conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XIX.- La Hora de Cristo ha llegado (II)

60. En unos meses, Jesús había logrado lo que quizá sea más difícil en toda gran carrera política. Había llegado a ser el punto de mira de toda la nación. No se hablaba más que de él; lo que iba a decir, lo que iba a hacer o no hacer, era a diario el suceso del día.

Al acercarse Pascua, Jerusalén hormigueaba de gente. Estaban no sólo los habitantes que se disponían a las fiestas, sino peregrinos por millares venidos de toda Palestina y de toda la Diáspora. Las calles y los zocos no se vaciaban. Todo el mundo estaba al corriente de la excomunión de Jesús por los sacerdotes, todo el mundo conocía el insolente milagro de Betania, en que Jesús había resucitado a un muerto que llevaba en su tumba cuatro días, y todo el mundo sabia que, después de ese milagro -prudencia o maniobra- Jesús y su grupito habían desaparecido otra vez. Una pregunta volaba de boca en boca: ¿Jesús aprovecharía, o no, la reunión de todo el pueblo en torno a su Templo y su Dios para celebrar en medio del pueblo congregado la mayor fiesta del pueblo elegido, y quién sabe si para hacerse consagrar rey de Israel; y qué haría con su victoria?

Así, a unos días de su muerte, Jesús dominaba enteramente la situación. Era lo contrario de un vencido. El lado extraño de su posición es que parece que fue el único que previó él mismo su próxima muerte ignominiosa. Enemigos, amigos, la multitud, todos creen en su triunfo. Él solo está en el secreto del acontecimiento ya maduro.

No del todo, sin embargo. Cerca de él, una mujer ha adivinado lo que iba a pasar, no por genio político, del que parece desprovista, sino por amor. Ama al Señor. Mucho antes que la lanza del soldado romano, ella traspasó y sacó a la luz ese corazón, rey y centro de todos los corazones; ella leyó en él su destino inexorable. Ella vio en él, fatal, la muerte de amor del que, unas horas más tarde, iba a decir: "No hay amor mayor que este: que uno dé su vida por sus amigos". Mientras todos los demás admiran los milagros y hablan de ellos, esa mujer admira el amor y su corazón se oprime en silencio. Los milagros son una demostración de fuerza, y la ley de la fuerza es imponerse cuando es la más grande. Esa mujer sabe como cualquiera que Jesús es el más fuerte, que es propiamente invencible, pero sabe, y es la única en saberlo, que no se trata de eso, absolutamente no se trata de eso. Esa mujer sabe que la ley suprema del Reino inaugurado por Jesús a fuerza, sino el amor.

Esa mujer ha comprendido por adelantado el destino de Jesús, porque, más que los demás, y en ese momento prácticamente la única, ha comprendido que los milagros sólo tenían utilidad como demostración al servicio del Reino de Dios, pero que el amor era la esencia misma de ese Reino. Y en eso es trágica esa mujer, única, extremada; ha comprendido que la demostración suprema, irrefutable, del amor, es la muerte, la muerte dolorosa, lúcida, ofrecida libremente, dada por nada, sin contrapartida. En medio de los preparativos de fiestas, de los tumultos populares, de los rumores, en medio del conflicto del entusiasmo y del odio, esa mujer, por su parte, sólo piensa en el amor y en su flor maravillosa, la muerte. Más allá del taumaturgo, más allá incluso del poeta, ve en Jesús a un conquistador, si, pero con un modo de conquista única, en que es a la vez sacrificador y víctima; sabe la naturaleza de la victoria para la que ha nacido este conquistador; esa victoria es la muerte de amor en que entrará con paso seguro y con los ojos bien abiertos.

