estén, han guardado la nostalgia y la necesidad de la fiesta. Tan extraviadas como los pueblos primitivos más groseros, nuestras sociedades modernas, en su opinión, sacian esa necesidad en la loca y sacrílega prodigalidad de la guerra, y yo añado que de la revolución y de la carrera de armamentos, y quizá mañana en la conquista del espacio. Pero esas sociedades siguen padeciendo visiblemente su hambre.
Hay en el Evangelio de Lucas una frase de Jesús muy extraña que se aplica muy a menudo a la Eucaristía: "Donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas"; (Lc. 17,37) algunos traductores dicen "los buitres". Así la eucaristía se nos presenta como la fiesta y el festín de las aves rapaces. No es una comida de hormigas o de insectos; es una comida de águilas.
La verdadera y permanente fiesta de la humanidad, constantemente abierta a todos, es la eucaristía, que arranca al fiel a sus cuidados cotidianos, a sus sensualidades banales, al desgaste y a la decepción del tiempo, que le pone en comunión no solo con Jesucristo sino con todos los adoradores de Jesucristo, vivos o muertos, con los ángeles mismos y con todos los hombres que tienen hambre y sed de este banquete, sin conocer siquiera su existencia. En un rito real de teofagia, la eucaristía incorpora a ese fiel en la inmensa ceremonia que transciende el tiempo y la historia, y que renueva el mundo.
"Y salió una voz del trono diciendo: -Alabad a nuestro Dios, todos sus servidores, los que le teméis, pequeños y grandes-. Y oí como el ruido de una gran multitud y como el ruido de muchas las y como el ruido de grandes truenos, que decían-¡Aleluya! Porque ha tomado posesión de su reino el Señor Dios, el Todopoderoso. Alegrémonos y exaltemos, y démosle la gloria, porque llegó la boda del Cordero, y su esposa se ha embellecido, …Y me dijo: -Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero-." (Ap. 19,5-9)
Con esta bienaventuranza terminaré este capítulo
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