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XX.- El Domingo de Ramos
62. Políticamente, la jornada decisiva fue la del domingo de Ramos. Esa jornada confirmó a Magdalena en su presentimiento fúnebre, desencadenó la traición de judas, decepcionó y dispersó a sus partidarios y devolvió la esperanza a los enemigos de Jesús. Y, sin embargo, a primera vista, ningún día había comenzado para él con mejores auspicios. Tenía la ofensiva y casi la victoria, tenía a sus enemigos acorralados. Para Jesús, ese día se anunció como Austerlitz acabó como Waterloo. Pero mientras que Napoleón lo hacía todo por ganar las batallas, Jesús lo hizo todo por perder su batalla. Quería demostrar otra cosa que lo que está en cuestión en las batallas de hombres. Todos los acontecimientos de esa semana homicida serán utilizados por Jesús para definir qué era lo que para él estaba en juego, que era la verdad. Cuando Jesús hable de la verdad a Pilatos, éste responderá: "¿Qué es la verdad?". En efecto, la pregunta se plantea, y no es el mérito menor del cristianismo el obligar a todos, escépticos, realistas o sofisticados, a hacerse esa pregunta.
El día empezó lo mejor del mundo, con gritos de alearía, aclamaciones, charangas, banderolas, bailes, flautas y tamboriles, arcos de triunfo improvisados y floridos, los mantos echados ante los pasos graciosos de un asno, las palmas arrancadas de los árboles, conque hacen un techo sobre el triunfador, como las espadas sobre la cabeza del general vencedor. El triunfador era Jesús, la multitud que le concedía ese triunfo era el pueblo de Israel, que nunca se había sentido tan alegre desde su salida de Egipto, y que lo gritaba a todos los ecos de la gloria.
"Al día siguiente, mucha gente que había ido a la fiesta, oyendo que Jesús llegaba a Jerusalén, arrancaron las ramas de las palmeras, y salieron a su encuentro gritando: -¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel!-" Jesús encontró un borriquillo y se montó en él según lo que está escrito:
No temas, hija de Sión; Mira que viene tu Rey Montado en un pollino de burra.
...Allí daba testimonio la gente que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y le resucitó de entre los muertos. Por eso también iba a su encuentro la gente, por que había sabido que Él había hecho ese signo. Entonces los fariseos se decían entre ellos: -"Ya veis que no sacáis nada: mirad, todo el mundo se ha ido detrás de él".
En Francia hemos visto también algo parecido, y fue inolvidable. Cuando el 26 de agosto de 1944, en el París liberado, en medio de un pueblo en delirio, los jefes de los franceses libres y de la resistencia interior, rodeando a De Gaulle, bajaron por los Champs-Elysées, ¿cuantos de ellos eran parias, condenados a muerte, desterrados, proscritos, rebeldes, excomulgados? Triunfaban, y todo lo demás quedaba barrido ante ellos. Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén, él también estaba excomulgado y condenado a muerte, y sus enemigos temblaban de rabia impotente. En ese momento, él lo podía todo, sí hubiera querido...
Juan anota explícitamente que la causa inmediata del triunfo de Jesús fue la resurrección de Lázaro, milagro inmenso, rico de significación si los hubo: antes de morir, Jesús demostró con esplendor que es Señor de la muerte como de la vida, y prefiguró su propia resurrección. Lucas, que no contó la resurrección de Lázaro, asigna al triunfo de Jesús la misma causa, los milagros. Los judíos exigen milagros, están ahí para eso; esa es su función providencial, el Mesías debía hacerse reconocer por ellos con ese signo. Pues bien, ese día, sin ninguna duda posible, los judíos reconocieron en él al Mesías, y el triunfo con que recibieron a Jesús fue propiamente mesiánico.