Esa mujer mide por adelantado la enormidad del acontecimiento. El Señor, creador del cielo y de la tierra, dueño absoluto de la eternidad y de la historia, que se ha encarnado por amor para ser un hombre entre los hombres, para no deslumbrarnos con su divinidad, es Rey, pero nunca ha proyectado otra conquista que la conquista de nuestra libertad, y sabe que la libertad humana que ha creado no se inclina más que ante el amor. Sabe que nuestra libertad, inducida por amor a su Reino, es la salvación y la consagración misma de esa libertad. Entonces va a dar el último toque a la obra maestra de su Reino con su muerte amorosa, ejemplo de todo extremo de amor.

Esa mujer que ha ido tan lejos en la comprensión del corazón de Jesús y en la compasión, esa mujer única, y en ese momento muy por encima de los apóstoles, es María Magdalena, la pecadora del Evangelio de Lucas, liberada por Jesús de siete demonios, la heroína del Evangelio de Juan, hermana de Lázaro, resucitado por Jesús le entre los muertos.

En el umbral de esta negra semana en que se realizaron la redención de nuestros pecados, la derrota de Satán y la salvación del mundo, esa mujer, está ahí, de pie, con, una ánfora de perfume precioso en las manos. Como la Diótima de Platón, aparece en medio de un banquete. Como Juan Bautista bautizó al Señor vertiendo sobre su cabeza el agua del jordán, ella ungirá al Señor con vistas a su sepultura vertiendo sobre su cabeza el aceite perfumado y real. Como Ezequiel, tiene que representar una pantomima muda y elocuente ante el Rey del Paraíso, a la vista de la Casa de Israel, en el centro de la naciente Iglesia católica, pantomima rica en significado hasta el fin del mundo. Ya he citado esa pantomima de Ezequiel, que encuentro tan expresiva del destino de Israel: "Meterás tus cosas en un hatillo de desterrado, en pleno día, ante sus ojos. Y, al caer de la noche, ante sus ojos, saldrás como salen los exilados. Ante sus ojos, haz un agujero en el muro, por donde saldrás. Ante sus ojos, te cargarás el hatillo al hombro, y te escaparas en la oscuridad. Te cubrirás el rostro para no ver más el país. He hecho de ti un símbolo para la casa de Israel". Quien ha robado el exilio, no puede dejar de sentir la amargura de esa trágica pantomima.

Pero quien ha presentido la muerte de un ser amado, no puede tampoco ser insensible a la solemne tristeza de la ceremonia realizada por María Magdalena en víspera de la Semana Santa. Juan cuenta: "María, tomando una libra de precioso perfume de nardo auténtico, ungió con él los pies de Jesús, y le secó los pies con su pelo. (Mateo añade que le vertió perfume sobre la cabeza cuando estaba puesto a la mesa; hizo ambas cosas). Y la casa se llenó del olor del perfume. Pero judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que iba a entregarle, dijo: -¿Por qué este perfume no se ha vendido por trescientos denarios, para dárselos a los pobres?-. Pero eso no lo decía porque le importaran los pobres, sino porque era un ladrón, y, teniendo la bolsa, robaba lo que echaban. Jesús dijo entonces: -Déjala: ¿para el día de mi entierro es para cuando lo había de guardar? A los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre - ". Mateo completa estas palabras de Jesús: "Ella, al echar ese perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho para prepararme al entierro. Os doy mi palabra de que dondequiera que se anuncie esta Buena Noticia en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ha hecho ella". Por mi parte, yo, que también he recibido la misión de predicar el Evangelio, me guardo de olvidarlo.

Esta promesa tan extraordinaria y solemne, que vincula para siempre el destino del Evangelio a la memoria de esta mujer, joven y tan bella, esa mujer hecha para el amor y que, en toda su vida, nunca comprendió nada sino en el amor y por el amor, prueba así que basta amar para entrar mas profundamente que nadie en el Reino de Jesús. Cierto que, cuando se leen atentamente los Evangelios, las predicciones de Jesús concernientes a su pasión y su muerte son tan numerosas, tan explícitas, tan detalladas, que uno se sentiría tentado a pensar que María Magdalena no tenía mucho mérito al profetizar así la sepultura de su Señor. Le había bastado escuchar lo que él había dicho y repetido, haberlo retenido y proclamarlo ahora en una solemne pantomima muda, como un buen alumno traduce la lección aprendida del maestro.

