conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XVI.- El Cuerpo y las Águilas (II)

43. Los oyentes de Jesús, sin embargo, no estaban más que en el comienzo de sus sorpresas: iban a oír otras muchas.

Se suele decir que el pueblo judío era demasiado carnal para comprender bien el mensaje y la acción de Jesús. No es esa en absoluto mi opinión. Mas bien creo que los oyentes de Jesús eran exactamente lo que nosotros, incluso bautizados, incluso llamándonos buenos cristianos: Demasiado carnales, si, para comprender plenamente lo que tenían de espiritual el mensaje y la acción de Jesús; pero también, quizá sobre todo, demasiado "intelectuales", demasiado cultivados", demasiado "civilizados" para captar bien lo que el mensaje y la acción de Jesús tenían de primitivo, de concreto, y, en el caso presente, de carnal y de sanguinario. Citaré aquí el Evangelio de Juan, sin omitir una sola palabra, sin cambiar el orden de las frases[4] ". Suplico solamente al lector que no haga el astuto, ni aún menos el sabio, y que lea este texto tremendo como suena, sin recámara, sin reticencia, tomando las palabras en su sentido más concreto, más crudo, más brutal, que es su sentido real. Imagino que muchos lectores ni siquiera podrán hacer ese esfuerzo y comenzaran a cavilar en sus instruidos cerebros. Entonces, que dejen aquí este libro y lo abandonen. ¿Para qué seguir?

-Yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo-. Disputaban entonces los judíos entre sí: -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?-. Entonces Jesús les dijo: -Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Pues mi carne es verdadera comida mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo; del mismo modo, el que me come, vivirá en mí... "

En cualquier dirección en que se le dé vueltas a este texto, en cualquier ángulo en que se le estudie, si se le toma al pie de la letra, como se debe, es una invitación al canibalismo ritual y a la antropofagia religiosa. Muchos, entre los discípulos de Jesús, sin duda la mayor parte, encontraron que tal discurso era imposible de tragar. Durus est hic sermo, et quis potest eum audire? "Duro es este lenguaje: ¿quién puede escucharlo?". Seria conocer mal a Jesús pensar que entonces se vertió en retracciones, en excusas, en evasivas, o que retrocedió un solo paso. Al contrario, da otro paso adelante. Persevera, exagera, lleva al colmo la revelación, y sin duda el furor de sus oyentes. Juan escribe: "-¿Esto os escandaliza? ¿Y si veis entonces al Hijo del hombre subiendo a donde estaba antes?-"

Con esa predicción de su ascenso corporal al cielo, Jesús cierra el circulo. Es impresionante que enmarque solidamente la revelación de la eucaristía entre la afirmación de su filiación divina, de su encarnación, de su misión y el anuncio de su ascensión. Sin embargo, también afirma así la incorporación de creyente eucarístico a sí mismo, la constitución real de su Cuerpo místico, es decir, de la Iglesia. Todo está ahí, reunido en unas frases. "El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí." Ya había dicho a Nicodemo: "Nadie ha subido al cielo sino el que bajo del cielo, el Hijo del hombre." Pero aquí precisa muy concretamente: bajó como pan para saciar nuestra hambre y ser devorado por nosotros. Con ese "devoramiento", el creyente eucarístico se asimila al cuerpo de Jesús y subirá al cielo con él. Me es difícil, imposible, pensar que no se esté obligado a tomar en el mismo sentido concreto, corporal, carnal ("El Verbo se hizo carne"), el descenso de Cristo del cielo y su encarnación, su manducación eucarística y su ascensión. O si no, Jesús hablaba para no decir nada, y pensar eso es la ofensa más grave que cabe hacerle.

Por lo demás, los oyentes de Jesús no se engañaron, y tomaron sus palabras al píe de la letra. Y por eso, surgió entre él y ellos una ruptura decisiva, incomprensible si el discurso de Jesús no tuviera el sentido físico que es el único que puede explicar su indignación. Juan concluye unas líneas después: "Desde ese momento, muchos de sus discípulos se echaron atrás, y no anduvieron más con él..." Fue la desbandada, la dispersión entre los suyos, no un pequeño desorden, sino, como dice el poeta, la déroute géante a la face effarée[5]. Las tropas de Jesús se fundieron como se funde una cera al calor de un brasero. Fue el desastre de todo lo que había hecho Jesús en Galilea, y que se había anunciado con tan felices auspicios. Cerca de dos milenios han pasado. Releo esta página y me pregunto: ¿Qué habría hecho yo mismo si hubiera estado allí? No estoy seguro de mí, y no me atrevo a responder.

