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XVIII.- El Apocalipsis Cristiano (I)
55. "Y sin embargo, ¡oía yo decir tantas cosas incontestables contra esas poesías y contra ese poeta! Alguien me agarró un día por el botón de la chaqueta y me repitió, con una especie de dolor y de indignación desesperadas: -Pero en fin, señor mío, yo soy doctor en letras, ¡y no comprendo nada!- Yo no tenía nada que responder, yo, un pobre bachiller… "
Pienso en esta historia de Valéry, al abordar el tema del Apocalipsis cristiano. ¿Cuántos, antes de mí, han perdido ahí su latín y su griego? Yo mismo, he gastado cuarenta y cinco años de mi vida en leer, estudiar y meditar los Evangelios. ¿Qué autoridad puedo tener con eso sobre si los Evangelios se engañan o nos engañan? Hace mucho tiempo que habito esos textos, es la casa de mi juventud. Sin embargo, puedo jurarlo, no es la comodidad de la costumbre lo que me retiene en ellos; dejaría de ser cristiano si no estuviera convencido de que esos textos me cuentan una historia que es cierta. No es porque sean venerables por lo que me apego a esos textos, para mí sólo son venerables por ser verídicos. Mejor cortar toda vinculación y morir solo, de noche, al borde de un camino desconocido, que morir un día fuera de la verdad. Añado que no encuentro en absoluto en los Evangelios la complicidad sentimental que se busca en los horóscopos o en los consultorios sentimentales.
Desde mis catorce años, leía todo lo que me caía en la mano. En esa época, estaba de moda acumular las objeciones contra la historicidad y la autenticidad de los Evangelios. Esas objeciones trastornaban profundamente mi fe católica, como un gran árbol se echa a temblar al primer viento del huracán. Seguramente no fueron ajenas a mi vocación religiosa, y singularmente a mi decisión de entrar en una orden dedicada al estudio y a las largas investigaciones. La vida me parecía que cambiaba enteramente según que la esperanza sobrenatural propuesta por los Evangelios estuviera fundada o no. Quería conocer la verdad, la puesta en juego era tan importante que valía la pena el peligro de perder mi juventud.
En ese tiempo, que de repente me parece tan lejano, la crítica llamada "independiente" -¿independiente de qué?, Sin duda, no de todo dogma- todavía estaba dominada por la triple autoridad de David Friedrich Strauss, Ernest Renan y Adolph Harnack, que cortaron y trincharon la historia de Jesucristo con tan soberbia desenvoltura. La época entera se creía "científica" en todo; en especial, era generalizadora, extrapoladora, sin sentido ninguno de los grados del ser y del saber, cerrada a las posibilidades de excepción. No se creía en el milagro, no se creía en la profecía, pero se creía, firme como el hierro, con la fe del carbonero, en el determinismo de las leyes físicas y en un universo a la vez definido, evolutivo, progresivo y prácticamente eterno.
En menos de medio siglo, toda aquella quincalla intelectual ha sido arrumbada. Pero la exégesis de esa generación no era mejor que su filosofía de las ciencias, no ha seguido los descubrimientos textuales y arqueológicos mejor que el determinismo los trabajos de laboratorio. Se ha descubierto el emplazamiento de Troya, se ha descubierto que Abraham no era un mito, y, desde Strauss, hemos visto a los sabios subir cada vez más alto, hasta la primera generación cristiana, las fechas de las epístolas paulinas y las de los Sinópticos. El Evangelio de Juan ha servido de referencia y a veces de indicación a muchas búsquedas arqueológicas, y el reciente descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto da a sus discursos un tono contemporáneo del de los esenios, es decir, de antes de la ruina de Jerusalén en el 70.
¿Entonces?
