conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XVI.- El Cuerpo y las Águilas (III)

45. Los teólogos buscan en el orden natural analogías que expliquen, no el misterio, sino las condiciones del misterio, que hacen posible el misterio. La eucaristía es una obra maestra poética. El Cuerpo de Cristo está en el sacramento como el poema esta encerrado sobre sí mismo; es imposible cambiar nada en él sin que desaparezcan su presencia y su gracia. Y como la presencia física, casi diría carnal, del poema entero es inmediata y primaria, y el sentido sigue a esa presencia física pero no la precede, así en la eucaristía es la presencia del Cuerpo de Cristo lo que es inmediato y primario: el alma de Cristo y su divinidad siguen, por decirlo así, a esa presencia corporal. Por lo demás, las palabras "seguir" o "preceder" no tienen aquí, como en el poema y su sentido, el significado vulgar. Todo pasa en un espacio y un tiempo sacramentales que son precisamente ausencia de tiempo y de espacio.

Hay que leer las preguntas de santo Tomás de Aquino sobre "la manera como Cristo existe en este sacramento".

-¿Cristo está contenido todo entero en este sacramento? -Sí. -El Cuerpo de Cristo, ¿está en este sacramento como en un lugar? -No.

-El Cuerpo de Cristo, ¿está en este sacramento con sus movimientos propios? -No.

-¿Acaso el ojo puede ver, o al menos el ojo glorificado de un santo en el cielo podría ver la manera como el Cuerpo de Cristo esta contenido en este sacramento? -No.

Se ha notado que los Evangelios, muy claros, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio, no dicen prácticamente nada sobre la voluptuosidad, mientras que san Pablo fulmina condenas terribles contra las costumbres paganas. En cambio, tanto los cuatro Evangelios como san Pablo ponen en el centro de la revelación cristiana la eucaristía. Ahora bien, me parece imposible que un alma, una vez entrada profundamente en el misterio eucarístico y en el género de adoración que de él se desprende, pueda seguir dando algún valor a la voluptuosidad, no sólo por la obligación de confesarse cuando se está en pecado mortal y antes de recibir el sacramento, sino sobre todo porque la devoción al Cuerpo de Cristo desarraiga y pulveriza los prestigios de todo otro cuerpo. Fallax gratia, et vana est pulchritudo.

Todo el mundo distingue entre la sustancia y los accidentes de una cosa. La cera de abejas, por ejemplo, sigue siendo cera y puede cambiar de color, de forma exterior, de peso, de lugar, de cantidad, etc., aun permaneciendo sustancialmente como cera. En este caso, lo que cambia son lo que los filósofos llaman los "accidentes", que afectan a la cantidad y la cualidad superficial de la cera. El voluptuoso está ávido de sensaciones a flor de piel, ávido de ver, de oír, de sentir el cuerpo amado, de estar en su presencia, de medirse con él en el cuerpo a cuerpo. En eso el voluptuoso -y a veces lo sabe muy bien- no sólo no alcanza el alma del ser amado, sino que ni siquiera alcanza la sustancia del cuerpo. En su lenguaje preciso y feroz, la teología diría que solo alcanza los accidentes.

El poeta dice:

Et l'harmonie est trop exquise,

Qui gouverne tout son beau corps,

Pour que rimpuissante analyse

En note les nombretíx accords.

("Demasiado exquisita es la armonía -que gobierna todo su hermoso cuerpo- para que el impotente análisis -anote sus numerosos acordes").

El teólogo responde: accidentes. Lo que ve el ojo, lo que oye el oído, lo que siente el olfato, lo que gustan los labios, las dimensiones, el lugar, el movimiento de un cuerpo, lo que las manos tocan, todo eso, accidentes. Cierto que la sustancia no esta en otro sitio, incluso se expresa naturalmente en todo lo que la significa, pero directamente es inaccesible a los sentidos. Y es precisamente esa sustancia lo que quería conquistar Don Juan. Por eso busca menos su placer que la decepción que hay en el fondo. Don Juan es de la misma opinión que el teólogo: ha comprendido la vanidad de las apariencias; sabe que todo lo que pretende saciar su hambre más profunda es solo "accidentes" y que su hambre no quedará saciada. Sí lo quisiera, y Dios se lo concediera, estaría en buena disposición para comprender las exigencias y las realidades eucarísticas.

