conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XVII.- El Conflicto (IV)

54. Forma parte de la dialéctica de una querella de familia que todos, aun los extraños, se vean conminados a tomar partido. La neutralidad sobre la cuestión de Jesús se hizo cada vez más imposible, y sigue siendo imposible hoy; la fidelidad a Jesús se hizo cada vez más peligrosa; la persona misma de Jesús cada vez más en riesgo, como se ve aquí, donde estuvo verdaderamente a punto de ser asesinado ritualmente por lapidación. Como siempre que se forman dos partidos en la nación sobre una cuestión crucial -y lo hemos visto muchas veces-, los estandartes se despliegan y cada cual se ve obligado a enrolarse.

Los fariseos no tenían todavía la posición de poder que conquistaron luego. No eran los dueños del Templo ni del poder central oficial. Pero eran los dueños de las sinagogas, y ejercían ya una suerte de control de chantage sobre el poder oficial y sobre los sacerdotes. Me gustaría comparar las sinagogas en ese tiempo a los clubs de los jacobinos, extendidos por toda Francia a comienzos de la Revolución, que no tenían ningún poder oficial y que, sin embargo, con sus ímpetus dominaban el poder oficial. Esa inmensa potencia de las sinagogas a través de todo el país tomó partido contra Jesús. Juan nos ha conservado el recuerdo: "Al mismo tiempo, sin embargo, creyeron en él muchos, incluso entre los jefes, pero no lo confesaban por los fariseos, para no ser echados de la sinagoga, pues querían más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.

Entre las veinticuatro sectas que se disputaban la vida pública de Israel en ese tiempo, si había una cuyo espíritu se opusiera a la de los fariseos, era la de los saduceos. Los saduceos se reclutaban sobre todo entre la casta sacerdotal, es decir, que detentaban el poder oficial en un régimen esencialmente teocrático, y que vivían del Templo, centro de gravedad de toda la nación y de la Diáspora. Los saduceos estaban lejos de ser legalistas, como los fariseos. Claro que respetaban la Ley, ¿podía ser de otro modo? Pero despreciaban el espíritu minucioso y el frenesí escolástico de los fariseos. Detentaban el poder y los puestos, los aprovechaban, vivían bien y con holgura, y no tenían que ver con reglas rígidas ni moral meticulosa. Eran ricos, escépticos, liberales hasta el sincretismo, extremadamente tolerantes, con tal que sus privilegios de clase no estuvieran amenazados. La religión de Israel, por otra parte, en aquel tiempo era más tolerante de lo que se piensa. Los saduceos no creían siquiera en la inmortalidad del alma, lo que no impedía que las más altas funciones sacerdotales las tuvieran la mayor parte de ellos.

Los fariseos les odiaban, pero tenían necesidad de ellos. La alianza entre fariseos y saduceos se estableció para perder a Jesús. En aquellas circunstancias, era la alianza más temible que cabía: los fariseos eran dueños de las sinagogas y tomaban actitudes de guardianes intransigentes de la Ley, pero los saduceos eran dueños del Templo, de la religión oficial, del sanedrín, del sacerdocio, de la excomunión, del tribunal supremo. En los momentos de grandes crisis, se ve frecuentemente ese género de alianza entre la extrema-derecha, representada aquí por los fariseos, y el centro conservador, para cerrar el camino a un movimiento revolucionario: es el suicidio del centro. Frente a los fariseos, y a pesar de los privilegios del orden establecido, los saduceos no tenían tanto eso, como se vio por lo sucesivo. Por el momento, esa alianza se iba a mostrar eficaz contra Jesús.

¿Y Jesús? Nunca sus cualidades de profeta y de taumaturgo, de obrero y de poeta de su propio destino, fueron tan deslumbrantes, tan unidas en un solo haz, como en esos últimos meses de su aventura terrestre. Ante ese frente común, tan amenazador para él, y cuya cohesión, por otra parte, formaba él exclusivamente, estaba solo y quería estarlo. No tenía ni organización, ni tropas de choque, ni partido. Tenía solamente doce apóstoles, uno de los cuales se disponía a traicionarle, mientras que los demás no comprendían muy bien lo que querían; por otro lado, él no se cohibía para llamarles idiotas, aunque las fórmulas evangélicas

endulcen el término: "¿También vosotros estáis todavía sin inteligencia?" Pero "idiota" es "desprovisto de inteligencia", entonces ¿por qué buscar una perífrasis? Algunas mujeres eran devotas de él, pero sólo eran mujeres. Tenía la multitud a su favor, la multitud inmensa, móvil, entusiasta, ardiente, pero realmente inútil mientras no está encuadrada y fluye como el torrente.