Entonces es muy sencillo. Una pseudoexégesis pseudocientífica ha engañado a generaciones de cristianos que querían a toda costa reconciliar su fe con su tiempo, y era su tiempo el que divagaba, no su fe. Muchos perdieron la fe por argumentos que hoy no sólo les harían sonreír, sino enrojecer. La exégesis racionalista del siglo asado, ¿ha fallado con eso su objetivo? Esa pregunta me la he hecho a menudo. Los racionalistas del siglo pasado tenían espíritu misionero, querían convertir a la incredulidad. ¿Qué buscaba un hombre como Renan, al publicar su Vida de Jesús, hace ahora un siglo? ¿Quería proclamar algunas verdades que creía históricamente establecidas, o quería hacer perder la fe a algunas conciencias sin defensa? ¿Era historiador o propagandista? ¿Era sabio, o comerciante de slogans sencillos y eficaces, pero inventados?
Durante la última guerra, en el curso de la larga noche nazi extendida sobre Europa y París, me ocurrió a menudo discutir con el querido Albert Camus sobre el Apocalipsis cristiano. Él admitía la autenticidad de los discursos apocalípticos de Cristo referidos en los Sinópticos. Los había estudiado de cerca, por haber preparado una tesis sobre el tema cuando era estudiante. No dudaba que Jesús hubiera pronunciado verdaderamente las famosas palabras sobre la ruina de Jerusalén y el fin del mundo. Incluso lo convertía en argumento, según él irrefutable, de que Cristo se había engañado en su profecía, que había predicho para el mismo tiempo la ruina de Jerusalén y el fin del mundo, esto es, que no había fundado una Iglesia hecha para sobrevivirle. Esas objeciones, viniendo de un hombre a quien yo quería y cuya lealtad intelectual conocía, me obligaron a dar muchas vueltas en la cabeza y en el corazón a esos textos que siguen siendo oscuros. Esa constante rumia tuvo sobre mí exactamente el mismo efecto que la familiaridad prolongada con los poemas de Mallarmé sobre el joven Valéry: "Al repetirme involuntariamente esos versos tan difíciles de comprender, comprobaba que los enigmas se atenuaban y se esbozaba la comprensión. El poeta se justificaba. La repetición hacía tender a mi espíritu hacia un límite, hacia un sentido perfectamente definido."
* * *
Mateo, judío que escribe para judíos, que escribe en Jerusalén en la misma lengua que había hablado Jesús, una docena de años, aproximadamente, tras los acontecimientos que relata, y una treintena de años antes de la ruina de Jerusalén, es también el evangelista que refiere más largamente los discursos apocalípticos de Jesús; le habían impresionado mucho, evidentemente. Sobre todo a su texto me referiré en este capítulo, y ocasionalmente, a los textos paralelos de Lucas y Marcos.
Ahí también, Jesús entraba en una tradición anterior a él. El Apocalipsis es un género literario que los persas ya habían practicado, pero fueron los judíos quienes habían de darle su significación profunda, su largo alcance y sus obras maestras.. Es un género literario muy diferenciado y preciso, que corresponde a una mentalidad particular, a una concepción particular de la condición humana. Igual que no creo que se pueda comprender y definir perfectamente el género literario de la Tragedia griega antigua, sin conocer y definir lo que los griegos llamaban el Destino, la Necesidad ciega, irrecusable, irrefutable, irresponsable e inevitable, el Apocalipsis judío tampoco se comprende si no se sabe que Dios es el Señor absoluto y supremo de la historia, que es a la vez su iniciador libre y su finalidad, amorosa y judiciaria; que gobierna, en el interior de la historia, cada destino humano y toda la creación; que sondea las entrañas y los corazones, y que cuenta también las estrellas en el cielo. Al mismo tiempo Dios sabe muy bien lo que hace y no es ciego. También habla, e incluso habla mucho entre los judíos; toda la historia de Israel resuena de su palabra. Le ocurre que entra en discusión con el hombre; es supremo responsable, incluso querelloso, y su amor a la criatura es tal que parece tener los antojos y los arrepentimientos de un enamorado.
En consecuencia, el pasado, el presente y el futuro adquieren una significación por completo diferente de la que tenían entre los griegos. Nietzsche y después Camus vieron bien que la concepción griega de la historia y la concepción judía de la historia eran antagonistas e inconciliables. Como Nietzsche, Camus optaba por la concepción griega: Reprochaba al comunismo haber transpuesto la concepción judía de la historia a un universo puramente material y temporal. Lo cual es cierto. La concepción judía de la historia es lineal, progresiva, en sentido de que tiene un comienzo que es Dios, y un término que es Dios, y el progreso se comprende por creciente aproximación a ese término: hay una maduración creciente de la historia al sol eterno de Dios. El comunismo guarda el estilo del Apocalipsis, pero no suspende ya el tiempo de la eternidad, y remplaza a Dios por una necesidad fabulosa y propiamente mitológica.