En la devoción eucarística, lo que se ve, lo que se toca, lo que se gusta, lo que se mide, lo que se localiza o se divide, todo eso es extraño al Cuerpo de Cristo: accidentes del pan y del vino. Pero el cuerpo de Cristo está ahí, sustancial mente presente; es él el que devoramos verdaderamente; es su sangre lo que bebemos. El hombre voluptuoso busca solo los accidentes, y la sustancia se le escapa. El hombre eucarístico desdeña los accidentes, y, los tiene por extraños a lo que desea: la sustancia misma del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Hay así almas eucarísticas, cuyas lágrimas y alegrías no tienen nada en común con las experiencias de la vida. Tales almas se mueven enteramente alrededor de la hostia y del sacramento como una flor hacia la luz. Un silencio fascinado las habita, como un rostro habita un espejo.

Cierto que no hay ninguna sensualidad en el culto eucarístico: el modo sacramental de la presencia corporal de Cristo previene para siempre todo equivoco. Pero este pudor exquisito del sacramento, entre nosotros y este cuerpo divino, no frena, sino que al contrario libera a fondo la adoración apasionada que nos lleva hacia él. Mucho más auténticamente que Narciso, a la imagen de sí mismo que le obsesiona, tenemos derecho de decir al cuerpo eucarístico:

... cher corps,

Je t'aime, unique objet qui me défends des morts.

("…cuerpo querido, Te amo, único objeto que me defiendes de los muertos.")

Al citar aquí un poema de Valery, cuyo contexto es opuesto a mi tema, no hago ningún sincretismo. Solamente, es posible -aunque la voluptuosidad este, en efecto, en el extremo opuesto de la devoción eucarística- que no haya mas que un lenguaje para expresar la adoración verdadera a un cuerpo.

Creo que lo que me ha llevado a este desarrollo es una homilía eucarística de san Gregorio Magno, citada en el breviario dominico, en el domingo de la octava del Corpus. Me gusta el lenguaje directo de ese papa: "Esta es la distancia que hay entre las delicias del cuerpo y las del corazón. Las delicias corporales, mientras no se obtienen, inflaman en nosotros un deseo violento; cuando se prueban, la saciedad no tarda en convertirse en hastío. Por el contrario, mientras no obtenemos las delicias espirituales, nos inspiran hastío, y en cuanto las obtenemos, empezarnos a desearlas. Y cuanto más hambre de ellas tenemos, más podemos comerlas. En mas aquéllas, el deseo es fuente de placer, y la experiencia, de disgusto. En éstas, el deseo es tenido por nada, y la experiencia gusta más. Al saciarse, el deseo de las delicias espirituales aumenta en el alma, pues cuanto más se gusta su sabor, más se reconoce que se gusta más de él. Por eso no se pueden amar mientras no se poseen, porque se ignora su sabor. ¿Quién puede amar lo que ignora? Así nos advierte el Salmista: "Gustad, pues, y ved que delicioso es el Señor". Como si nos dijera claramente: "Ya que no sabéis qué gusto exquisito tiene, poned este alimento de vida en el paladar de vuestro corazón; habiendo probado su dulzura, os haréis capaces entonces de amarlo."

* * *

46. En el momento en que estamos de la vida de Jesús, todo eso no es todavía más que un discurso, una profecía, que solo se realizara en la tarde del jueves santo, en el momento de la institución del sacramento eucarístico. Uno podría preguntarse por qué no he remitido este capítulo al libro que seguirá a éste, sobre la doctrina de Jesucristo. Pues no, este capítulo consagrado a la eucaristía tiene perfectamente su lugar en la historia de Jesucristo. Pues la eucaristía es ante todo un hecho, un hecho de lo más concreto. En cuanto a decir que es un hecho histórico, la institución del sacramento es un hecho histórico datado y circunscrito en el tiempo. Pero ¿y la presencia sustancial de Cristo en el Sacramento? Ahí es donde captamos, en su punto extremo de realización, lo que he llamado el fenómeno de refracción propio de Jesús, Dios y hombre, sumergido en el tiempo y dominándolo. En el sacramento de la eucaristía, la ruptura no es solo aparente, es real y total: el cuerpo, el verdadero cuerpo de Jesús, escapa él mismo a las servidumbres del tiempo y del espacio, de la medida y de la sensación. Está libre de todo eso, y, ofreciéndose a nosotros, nos arrastra a esa libertad, de la que no tendríamos ni idea sin él. La presencia corporal y sacramental de Jesús es un hecho en el centro del mundo, pero es un hecho, por decirlo así, transhistórico, porque transciende el tiempo.

