conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXI.- El Jueves Santo (II)

66. He ahí la primera catacumba. La noche, el odio, la violencia y la traición están fuera. La Iglesia primitiva, apretada toda ella en torno a su fundador y jefe -y, en el Cielo, el Padre inclinado sobre ella-, está dispuesta para la institución del maravilloso sacramento del amor y de la muerte de Jesús, prenda de la vida eterna.

"El azar de una rima hace salir de la sombra un sistema." Pero aquí no hay nada azaroso. Desde la evasión de Egipto, y la primera Pascua de los primeros corderos inmolados, hubo muchas Pascuas en Israel, todas semejantes en un rito inmutable. Pero ¿por qué esta noche y esta comida pascual son tan diferentes de todas las demás? Por dos veces, muy claramente, muy solemnemente, una vez al comienzo de la comida, Para la fracción del pan, una segunda vez al fin de comida, para compartir el vino en la copa, Jesús rompe deliberadamente el antiguo ceremonial de Israel, y, al quebrantarlo a propósito, le da un sentido nuevo y definitivo.

San Pablo cuenta: "Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarle, tomó un pan, y pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: -Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía-. Lo mismo hizo con la copa después de cenar, diciendo: -Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía-. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva". (1Cor. 11,23-26)

Mateo precisa, para la consagración del vino en la sangre del Señor: "-Bebed todos de esto, porque esto es mi sangre de la [Nueva] Alianza, que se derrama por muchos en remedio de los pecados". (Mt. 26,27-28) Así pues, aquí expira la obsesión de la Antigua Alianza y de la Antigua Ley, obsesión que atormenta a ese pueblo desde milenios, el pecado que toda la sangre de los toros y de las terneras, de los corderos y de los machos cabríos, nunca ha podido borrar. Ahí hay una sangre tan pura que borra de golpe el pecado del mundo. Mañana, Pilatos preguntará: "-¿Qué es la verdad?". Lo cual también quiere decir: "-¿Qué es la mentira?".

Otros dicen: "-¿Qué es el pecado?". Lo cual quiere decir también: "-¿Qué es la gracia?". Pero los judíos, por su parte, sabían y siguen sabiendo qué yugo se impuso sobre la nuca del hombre. Es ese yugo implacable lo que Cristo rompe con su muerte y su sangre derramada. Como dijo el evangelista Juan: "La ley se dio a través de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo". (Jn. 1,17) Personalmente, me resulta incomprensible que los judíos no se lanzaran de cabeza a la Redención de los pecados abierta por Jesucristo. Quizás estaban demasiado habituados a la contrición vana, y prefirieron su propia culpabilidad a su liberación.

Los psicoanalistas sabrán que lo que digo aquí es verdad: Una educación puede haber sido tan puritana y rígida que el sujeto, una vez adulto, no se puede evadir ya de las categorías mentales que se le han impuesto, aunque quiera. Una costumbre puede ser tan inveterada que se sacrifique todo por conservarla. En otro lenguaje, es lo que Juan llama "preferir las tinieblas a la luz". En este punto, quizás es vano plantearse la cuestión de las responsabilidades individuales.

La recomendación solemne de Jesús: "Haced esto en memoria mía", no se puede referir ni a la comida de amistad de la chabûrah, ni a la comida pascual, que se celebraba desde hacía siglos, y que, de todas maneras, continuará celebrándose, en las comunidades judeocristianas mismas. Esta recomendación sólo se puede referir -o sí no, no tiene sentido- a lo que hay de enteramente nuevo en esa última Cena de Jesús con sus apóstoles, a la ruptura con el rito antiguo, a ese sacrificio en la sangre de la Nueva Alianza y para la remisión de los pecados, a la comunión en ese sacrificio bajo las apariencias del pan y del vino, transubstanciados ellos mismos en el cuerpo y la sangre de Jesús. Jesús, pues, da a sus apóstoles la orden de celebrar indefinidamente el sacrificio eucarístico como lo acaba de celebrar él mismo. Que ese sacrificio eucarístico se haya celebrado una primera vez en ocasión y en el interior de una comida de chabûrah y de una comida pascual judía, ya no tiene mas que una importancia relativa y secundaria. Ahora ya sólo cuentan la Nueva Alianza en una sangre más preciosa y la remisión de los pecados, que era el objetivo confesado de la Ley, sin que pudiera jamás alcanzarlo.

