conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXII.- El Viernes Santo (II)

70. Ahora, se desencadena la mecánica de la justicia humana. Todo irá muy deprisa.

Leyendo los Sinópticos solamente, parecería que los fariseos no intervinieron para nada en el proceso y la muerte de Jesús. Incluso eso es lo que afirma Isidore Epstein, en su historia del judaísmo. Pero eso es inverosímil, y la verdad es sin duda muy diversa. Juan, que estaba allí, menciona la presencia de fariseos en los lugares de detención de Jesús. En cuanto a la resolución jurídica del asunto, no pertenecía a los fariseos, en tanto que tales, sino al Sanhedrín, compuesto de sacerdotes, de ancianos o notables, y de escribas, muchos de los cuales, en efecto, eran fariseos, por no decir todos. La sentencia de muerte correspondía sólo al procurador romano, pero, en esa circunstancia, se le llevaría la víctima a domicilio. Tal era el procedimiento jurídico, en una nación de juristas y celosamente preocupada de las formas. Pero decir que los fariseos no intervinieron para nada en la muerte de Jesucristo sería como sostener que los jacobinos no intervinieron en la ejecución de Luis XVI, con el pretexto de que, jurídicamente, el club de los jacobinos era distinto de la Convención nacional, única con autoridad para votar la muerte del rey.

La agonía de angustia, de miedo y de sangre ha pasado, ha quedado atrás. Él péndulo se lanza al otro extremo de su carrera, el del heroísmo y el honor que lo arrostra todo hasta el extremo. Ahora, sin doblegarse y hasta el fin, reinará el heroísmo, puro como el diamante. Igual que un cargador que ha tenido un momento de desfallecimiento y se ha tendido al borde del camino, al fin se levanta, asegura en sus hombros la pesada carga y reanuda su camino con paso firme hasta el "finish", como dicen los deportistas, así se levantó Jesús, y afronta desde entonces su destino de muerte con una valentía soberana. Hay que admirar haber estado tan bajo y volver a estar de pie. Los que han inventado la distinción entre la valentía moral y la valentía física son intelectuales que tienen que justificarse de ser cobardes. No hay más que una valentía, que acoraza de acero el cuerpo igual que el alma. "¿Tiemblas, cuerpo? Más temblarías si supieras dónde te llevo." La frase de Turenne es una frase de soldado; se aplica aquí como en un campo de batalla. Ahora Jesús está de pié y su mismo cuerpo ya no tiembla. Su alma valiente abre la marcha, pero su cuerpo sigue, y le seguirá sin fallo, obediente, sumiso, hasta la muerte de la cruz.

Jesús dice a sus apóstoles, y por su rostro yerra una sonrisa vencedora que explica la aparente contradicción entre la primera frase y la última: "Dormid lo que queda y descansad. Basta. Llegó la hora, y veréis que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores... Levantaos, vamos: mirad, se acerca el que me entrega". (Mc. 14,41-42) Los tres Sinópticos han notado que no tuvo tiempo de acabar su frase. Judas estaba ahí, cerca de él. Todas las batallas comienzan así con una frase inacabada. El primer obús que cae, la primera bala que silba en los oídos, interrumpen una frase y la dejan suspendida en el cielo.

Como para el nacimiento de Cristo, todo empieza ahí con el zafarrancho. Pero, mientras que bajo un cielo estrellado, Belén había visto la reunión y la alianza de los magos, de los pastores y de los ángeles, aquí, en ese jardín negro, la Pasión de Jesucristo empieza frente a una coalición muy diferente. Marcos escribe: "En ese momento, cuando todavía hablaba, se presentó judas, uno de los Doce, y con él, gente con espadas y palos, de parte de los grandes sacerdotes y de los sabios y de los ancianos". (Mc. 14,43)

Si Cristo está "en agonía hasta el fin del mundo", también es detenido, traicionado, escarnecido, ejecutado hasta el fin del mundo. Y, cualesquiera que sean las apariencias oficiales, por los mismos. Entre 1940 1945, imagino que, si se quería redescubrir a Cristo en la historia, valía más buscarle entre "los últimos justos", entre aquellos, cristianos o judíos, que sufrían y morían en masa en los campos de la muerte lenta, mejor que, entre aquellos, por lo demás casi todos bautizados, que proporcionaban víctimas a esos campos.

Es verdad, sin embargo, que la gran masa social escapa a la clasificación un poco sumaria: o víctimas, o verdugos. Había una multitud esa noche en el jardín de los Olivos, pero la mayor parte de los habitantes de Jerusalén dormían tranquilamente en sus casas. Cuando se detiene al inocente, la regla general es no estar allí, o callarse en todo caso, y, para callarse mejor, dormir a pierna suelta. Si, aquella noche, en Jerusalén alguien gritó en favor de Jesucristo, no fueron más que gritos en sueños.