La concepción griega de la historia es cíclica: se expresa perfectamente en el famoso mito del Eterno Retorno. A pesar de la elocuencia que gastó sobre el tema, me pregunto aún si incluso Nietzsche creyó nunca en serio en la realidad histórica del Eterno Retorno. Este implica una noción verdaderamente grosera, materialista y "temporal" de la eternidad, que ya no es un tiempo indefinido inagotable, en el curso del cual las combinaciones de la materia -que son de número necesariamente limitado, por muchas que sean- tendrían que renovarse, idénticas a sí mismas, uno se pregunta por qué.
Los judíos, sabiendo que Dios es el polo magnético de la historia, tienen una noción supramaterial y verdaderamente sobrenatural de la eternidad. La eternidad es el corazón vivo de la historia que envía sangre a todas las arterias del tiempo, y a cada instante la absorbe hacia sí por todas las venas. Sí, y si se está atento, se puede sentir el pulso de la eternidad en cada instante del tiempo. Dios está por encima de su creación y del tiempo, también creados, porque Él regula el movimiento de la creación hacia su término. Se conoce la definición de Pascal: "Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ningún sitio". Lo mismo pasa con la eternidad: su centro está en cada uno de los momentos que pasan y su circunferencia no se alcanza nunca. Es muy evidente que el lenguaje de esa "geometría" de la eternidad debe estar lleno de sorpresas y de refracciones, en relación con nuestra geometría euclidiana de la experiencia sensible.
Pero, aun en el orden de la eficacia material, los grandes descubrimientos modernos se han hecho con ayuda de geometrías no-euclidianas. Entonces, ¿nos es tan difícil concebir, que el universo sobrenatural y divino, cuando se expresa en lenguaje humano, lo haga según las leyes de una geometría desconocida, que pueden dar la apariencia de algo incoherente, cuando su expresión refleja en nuestro mundo sublunar una coherencia diversa, que sólo podemos sospechar? Lo contrario seria lo sospechoso. Cuando un bastón derecho se mete en el agua, parece roto, no porque lo esté, sino porque atraviesa dos medios diferentes. El Apocalipsis: judío está todo él construido sobre un fenómeno así de refracción.
Vuelvo aquí, una vez más, sobre la solemne afirmación de Jesús, que marca también que la eternidad es un centro magnético universalmente presente en todas las parcelas del tiempo, dominándolo infinitamente: "Antes de que naciera Abraham, yo existo". Eso, o no quiere decir absolutamente nada, o bien quiere decir que ese hombre de treinta años que decía esas palabras hace dos mil años, era verdaderamente y de cierta manera contemporáneo de Abraham, que, por su parte, ya había muerto y estaba enterrado desde hacía dos mil años en tiempo de Jesús. ¿Cómo era posible? Entonces, los enemigos de Jesús tomaron piedras para tirárselas y matarle: ellos habían entendido perfectamente.
La poesía también, en su esencia superior, es un esfuerzo para dominar el espacio y el tiempo: no se sujeta ya a ellos. Hablo de una poesía que se expresa también en pintura y en música, igual que en las palabras. La poesía considera todas las cosas en una luz inteligible, en que las mismas formas sensibles se hacen incorruptibles y gloriosas, en vecindad sorprendente, y atraviesan como por encanto las murallas materiales del desgaste y de la duración igual que de la distancia. Cierto que algún gran poeta, como Mallarmé, puede dar una primera impresión de oscuridad, y aun de incoherencia. Valéry dijo de él: "Se consumía intentando componer el tiempo y el momento, tormento de todos los artistas que piensan profundamente en su arte". Un lector digno de tal poeta debe hacer el mismo difícil camino al revés; entonces las incoherencias se borran para fundirse en una armonía de las correspondencias sobre el suelo.