Pero precisamente ella parece que fue la única que escuchó, comprendió y retuvo. En cuanto a los demás, fueron a lo más fácil; las predicciones de Jesús referentes á su Pasión y su muerte quedaron recubiertas por el ruido de los milagros, las aclamaciones de las multitudes, la oleada de los triunfos próximos. Él les hablaba como quien habla junto a una cascada: hay

que estar muy cerca sólo para oír. María Magdalena era la más cercana. Su excepcional mérito, de un extremo a otro del Evangelio, su propia fidelidad a sí misma, su profunda coherencia, es haber escuchado, comprendido y retenido de memoria todo lo que había dicho Jesús. El don profético de esa mujer proviene de su calidad de discípula excepcional de Jesucristo. Su profética pantomima recuerda y subraya las profecías del propio Jesús, igual que un contrapunto subraya la melodía principal; ella es profeta igual que un violín se armoniza con un primer violín.

Entre otras muchas predicciones, Jesús había dicho: «Yo soy el buen pastor... y doy mi vida por las ovejas... Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie me la arrebata, sino que yo la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para recuperarla: ese es el mandato que recibí de mi Padre". Otros muchos, bajo el impulso de imaginaciones generosas o paranoicas, ofrecen su vida, y mueren tranquilamente en su cama, anos después de esa ofrenda. Para mostrar la sinceridad de sus palabras Jesús murió en una cruz entre cielo y tierra. En la víspera misma de su muerte, y como un recuerdo, dirá: Es para que el mundo sepa que yo amo al Padre y que actuó tal como me ha mandado el Padre". Este mandato iba contra su pecho, como los doce fusiles del pelotón apuntados contra el pecho del que va a ser ejecutado. En esa situación, todo lo que se diga es serio. Sólo María Magdalena había comprendido esa situación.

Entonces, mientras en ese mismo momento todo es alegría, y los apóstoles, y sin duda judas en particular, valoran las probabilidades políticas de su Maestro, viéndolas cada vez más favorables, y apuestan por la revolución, y piensan en el trono de Israel y quizá ya se distribuyen los puestos, los ministerios, las carteras, esa mujer enlutada aparece en medio de ese banquete de fiesta, y, con la unción de un perfume precioso, anuncia que el cuerpo del mas hermoso de los hijos de los hombres no será pronto mas que un cadáver tendido bajo tierra. Después de tantas veces como Jesús había hablado de su hora, le estaba reservado a esa sombría y bella mensajera aparecer y anunciar en solemne silencio que esa hora acababa de dar al fin.

* * *

61. Al comienzo de este libro, he considerado la profecía como una tragedia. En toda la aventura temporal de Jesús, Dios, ya soberanamente fiel a sus promesas, permanece soberanamente fiel a su propio estilo, y ese estilo es el de la tragedia. A partir de la unción fúnebre y real de Jesús por María Magdalena, el desarrollo de la Pasión de Cristo obedece estrictamente a las reglas de la tragedia clásica.

En este relato archiconocido, el suspense es del mismo carácter que el suspense de una tragedia griega. Claro que sólo se puede tratar de una analogía, pero la teología entera es asunto de analogías. Una analogía así es la que me puede ayudar a que intente a mi vez el relato de esa dolorosa semana, me ayudará a poner el acento aquí o allá; cada director de orquesta "cuenta" a su manera y según su personalidad propia la misma sinfonía.

De todas las tragedias de Shakespeare, Macbeth es sin duda, si no la más conmovedora, al menos la más perfecta desde el punto de vista de la arquitectura dramática. Desde las tres primeras escenas, Macbeth sabe que será rey:

All hail, Macbeth, that shalt be King hereafter!