Claro que otros, mucho más cómodamente, ya han respondido por mí y están dispuestos a sacarme del apuro. Los buenos católicos que van a misa se reirán de mi dificultad y me encontrarán grotesco y chocante por haberme atrevido a escribir la palabra "canibalismo" y me harán observar que el modo sacramental de la eucaristía y las apariencias del pan del vino quitan a este sacramento toda sospecha antropofágica. Y sé tan bien como ellos que el rito eucarístico quita a la manducación de la carne de Jesús todo carácter atroz, pero sé también que es la, carne de Jesús lo que devoramos, y nada más. Sé también que la institución del sacramento y del rito eucarístico tuvo lugar un año después de ese discurso. Después, claro, era más fácil.

También están los partidarios de la alegoría. Dicen que la carne y la sangre de Jesús solo están simbólicamente en la eucaristía. Dicen que lo que comemos en la eucaristía es verdadero pan, pero símbolo del Cuerpo de Cristo que bebemos es verdadero vino, pero símbolo de la sangre de Cristo. Y que así, espiritual pero realmente, participamos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Se apoyan en las explicaciones dadas por el propio Jesús: "El espíritu es el que vivifica; la carne no sirve nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida". Claro, cuando se comulga el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hay que saber lo que se hace: es lo que llama san Pablo "discernir"[6] el cuerpo y la sangre de Cristo. El general que, en el siglo xvi, en Holanda,- echaba de comer a sus caballos hostias consagradas, no convertía con eso en comulgantes a sus caballos, incapaces de "discernimiento". Pero confieso que no veo en las palabras de Cristo absolutamente nada de simbólico.

Todas las palabras de Cristo son espíritu y son vida. Cuando, tras su resurrección corporal, Jesús manda a Tomás que meta la mano en los agujeros hechos por los clavos, ahí también, y ahí sobre todo, sus palabras son espíritu y vida. Para la solidez de nuestra fe en su resurrección, esas palabras no tienen nada de simbólico.

Es verdad que aquí Jesús dice que la carne no sirve nada y que el espíritu es el que vivifica. Pero, en todo este discurso eucarístico, es muy evidente que Cristo exige de sus discípulos ante todo la fe, una confianza total en su persona y en su palabra; Si propone su carne, su verdadera carne, para comer, y su sangre, su verdadera sangre, para beber, quiere que se coman y se beban, no para engordar el cuerpo, sino para una participación viviente de nuestro espíritu en esa manducación, para reconfortar y nutrir nuestra alma. San Pablo no dirá otra cosa: "El que coma del pan o beba de la copa del Señor, sin darle su valor, tendrá que responder del cuerpo y de la sangre del Señor", y no solo de un símbolo que profane.

Llegaré al extremo de lo que pienso. Los descubrimientos etnográficos modernos nos han enseñado que, en los clanes más primitivos en que se practicaba, el canibalismo era un rito esencialmente religioso y místico. Se comía la carne de los héroes y se bebía su sangre para apropiarse sus virtudes. En cuanto rito religioso, esa ceremonia bárbara, que juzgamos repugnante, era esencialmente una comunión con el alma y el espíritu del héroe muerto. Y sin embargo, era su carne lo que se comía y su sangre lo que se bebía. Henos aquí llevados otra vez a esa realidad social primitiva del clan, que yo creo que Dios asumió para fundar a Israel primero, y luego a su Iglesia, y para salvar al mundo.

Vamos adelante. En el interior de la religión de Israel, había sacrificios sangrientos y se comía la carne de las víctimas consagradas a Dios. Era una religión rebosante de sangre. Recuerde el lector lo que he escrito a propósito de a Circuncisión y de la Presentación de Jesús en el templo, y comprenderá que todos esos sacrificios de toros, de carneros, de corderos y de tórtolas, eran simbólicos. Ésos sí. Pues no eran esos animales los que habría habido que matar, sino los hombres pecadores: "Si no le rescatas, rómpele la nuca." Pero la religión de Israel no se detenía a medio camino, esperaba otra victima, perfectamente inocente, la única digna de Díos, que rescataría de una vez para todas, por su carne inmolada y su sangre derramada, los pecados de todo el pueblo.