Verdaderamente se sabe muy poco sobre los motivos de la traición de judas. Lo poco que se dice excita la curiosidad, más bien que satisfacerla. "El Diablo entró en él". ¿Cómo? ¿Por qué? Y ¿qué le hizo el Diablo para llevarle esa noche, a la cabeza de un tropel, a ese sombrío jardín? ¡Qué extraña y siniestra convención la de señalar a Jesús a los esbirros besándole! Sin embargo, el hecho es que judas estaba ahí. La noche debía ser negra como la tinta. Judas llamó a Jesús: "¡Maestro, Maestro! Soy yo. ¡Salud!" Tanto para hacerse reconocer como para reconocer él mismo a Jesús. Y a tientas, en la sombra, le dio un beso. Jesús dice: "-Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?".(Lc. 22,48) Y Mateo anota que llamó a judas "amigo".

En Oriente se besa mucho, y es probable que el gesto de judas fuera habitual en él. Pero es la única vez que los Evangelios se toman la molestia de anotar que Jesús recibiera un beso en la cara: se ha convertido eternamente en "el beso de Judas". María Magdalena había besado solamente los pies de Jesús. En todo caso, ese beso de judas es el último que recibiera Jesús antes de morir. Tras ese beso fatal, los hombres, sus hermanos, ya no le darán más que bofetadas, escupitajos y golpes.

¡Soledad punzante la de esos dos hombres que se besan en la noche... ! Unas horas después, los dos estarán muertos, y, en suprema irrisión, con muerte análoga, el uno y el otro colgados del palo, frutos del árbol, frutos de maldición. San Pablo repetirá, a propósito de la crucifixión de Jesús la expresión terrible de la Ley, que maldice al que cuelga del palo. (Gál. 3,13; Deut. 21,22-23) Miserable judas, que, después de entregar a su maestro, y ya devorado de remordimientos, tratará sin embargo de unirse a él, pero demasiado tarde, y en la maldición. La ambigüedad del destino de judas es terrible: ¿amaba a Jesús? ¿Le amó hasta el fin a su manera? Sin duda, con amor torcido, impotente y desesperado, estéril para siempre, como amamos a veces, pues el corazón del hombre esta "hueco y lleno de suciedad", y nos empeñamos en llevar a mal lo que debería salvarnos.

A partir del beso de judas, los esbirros se apoderan de Jesús, Los discípulos iniciaron una débil resistencia. Incluso, Pedro hendió la oreja a Maleo: Jesús tocó y curó esa oreja torpemente herida por el primer papa. Jesús no protestó contra su detención. Subrayó, sin embargo, su aspecto grotesco: ¿por qué tan amplia movilización? ¿Por qué haberse puesto en campaña con palos y espadas, como para un bandido peligroso, cuando hubiera sido tan fácil echar mano de él en pleno día, en el Templo? Ironiza: no era tan fácil. Sus enemigos querían apoderarse de él con toda seguridad, sin exponerse a un motín. Ahora que el peligro está ahí, Jesús no tiene ningún miedo, pero sus enemigos tendrán miedo de él hasta el fin. Nunca saldrán de su asombro por haberse apoderado tan fácilmente de tal hombre. Y más allá de la muerte, seguirán temiéndole, hasta el punto de poner guardias a su tumba.

Al verle detenido, todos sus apóstoles, con el primer papa a la cabeza, le abandonaron, huyeron. Es preciso que ocurra algo asombroso para que esos fugitivos se conviertan en mártires.

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71. Y ahora, ¿qué hacer de ese hombre atado, zarandeado entre los soldados, que, en el tumulto de las armas y a la luz de las antorchas, vuelve a subir, titubeando, las laderas del Cedrón? Y los bastiones del Templo levantan ante él su masa enorme, en la noche que comienza a palidecer. Sin duda un agente de enlace se había adelantado para advertir a todos los enemigos de Jesús, despertándoles si era preciso. Como en el domingo de Ramos, pero de manera muy diversa, Jerusalén espera a Jesucristo. Le llevaron primero a Anás, antiguo sumo sacerdote y suegro de Caifás, que seguía siendo una potencia. Ese episodio breve es lo que llamo yo "una incoherencia verídica" del Evangelio. No había por qué inventarlo, pues, aparentemente, es por completo inútil. Pero tuvo lugar, y, como cronista concienzudo, Juan lo relató.

