» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXII.- El Viernes Santo (I)
68. Y ahora, en el interior de esta historia de Jesucristo, he aquí la historia de la Pasión de Jesucristo, que, a través de los siglos, no ha cesado de conmover los corazones y de suscitar imitaciones heroicas. Es la historia de un hombre inocente, traicionado por uno de los suyos, condenado a muerte y ejecutado en suplicio infamante y cruel.
Pero ¿qué? Los hombres de mi edad no tienen más que recordar. En el intervalo de nuestra vida de hombres, ¿no hemos visto traidores y traicionados, inocentes juzgados y condenados, atormentados y tormentos infamantes y crueles?
De acuerdo: Jesucristo murió crucificado, y ese suplicio es particularmente horrible. Pero unos cuarenta años más tarde, tras la ruina de Jerusalén, los romanos crucificaron judíos por millares; ya no había bastantes árboles en el país para hacer cruces.
Veamos las cosas como son. Por cruel que sea su suplicio, la muerte de un hombre de treinta y tres años, aun inocente como Jesús, provoca en nosotros menos rebelión, menos compasión, menos horror, que la muerte de millares de niños metidos en los hornos crematorios. Tras tantas atrocidades cometidas, tras tantos suplicios infligidos y sufridos, tras tantas torturas sobre un número espantoso de víctimas, tras todo lo que hemos visto con nuestros ojos y todo lo que la historia cruel de los hombres nos cuenta, ¿la Pasión de Jesucristo guarda todavía algo absolutamente singular, único y excepcional?
Pero, para captar el sentido y el alcance de la Pasión de Jesucristo, tenemos que tomar perspectiva, incluso por referencia a nuestra experiencia del dolor humano y por referencia a nuestras compasiones más legítimas. Cuando san Pablo quiere explicar a los corintios la significación y las dimensiones exactas de la Pasión de Jesucristo, toma la precaución de decirles: "No están mis entrañas cerradas para vosotros, las vuestras si que lo están para mí: volvedme, pues, amor por amor, ensanchaos (dilatamini et vos). [Tomad distancia, mirad en grande.] No os vayáis a uncir en yugo con los que no tienen fe".
Sé muy bien lo que se me puede decir. Si hago apelación a la fe, es que soy incapaz de explicar en el lenguaje de todo el mundo lo que es la Pasión de Jesucristo. Y, sin embargo, ¿qué hacer? Es verdad que, por su aspecto exterior, la Pasión no es más que el relato del asesinato jurídico de un inocente, historia bastante banal en suma, sobre todo en nuestra época. Pero no es sólo eso, es la manera como Dios reconcilió consigo al universo en la sangre de ese hombre que es su Hijo, y, en el centro del universo, reconcilió consigo al hombre mismo, a todos nosotros, a nosotros quienquiera que seamos.
Pero esos dos aspectos de la Pasión son el anverso y el reverso de una misma medalla, que no existirían el uno sin el otro. Si Cristo no hubiera muerto según la Ley, no habría redención de los pecados, ni reconciliación con Dios. Pero, por otra parte, si no hubiera Dios, no habría ninguna necesidad de redención de los pecados, no habría pecado, pues el pecado es una ofensa hecha por el hombre a Dios. En ese caso, la remisión de los pecados no es más que la tabulación de un hecho diverso, y el asesinato jurídico de Jesucristo no tiene más importancia que la muerte de una mosca. Pero entonces, también, ¿por qué dar a los holocaustos de Auschwitz y de Buchenwald, en que, en efecto, los hombres cayeron como moscas, mas importancia que a la desinsectación de un cuarto? Si Dios no existe, la Pasión de Jesucristo no tiene mas que un interés literario y sentimental, o sea, nulo.