Pero no sabe, y Macbeth tampoco lo sabe, cómo será eso. El suspense está en la manera del cumplimiento inexorable de la profecía.

Lo mismo, para todos los comensales de ese banquete en casa de Simón el leproso y después que María Magdalena vertió sobre el cuerpo del Señor su perfume, después que Jesús explicó el sentido de su esto, todos deberían saber que Jesús va a morir, que será enterrado, que lo sabe por adelantado y que acepta su suerte por adelantado. Eso se expresó claramente, tan claramente como se dijo a Macbeth que sería rey. Falta por saber cómo llegará a eso Jesús. Por eso la Semana santa comienza verdaderamente en ese banquete, en esa unción de Cristo por María Magdalena. Porque ahí es donde arranca el suspense de toda la tragedia ineluctable.

Juan, que ha contado de la manera más precisa la Pasión de Jesús, con la seca objetividad de un atestado, es también el Evangelista al que seguiré más fielmente. Él anotó las reacciones de los asistentes a la unción hecha por María Magdalena, y en especial las reacciones de Judas. Insiste en la avaricia de Judas, a quien -con un sentido de la administración más bien irónico- Jesús había nombrado ecónomo del pequeño grupo, y a quien había confiado los cordones de la bolsa común. En todo lo que Juan dice sobre judas, se adivina un encarnizamiento sentimental contra el traidor. Muchos rasgos de los Evangelios, por lo demás, dan a entender que no era perfecta la armonía en el interior de la comunidad de los apóstoles. Pero entre Juan y judas, quizá hubo una rivalidad particular, por considerarse cada uno de ellos el primero junto a Jesús por algún título.

Habiendo reflexionado mucho, personalmente, sobre judas y los motivos de su traición, imagino que era una especie de Richelieu o de Talleyrand, que se sentía de madera de gran primer ministro, que creía profundamente en el porvenir político de Jesús, mientras que Juan era sencillamente "el discípulo que tanto quería Jesús". Judas soñaba asegurar, contra Roma y sus infames colaboradores, la liberación de Israel, del mismo modo como ya se había realizado una vez contra Faraón, cuyo ejército había, sido devorado por el mar Rojo. Los milagros de Jesús, su omnipotencia de taumaturgo, le parecían justamente a judas un instrumento d prestigio y de eficacia capaces de derribarlo todo, de arrastrarlo todo, de desencadenar la revolución y determinar triunfalmente su resultado.

Personalmente, no puedo creer que la codicia fuera la única causa de la traición de judas. Treinta dineros son una bagatela, un avaro se habría hecho pagar más. Y además, incluso esos treinta dineros, judas no se los quedó. No conservó hasta el final el papel de avaro.

Cuando Bernanos era niño, no podía menos de sentir una gran compasión por el miserable judas. ¿Cómo un hombre que había visto a Cristo de tan cerca, que le había oído y tocado, que lo había amado por un momento tanto como para dejarlo todo y seguirle, cómo había podido ese hombre traicionarle y entregarle al enemigo? El entenebrecimiento de ese alma seguía siendo para Bernanos un misterio espantoso. No podía creer en la condenación de judas, de la cual, por otra parte, no se sabe nada. Así pues, Bernanos, aún niño, llevaba de cuando en cuando sus ahorros al cura de su pueblo para hacer decir misas por judas. Como no se atrevía a pronunciar ese nombre, decía solamente al buen sacerdote: "por un alma en pena". Así, a fines del siglo pasado, en una pequeña aldea de Francia, se celebraron misas por el descanso del alma de aquel de quien dijo Jesús que más le hubiera valido no nacer nunca. Por tales rasgos no se podía dejar de querer a Bernanos, que se parecía a santo Domingo en que se atrevía extender su caridad hasta los condenados del infierno: Et usque ad in inferno damnatos extendebat caritatem suam.

