conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XIX.- La Hora de Cristo ha llegado (I)

59. Estábamos en plena mitad del enfrentamiento entre Jesús y sus enemigos. Nada tan incierto como el desenlace. El suspense estaba en su paroxismo. En ocho días, de domingo a domingo, todo iba a jugarse con vuelcos de fortuna y situaciones propiamente inauditas. Pienso que la conducta de Jesús en esos días debería analizarse con tanto cuidado como se ha analizado en las Escuelas de guerra la campaña de Italia de Napoleón. Es una mezcla de prudencia y de audacia, mucha audacia para un poco de prudencia, que puso al alcance de ese hombre la victoria política y el imperio del mundo, hasta el punto de que hubiera podido llegar a ser el émulo de Cesar y de Alejandro. No lo quiso: él apuntaba más alto y más lejos.

Por lo demás, no era tan fácil comprender los objetivos de Jesús, sus intenciones, sus maniobras. Creo que, con muchos otros, judas engañó en eso, y que su traición brotó de una primera reacción: "¡Es demasiada estupidez!". A través de esa terrible semana, los que, en muy pequeño numero, permanecieron fieles a Jesús hasta el final, permanecieron con él sólo por amor. La inteligencia se queda enseguida sin aliento. Más allá de las batallas perdidas, ya no hay camino sino para el amor y el honor. La inteligencia puede seguirlos aún, pero como su cautiva. El milagro ahí es que, la mañana de Pascua, la inteligencia fue también recompensada. Pero judas ya no estaba allí para ver que, después de todo, no era una estupidez tan grande como él había creído. Siempre es honroso seguir a Jesús hasta en sus peores humillaciones, y, en definitiva, nunca es una estupidez.

Se llama "santa" esa semana; también se la podría llamar "la semana terrible" o, "la semana negra", porque, día tras día, se tiene la sensación de hundirse en la noche de la noche.

Ahora se trata, pues, de la muerte de nuestro Señor Jesucristo. Diré que quiso libremente morir de mala muerte; diré por qué quiso morir así. Diré que le quisieron matar, que por fin le mataron, diré que quisieron que muriera con la muerte de los esclavos rebelados, con la muerte de los blasfemos. Diré por qué le quisieron matar así. Diré como se produjo todo eso, y que, en el punto en que estaban las cosas entre sus adversarios y él, era difícil que fuera de otro modo. Todo es anormal en esa historia atroz, y esa misma historia sólo podía estallar en circunstancias anormales. La tierra temblaba en Israel.

Ante todo, Israel era en esa época una nación militarmente vencida, oprimida, a, y ¿por cuál vencedor? Roma, potencia grosera y brutal si las ha habido. Es verdad que muchas otras naciones se acomodaron al yugo romano, pero el honor de Israel esta en no haberse acomodado nunca. Para un judío piadoso, todo era insoportable en la dominación romana, toso, pero en especial la idolatría, esa idolatría especialmente embrutecedora que siempre a hecho tantos estragos en las conciencias: la adoración de la razón de Estado. Hoy todavía no nos hemos liberado de esa idolatría a que han sucumbido tanto Lenin como Charles Maurras.

Como Hitler a Francia, durante la guerra, los romanos habían tenido la habilidad de dejar a Israel un fantasma de autonomía, una ficción de gobierno nacional. Por naturaleza y por necesidad, ese gobierno colaboraba con el ocupante; su razón de Estado era salvar lo que se pudiera, hacer todo lo posible por evitar la agravación, siempre posible, de la situación. Aunque teocrático y sacerdotal, ese gobierno tenía preocupaciones principalmente políticas: se cuidaba menos de complacer a Dios que de no disgustar a Roma. La potencia de Roma era tan evidente que cualquier rebelión parecía imposible. El mesianismo judío, con su promesa deliberación nacional, podía estropearlo todo. Los que tenían a su cargo conservar lo que quedaba de independencia nacional desconfiaban instintivamente de todo movimiento temerario que pudiera provocar el derrumbamiento del frágil edificio que se empeñaban en mantener en pie. Todo eso, lo hemos visto de cerca y lo hemos conocido muy bien. Un gobierno colaborador no obtiene con ello la estima y la confianza del ocupante, pero, en la medida en que su pueblo ha conservado su orgullo, recibe el desprecio y la desconfianza de ese pueblo. Leyendo entre líneas de los Evangelios, una situación así era la que existía en Israel.