Él tenía demasiado genio, conocía demasiado bien a los hombres y el arte de sus batallas, para que su soledad no estuviera hecha expresamente. Por otro lado, no era del todo soledad. A medida que, no sin miedo, pero con toda lucidez y con corazón atrevido, sin plegarse nunca, Jesús se sumerge en la lucha a muerte, entonces, igual que un general habla de sus divisiones -y no tenía ejército-, o un jefe de Estado moderno habla de su arsenal nuclear -y no tenía tal cosa-, Jesús habla de su Padre. "Mi Padre y yo… » He ahí su bastión, su invencibilidad, su arsenal, su recurso, su potencia de intervención y de decisión, en cualquier momento, un acontecimiento aplastante. Se le dice la Ley". Se le dice "el Templo", se le dice "Abraham y su Semilla", se le dice el "cabbat", se le tira a la cara, como desafíos prohibiciones, las observaciones: más sagradas de Israel, y responde siempre invariablemente: "Mi Padre y yo…" Una vez más él, siempre él, él en el centro y en la raíz de todo, pivote de Israel y de todo el Universo, su Padre y él. No es que repudie la Ley, el Templo, el "sabbat", Abraham y todas las observancias de Israel, pero sabe y proclama que él es el término eminente y vivo de todas esas dedicatorias y de todas esas esperanzas. Quien no le reconozca, es porque se detiene en camino, y detenerse en camino es romper el movimiento de toda santidad, de toda religión, cuyo término no puede ser más que Dios.

Pero, de modo inmediato, ¿qué quiere? ¿El poder político, el trono de Israel, la revolución? Amigos, enemigos, se rompen la cabeza ante eso y se engañan. El no quiere mas que una cosa, la voluntad de su Padre, y la voluntad de su Padre es que cumpla las profecías y que, para la próxima Pascua, sea el único verdadero Cordero de Dios inmolado por los pecados del mundo. Todas las Pascuas judías, desde la primera, cuando la salida de Egipto, sólo se celebraron para prefigurar ésta. Jesús profetiza solemnemente su muerte y las circunstancias de su muerte: "Es preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho, y sea entregado por los ancianos y los sacerdotes y los sabios, y resucite en el tercer día." Cada cual de nosotros avanza por el tiempo como por un laberinto, pero a él la muerte no le sorprenderá, él domina todos los laberintos del tiempo, y va hacia su muerte como un novio hacia su prometida.

Y luego los milagros. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús hizo milagros en cantidad, que eran el signo mesiánico del advenimiento del Reino de Dios. Ahora, al fin de esa vida pública, los milagros se vuelven abrumadores, ricos de significaciones escatológicas, jugosos de poesía, signos sensibles de la omnipotencia del Padre en su Hijo Amado. A mi juicio, los milagros de Cristo son inextricables de la revelación trinitaria. Y la acción del Espíritu Santo vendrá a continuar y completar en nosotros la enseñanza de los milagros de Jesús, cumplidos de una vez para todas "en aquel tiempo". Las palabras de Jesús son impresionantes al vincular su enseñanza y sus milagros a la revelación trinitaria: "Sí no hubiera venido yo y no les hubiera hablado, no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si no hubiera hecho entre ellos las obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado. Pero ahora han visto y nos odian a mí y a mi Padre… Cuando venga el Intercesor, que yo mandaré desde el Padre, el espíritu de la verdad que viene del Padre, él dará testimonio de mí."

Al final de esta vida fulgurante, en mitad de esta batalla que iba a costarle la vida, Jesús, pues, acumulaba los milagros, que explotaban como la bomba de Hiroshima, con

lluvias radiactivas que cubrirán hasta el fin del mundo todas las playas del tiempo. Milagros únicos de potencia y de significación, milagros eternamente justificativos de nuestra obediencia racional y de nuestra fe, "esas obras que no ha hecho ningún otro". Hay que leer en el Evangelio de Juan el relato de la curación del ciego de nacimiento y el de la resurrección de Lázaro. La critica racionalista, toda ella basada en el dogma rígido de que el milagro es imposible, y en la negación de Díos, no vio ahí más que símbolos de Jesús poniéndose como luz del mundo y señor de la muerte y de la vida. Pero si Jesús era verdaderamente el señor de la muerte y de La vida, y la luz del mundo, ¿qué extraño es que hiciera milagros a su imagen? Actuó como todo artista que se proyecta en su obra. En todo caso, nunca se explicará el odio, el miedo, el entusiasmo de que Jesús fue entonces objeto, si esos milagros no tuvieron lugar. Por ellos le admiraba el pueblo, a causa de ellos le temían los fariseos. ¿Cómo acabar con tal hombre? Esa es la pregunta que se hacían todos los enemigos de Cristo.

La razón de Estado fue lo que puso el calderón al conflicto. Juan cuenta: "Los grandes sacerdotes y los fariseos convocaron el Consejo, y dijeron: -¿Qué haremos, que este hombre hace tantos signos? Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán a nosotros, y el Lugar Santo, y la nación-. Uno de ellos, Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: -Vosotros no comprendéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que muera un solo hombre por el pueblo y que no sea destruida toda la nación-. Pero eso no lo dijo por si mismo, sino que, siendo Sumo Sacerdote en ese año, profetizó que Jesús tenía que morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para juntar en unidad a los hijos de Dios dispersos… Entonces, desde aquel día, decidieron que la matarían. Y Jesús no anduvo ya visiblemente entre los judíos, sino que se retiró de allí hacia la tierra de junto al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y se quedó allí con los discípulos. Se acercaba la Pascua de los judíos, y subían muchos de aquella tierra a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban entonces a Jesús, y se decían unos * otros, reunidos en el Templo: -¿Qué os parece, que viene * no a la fiesta?- Los grandes sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, los avisara, para que le detuvieran."

Al término del conflicto, pues, Jesús es solemnemente excomulgado y considerado, en su nación, como un criminal al que hay que echar mano como sea.

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