¿Que dice san Pablo, el discípulo de Gamaliel? Que no hay remisión de los pecados sin efusión de sangre. Dice también que es Cristo quien nos ha rescatado con su sangre. La religión cristiana gravita toda entera en torno a un sacrificio humano. Los aztecas pensaban que hacían bien inmolando a la divinidad victimas humanas en las montañas. Se les aniquilo como bárbaros, en parte por causa de esos sacrificios humanos. Más hubiera valido explicarles que hay una sola victima humana redentora por no tener pecados, y es Cristo. Y que su sacrificio, realizado de una vez para todas en la montaña, pero renovado sacramentalmente siempre: y en todas partes en la liturgia eucarística, hacia vanos todos los demás sacrificios. Las tribus primitivas caníbales sentían que, para comulgar con el alma de un héroe, hay que comer con devoción su carne y beber su sangre. Y es cierto que hay que comer la carne de Cristo y beber su sangre para comulgar perfectamente con su alma y su divinidad

Se habrá notado que me gusta referirme a los descubrimientos de la etnografía: la etnografía me fascina. Le he tomado el gusto en Aristóteles y os comentarios de santo Tomás de Aquino. Pero sobre todo el comentario de santo Tomás a la Epístola a los Efesios, en que afirma que la estructura social más profunda de la Iglesia, la que se desprende de su relación única con Dios, es la de ser un, clan (domus), me ha convencido de que podía encontrar análogas preciosas para iluminar la vida de la Iglesia en las rígidas estructuras primitivas del clan. Claro que hay que hacer transposiciones, pero la teología entera transpone del orden natural al orden sobrenatural. Cuando se dice que Dios es Padre, ya se sabe que no lo es al modo humano: se transpone. Pero es Padre, verdaderamente Padre, hasta el punto de que toda otra paternidad toma modelo en la suya y no es más que sombra de la suya.

Empezando por constituir a Israel como su clan propio, y luego su Iglesia como clan propio, Díos, pues, ha asumido esa estructura primitiva y bárbara del clan. Entre sus manos la estructura se ha purificado, ya no tiene nada de bárbaro, porque Dios está por encima, no por debajo, de toda sabiduría y de toda civilización. Pero sigue siendo un clan verdadero. Es eso lo que explica que las sociedades primitivas, aun fetichistas, aun animistas, están más cerca de comprender la realidad profunda del cristianismo que otras sociedades religiosas a las que se cree más evolucionadas porque tienen nociones más abstractas. Lo digo como lo pienso -y sé que algunos etnólogos piensan como yo-, el Islam, con su concepción abstracta de Dios, representa una regresión de civilización respecto al fetichismo.

La manera que tiene Dios de ser Padre está tan por encima del modo humano de paternidad como el cielo esta por encima de la tierra, pero Dios es Padre verdaderamente. La manera como la carne inmolada de Cristo y su sangre derramada están en el centro de la religión cristiana, es una manera que está por encima de los ritos sangrientos de las sociedades primitivas, pero es la carne inmolada y la sangre derramada de Cristo lo que esta ahí verdaderamente, entre las manos del sacerdote, sobre el altar. Reducir ese rito terrible a un simbolismo es volver atrás, al Antiguo Testamento, cuando un carnero, un cordero o una tórtola simboliza han a la verdadera Victima, la única que, quitaría el pecado del mundo y rescataría a su pueblo. Hoy se querría que fueran el pan y el vino lo que simbolizara a esa victima, pero que la víctima no estuviera ahí realmente presente. "Considerar a Israel según la carne -escribe san Pablo-: los que comen las víctimas, ¿no están en comunión con el altar?" Pero de nosotros, los cristianos, no dice que estemos en comunión con el altar solamente, sino en comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo.

Queda por saber como es posible todo eso. Hay una teología de la eucaristía que se contiene en lo esencial en esta palabra, expresamente forjada: "transustanciación". En virtud de la institución de Cristo en la tarde del jueves santo y por la omnipotencia taumatúrgica de Dios, en el momento en que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración -permaneciendo intactos y aparentes en el altar los accidentes del pan y el vino-, toda la sustancia del pan se convierte en la sustancia del cuerpo de Cristo, y toda la sustancia del vino se convierte en la sustancia de la sangre de Cristo. Entonces, sustancialmente, es solo el cuerpo y solo la sangre de Cristo lo que está presente en el altar en lugar del pan y del vino. Y el sacrificio de la Cruz se renueva así, de manera no sangrienta pero real, por la separación sacramental del cuerpo y la sangre de Jesucristo. El modo sacramental, milagro de poesía y de misericordia, tiene así como efecto abolir el espacio y el tiempo, porque afecta a las sustancias, no a los accidentes y la cantidad. En cualquier lugar y hasta el fin del mundo, comulgamos con el único sacrificio de la Cruz, comiendo realmente-fuera del espacio y fuera del tiempo, la verdadera carne inmolada y bebiendo la verdadera sangre derramada de Jesucristo.