Al mismo tiempo y por la misma recomendación, Jesús instituye el sacramento del Orden. Instituye un nuevo sacerdocio, el suyo, cumpliendo de lleno la profecía de jeremías, profecía que, tras la ruina de Jerusalén, el judaísmo renunciará incluso a evocar: "Así habla Yahvé: Nunca le faltará a David un descendiente para ocupar el trono de la casa de Israel. Nunca les faltarán descendientes a los sacerdotes levitas para presentarse ante mí, y hacer subir el holocausto, y hacer humear la oblación, y para celebrar el sacrificio cotidiano". (Jer. 33,17-18) En el día de Ramos, Jesús se hizo reconocer por el pueblo de Israel como Rey-Mesías e hijo de David. Esa noche, asegura para siempre en la Eucaristía la descendencia de David en el trono del verdadero Israel de Dios, y perpetúa al mismo tiempo su propio sacerdocio comunicándole inacabablemente.

Me doy cuenta de que la palabra "institución" ha tomado, en los tiempos modernos, un sentido peyorativo. No se deja de subrayar que toda institución que dura implica rutina, maquinalismo, envejecimiento, inercia, esclerosis. Al "instituir" la Eucaristía, Cristo ha roto un automatismo milenario. ¡Bueno! ¿Y no ha inaugurado otro ahora dos veces milenario?

Santo Tomás de Aquino -siempre él, para renovado escándalo de necios- nos dice que la Iglesia de Cristo "ha sido fabricada a partir de los sacramentos, que brotaron del costado traspasado de Cristo colgado en la Cruz". Esencialmente, ¿qué hacia en la Cruz, ese Jesús de Nazaret? ¿Qué hacía ya en esa vela fúnebre desde el jueves al Viernes Santo? Como un buen artesano, ajustaba y fabricaba su Iglesia. Una fabricación procede del arte. La institución de la Iglesia procede del arte y de la poética. También por eso está al abrigo de todo automatismo, como la Iliada, como un gran poema eterno. No se entra en la Iglesia y en los sacramentos con una brújula, sino mediante el silencio, la oración y la fe.

La enseñanza de la Iglesia sobre la misa insiste mucho en que la misa es un verdadero sacrificio, pero un sacrificio, por decirlo así, "intencional", todo él referido al único sacrificio de la Cruz. Se cree tener dos veces el mismo pensamiento en dos momentos diferentes, pero el orden mismo de la inteligencia transciende el tiempo y el espacio: cada pensamiento auténtico es tan nuevo como un nacimiento, aunque contenga el mismo valor de verdad sobre un mismo objeto al que vuelve a representarse una vez y otra. Igual pasa con la misa, sacrificio único de la Cruz, inagotable y realmente ("sacramentalmente") representado. En esa noche del jueves santo, unas horas antes del acontecimiento histórico, por las palabras creadoras del Cristo Dios, la realidad sacrificial de la muerte de Cristo en la Cruz desciende ya y definitivamente a esas aguas profundas donde escapa definitivamente al tiempo y al espacio, al mundo material y a sus categorías. Esas aguas profundas son el orden sacramental entero. ¿Cómo se "repetiría" el sacrificio de la Cruz en las innumerables misas celebradas, puesto que sólo se renueva en el orden de la realidad sacramental, y esa realidad sacramental escapa esencialmente a las condiciones de la repetición? No hay repetición verdadera sino en el tiempo y el espacio.