Nunca la esperanza teologal estuvo tan tensa, como cuerda de arco; nunca, tampoco, las promesas de Dios a su pueblo, magníficas y solemnes, chocaron tanto con la humillante realidad. La Promesa era el imperio del mundo. La realidad era la servidumbre. La clase dirigente e intelectual hacía su oficio: dirigía a la nación, día a día, y conservaba sus privilegios. El pueblo, por su parte, creía que Dios, su Dios, liberaría a Israel. Nadie sabía cuándo ni cómo, pero la esperanza se mantenía intacta. El pueblo era sordo a los argumentos del realismo político: la omnipotencia de Roma, la de las armas y de la administración, le parecía despreciable al lado de la fuerza del verdadero Dios. El conflicto en que Jesús hallaría la muerte fue un conflicto entre el realismo político (hay que salvar lo posible) y la esperanza teologal (Dios, aun solo, y sobre todo si está solo, es el único capaz de salvarlo todo).

La esperanza dice "no" igual que "sí", hay un honor en, ejercer la esperanza. Nunca quizá hubo nación, en conjunto, más fiel al honor de la esperanza teologal que el pueblo judío en tiempo de Jesús. Pero, como siempre y en todas partes, la clase dirigente estaba entregada al derrotismo. "Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán a nosotros, y el Lugar Santo, la nación." Es el espíritu de Munich. El derrotismo da lugar a una transferencia del odio: ya no se detesta al enemigo, sino que hay que detestar al hombre de honor y de esperanza que provoca al enemigo. Eso también lo hemos visto y sufrido nosotros.

El bautismo de Juan, signo de la conversión del corazón a Dios, signo también de fe en el próximo advenimiento del Reino, había cortado en dos a la nación: se había vuelto en Israel signo de reunión de la esperanza, el sacramento del honor contra el realismo político y sus prudencias. Exactamente, aunque en otro plano, como el llamamiento del 14 de junio de 1940 cortó en dos a Francia. Hay que decir y repetir que, para Jesús, aunque la partida era dura, estaba muy lejos de haberse perdido por adelantado; muy al contrario. El asunto se presentaba muy mal para el gobierno. Juzgando las cosas desde un punto de vista humano, el asunto podía desembocar muy bien en una gigantesca noche de San Bartolomé, en que todos los adversarios de Jesús habrían sido exterminados. Jesús se jugaba la vida, es evidente, y los sucesos lo probaron. Pero sus enemigos se jugaban también el pellejo, por las buenas, y lo sabían. Si no se ve eso en el comienzo, hay peligro de comprender mal esa semana terrible y sangrienta.

"Uno de los días que enseñaba al pueblo en el Templo, dando la Buena Noticia, ocurrió que se presentaron los grandes sacerdotes y los sabios, junto con los ancianos, y le dijeron: -Dinos, ¿con qué autoridad haces esto, o quién es el que te dio esta autoridad?-. Él les replicó: -También yo os preguntaré una cosa; decidme: El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres?-. Pero ellos calcularon entre sí, diciéndose: -Si decimos "del cielo". preguntará: "¿Por qué no creísteis en él?". Pero si decimos: "De los hombres", el pueblo entero nos matará a pedradas, porque están convencidos de que Juan es un profeta-. Y le contestaron que no sabían de dónde era. Jesús les dijo: -Yo tampoco digo con qué autoridad hago esto-."

El circuito queda perfectamente cerrado: en el desenlace de la aventura temporal de Jesús, hay este regreso al punto de partida y al bautismo de Juan. Es hermoso que la cuestión de ese bautismo, de su legitimidad y de su significación religiosa, vuelva tan solemnemente, y cargada de amenazas, en ese comienzo de la semana en que "se llevará a cabo toda justificación".

Hay que leer, en los Evangelios, esos diálogos, cargados de sobreentendidos, minados de explosivos, en que el designio de perder a Jesús está tan claro como el día, pero en que el mismo Jesús aparece fabulosamente irrefutable y amenazador. "Lo oyeron los grandes sacerdotes y los sabios, y buscaban cómo hacerle morir; pero le temían, porque todo el pueblo estaba admirado de su enseñanza."