Ahí es, sobre todo, donde Jesús hombre domina el tiempo y se sorprende en el hecho esa retracción de la eternidad en el tiempo, de que hablaba,

* * *

44. Las líneas sucesivas en la historia de Jesucristo son una de las páginas más tristes del Evangelio. Ese hombre tan animoso, tan totalmente generoso, tan heroico, tan consciente de su origen divino, tiende la mano por primera vez y mendiga un poco de amor.

"Desde ese momento, muchos de sus discípulos se echaron atrás, y no anduvieron más con él. Dijo entonces Jesús a los Doce. -¿Acaso también vosotros os queréis marchar?-. Simón Pedro le contesto: -Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y hemos conocido que tú eres el Santo de Dios-. Jesús le contestó: -¿No os he elegido yo a los Doce? Y uno de vosotros es un diablo-." Hablaba de judas, el de Simón Iscariote, pues éste, uno de los Doce, iba a entregarle.

El gran ejército de los partidarios de Jesús se ha dispersado: él se queda con los Doce, uno de los cuales ya le a traicionado en su corazón. Es la atmósfera de los atardeceres de derrota. Pedro, el valiente Pedro, es quien da un poco del consuelo que Jesús necesitaba en ese momento.

Como he dicho, no es porque fueran groseros por lo que abandonaron a Jesús los que le dejaron. Muy al contrario, fueron ellos quienes juzgaron grosero y brutal, bárbaro, el discurso de Jesús, cuya crudeza, en efecto, da estremecimientos. La ceremonia de la eucaristía, tal como la practicamos hoy, es de apariencia apacible, casi abstracta, pero su contenido es terrible, es la participación, a la vez física y espiritual, de los fieles en el sacrificio de la Cruz, la comunión en la carne y la sangre de una víctima humana inmolada. Es también san Pablo quien escribe: "Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva. Por lo tanto, el que coma el pan o beba la copa del Señor, sin darle su valor, tendrá que responder del cuerpo y de la sangre del Señor." No creo, no, que se haya colocado mas grave responsabilidad sobre las espaldas de los hombres.

También es un consuelo. Cuando se sabe quien es Jesús, dan ganas de morir de pena de no haberle visto y tocado de estar separado de él para siempre por el tiempo y el espacio, quiero decir, físicamente separado, pues yo también soy de esos seres groseros para quienes la ausencia física de lo que aman es el mayor de todos los males. Las imágenes y los símbolos no me consuelan.

Es también una esperanza. Basta que yo sepa que el cuerpo de Jesús está ahí, ante mí, inmortal; sé que mi propio cuerpo, si no me separo del suyo, también será inmortal.

Esto es lo evidente en la religión de Jesús: es concreta, física, corporal, por oposición a esas religiones a las que se cree más espirituales cuanto más abstractas son, lo cual es una grave confusión mental. Yo no creo en la remisión de los pecados sin derramamiento de sangre. No creo en una religión que no tenga en su centro una víctima inmolada lo que quiere decir un cuerpo asesinado. El cuerpo que está en el centro de la adoración de los cristianos, ya es un cuerpo glorioso, pero lleva todavía las cicatrices de cinco llagas porque antaño, un día entre los días, atravesó violentamente la muerte para entrar en la gloria. Y el mismo camino queda abierto detrás de él. La tarea de nuestra redención no estará concluida mientras nuestros cuerpos rescatados no participen en su gloria.

El gran teólogo de la eucaristía es santo Tomas d Aquino. Por lo demás, es el gran teólogo de todas las parte de la teología y del conjunto de la teología. Nadie puede re mediarlo. Pero también es el gran poeta de la eucaristía En cuanto poeta, esta en una línea más cercana a la de Mallarmé que a la de Verlaine, es decir, que es absolutamente poeta. Su oficio del Santísimo Sacramento es de una forma y de una musicalidad perfectas, con identidad absoluta entre la armonía de las palabras y la armonía del sentido.