Georges Braque decía que ya, ante la tela blanca, sabia que el cuadro estaba presente. Entre él y el cuadro, no había más que la pantalla de esa tela blanca. Hacer el cuadro, "fabricar" el cuadro, consistía, pincelada a pincelada, en borrar poco a poco esa pantalla, y, cuando la tela blanca estaba borrada por entero, el cuadro existía en su presencia irrefutable. Jesucristo muriendo con un gran grito en la separación de su cuerpo y su sangre, esta ahí, está presente detrás de toda misa. Los gestos y las palabras sacramentales del sacerdote borran de repente la pantalla, y tomamos parte realmente en el sacrificio de nuestro Salvador,

Es notable que, en la primitiva Iglesia, el jueves santo se haya conmemorado según dos líneas de celebración absolutamente distintas. Igual que es posible que los discípulos de Sócrates conmemoraran su última reunión en torno a su maestro que iba a morir, los cristianos conmemoraron la última comida de la chabûrah de Jesús, esa última velada del Maestro con sus discípulos. Es lo que los cristianos griegos llamaron "agapé" (de donde nuestra palabra "ágape", pero que ya no tiene nada de sagrado), y esa palabra "ágape" quizá traducía el hebreo chabúrah.

Pero los cristianos celebraron la Eucaristía en una línea absolutamente diferente. Abstrajeron de la última Cena del Señor (que también era una comida pascual de chabúrah) lo que había sido peculiar de Cristo personalmente, y de esa noche entre las noches que fue la de jueves santo. En todas partes los cristianos conmemoraron lo que Cristo les había mandado particularmente conmemorar, es decir, la consagración y la fracción eucarísticas del pan, la consagración y la comunicación eucarísticas de la copa. Esta celebración eucarística la volvemos a hallar en todas partes, desde Siria a España, con cuatro etapas principales (mientras que la cena pascual contaba siete), que son todavía las cuatro etapas esenciales de la misa: el Ofertorio, la oración de acción de gracias, la fracción de pan, la Comunión. (Dom Gregoy Dix, The Shape of the Liturgy, c. IV.)

Todo eso para decir que la Iglesia tiene buena memoria, sin falla, y que esa memoria no se mueve.

* * *

67. En ninguna literatura, religiosa o no, hay absolutamente nada comparable al relato de esa noche del jueves santo, en los cuatro Evangelios y especialmente en Juan. Platón, en el Fedón, ha contado el fin de Sócrates, y ese relato siempre será hermoso. Es hermoso ver a un hombre que va a morir de muerte violenta, que lo sabe, y verle dominar el acontecimiento, afirmar no sólo la inmortalidad del alma, sino el dominio del alma sobre el cuerpo, e incluso regocijarse de la muerte como de una liberación, por la esperanza de bienes mejores, merecidos ya desde aquí por el ejercicio constante de la filosofía. Sócrates muere rodeado de sus discípulos, que le son fieles todos. Es una muerte apacible, sin combate, sin miedo, sin angustia. Sócrates abandona su cuerpo como quien se deshace de una túnica consumida, antes del baño.

Para Jesucristo, parece que todo comienza igual. Él también está rodeado de sus discípulos, él también habla de la inmortalidad, él también habla de su partida, él también habla del cuerpo. Pero, en la realidad de las cosas, todo, absolutamente todo, es diferente, y aun invertido. Pienso en Simone Weil, que tenía tal amor a Jesucristo que podía pasar horas en adoración ante la hostia eucarística; pienso que si no dio el paso decisivo del bautismo fue debido a una intoxicación intelectual platónica, inconciliable al fin con los datos fundamentales del cristianismo.

Jesús, pues, igual que Sócrates, empieza esa noche rodeado de todos sus apóstoles. Pero lo que impresiona inmediatamente es una diferencia de realidad. El grupo del Fedón se mueve tras una pantalla de inteligencia y serenidad, como sombras chinescas; El grupo de la última Cena se revela en la luz cruda de la sagrada tragedia: todo tiene ahí las tres dimensiones de la angustia, de la lucidez y de la muerte. La institución de la Eucaristía está estrechamente enmarcada por dos profecías de Jesús, de una crueldad total, y que se realizarán en las pocas horas sucesivas. Jesús predice que judas le traicionara, y predice que Pedro renegará de él tres veces. Jesús cita también la profecía de Zacarías: "Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas". (Zac. 13,7) Ahí se ve cómo son los discípulos de Jesús; él lo sabe, lo dice, insiste en ello para que todo esté claro por adelantado, los conoce bien: un traidor, un renegado, y todos los demás, fugitivos. Jesús, antes de entrar en la muerte, entra en la soledad: "Viene la hora... de que seáis dispersados, cada cual por su lado, y me dejéis solo". (Jn. 16,32) Sin embargo, hace alusión al refugio que sigue encontrando en su Padre, y es patético, porque, mañana, aun la puerta de ese refugio se le cerrará. Esa noche, aún puede decir con verdad. "Aunque no estoy solo, porque el Padre esta conmigo." Mañana, en la cruz, dirá: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt. 27,46)