"El hombre no debe caer nunca en el error de creer que es el señor y dueño de la naturaleza... En un universo en que los planetas y los soles siguen trayectorias circulares, en que hay lunas girando alrededor de los planetas, en que la fuerza reina en todas partes como dueña única de la debilidad, a la que obliga a servirla dócilmente, o a la que destruye, el hombre no puede provenir de leyes especiales." Cuando Hitler escribía esas frases aplicadas y reflexionadas, en el estilo de los buenos alumnos, en efecto, no era más que un buen alumno. No pensaba de otro modo que los señores Taine, Michelet y Renan, y tantos maestros de pensar, desde los más ilustres a los más primarios, no sólo de la Universidad alemana, sino de todas las grandes Universidades del mundo occidental. En realidad, era el discípulo sincero de tales maestros, y llevaba al extremo su enseñanza. Pero en eso estaba en ruptura total con la tradición judeocristiana y el Syllabus que condena solemnemente la siguiente proposición: "No hay que reconocer otras fuerzas en el mundo que las contenidas en la materia" (Proposiciones 58 y 59). El hombre ¿proviene de leyes especiales? Ahí está el problema, en efecto. El orden de la naturaleza es cruel: las películas sobre los animales nos lo revelan de manera intolerable. Si el hombre está totalmente sumergido en el orden de la naturaleza, ¿por qué escandalizarse de la exterminación masiva de los débiles por los más fuertes?
Me parece muy bien que Jean-Paul Sartre escriba gravemente: "La ilusión retrospectiva se ha desmigajado: martirio, salvación, todo se derrumba y el edificio cae en ruinas. He atrapado al Espíritu Santo en las cuevas, y le he expulsado de ellas, el ateísmo es una empresa cruel y de largo aliento, creo haberla llevado hasta su extremo. Veo claro, estoy desengañado..."
¿Ve claro? ¿Qué es lo que ve? Nada; confiesa que no sabe qué hacer ya con su vida". Admirable resultado de una lucidez obstinada. Cuando se ha leído a Sartre desde el comienzo, se sabía muy bien que era preciso que llegara ahí. Desde el comienzo, ha negado toda significación a la esencia del hombre: ha hecho algo más que negarla, la ha odiado. Nosotros, en cambio, decimos que el hombre está creado a imagen de Dios, que es su espejo. Sartre, para empezar, ha roto el espejo. ¿Qué tiene de raro que no conserve en las manos más que el marco vacío de ese espejo pulverizado? Pero entonces ¿para qué sirve el hombre? ¿Y qué diferencia hay entre echar a los hombres por hornadas a los hornos crematorios, o echar cangrejos vivos al agua hirviente de una olla? Si lo uno, ¿por qué no lo otro?
Ahí es donde nuestros intelectuales saben que les aprieta el zapato materialista. ¿Qué diferencia hay entre un hombre y un cangrejo? Me dicen que el hombre se diferencia del animal porque produce él mismo sus medios de subsistencia y de producción. El hombre, en el curso de la historia, modifica su propia vida, por el trabajo colectivo que supone un modo de vida en sociedad. ¿Es eso todo le hay que decir -una perogrullada lastimosa mucho más entomológica que filosófica- a favor del hombre y de su distinción? ¿Es ese todo el valor del hombre? El uso del horno crematorio es también un modo social, ¿por qué no? Si Marx tiene alguna grandeza y alguna verdad, es por haber mostrado y demostrado con brillantez que lo social está en el interior -y no por encima- del ciclo general de la naturaleza. Hitler pensaba lo mismo. Pero si esa es toda la verdad de las cosas, el hombre no tiene ninguna importancia especial y él mismo está definitivamente enviscado en la naturaleza.
Nuestra época es cruel, pero también estúpida, cruel por estúpida. Hay que situar, reconocer, proclamar, la infinita diferencia del hombre con el animal puro, la superioridad individual del hombre sobre el orden entero de la naturaleza -incluido el orden social-, la unicidad del hombre, la dignidad espiritual de la persona humana, para empezar siquiera a querer respetar al hombre. Lo que se llama "moral" no es algo obvio, no puede ser sino una conclusión cuyas premisas son metafísicos, es decir, están más allá del mundo de la naturaleza. No hay dignidad humana, no hay verdadera solidaridad humana, no hay comunión, cuyo arranque no esté por encima del mundo. Así es; el resto es quimera o reflejo, imitación o ilusión.
* * *
69. Detesto la sentimentalidad moderna, y hay que detestarla aún más en el relato de la Pasión. Sé también que "el Yo es odioso". Si a veces digo "yo" en este libro -sin duda mucho más de lo conveniente-, es porque el tema es tan vasto y pesado que me siento perdido. Este libro, por desgracia, no es más que mi libro. Entonces, igual que un fotógrafo se cuida de hacer entrar en el campo de visión un borriquillo al pie de la pirámide para sugerir sus proporciones, a veces digo yo para que el lector no vaya a creer que, una vez leído Mi libro, habrá "agotado" el tema. El tema es lo que me agota a mí entero. El día que acabe este libro, sé que habré llegado al extremo de mis fuerzas y que todavía faltará todo por decir.