El contexto de las discusiones referidas por los Evangelios está tan alejado de nosotros, que esas mismas discusiones pueden parecernos juegos académicos, cuando eran duelos a muerte, como los pases en una corrida. El miedo está ahí, en el fondo de todas las miradas, dispuesto o transformarse instantáneamente en pánico o en dispersión, para un bando como para el otro, o líen al contrario, a transformarse en implacable crueldad al menor signo de debilidad en el adversario. Nosotros también hemos tenido miedo, y sopeso exactamente la densidad de esos momentos. Esto, al menos, no es académico; el miedo es de todos los tiempos.

Pues del lado de Jesús, también había miedo, y con justa razón. Marcos escribe: "Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús se les adelantaba; ellos estaban asombrados, y le seguían con miedo". Juan también anotó que, en la última subida hacia Jerusalén, los apóstoles sabían que arriesgaban la vida: "Vayamos también a morir con él..."

¿Y Jesús? Él no tiene miedo, al menos, todavía no. Sabe por adelantado el resultado fatal, no hace de ello un secreto, sino que habla abiertamente sobre ello a quien quiere oírle. Todas las precauciones ya son fútiles. Mientras que sus enemigos se creen al borde de la derrota y desesperan de la victoria, él les predice esa victoria, aun que acompañada de ciertas consecuencias que ellos no valoran, Ni siquiera se cuida ya de una posible reconciliación, cuanto menos de un compromiso. Concentra su elocuencia, que nunca fue tan hiriente, en poner en claro definitivamente, antes de morir, su situación personal y la de Israel.

Afirma solemnemente el fin del racismo y del nacionalismo religioso. Proclama la ampliación, el estallido de la antigua religión. Volviendo a tomar una metáfora célebre de los profetas, que gustaban de comparar a Israel con una viña, Jesús habla mas generalmente de la heredad de Dios, del Reino de Dios como de una viña entregada en aparcería a unos campesinos en un país lejano. Como el dueño está lejos, los viñadores acaban por considerarse propietarios de la viña y por comportarse como tales. Entonces el dueño envía intendentes para pedir cuentas y percibir su parte de las vendimias. Y pasa esto:

"Había un hombre, propietario, que plantó una viña, la rodeó de vallas, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos campesinos y se marchó lejos. Cuando vino el momento de la vendimia, mandó a sus criados a ver a los campesinos y llevarse su parte. Pero los campesinos agarraron a los criados, golpearon a uno, mataron a otro y a otro le apedrearon. Mandó de nuevo criados, mas que la primera vez, e hicieron lo mismo con ellos. Por fin les mandó a su hijo, diciendo: "Tendrán respeto a mi hijo". Pero los campesinos, al ver al hijo, dijeron entre ellos: "Este es el heredero: vamos a matarle y tendremos su heredad". Y le agarraron, le echaron de la viña y le mataron. Entonces, cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con esos campesinos? Le dijeron: -Matará de mala manera a esos malhechores y arrendara la viña a otros campesinos que le den su parte a su tiempo... -. Jesús les dijo: -Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se le entregara a un pueblo que dé sus frutos-. (Mt. 21,33-43)

Al oír sólo enunciada esa eventualidad, los adversarios de Jesús exclaman: "-¡No lo quiera Dios... !-"(Lc. 20,16). ¡Admirable protesta, admirable discusión, admirable nación! Aun los que se disponían a asesinar al hijo bien amado no querían renunciar al Reino de Dios y a la más alta vocación de Israel, que era servir de arranque terrestre cabeza de puente de ese Reino. Id ahora a amenazar a los grandes de este mundo, a los dirigentes de América de Rusia, de Francia, de Inglaterra, de China popular, diciéndoles que se les ha quitado el Reino de Dios... Se burlan del Reino de Dios. No se encolerizarán por ello, no matarán a un hombre por ello, aunque ese hombre sea Jesucristo. El Reino de Dios ha dejado de interesar a las naciones; en todo caso, les interesa menos que el petróleo y el uranio, e incluso que la mantequilla y la margarina.

Pero ¿quizá es menos sencillo? Para sentirse vivir, una gran nación tiene necesidad de algo más que de una economía próspera. Se ve en ciertos signos. Id a decir a los ingleses que ya no son la patria del habeas corpus y de la Carta magna, a los americanos que ya no son a p la libertad y de la Declaración de independencia, a los franceses que ya no son la patria de los Derechos del Hombre, a los rusos que ya no son la patria de la Revolución: todos lo tomarán muy a mal, pues las naciones son susceptibles. Lo que hay derecho a exigir a todos y a cada uno, individuo o nación, es que la vocación que cada cual ostenta la tome en serio y dé sus frutos.