Tras haber predicho el reniego de Simón Pedro, Jesús añade sin embargo: "Simón, Simón, mira: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo". (Lc. 32,31-32) (Os es aquí un plural que alude a todos los apóstoles.) "Pero yo he rogado por ti para que no falte tu fe. Y tú, cuando vuelvas, refuerza a tus hermanos."

De los hechos, gestos y palabras del Señor Jesús, no tenemos mejor testigo que los Evangelios. Para un cristiano, nada cuenta o debe contar más que los hechos, gestos, palabras y voluntades del Señor Jesús. Personalmente, me es imposible, en esa situación, no ver en esas últimas palabras de Jesús dirigidas a Pedro, pronunciadas en momento tan grave, una investidura especial y un testamento solemne. Temible investidura, marca de Confianza extrema, en el mismo momento en que se predicen el reniego y el canto del gallo. Y para nosotros, que estamos todos llamados un día u otro a pasar por el cedazo de Satán, indicación de un refugio permanente y de una seguridad a toda prueba. El primado de Pedro no es para mí sólo una costumbre de pensar recibida desde la infancia, una comodidad intelectual, una pereza de pensamiento; es ante todo una boya de salvamento en un barco que se agita peligrosamente en una mar desatada; ese barco es la imagen que cabe hacerse de la inteligencia moderna.

A Pedro es a quien Jesús confió la permanencia de la autoridad y la supremacía del consejo, en su chabûrah, su Iglesia. Todo eso sólo se explica con vistas a un largo porvenir. Si el mundo hubiera de acabarse pasado mañana, por el regreso triunfal de Cristo, ¿para qué la institución de la Eucaristía y, del primado de Pedro; Para qué, según la expresión de Tomás de Aquino, la "fabricación" de una Iglesia, de un sacerdocio, dé una jerarquía? Todo eso, evidentemente, está hecho para afrontar la duración, y, de cierta manera, para transcender el tiempo.

La costumbre era que la comida de la chabûrah se terminara con una larga conversación de la noche. Cuando el jefe de la chabûrah era un rabí, se trataba sobre todo de una enseñanza religiosa del maestro a sus discípulos. Esta vez también fue así. Pero esa noche no era como las demás noches, y todas las palabras de Jesús resonaban la inmensa nave de la muerte.

Jesús habló largamente de su Padre, hacia el que regresaba, del Espíritu que enviaría para inspirar y sostener a su Iglesia, de las obras que había hecho él mismo, de sus adversarios cegados, del Diablo que ya estaba vencido; pero sobre todo, tuvo empeño en afirmar que la muerte no le separaría de los suyos, porque ofrecía su muerte al amor, y el amor transciende la vida y la muerte. "No hay amor mayor que éste: que uno dé su vida por sus amigos." (Jn. 15,13) "No se agite vuestro corazón...: Cuando vaya, vendré otra vez y os llevaré conmigo." (Jn. 14,1-3) "No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros." (Jn. 14,18) En su visión profética, el tiempo ya no cuenta, o más bien se vuelve prodigiosamente elástico. "Dentro de poco, ya no me veréis, y dentro de otro poco, me veréis." (Jn. 16,16) Hay para preguntarse, como los apóstoles, qué quiere decir eso. En realidad, ese "otro poco no tiene el mismo sentido, las mismas dimensiones, las mismas medidas que las de nuestro lenguaje cotidiano. Aquí, eso quiere decir tanto los tres días que separan a Jesús de su resurrección, como el "poco" de tiempo que nos separa del fin del mundo y del regreso triunfal de Jesús para juzgar a los vivos y a los muertos. Aunque el mundo en que estamos debiera aún durar unos miles de millones de siglos, todo el desarrollo temporal no es más que "otro poco" desde el punto de vista de nuestra eternidad. Ese es el estilo de nuestra espera y de nuestra esperanza, ese es el estilo de nuestra Iglesia, la de Jesucristo. Lo que nos separa del triunfo final y de la "resurrección de la carne", no es más que "otro poco" de tiempo. Si ese "otro poco" es largo, sólo es a causa de nuestras impaciencias de criatura inmergidas en el tiempo.