Llegado al Huerto de los Olivos, Jesús deja al grupo de sus apóstoles en su habitual vivaqueo, y se aparta bajo los árboles para rezar. Sólo se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan: son esos tres, privilegiados entre todos, los que, en el momento de la Transfiguración, ya vieron la gloria profética de Jesús, su consagración mesiánica entre Moisés y Elías, y que van a asistir a la agonía de su maestro. Ellos le vieron glorioso y transfigurado en la montaña, ellos le van a ver tendido y sudando sangre en angustia. Nada menos "mitológico" que este hombre, nada menos construido, fabricado, "armonizado" que Nuestro Señor Jesucristo.
Lucas cuenta: "Al llegar al sitio, les dijo: -Rezad para no entrar en tentación-. Se alejó de ellos como a un tiro de piedra y, cayendo de rodillas, rezó: -Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya-. Y desde el cielo se le apareció un ángel que le consolaba. Él, lleno de angustia, rezaba más apremiantemente, y su sudor se hizo como cuajarones de sangre que caían por tierra. Al levantarse, fue junto a sus discípulos y les encontró dormidos de tristeza. Y les dijo: -¿Por que dormís? Levantaos y rezad, para que no entréis en la tentación". (Lc. 22,40-46)
El diccionario Littré define "angustia": "Sentimiento de opresión en la región epigástrica, con dificultad de respirar y gran tristeza. Gran aflicción con inquietud". Pero ¿de qué valen los diccionarios? Quien no haya sentido, en el hueco de su propio cuerpo, entre el corazón y el vientre -y, bajo el dominio del miedo, de la humillación, del luto, de la vergüenza, o simplemente de la tristeza de ser-, la inexorable crispación de una mano de hierro, no sabrá tampoco nunca lo que es la angustia.
La medicina moderna, especialmente desde Freud, ha ido muy lejos en el estudio y la terapéutica de la angustia. Se sabe que no hay cosa más capaz de alienar a un hombre de sí mismo; se sabe que en el momento de una crisis aguda de angustia, los razonamientos más convincentes, más sencillos en apariencia, no tienen ningún efecto en el paciente, porque se trata de convencerle de que quiera vivir, y él ya se ha desprendido de la vida misma. Se sabe que la angustia en su paroxismo es, para las almas mejor templadas, la antecámara de la locura y del suicidio.
Jesucristo, en ese negro jardín, conoció la angustia en su paroxismo. No cedió a las tentaciones de la angustia, pero las conoció, hay que decirlo claramente para el consuelo de los miserables que se debaten al borde del abismo. Si hubo un momento en que la empresa de nuestra redención, por la debilidad de una naturaleza humana, estuviera a punto de fracasar, fue en ese momento. Esa empresa está tan por encima de las fuerzas humanas, que, por tres veces, Jesús, sintiéndose desfallecer, suplica a su Padre que aparte de él "su cáliz". No obstante, con una energía prodigiosa, cada vez añadía: "... pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Como un jinete a punto de ser desmontado, tiene aún el valor y la fuerza de poner en la silla a otro más fuerte que él, que espoleará al caballo y lo llevará a la meta. Pues, en efecto, lo que debe hacerse se hará, y el cáliz será bebido hasta las heces.
El Evangelio dice que Dios envió un ángel para reconfortar a Jesucristo. El derrumbamiento interior de ese hombre era tan amenazador que necesitó el socorro de un ángel para salir de él y afrontarlo. Los médicos especialistas saben que, en todo el Evangelio, no hay relato que suene a más verdadero que ese. Los mismos médicos afirmarán que ese momento de la angustia fue sin duda el más duro en toda la vida de Jesucristo, más duro aun que la crucifixión y la muerte. La doctrina católica nos afirma que cada cual de nosotros está asistido por un ángel: en efecto, a la hora de la angustia, es cuando tenemos más necesidad de él, a la hora en que se puede romper la armadura del alma. Que los pobres enfermos, en los hospitales psiquiátricos, sepan que la oración atrae a los ángeles, y que, en los peores momentos, si le llaman en su auxilio, hay un ángel a su cabecera. Nunca estamos del todo solos.