"La dificultad que se experimentaba para comprenderle al principio -sigue escribiendo Valéry-, provenía de una contracción extremada de las figuras, de una fusión de las metáforas, de la rápida transmutación de imágenes extremadamente apretadas, sometidas a una suerte le disciplina de densidad, que se habla impuesto el poeta, y que armonizaba con la intención de mantener el lenguaje de la poesía siempre muy fuertemente diferenciado, casi en absoluto, del lenguaje de la prosa. Se habría dicho que quería que la poesía, que debe esencialmente distinguirse de la prosa por la- forma fonética y la música, se distinguiera también de ella por la forma del sentido."
No puedo menos de invitar al lector deseoso de comprender a que medite estas líneas de Valéry. A fuerza de meditar yo mismo los discursos apocalípticos de Jesús y también el Apocalipsis de san Juan, he ido a parar a las mismas definiciones de las formas literarias para expresar realidades superpuestas: contracciones de figuras, fusiones de metáforas, transmutaciones de imágenes, y, sobre todo, sobre todo, disciplina de extrema densidad, esa última palabra de densidad, entendida en su sentido fuerte y físico: cociente de la masa por el volumen. El Apocalipsis condensa en un volumen visionario extremadamente reducido una masa enorme de hechos futuros, históricamente dispares, dispersados inmensamente en el
tiempo; en el caso presente, la ruina de Jerusalén, la Parusía o segunda venida de Cristo como Señor y juez, y, finalmente, el fin del mundo. Esta condensación visionaria de la historia se opera a nivel de la Revelación divina, en un punto de unión de la eternidad con el tiempo, en el punto de irrupción de la Palabra de Dios en la historia. Es decir, muy por encima del suelo, de la prosa, del curso ordinario de las cosas, del discurso trivial del lenguaje humano.
No obstante, entre el Apocalipsis, por una parte, y el poema en sentido mallarmeano, por otra, hay una inversión de valores. En el poema, la palabra es lo primero y arrastra, por decirlo así, el sentido, lo condensa por encima de la prosa. En el Apocalipsis, la visión del profeta es primaria, sacude las palabras y las metáforas, las condensa a una altura vertiginosa, por encima del tiempo real e incluso del tiempo gramatical: "Antes que naciera Abraham, yo existo". El Apocalipsis es el rocío de la historia, condensa en las praderas del lenguaje humano enormes acontecimientos distantes unos de otros, pero expresados en la eternidad.
* * *
56. Es una pregunta de los Apóstoles, siempre un poco tontos, lo que pone en marcha el discurso apocalíptico de Jesús. Hay alguna indicación de que esa pregunta y la respuesta que le siguió tuvieron un círculo de oyentes más amplio que el de los apóstoles, porque la demanda de explicación que sigue se hace más tarde y en confianza, como si los apóstoles se hubieran asustado de las imprudencias de lenguaje de su Maestro. "Salió Jesús del Templo, y ya iba andando, cuando se acercaron sus discípulos para hacerle ad mirar el edificio del Templo. Pero él contestó: -¿No veis todo esto? Pues os doy mi palabra de que no se dejará así piedra sobre piedra que no sea destruida."
No nos podemos apenas imaginar que choque fue, para esos buenos israelitas, el anuncio de la próxima ruina del Templo. Tenían confianza en su Maestro, pero tal profecía les pareció terrible. Entonces, aún en Israel, y por un poco de tiempo, el Templo y la montaña de Sión, residencia visible de Dios y escabel de su gloria, eran el centro mismo de toda religión del verdadero Dios vivo. Jesús no anunciaba nada menos que la destrucción total de ese centro. Ya había predicho del modo más tajante que la verdadera religión se universalizaría, aun en su culto, y que ese culto sería a imagen de Dios, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna parte. Había hecho esa confidencia al azar de un viaje, al borde de un pozo, a una mujer de costumbres ligeras. Verdaderamente, es muy extraña la manera como Cristo elegía a sus interlocutores y sobre todo a sus interlocutoras. Maria Magdalena, la pecadora, y esta mujer samaritana, recibieron sus confidencias más preciosas. Eso tendría que hacer reflexionar a las viejas beatas, tan perversas como feas, que se pasan el tiempo hablando mal de las jóvenes.