¿Quién, pues, liberará para siempre a los cristianos del platonismo, del hinduismo, de todas esas historias absurdas de metempsicosis y del desprecio del cuerpo? El odio al cuerpo es aun más que una herejía; es un desconocimiento del hombre, y si el cuerpo no tiene absolutamente nada que ver con la religión, es que se nos pide amar a Dios con lo que no tenemos. Nuestra alma es la forma de un cuerpo, hay que hacerle esta justicia. Quien odia al cuerpo empieza a dudar de todo.

A Platón es a quien se debe la primera teoría del Estado totalitario. A la influencia platónica se deben la gnosis y el maniqueísmo, que, a su vez, sirvió de fundamento metafísico al puritanismo de que están infestadas nuestras sociedades modernas, sean cristianas o comunistas. En todo caso, no hay nada como una influencia platónica para debilitar y enervar al cristianismo.

En el Fedón, Sócrates dice: "Guardémonos de creer que esté permitido a lo no-Puro entrar en contacto con lo puro". ¿Quién no suscribiría tan hermosa observación? Para Platón, lo no-puro, es el cuerpo, abominable y ridícula confusión. El cuerpo es lo que Platón abruma con los epítetos más despectivos: el cuerpo es una locura, es una infección, el cuerpo es una malignidad que estorba el conocimiento, y que impide también la filosofía y la salvación del alma. Por lo demás, sólo el alma es capaz de conocimiento, de filosofía y de salud. La muerte, pues, es la purificación suprema que libera el alma de su único mal, el cuerpo. Al menos, la muerte salva definitivamente al alma del perfecto filósofo, pues el alma vulgar que no se ha desprendido totalmente del cuerpo, que tiene la desgracia de estar apegada a él, se encuentra amenazada, en cambio, por horribles reencarnaciones. Ninguna autoridad en el mundo puede convencerme de que esa filosofía no sea a la vez falsa, hipócrita, extravagante y perniciosa.

¡Ah! Viva Aristóteles, que nos dijo que el alma es la forma del cuerpo, y que no es posible para el hombre ningún conocimiento que no tenga su origen en los sentidos y en la sensación, e incluso viva Valéry, que escribió:

...cher corps,

Je t'aime, unique objet qui me défends des morts!

("Querido cuerpo, te amo, único objeto que me defiendes de los muertos.")

Pero estamos en la historia de Jesucristo. Pues bien, justamente, en esa noche del jueves santo, igual que Sócrates, en el momento de morir, Jesús habla de lo puro y de lo no-puro. Después de lavar los pies a los apóstoles, Jesús añade: "El que se ha bañado no tiene necesidad sino de lavarse los pies, porque está limpio entero. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos," (Jn. 13,9-11) Y Juan añade: "Porque conocía quién le iba a entregar"; por eso dijo: No todos estáis limpios." En ese lenguaje parabólico, el baño es el símbolo de la pureza total del alma. Pero entre todas esas almas, hay una impura: ¿es la de un leproso? No, es la de un traidor. La traición, esa es, para Jesús, le impureza de las impurezas. Y la traición es ante todo cuestión de juicio, de voluntad, es decir, de alma. La sede de lo puro y de lo impuro, en el cristianismo, es el alma, aun en los pecados de la carne. Y que Platón deje de estorbar el camino...

En cuanto cristiano, estoy dispuesto a admitir que no haya en el mundo más que un solo cuerpo humano que sea puro por su propio mérito, el de Jesucristo, pero es un cuerpo. Ave verum corpus, natum de María Virgine. Y Platón no aceptaría que un cuerpo sea puro. Estoy igualmente dispuesto al admitir que haya una sola alma humana pura por su propio mérito, y es la de Jesucristo; eso, tampoco lo aceptaría Platón: para él, un alma es pura en la medida que es ella misma, separada de su cuerpo. Toda esa hermosa. Filosofía platónica es contraria sin duda al último artículo de nuestro Credo. Creo resurrección de la carne".