¿Cuáles fueron las causas de ese abatimiento prodigioso de ese hombre tan fuerte, tan heroico, tan dueño de sí? Fuerte, pero no rudo ni tosco. Al contrario, era de una materia extremadamente sensible y delicada, que vibraba al menor toque, como un Stradivarius. Ante la tumba de Lázaro, cuando Jesús había visto a la gran María Magdalena, tan hermosa, llorando, su espíritu se estremeció como un gran árbol en el viento y se entristeció él mismo: Infremuit spiritu et turbavit semetipsum. (Jn. 11,33)
El día de Ramos fue también agotador para la sensibilidad de Jesús, por el contraste, que sólo él percibía, entre el triunfo que se le hacia hoy y el patíbulo que se le iba a levantar mañana. Al amanecer, cuando la multitud fue a buscarle a Betania para hacerle rey, y bajó en su asno por la ladera del monte de los Olivos y vio la Ciudad de David, rosa dorada bajo el sol, se deshizo en lágrimas, al pensar en el espantoso asedio que, cuarenta años después, había de destruirla y como desarraigarla del mundo.
En ese mismo día de Ramos, cuando la multitud percibía su encanto y bebía sus palabras, interrumpió su discurso para hacer esta confianza desgarradora que nadie entendió: Ahora mi alma se ha turbado, y ¿qué diré?: "Padre, sálvame de esta hora". (Jn. 12,27-28) El pánico apuntaba, pero ese día la obediencia le dominó con más facilidad, Jesús añadió: "Pero para eso he llegado a esta hora. Padre, da gloria a tu nombre". Así, en pleno triunfo y públicamente, había pedido auxilio, de todos modos. Vuelva cada cual los ojos a su pasado. ¿Cuántas veces, en una vida de hombre normal, ocurre que uno se ve obligado a pedir auxilio, abrir la boca, y, físicamente, pedir auxilio? Dos veces, en esa siniestra semana, Jesús se vio reducido a ello. El domingo de Ramos, vino una voz del cielo para tranquilizarle. En la noche del Huerto de los Olivos, nadie le respondió. La "hora", esa "hora" misteriosa, para la cual había venido, y a la que no escapaba, caía sobre él como una águila que cae sobre un conejillo aturdido. Había querido estar en el tiempo, como uno de nosotros, y estaba en él inexorablemente, caído en la trampa, él, nacido para los libres espacios de la eternidad.
Esa última noche de Jesús es la del condenado a muerte. La noche del condenado a muerte es la misma en todas partes. Nunca el péndulo del alma oscila con más vastas sacudidas entre la loca esperanza y la triste lucidez, entre la valentía luminosa y el pánico ciego. El hombre entero se lanza a los extremos, y a los extremos más contradictorios. Horrorizado, ciertamente, hasta el espanto, y heroico también, hasta la cima de la valentía. Ese hombre tirado por el suelo, sudando sangre y pidiendo auxilio, ¡cómo se nos parece, que cerca está de todos nosotros! Todo eso pasó como está escrito, si, como esta escrito, aun las palabras preferidas antes por Juan, que se nos querría hacer creer que no son más que reminiscencias arregladas, embellecidas, hinchadas, bordadas. Pasan los años; lo digo conforme a mi experiencia: no se embellecen los recuerdos de la última noche del condenado a muerte. Lo que se ha visto y oído en esos momentos deja en la memoria una marca exacta, indeleble, delimitada, profunda, como aquella señal que antaño marcaba el verdugo en el hombro del criminal con un hierro candente. En el texto de los cuatro Evangelios, incluido el de Juan, cuéntese, por ejemplo, el número de veces que en el curso de esa noche, se habla de la hora. La última noche del condenado a muerte se pasa preguntando qué hora es.
En ninguna parte, quizá, en los Evangelios, está tan claro que el testimonio ocular y auricular de Juan completa el de los Sinópticos. Gracias a Juan, se percibe toda la amplitud de la oscilación del alma de Jesús, esa diástole y esa sístole de un destino tan inmenso que encuentra su contracción perfecta, en una sola hora, entre todas las horas, la hora por excelencia, y su dilatación abraza todas las orillas de la eternidad: "antes de que existiese el mundo".