"Él le dijo: -Ve a llamar a tu marido, y ven aquí.
"La mujer contestó: -No tengo marido.
"Jesús le dijo: "Bien dices "no tengo marido": porque has tenido cinco maridos, el que tienes ahora no es tu marido. Eso lo has dicho de verdad.
"La mujer le dijo: -Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y vosotros decís que en Jerusalén está el sitio donde hay que adorar.
"Jesús le dijo: -Créeme, mujer, que viene la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y es ahora, en que los verdaderos adoradores adoren al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre busca quienes le adoren así. Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad.
"La mujer le dijo: -Sé que viene el Mesías, el llamado Cristo; cuando venga él, nos lo anunciará todo.
"Jesús le dijo. -Soy yo, el que te hablo."
Además de la personalidad de los dos interlocutores, hay muchas cosas sorprendentes en este diálogo relatado por Juan. Jesús se afirma, se mantiene, se proclama en la tradición de Israel, no sólo proclamando su mesianidad personal, sino afirmando solemnemente la legitimidad de Israel y del Templo hasta él, porque la salvación sale de los judíos como de su fuente. Hay también estas palabras extraordinarias: "El Padre busca quienes le adoren así". El hombre está en busca de Dios, pero también Dios busca al hombre: los dos parecen estar en la noche. La eternidad es noche para el hombre, pero el tiempo parece ser para Dios noche de la noche. Sin embargo, es preciso que uno y otro se busquen donde habitan, y, cuando se encuentren como a tientas, es "en una noche oscura". Para precisar aún, lo que Jesús anuncia a la Samaritana no es una religión desencarnada, ya que se revela como el Mesías y es carne también, sino que es una religión en que Jerusalén y su Templo ya no serán el único centro. Vuelco inmenso, que los fariseos, y el judaísmo bajo su influjo, aceptarán medio siglo más tarde, pero que en la época de Jesús era prematuro ' y sin duda blasfematorio, sólo considerar. Ese punto entrará incluso en el primer apartado de los motivos de la condena de Jesús.
San Pablo no es hombre para detenerse en camino. Se remontará a los orígenes mismos del Templo, desarrollará las últimas consecuencias, para todos nosotros, de la identidad en lo sagrado entre el Templo y el cuerpo de Cristo. En su primer texto a los Hebreos, explica que Jesús es a la vez el gran sacerdote, la ofrenda y también esa tienda, ese Tabernáculo, anterior incluso a la tienda sagrada construida por Moisés, porque Moisés ha construido la tienda sobre un modelo anterior que le fue mostrado en la montaña. Para san Pablo, ese modelo anterior a todas las habitaciones terrestres de Dios entre su pueblo, es Jesús: "Antes de que naciera Abraham yo existo". Pero también, antes de la primera tienda y del primer Tabernáculo de Dios en el desierto, Existe. He aquí el texto de la epístola a los Hebreos: "Lo principal de lo que hay que decir es que tenemos un gran sacerdote semejante, que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y de la tienda, verdadera, la que ha levantado el Señor, no un hombre. Pues todo gran sacerdote está establecido para ofrecer dones y sacrificios, por lo que es necesario tener también algo que ofrecer. Entonces si Jesús estuviera en la tierra, no seria sacerdote, porque los hay que ofrecen los dones conforme a la Ley, y esos aseguran el servicio de una copia y una sombra de las realidades celestes, tal como se le advirtió divinamente a Moisés, cuando construyó la tienda: "Mira", se dice, "harás todo según el modelo que se te ha mostrado en la montaña." (Ex. 25,40)
Siguiendo, como un cazador por la pista, esa migración fantástica de la Presencia de Dios, desde el modelo en la montaña hasta la tienda en el desierto, desde la tienda hasta el Templo de Jerusalén, desde el Templo de Jerusalén hasta el Cuerpo de Cristo, desde el Cuerpo de Cristo hasta su cuerpo místico que es la Iglesia, Pablo concluye triunfalmente, como el acoso concluye la caza: "¿No sabéis que sois un Templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el Templo de Dios, a él destruirá Dios. Pues el Templo de Díos es sagrado, y ese Templo sois vosotros".