"...Echando sus mantos encima del burro, hicieron montar a Jesús. Al avanzar éste, extendían sus mantos por el camino. Y cuando se acercaba ya a la bajada del monte de los Olivos, se pusieron todos los discípulos a alabar a Dios con alegría, a grandes voces, por todos milagros que habían visto, diciendo: -¡Bendito sea el que viene, el Rey, en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo más alto!-. Algunos de los fariseos, entre la gente, le dijeron: -Maestro, reprende a tus discípulos-. Él replicó: Os digo que si estos callan, gritarán las piedras."
En comunión con esa multitud judía, llegada de todos los puntos de Palestina y de la Diáspora, que sube las pendientes de su acrópolis, y que acompaña a Jesús hacia el Templo del Dios vivo, nunca, nunca nos cansaremos de proclamar la gloria mesiánica de Jesucristo a través de sus milagros, nunca nos dejaremos intimidar por Tartufo, que siempre encuentra que se hace demasiado ruido, nunca cederemos a los fariseos racionalistas, cientificistas, realistas, oportunistas, a los ojos legañosos que no soportan el resplandor de los milagros, nunca nos dejaremos "reprender". Y si se me pregunta por qué he escrito este libro, yo, tan poco calificado para abordar solo tal tema, responderé con atrevimiento que, un día entre los días, hasta los guijarros del camino recibieron el derecho de gritar.
En el día del domingo de Ramos, el triunfo concedido a Jesús es la prueba que el pueblo judío en su conjunto estaba al lado de Jesús, porque ese día ese pueblo reconoció en él al Mesías. ¿Con qué derecho los fariseos representarían a la nación judía más auténticamente que esa multitud que cantaba y gritaba su entusiasmo?
Hasta ahí, todo es muy comprensible. Jesús se encuentra exactamente en la situación en que ya se encontró en Galilea, tras el milagro de la multiplicación de los panes, cuando la multitud le buscó para hacerle rey. Pero esta vez no escapa, sino que, al contrario, entra en el
juego. Cierto que el triunfo nada tiene de violento. Jesús no entra en Jerusalén en un carro de guerra, rodeado de soldados, seguido de cautivos encadenados, pero sí se presenta como rey, heredero de David. Con sus milagros, ha mostrado al pueblo judío sus cartas credenciales, y ese pueblo le reconoce por lo que es: enviado de Dios, Mesías, rey de Israel. Jesús acepta esos títulos y esas aclamaciones como un derecho. En ese momento, el propio judas debió creer que el día no se acabaría sin que Jesús se sentara en el trono de Israel.
¿Qué iba a hacer Jesús? Sus enemigos estaban desconcertados; la multitud, delirante de obediencia. En tales circunstancias, y si se quiere verdaderamente el poder político, hay que machacar el hierro en caliente; no hay que perder un minuto. El pueblo judío se batió después tan larga y heroicamente contra los romanos, que hay que creer que ese domingo de Ramos, si Jesús hubiera querido, habría podido galvanizar a ese pueblo y lanzarlo a cualquier aventura guerrera. No está dicho en absoluto que no hubiera salido victorioso de ella; después de todo, tenía el don de los milagros, que equivalían al "arma absoluta". Ahora bien, por otra parte las cosas estaban tan avanzadas, tan claras, que Jesús ya no tenía otra elección sino entre el trono o el patíbulo. Si no se apoderaba del primero, no escaparla al segundo. Jesús había pasado el Rubicón.