"Mirad, viene la hora (y ya ha llegado)... Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis sufrimiento, pero sed valientes; yo he vencido al mundo... Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti, conforme al poder que le has concedido sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le has dado. Y la vida eterna es esta: que te conozcan a ti como el único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo... Ahora glorifícame también tú, Padre, contigo mismo, en la gloria que tenía contigo antes de que existiera el mundo... Padre... los que me diste, quiero que también estén ellos conmigo, donde estoy yo, para que vean mi gloria, que me diste porque me quisiste desde la fundación el mundo."
Tras esas palabras soberanas, menos de una hora después, Jesús, invadido de pánico y retorcido de dolor por la angustia, se arrastraba sobre la roca y pedía auxilio sin que nadie le respondiera. Ningún hombre, en su última noche de condenado a muerte, ha llevado más al extremo la victoria del espíritu y la derrota del cuerpo.
¿Cuál es la causa de esa angustia que se expresa en el sudor de sangre? Mateo dice: "la tristeza y el abatimiento". Marcos añade el espanto: Pavere et taedere. Pero la causa proporcionada de ese espanto y esa tristeza, no la dicen. El cristiano que entrase en el secreto de esa angustia no podría jamás salir de ella, "prisionero de la santa Agonía", como decía Bernanos. Quizá fue san Pablo quien avanzó más profundamente en ese secreto, hasta el punto de que uno no se atreve más que a copiar sus palabras, que, si no las hubiera escrito él, nadie se atrevería a inventar.
Pablo explica a los corintios el sentido de la Pasión de Jesucristo. Sus palabras son de una claridad y de una fuerza fulgurantes. La Pasión, era que "Dios, en Cristo, se reconciliaba el mundo, sin contar ya las caídas de los hombres... Os lo pedimos por Cristo, reconciliados con Dios. Al que no había conocido pecado, le hizo pecado por nosotros, para que, en él, nos hagamos justificación de Dios." (2Cor. 5,19-21) Por supuesto, san Pablo no quiere decir en absoluto que Jesús cometiera personalmente ningún pecado, sino que se identificó hasta las consecuencias del pecado, y ante todo, la muerte, el sufrimiento, la vergüenza, y se revistió de ese destino como de un manto de ignominia, precisamente para romperlo de modo definitivo, y para que, desvistiéndonos también del pecado y revistiéndonos de Jesucristo, lleguemos a ser en Dios justicia y santidad.
Hay que citar aquí lo que se llama "el Misterio de Jesús", de Blaise Pascal. ¿Cómo ese pequeño burgués auvernés, geómetra y físico, pudo entrar tan profundamente en tal misterio? Simone Weil, normalienne y discípula de Alain, y Blaise Pascal, son la prueba de que, decididamente, el Espíritu sopla donde quiere.
"Jesús sufre en su pasión los tormentos que le producen los hombres; pero en la agonía, sufre los tormentos que se produce a sí mismo: turbare semetipsum. Es un suplicio de mano no humana, sino todopoderosa, y hay que ser todopoderoso para resistirlo.
"Jesús busca algún consuelo al menos en sus tres amigos más queridos, y duermen; les ruega que resistan un poco con él, y ellos le dejan con negligencia absoluta; poca compasión no podía impedirles dormir un momento. Y así, Jesús queda entregado solo a la cólera de Dios.
"Jesús es el único en la tierra, no solamente que siente y comparte su pena, sino que la sabe: el cielo y él son los únicos que lo saben.
"Jesús está en un jardín, no de delicias como el primer Adán, donde se perdió él, con todo el género humano, sino en un jardín de suplicios, donde se salva él con todo el género humano,
"Sufre esta pena y este abandono en el horror de la noche.
"Creo que Jesús no se quejó nunca más que esta sola vez, pero entonces se queja como si ya no pudiera contener su dolor excesivo: "Mí alma está triste hasta morir".
"Jesús busca compañía y alivio por parte de los hombres. Eso es único en toda su vida, me parece. Pero no lo recibe, pues esos discípulos duermen.
"Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormirse durante ese tiempo...
"Jesús ha rogado a los hombres, y ellos no le escucharon...
"Pensaba en ti en mi agonía, vertí tales gotas de sangre por ti... ¿Quieres que me cueste siempre sangre de mi humanidad, sin que tú me des lágrimas?
"...Si conocieras tus pecados, te descorazonarías.
"...Te amo más ardientemente de lo que tú has amado tus suciedades: ut immundus pro luto".
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