Otra vez, Jesús fue aún más explícito. "Estaba cerca la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los que vendían bueyes y ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciéndose un látigo con cuerdas, echó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes y a los cambistas les desparramó las monedas y les volcó las mesas, y dijo a los que vendían palomas: -Quitad esto: no hagáis la casa de mi Padre casa de comercio… Los judíos le replicaron: -¿Qué señal nos muestras para hacer esto?- Jesús contestó: -Destruid este templo, y en tres días le levantaré.- Y los judíos dijeron: -En cuarenta y seis años se construyó este templo, ¿y tú lo levantarás en tres días?- Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y luego, cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron los discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que dijo Jesús..." '
En esa escena, Jesús empieza por actuar como dueño absoluto en el Templo, echando a los mercaderes: en la casa de su Padre, está en su casa. Luego identifica el Templo con su cuerpo, procedimiento atrevido que tiene mucho del arte poética del Apocalipsis. Sus adversarios cuentan los años de la construcción del Templo, ellos se quedan en el plano de la prosa, pero él habla con a extrema a densidad del poeta, con transmutaciones súbitas que expresan y cubren reemplazos y sustituciones reales. En su plano, el lenguaje de Jesús es más preciso, más completo, más exacto que el de sus adversarios. La prosa es pesada y cobarde.
Un exegeta contemporáneo, el P. Louis Bouyer, me parece que ha entrado profundamente en la comprensión del Apocalipsis judeocristiano, en su carácter de conflicto revolucionario sin misericordia, "Hay dos mundos sucesivos, ambos formados de elementos visibles e invisibles mezclados, y uno de estos mundos debe invadir al otro y suplantarlo… Sin embargo, en cuanto se pueda hablar de mística en Israel, el mundo en que se deja ver Dios no aparece tanto como pasado cuanto como futuro. Más exactamente, para reintroducir el elemento de iniciativa personal, tan esencial a Yahvé: es el mundo que viene... La Presencia divina que espera Israel es exactamente una presencia que debe hacer una entrada triunfal en este mundo, como sobre un carro de guerra... Así la oposición de los dos mundos sucesivos considerados por la mística de Israel se nos aparece finalmente como algo muy diverso de una sucesión o de una alternancia. Se trata de que uno de esos mundos suplante al otro y ocupe su lugar a viva fuerza. Por eso el día de Yahvé, el día en que empieza su reino, es el día del juicio, de la crisis que ha de desenlazar la historia presente por la irrupción dominadora de la potencia soberana... Ese designio de Dios se realizará de una manera inconcebible para los hombres: el pueblo de Dios será salvado en virtud- de su catástrofe, y e advenimiento del reino divino se realizará en el derrumbamiento de todo imperio terrestre… "
De ahí la ambigüedad y aun la ambivalencia subyacentes a todo el Evangelio, y sin duda a mentalidad judía contemporánea de Jesús. Cuando los apóstoles hubieron oído, horrorizados, el anuncio de la ruina del Templo, se acercaron a su maestro en secreto, para pedirle explicaciones: "-Dinos, ¿cuándo será eso, y cuál la señal de tu venida y del fin del tiempo?-". Para ellos y sin duda para muchos judíos de la época, y después para Ben Kochba, era imposible que el Templo fuera profanado sin que la creación entera se derrumbara y el mundo llegara a su fin. Jesús, sin embargo, había dicho que el Templo sería remplazado por su propio cuerpo, había dicho a la Samaritana que el culto del verdadero Dios tendría ya su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna parte, profecía perfectamente compatible con la precedente y realizada a la perfección en la Eucaristía y en la comunión de los santos. En ambos casos, no habló del fin del mundo: fueron los discípulos quienes, en su pregunta, juntan la ruina de Jerusalén, la Parusía y el fin del mundo.