Jesús esta ahí, corporalmente presente en el sacramento, pero bajo una apariencia extraña a él, sub aliena specie. ¿Que es eso? Las apariencias del pan y del vino persisten y subsisten milagrosamente fuera de todo objeto que las soporte. ¿Cuál es, pues, la función de esos accidentes, de esas apariencias subsistentes entre el Cuerpo de Jesús y nosotros? ¿Un disfraz? ¿Una máscara? Exactamente eso, y aquí la etnográfica puede volvemos a ser útil.

Berengario, el famoso profesor del siglo xi, de quien citaba la profesión de fe que se le impuso, era un espíritu moderno, es decir, un espíritu sumergido en lo profano y que había perdido el sentido de lo sagrado, al menos en as cosas materiales. Y cuando lo sagrado no está concretado en la materia, acaba por desertar este mundo. Berengario pensaba que era indigno de Cristo presentarse a la adoración bajo apariencias extrañas, las del pan y el vino. Pensaba que eso era una mentira insoportable. Y eso es lo que ha llegado a ser la máscara en nuestras sociedades profanas, máscara de carnaval, mascara de criminal, para desorientar a la persecución, desviar la búsqueda, escapar a su propia identidad. Pero la máscara es de naturaleza esencialmente ambigua, y eso es lo que Berengario no comprendió, sin duda. En lugar de desorientar, puede ser también un indicador infalible; en lugar de extraviar, puede ser una puerta abierta hacia el tesoro buscado; en lugar de engañar sobre la identidad, puede confirmar la identidad la persona.

Eso es lo que asa en la eucaristía. Las apariencias son esencialmente ambiguas. El incrédulo no es idiota cuando, fiándose únicamente de lo que ve, dice: aquí hay pan y vino, y nada más. El creyente tampoco es idiota cuando, fiándose de la palabra de Cristo, dice: No, verdaderamente es el cuerpo y la sangre de Cristo, pero bajo apariencias extrañas. El creyente sabe que en el momento de la consagración, el cuerpo de Cristo ha tomado el lugar del pan, sustancialmente y a escondidas, y que la sangre de Cristo ha tomado sustancialmente y a escondidas el lugar del vino. Quedan las apariencias del pan y del vino, una máscara.

Pero esa máscara es verídica, y revela tanto como esconde. Las apariencias no engañan, porque ese cuerpo está ahí para ser comido y esa sangre está ahí para ser bebida. Ese cuerpo está ahí más nutricio, más verdaderamente pan que el pan ordinario, cuyo lugar ha tomado a escondidas. Esa sangre esta ahí, más reconfortante, más embriagadora, más vino que el vino ordinario cuyo lugar ha tomado a escondidas. Es un culto extraño y magnífico, eficaz y sutil, el que rodea a ese hombre mudo y enmascarado, en el centro de la liturgia cristiana, pero cuya máscara no es más que franqueza, sinceridad, pudor, generosidad también, pues así es como puede entregarse sin reticencias y enteramente como un alimento y una bebida, bajo apariencias extrañas y verídicas.

Cierto, le convenía a Dios salvarnos por medio de un cuerpo de nuestra raza, pero sin pecado, pero si ese cuerpo es verdaderamente salvador para la raza humana, nos hace falta algo más que un símbolo: la realidad de ese cuerpo salvador. Para evitar toda ambigüedad sensual, ese cuerpo está ahí bajo la máscara de especies extrañas, pero es el de Dios lo que comemos, es su sangre lo que bebemos; algo que ninguna religión pudo imaginar, pero lo que todas las religiones primitivas, las que tienen sentido de lo sagrado, habrían deseado hasta morir si lo hubieran creído posible.

Nos saltamos así algunas religiones sedicentes espirituales, universales, intelectuales, morales, evolutivas por lo demás de moralidad, humanitarias. Prefiero sentirme en comunidad con salvajes que comían el cuerpo de los héroes para adquirir sus virtudes, antes que con fanáticos austeros tan perfectamente inteligentes que lo comprenden todo, todos a cual más profesor, insoportables. Una religión de salvación para el hombre, si es verdadera, no puede ser más que un asunto divinamente humano y que, de manera divina, no olvide la carne y la sangre.