Predecir que el Reino de Dios le sería quitado a Israel era predecir el fin mismo de la nación, o al menos una mutación tan profunda de la nación que la haría difícil de reconocer. "Vuestra casa quedará abandonada."(Mt. 23,38) "¡No lo quiera Dios!", Responden los jefes de esa nación. Saben muy bien que esa nación sólo está hecha para el Reino de Dios, lo cual es la más alta vocación que haya recibido nunca una nación: la nación al servicio del Reino, no el Reino al servicio de la nación.

Al afirmar: "Se os quitará el Reino y se le dará a una nación que dé sus frutos", Cristo hace una revolución. Separa definitivamente la verdadera religión del nacionalismo y del racismo. Aquí, nos encontramos en terreno muy conocido; el contexto no ha cambiado mucho. Cristo ha muerto víctima del furor racista y nacionalista. Entra en la lógica de la nación exigir al ciudadano una devoción total y propiamente religiosa. Jesús cayó víctima del nacionalismo lo que hace de él un mártir muy moderno. No es que la nación sea mala en sí, pero darle todo, cuerpo y alma, adorarla y amarla por encima de todas las cosas, es una idolatría como otra, peor que otras, y cuyos estragos hemos visto.

Los apóstoles, los primeros discípulos de Cristo, debieron quedar muy impresionados por esa separación decisiva entre el Reino de Dios, por una parte, y la nación y la raza, por otra parte. Fueron la primera generación de jefes en la Iglesia católica. "Es notable que, al día siguiente de la Ascensión del Señor, todos los miembros, absolutamente todos" sin excepción, de la jerarquía católica (papa, apóstoles, obispos, sacerdotes), todo eran judíos, de raza y de nacionalidad judías. Cincuenta años después, la jerarquía de la misma Iglesia católica estaba enteramente en manos de los no-judíos, de arriba abajo de la escala. Históricamente, eso se explica por muchas razones. Sin embargo, el hecho es que esa primera generación de obispos y de sacerdotes cristianos, todos ellos judíos, dio, para los siglos posteriores, un ejemplo resplandeciente y singular de desinterés racial, de internacionalismo y de universalismo generoso, No se creyeron propietarios del Reino de Dios; Les bastó ser sus primeros servidores, las columnas de la Iglesia. Esos judíos, cuya raza se dice tan avara, tan ávida, observaron, y muy sólidamente, el mandato entero de la Iglesia católica, abrieron sus manos y entregaron liberalmente ese mando a no-judíos.

Digo que es un ejemplo singular, pues en realidad es único en los dos milenios de la historia cristiana. Es verdad que durante mucho tiempo las solidaridades Racionalistas tuvieron poco peso en la elección de los obispos y del papa. Pero, a fines de la Edad Media, Francia rompió esa tradición: cuando dispuso del papado, se lo guardó todo lo que pudo. A su vez, Italia, cuando dispuso del papado, hizo lo mismo, y lo conserva todavía hoy. Y sólo en nuestros días se ve a la raza blanca abandonar una parte de sus privilegios históricos en la jerarquía católica. En el fondo, aun cuando se trate de religión y de Reino de Dios, creemos con naturalidad que el mismo Dios no puede prescindir de nosotros, como si su Espíritu no pudiera soplar donde quisiera.

Los apóstoles y los primeros obispos habían comprendido profundamente la enseñanza de su Maestro. Como él, no eran nacionalistas; sin eso, se las habrían arreglado para que la jerarquía católica siguiera siendo judía el mayor tiempo posible, y aun quizá para siempre. Los apóstoles no creyeron en la superioridad exclusiva de su raza y de su nación; creyeron que el Reino de Dios y la autoridad del Espíritu Santo se transmitían realmente por la imposición de sus manos santas y venerables, que habían tocado al Señor. Entonces, esas manos, las impusieron, sin ninguna consideración de raza o de nación, sobre las cabezas de los que juzgaron dignos de continuar la obra del Reino de Dios. ¡Benditos sean! Gracias a ellos la Iglesia es católica. Y no es por culpa de ellos por lo que la Iglesia no es en realidad tan universal como debería serlo.

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