Los israelitas fervientes estaban vueltos por entero hacia el porvenir, hacia el juicio de Dios, al que siempre habían llamado "el gran día de Yahvé"; presentían, e incluso sabían, que su patria terrestre, sus tesoros, su historia, su Templo y su Gloria, eran el arranque y el presagio de grandes cosas futuras, dignas de Dios y de sus promesas. Como Proust se fue "en busca del tiempo perdido", el pueblo de Israel se había movilizado en busca del mundo futuro, del siglo por venir que había que ganar a toda costa" en que todo seria más bello, más feliz, más puro, pues solo Dios reinaría entero en todos, y enjugaría las lágrimas en nuestros rostros. El Diablo seria definitivamente vencido y relegado al abismo. Entrando decididamente en esa tradición y en esa perspectiva, Jesús proclamaba que Israel no era mas que la sombra de lo que iba a venir, sombra proyectada por una realidad radiante erigida delante de él, casi al alcance de la mano. Así son los planetas, mitad día, mitad noche, y la mitad de noche sueña que mañana será de luz.
Hay un Templo de Salomón, que había remplazado a su vez a una tienda, pero habrá un Templo más perfecto, de que el Templo histórico no fue más que su sombra. Hubo un reino de Israel, pero habrá otro reino, el reino que viene, el reino d ' e Dios, el Israel de Dios, de que el reino de David no era mas que sombra y anuncio. Hubo una alianza hecha con Abraham, y una semilla de Abraham portadora de esta alianza, pero habrá otra Alianza, ya no para el tiempo sino para la eternidad, de que la alianza con Abraham era sólo la sombra, y en el interior de esta nueva Alianza, la verdadera semilla de Abraham será espiritual, eterna, universal. Hubo una Jerusalén histórica, ciudad de los reyes, ciudad gloriosa, ciudad de Dios, pero que sólo era la sombra de una Jerusalén venidera, "la Ciudad santa, la Jerusalén nueva, que bajaba del cielo, desde Dios, hermosa como una novia embellecida para su esposo." Hubo el cordero cuya sangre marcó con una tau las casas de los hebreos ara protegerlos de los golpes del ángel exterminador, y liberarlos de la servidumbre de Egipto, pero ese cordero no era más que la sombra y la figura de otro Cordero, inmolado sobre la tau de la cruz y que borra el pecado del mundo: "Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Y toda criatura en el cielo, y sobre la tierra, y bajo la tierra, y en el mar, y en el universo entero, gritaron: -Al que está sentado en el trono, y también al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria, el poder por los siglos de los siglos-". Hubo reyes de Israel, "hijos de Dios" e hijos de su pueblo, pero habrá un Mesías, Rey del siglo venidero. El título estrictamente apocalíptico que tomó Jesús, "el Hijo del hombre", confiscará en su beneficio todas las propiedades mesiánicas, todas las prerrogativas pasadas y futuras del antiguo Israel.
Se comprende muy bien que, en lo sucesivo, para inmunizar al judaísmo contra la influencia cristiana, los fariseos dejarán de lado la prodigiosa tradición apocalíptica de Israel, que, desde Ezequiel- Daniel, daba su sentido al mesianismo y al profetismo judíos. Jesús fue infinitamente más judío que los fariseos, que encerraron al judaísmo en la funda de hierro de su legalismo, mientras que antes de ellos se tiene la impresión de que fue muy poético, muy libre, muy místico. Jesús tomó toda la tradición de Israel, hizo salir su sentido poético, y no dejó a un lado más que lo que era humano, demasiado humano, prosaico, y ahogaba la Palabra de Dios; lo cumplió todo soberanamente en un sentido resplandeciente, en una esperanza grandiosa. Y nunca fue más auténticamente judío que en su discurso apocalíptico.
Ese discurso apocalíptico cuenta a su manera el plan de Dios, como el arco iris nos revela a su manera, al otro lado de las montañas, un plano de agua que no se ve. El error estaría en exigir a esa narración los hitos y señales kilométricas que exigimos a los mapas de carreteras. El Apocalipsis no es un mapa de carreteras del porvenir, sino que más bien nos da la imagen que tenemos del cielo estrellado, en que la situación respectiva de los astros es evidente, pero en que las distancias son imposibles de valorar a simple vista. Y han nacido hace miles de millones de años otros astros cuya luz no nos ha alcanzado todavía.
* * *
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