Verdad es que los cristianos sabemos igual que Sócrates y Platón que no hay que mezclar lo impuro con lo puro. Pero para nosotros, el cuerpo puede ser puro; no es forzosamente infección y malignidad. Pero el alma también puede tener sus impurezas, aun el alma enteramente separada del cuerpo y de sus pasiones. Después de todo, el Diablo es espíritu, nada más que espíritu, y es impuro. Y el cuerpo de Cristo en la Eucaristía es cuerpo, verdadero cuerpo, nacido de una mujer, y es puro, es un bien, es instrumento de salvación aun para el alma. Es exactamente lo que, en el rito romano, decía el sacerdote al dar la Comunión: "Que el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna". Si Platón tiene razón, somos unos sacrílegos, pero si tenemos razón nosotros, Platón es un insensato.

Cierto que los mayores santos cristianos desearon todos morir, pero no desearon la muerte por la muerte; la desearon como un medio de unirse a Cristo, y todos, mas allá de la muerte, esperaron además la resurrección de la carne. Pero no olvidemos que Cristo transformó y volvió del revés el sentido de la muerte humana: ya no es castigo. Después de su muerte, la muerte es esencialmente un medio de unirse a él y de identificarnos con él en la Cruz. No son especulaciones de teólogo. Uno puede haberse pasado la vida distrayéndose de la muerte, pero siempre llega el momento en que hay que morir. Sé muy bien que es difícil anunciar a un pobre hombre que va a morir, y yo mismo soy muy cobarde en ese punto. Cuando se trata de otro, la majestad de la muerte me quita el aliento. Y sin embargo, otra majestad más alta está detrás de la muerte, y es la de Cristo en la Cruz, que se hace acogedor para el moribundo. Muchos hombres viven sin tener siquiera el privilegio de saber lo que es la comunión eucarística en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Pero basta ser hombre y morir para que se abra al que muere la comunión en la muerte de Jesucristo,

Pero en ese jueves santo, víspera de su muerte, Jesucristo está solo, nadie anterior a él puede tenderle una mano auxiliadora a través de la muerte. Ve venir la muerte. La ve tal como es, como separación violenta de su alma respecto a su cuerpo, desgracia espantosa. Y, por primera vez desde la caída de Adán, ese cuerpo y esa alma están tan bien hechos para entenderse, y no tienen nada que reprocharse mutuamente; ¡qué injusticia el gesto impío que los va a separar! Sí, qué espantosa desgracia, porque la muerte es una maldición, es el castigo del pecado, y precisamente en Jesús no hay más que inocencia, no hay nada que maldecir, nada que castigar. Ahí esta el único hombre sin pecado, y empieza a temblar al acercarse la muerte.

Ya hace mucho que judas se ha marchado para ocuparse de sus asuntos, Ya hace mucho que la cena ha terminado. Jesús y sus apóstoles han dejado el Cenáculo, han pasado las murallas y han salido de Jerusalén, han bajado y vuelto a subir el barranco del Cedrón, están ahora en el huerto de los Olivos, y ya algunos, envueltos en sus albornoces, se acuestan bajo los árboles venerables para pasar allí una buena noche.

Pero Jesús es invadido por la angustia, Dice a sus apóstoles: "Mi alma esta triste hasta morir: Quedaos y velad conmigo." (Mt. 26,38) Y se aparta para rezar.

Pero lo que había previsto se realiza; está solo, ninguno de los suyos resiste al sueño, Y en esa primera noche tras sus investiduras, sus ordenaciones sacerdotales y sus primeras comuniones, esos primeros obispos de la Iglesia católica se duermen a pierna suelta, y el primer papa hace otro tanto, mientras su Maestro se dispone a agonizar de dolor. Ese jueves santo acaba en el sueño profundo de la Iglesia militante. Entre los apóstoles, judas es el único que no tiene ganas de dormir.

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