* * *
63. Entonces pasó una cosa verdaderamente extraordinaria. No pasó nada.
Jesús habló. Habló durante horas, en el enlosado del Templo. Esa elocuencia inagotable tuvo en sus partidarios el efecto de dispersarles, el mismo efecto que la lluvia sobre las tropas de Robespierre, reunidas en la plaza del Hotel-de-Ville, y, después de toda la noche, cansadas de esperar órdenes que no llegaron nunca. Muchos no comprendieron. Los que comprendieron, comprendieron que, con una ambigüedad audaz y casi increíble, Jesús aceptaba por adelantado el patíbulo, pero también pretendía que ese patíbulo era el único verdadero trono a que debía aspirar: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". La realeza universal que reivindica sólo resplandecerá para él en la cruz. He aquí el resumen que nos da Juan de ese sorprendente discurso:
"Jesús les contestó: -Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. Os doy mi palabra: si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto. Quien ama su vida, la echará a perder, y el que odia su vida en este mundo, la guardará para vida eterna. Quien me sirve, que me siga, y donde estoy yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le honrará. Ahora mi alma se ha turbado, y ¿qué diré?: "Padre, sálvame de esta hora". Pero para eso he llegado a esta hora. Padre, da gloria a tu nombre-. Entonces salió una voz del cielo: -Le he dado gloria y se la volveré a dar-. La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había habido un trueno. Otros decían: -Le ha hablado un ángel-. Explicó Jesús: -Esta voz no ha salido por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio del mundo. Ahora el soberano de este mundo será echado fuera. Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí-. Esto lo dijo señalando de qué muerte iba a morir. La gente replicó entonces: -Nosotros hemos sabido por la Ley que el Cristo permanece eternamente, y ¿cómo dices tú que tiene que ser elevado a lo alto el Hijo del hombre? ¿Quién es ese Hijo del hombre?-. Jesús les dijo: -Todavía está la luz por un poco de tiempo entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no se eche encima la oscuridad, pues el que camina en la oscuridad, no sabe a dónde va. Mientras tengáis la luz, creed en la luz, para que os hagáis hijos de la luz-. Eso dijo Jesús, y se fue, escondiéndose de ellos." (Jn. 12,23-36)
Se había acabado. Esa jornada de triunfo se acababa, por parte de Jesús, con una evasión. En toda la vida de Jesús, es uno de los acontecimientos que hacen reflexionar mas sobre su conducta y sus verdaderas intenciones. ¿Por qué haber aceptado el triunfo si era al fin para escaparse? Si Cesar, una vez pasado el Rubicón, hubiera desertado de sus propias tropas, tendría para siempre fama de cobarde.
Sabemos que Jesús no era un cobarde; había de probarlo a lo largo de esa semana siniestra. Judas deseaba tan violentamente la victoria carnal, que su juicio apasionado se lanzó sin duda al extremo de considerar ese regreso a Betania como una huida vergonzosa, como lo parecía, en efecto. Jesús era tan valiente que le era indiferente pasar por un cobarde, y esa indiferencia es un extremo de valentía.
Entonces ¿qué? ¿Qué quería Jesús? Es más fácil decir lo que no quería. En la conversación que tendrá la mañana del Viernes santo con Pilatos, queda claro que Jesús no quiere ser Cesar ni Alejandro. Toda esa agitación de los conquistadores de este mundo, con soldados armados y agrupados por secciones, compañías, batallones, regimientos, divisiones, cuerpos de ejército; todos esos hombres y todo ese material con su orden de batalla, todo lo que brilla, se mueve y se detiene en bloque, toda esa quincalla que se llama la guerra con sus instrumentos, Jesús no lo quiso absolutamente. Su respuesta a Pilatos muestra que era capaz de ser Cesar y Alejandro: "Mi reino no es de este mundo, si fuera de este mundo mi reino, mis soldados habrían peleado para que no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí-. Pilatos le dijo entonces: -Así pues, ¿eres rey?-. Jesús le replicó: -Tú lo dices: soy rey-"(Jn. 18,36-37) .
Jesús tiene el aire de decir a ese procónsul: "Si yo estuviera en el mismo plano que tú, con tus legiones, no pesarías mucho y sentiría cierto gusto en hacerte correr. Sólo que tú y yo no somos del mismo mundo. Sé que me va la vida en esto. Sin embargo, no por eso me comprometeré en un mundo que no es absolutamente el mío". Eso es lo que judas no comprendió. Pero nosotros, lector, no hemos de ser insensibles a tal heroísmo, que también es una elegancia. Ahí es donde nació el espíritu de caballería que había de formar una raza de soldados más sensibles a la elegancia de la lealtad que a la embriaguez de la victoria.