Judas era de este mundo, terriblemente. Sabía que la grandeza en este mundo nace de la fuerza, "último argumento de los reyes", ultima ratio regum. Los fantásticos milagros de Jesús le hablan entusiasmado, admiraba el despliegue de ese poder que se extendía hasta sobre la muerte. Había discernido ahí con razón un instrumento de revolución y de denominación políticas, infalible e irresistible, capaz en todo momento de inclinar la Balanza a favor de Jesús. ¿Qué hubiera hecho Lenin si, además de su genio revolucionario, hubiera tenido el don de los milagros? Judas quizá tenía el genio revolucionario de Lenin, y Jesús el don de los milagros: entre los dos, poseerían el mundo. "Venceremos porque somos los más fuertes", es la ley, de la guerra humana, esa era la ley de judas. Sobre todo después de la resurrección de Lázaro, milagro deslumbrante que había sembrado la consternación en el bando enemigo, judas había sentido la victoria al alcance de la mano: ¿por qué no extender la mano y cerrarla sobre ese fruto fabuloso que sueñan los conquistadores? Judas no iba más allá, soñaba con el imperio del mundo para Jesús. Los que conocen las leyes de este mundo, saben que no es sobre el amor sobre lo que se fundan los imperios. Judas había llegado por eso a odiar el amor.

El malentendido entre judas y María Magdalena no se refiere ni al imperio, ni a la conquista, ni a la victoria. Se refiere al contenido de esas palabras y a los medios del imperio. Jesús afirmó siempre que había venido a este mundo para reinar, como el fuego está hecho para quemar. Y, desde su primer encuentro con él, María Magdalena le reconoció como rey de los corazones le consagró como tal. Pero la fuerza curva los cuerpos, el amor inclina las almas, y el único imperio que ambiciona Jesús es el de las almas, y por las almas, de los cuerpos mismos, que participan en la virtud del alma y en su gloria. Eso ya era una ambición muy nueva. Pero lo más nuevo era el camino abierto por Jesús hacía esa conquista y ese imperio, camino puramente heroico y doloroso, en que no se toma, sino que se da todo. Por el amor, y sólo por el amor, es por lo que reina Jesús. El imperio del mundo no es que esté por encima de sus fuerzas, en absoluto; está por debajo de sus ambiciones. Esta claro que Jesús, después de su encuentro con el Diablo en el desierto, siempre apuntó más alto que a los reinos terrestres: ¿de qué le servirían las realezas mortales, a él que dispone de las realezas celestes?

Non eripit mortalia Qui regna dat coelestia.

Judas no sale de su asombro; cree soñar. Tener al alcance de la mano el imperio del mundo y no quererlo, es demasiado estúpido. A partir de ese momento, en que comprendió por fin, empezó sin duda a odiar a Jesús, y a María Magdalena, que le pareció la cómplice más peligrosa de esa ambición de amor. Para el realismo político, la ambición de amor. Para el realismo político, la ambición sobrenatural traída a este mundo por Jesús es un sueño vano, y por tanto despreciable. Pero para Jesús, el realismo político es una empresa igual de vana y aun más despreciable. Es lo que san Agustín habla de expresar tan elocuentemente: dos amores han hecho dos ciudades. El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios ha hecho la ciudad del Diablo. El amor de Dios, hasta el desprecio de sí, ha hecho la Ciudad de Dios.

En el fondo, judas era del mismo mundo que los adversarios de Jesús, era, como ellos un realista político. Pero mientras los enemigos de Jesús temían y respetaban la fuerza romana, judas, por su parte pensaba que Jesús, con su poder taumatúrgico, podía barrerlo todo, incluida Roma con sus legiones. No se engañaba. Pero no pudo imaginar que se dispusiera de tal poder sin usarlo para barrer, efectivamente, a Roma y sus espantosos colaboradores. Cuando judas traicionó y pasó al otro campo, no hizo más que unirse a los suyos. Sin embargo, era mucho mayor que sus nuevos amos, y lo comprendió muy bien. Murió por ello: se suicidó. Ellos no.

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