Si desdeñamos la función moderna, es decir profana, de la máscara, utilitaria, molesta por ser habitualmente embustera en efecto -salvo en el mejor arte-, y nos remontamos a su función primitiva y sagrada, se puede ver hasta qué punto el disfraz eucarístico (aliena species) es un maravilloso medio de expresión de lo sagrado. En los clanes religiosos primitivos, la mascara es esencialmente litúrgica: va asociada a la adoración, a la justicia, a la curación, a la educación, a la iniciación, siempre en función de espíritus o de la divinidad. El antepasado totémico se materializa en su máscara. Las mascaras se inventaron para capturar a los espíritus. Durante tres mil años, los egipcios pusieron sobre el rostro de los héroes muertos máscaras estilizadas "para que el espíritu pudiera hallar su lugar de reposo, al servir la máscara de guía al espíritu para hacerle encontrar su cuerpo". En el museo de Atenas, se ven las máscaras funerarias de oro de los príncipes micénicos. El oro, metal incorruptible, significa evidentemente la inmortalidad, y esas máscaras expresan una expectación y un asombro patéticos. Si, durante milenios, la humanidad buscó a tientas, pero con asombroso sentido de la buena dirección lo que no podía encontrar por si sola, aquello que Jesucristo le dio en plenitud.

¿Qué decir de la manera como la eucaristía colma la esperanza, ésta explícita, de Israel, el pueblo de Dios? Aquí está la obra maestra de la estrategia de Jesús: estar presente, al mismo tiempo, en todas partes a la vez, de manera instantánea y permanente, con una presencia corporal que es un acontecimiento, no aplastante, sino liberador. Él, siempre él, él en todas partes. Su presencia, es lo contrario de una presencia publicitaria, como la presencia que también se pretende universal en el espacio y el tiempo, de la estrella de la pantalla o del producto comercial. Es una presencia que no pretende alienar a nadie, sino solo reconciliar, una presencia inimaginada, solemne, poética, real.

Toda esta larga aventura poética de Israel, de teofanías entre nubes y rayos, de profecías, de enigmas y de "pantomimas", de milagros resonantes, "con mano fuerte y brazo extendido", se hunde aquí en un silencio absoluto, como ciertas sinfonías, las más perfectas, que solo se-desarrollan para crear tras ellas cierta calidad de silencio. Y, para percibir la calidad de ese silencio, hay que tomar la sinfonía en su primer murmullo. Para sentir la plenitud musical del silencio eucarístico, hay que haber percibido desde su comienzo el despliegue sonoro de la historia de Israel. Es un silencio de vértigo que construye en torno a él un sentimiento enteramente nuevo que no debe nada más que a sí mismo.

Jesucristo está ahí, sin embargo, y es la Palabra. En el comienzo existía la Palabra; también esta en el fin de todas las cosas, y el mundo solo se ha creado para expresarse un día plenamente en él. Mientras, se calla, pero desde el fondo de su silencio, sin embargo, gobierna el poema de la eternidad y del tiempo.

Es la Semilla de Dios -y también semilla de Abraham hundida corporalmente en el campo del mundo. La cosecha será la revelación de su cuerpo físico y de su cuerpo en que el tiempo llegará en él a su madurez.

Es la Gloria hundida y escondida en la Presencia muda y activa. Cierra los ojos. Bien. Abstráete de todas las vicisitudes de la historia, y de tu propia historia. Bien. ¿Has olvidado todo lo que hay bajo el cielo? Entonces él esta ahí, ante ti, y su cuerpo se ha hecho trampa para cautivar tu alma.

Es el Hijo del hombre. En él y por él el príncipe de este mundo ya está vencido. Él le ha quitado ya el tiempo de debajo de los pies al príncipe de este mundo, como si se le retira de repente una alfombra a un extraño de debajo de los pies. Y el reino de ese príncipe solo es sobre el tiempo. Pero él en cambio esta sentado, en su cuerpo, junto al Anciano de los días: todo el imperio ya está puesto, y para siempre, sobre sus hombros humanos.

Él es el Cordero pascual, la victima sacramentalmente inmolada, que quita el pecado y la consume eternamente en un horno de amor.

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