Ante todo, hay un hecho extraño, extremadamente extraño en toda la historia de todas las religiones. Ese poema se escribió para la fiesta del santísimo Cuerpo de Cristo: In festo Sanctissimi Corporis Christi. Nosotros, los cristianos adoramos un cuerpo humano; tenemos una fiesta para celebrar ese cuerpo humano, Y. para colmo, en francés le damos a la fiesta de ese cuerpo el nombre de Fête-Dieu, "Fiesta de Dios" [Corpus, en España]. Que los profesores de religiones comparadas busquen en sus ficheros y no creo que descubran una sola religión, aun entre las consideradas más sensuales, cuyo centro de culto y adoración sea un cuerpo humano, y que sea venerado y adorado con tanta entrega y esplendor. Hubo fiestas para Afrodita, para Dionisos, en que los cuerpos se permitían todas las licencias, pero lo que se adoraba era Afrodita o Dionisos, no tanto su cuerpo.

Nosotros, cristianos, celebramos ante todo el cuerpo de Cristo, ¡y en que términos!

  • Salve, verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen Maria...
  • ...el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa...
  • ...fruto de entrañas generosas…
  • …el Cuerpo señorial...
  • ...oh Hostia saludable...
  • …los misterios sagrados de tu cuerpo y de tu sangre...
  • …el banquete sagrado...

Y, en una oración, santo Tomás añade: "Oh dulcísimo Dios, concédeme recibir el Cuerpo de tu Hijo único, Nuestro Señor Jesucristo, que saco e a Virgen Maria, de tal modo que merezca ser incorporado a su Cuerpo místico y contado entre sus miembros. Toda la religión cristiana se expresa en esta Ultima oración en términos tan concretos: en efecto, todo está ahí.

He observado muy a menudo, aun en los libros de teología, aun en los manuales de piedad, cierto cohibimiento de lenguaje en cuanto a la eucaristía. No se osa hablar de ella sin reticencias. Nos parecemos quizá mucho más de lo que creemos a los judíos oyentes y primeros discípulos de Jesús. Evitamos hablar del cuerpo de Cristo en la eucaristía, apenas nos atrevemos a decir que ahí devoramos su carne inmolada y bebemos su sangre. Hablamos de la presencia de Jesucristo en el Sacramento, o incluso simplemente de la Presencia real, casi como si fuera abstracta. De manera completamente abstracta hablamos del "Santísimo Sacramento". En el fondo, no nos gusta deber nuestra salvación más espiritual a un cuerpo de nombre, sacado de las entrañas de una mujer. Hay un celofán de puritanismo que nos separa de las realidades salvadoras, pero físicas, de la eucaristía. ¡Ah, qué civilizados somos, qué delicados! ¡Malditas sean esta civilización y esta delicadeza que me quieren separar del Cuerpo sagrado que es mi salvación!

Los textos conciliares sobre la eucaristía son innumerables. No hay ninguno que prefiera yo al del concilio romano de 1079. Es una profesión de fe impuesta a Berengario, que era el profesor más famoso de su tiempo: Hela aquí: "Yo. Berengario, creo en mi corazón y mis labios confiesan:

  • que el pan el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la declaración sagrada y de las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en la carne verdadera, propia y vivificante y en la sangre de Jesucristo, Nuestro Señor;
  • que después de la consagración esta el verdadero cuerpo de Cristo, que nació de la Virgen y que fue colgado de la cruz, ofrecido por la salvación del mundo, que está sentado a la derecha del Padre, así como la verdadera sangre de Cristo que salió de su costado;
  • que todo eso se hace no sólo en símbolo y en virtud espiritual del Sacramento, sino en la realidad propia de la naturaleza de las cosas, y en la verdad de su sustancia, como está escrito en esta nota, como os he leído y como lo comprendéis.
  • En eso creo, y no daré ninguna enseñanza mas contra esta creencia. A eso me ayuden-Dios y los santos Evangelios de Dios."

* * *

Notas

[4] El autor advierte que en el original la traducción es la de la sinopsis Lavergne; aquí va por el Leccionario litúrgico español. (N. del T.)

[5] Del poema Waterloo, de Víctor Hugo: "La Derrota (o la Dispersión), gigante de rostro espantado". (N. del T.)

[6] "Valorar", en la traducción del Leccionario litúrgico español 1ª Cor., 11, 27. (N. del T.)

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