Dios me guarde de querer juzgar al que me ha de juzgar. Con todo el respeto de que soy capaz, trato solamente de comprender el carácter de Jesús, su estilo de humanidad. No se puede negar que su actitud en el domingo de Ramos provocaría en nosotros cierto cohibimiento, si, después de aceptar el triunfo mesiánico, su huida a Betania, al caer del día, hubiera producido pérdida de vidas humanas. Un golpe de Estado fracasado produce víctimas: éste no las produjo. Esa semana trágica sólo costará dos vidas, la de Jesús, que estaba ofrecida por adelantado, y la de judas. Pero judas no murió a causa de Jesús. La ley de honor que obliga al capitán a quedarse el último a bordo del barco que naufraga, que vincula al jefe a sus soldados y le hace afrontar los mayores peligros para salvarlos hasta el último, esa ley de honor, Jesús la observó hasta el final. Es vergonzoso para un jefe de conspiración escapar personalmente, mientras sus subordinados pagan con su vida la fidelidad al jefe. Los franceses también hemos visto eso, y que algunos sobreviven muy bien a la vergüenza.
Jesús no era de este mundo, de acuerdo; pero veló para que el honor de este mundo no tuviera nada que reprocharle. En su última oración cuando recapitula su acción terrestre, dice estas palabras de orgullo, a propósito de sus apóstoles: "Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y les custodiaba, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura". (Jn. 17,12)
No obstante, y si se aprecia todo el asunto desde el punto de vista de la política humana, aun después del fracaso del domingo de Ramos, el pueblo todavía no había perdido la confianza en su profeta, lo que prueba qué preparado estaba el pueblo para recibir la enseñanza más heroica, más sobrenatural. Judas, por su parte, había comprendido que, políticamente, el asunto ya no podía sino salir mal, porque Jesús aceptaba por adelantado el horrible suplicio de la cruz; dejó de sentirse solidario de ese hombre, y cambió de campo. Para resumir la acción de Jesús en esos últimos días, los Evangelistas escriben: "Y de día estaba enseñando en el Templo, y las noches salía a pasarlas al descubierto en el monte llamado de los Olivos. Toda la gente madrugaba para ir al Templo a oírle". "Judas, el que le iba a entregar, conocía el sitio, porque muchas veces allí se había reunido Jesús con sus discípulos." (Lc. 21,37-38; Jn. 18,2)
Pero sea cual sea aún el favor de la multitud, el juego está resuelto. Los enemigos de Jesús han recobrado valor. Con gran asombro, han de reconocer que Jesús no quiere emprender con ellos una prueba. Si él mismo ata su fuerza, entonces ellos se sienten poco a poco que se hacen los más fuertes. En el curso de esa semana, un solo milagro, de paso, el de la higuera maldecida, que se seca enseguida; en ese árbol familiar y apacible Jesús deja colgado su poder milagroso, como un músico de pueblo, antes de morir, deja colgada la guitarra que hasta entonces había animado la fiesta. Jesús queda ya como Sansón después que Dalila le cortó el pelo. Sólo recobrará su fuerza cuando lo desee, y sólo lo deseará después de haber probado la muerte.
Judas ha tomado contacto secretamente con los príncipes de los sacerdotes, y busca la ocasión de entregar a su Maestro. Se cierra la red sobre Jesús. A pesar de eso, actúa y habla con maravillosa libertad, tanto más conmovedora cuanto que se sabe traicionado y perdido. Sólo la muerte le cerrará la boca. En esos días es cuando Jesús hace su gran discurso apocalíptico y lleva al paroxismo el conflicto con los fariseos. Él mismo atiza el incendio en que perecerá.
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