Isidore Epstein afirma que, en la época de Jesús, había, no un Sanhedrin, sino dos, es decir, dos Tribunales supremos, uno dominado por los fariseos y especializado en procesos religiosos, y el otro más estrictamente criminal, civil y Político. Si esa afirmación es cierta, y se me permite hacer una hipótesis, es posible que Anás presidiera el Sanhedrín estrictamente religioso, que inmediatamente se deshizo de la causa de Jesús, remitiéndola al otro Sanhedrin. ¿Por qué? ¿Por qué el caso de Jesús no interesaba a Anás ni a los fariseos? No lo creo. También es posible que sólo los casos juzgados por el gran Sanhedrin, presidido por el sumo sacerdote, responsable ante Roma, pudieran ser luego presentados ante el procurador. Pues, desde el comienzo, era preciso que el caso de Jesús se presentara ante el procurador, de quien se quería obtener una sentencia de muerte, y que fuera ejecutada.

Es preciso no haber pasado nunca por un proceso, no haber escuchado hablar nunca a un hombre de leyes, para ignorar que, en una situación dada, lo que interesa al hombre de leyes no es tanto encontrar el procedimiento más legítimo, para seguirlo, cuanto descubrir el procedimiento más eficaz, el que lleve con más seguridad hacia el objetivo que se ha propuesto, el que obtenga conclusiones practicas y le de la razón, la razón ante la ley.

Ahora que Jesús está bajo llave, ¿de qué se trata? Evidentemente, la primera idea que se le ocurriría a un asesino vulgar sería matarle y tirar el cadáver al fondo de un pozo. Pero los enemigos de Jesús no eran en absoluto unos asesinos vulgares. Era la minoría intelectual, social, religiosa, política de Israel; era ese tipo de gente que llena las academias, los clubs mundanos, las tribunas oficiales, los salones, en resumen, gente con la que es un honor ser invitado a cenar. Eran, además, gente demasiado inteligente para no estar acostumbrados a sopesar todas las consecuencias virtuales de sus actos. Habían logrado echar mano a Jesús. Ahora no se trataba sólo de matarle: había que mandarle al infierno. No querían sólo desembarazarse de Jesús; era preciso, sobre todo, a los ojos del pueblo, marcarle de infamia, y no de cualquier infamia, sino -en una nación teocrática y religiosa- de infamia ritual y sagrada.

Pablo, educado en las escuelas fariseas más estrictas, es, entre todos los escritores cristianos, quien mejor ha definido el motivo decisivo del proceso, de la condena y de la ejecución de Jesús. Lo que dice sobre eso, proyecta una luz helada sobre la infernal maquinación de los, enemigos de Jesús. Escribe a los gálatas: "Cristo nos ha rescatado de esta maldición de la Ley, hecho él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: maldito el que cuelga del palo". (Gal. 3,13)

Si se acude ahora al texto de la Ley a que alude san Pablo, leemos: "Cuando se dé muerte a un hombre reo de pena capital, y se le haya colgado de un árbol, su cadáver no podrá ser dejado por la noche en el árbol: lo enterraras el mismo día, pues un colgado es una maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que Dios te da en heredad." (Deut. 21,22-23) De ese texto espantoso partieron los enemigos de Cristo; partiendo también nosotros de ese texto podremos remontarnos a sus intenciones y sus actos, de eslabón en eslabón.

Por supuesto, crecidos en nuestras sociedades desacralizadas, nos cuesta imaginar los tabúes de las sociedades primitivas. Más que eso, las nociones mismas de honor, de infamia, de ceremonia, nos son profundamente extrañas; no percibimos más que su corteza. El privilegio del gentleman inglés, por ejemplo, de ser ahorcado con un cordón de seda, en vez de con una cuerda de cáñamo, nos hace sonreír: ahorcado por ahorcado, ¿qué importa la cuerda?

Pero la sociedad de Israel estaba lejos de ser tan grosera como nuestras sociedades modernas. Sus tabúes eran rigurosos y terribles, el juez supremo de esa sociedad era el mismo Dios, él es quien, disponía no sólo de la vida de la muerte, sino también del honor y de la infamia, de la pertenencia de cada cual al clan de Israel, o de su expulsión. Los enemigos de Jesucristo quisieron hacer de su asesinato una ceremonia que proclamase a la faz del cielo y de la tierra, no sólo la muerte de ese hombre, sino sobre toda su impureza, su infamia, su expulsión, para el tiempo y la eternidad, fuera de la casa de Israel: que estaba para siempre condenado por Dios, y que estaba maldecido por el mismo Dios.

A partir de ahí, faltaba por imaginar el procedimiento y la liturgia de ese asesinato:

  • Para que Jesús fuera considerado por todo Israel como condenado y maldito de Dios, hacia falta que fuera muerto y colgado de un árbol. La Ley no podía engañarse. Si Dios permitía que Jesús fuera colgado de un árbol, es que Jesús era enemigo de Dios, maldecido por Él.
  • Era preciso, pues, que Jesús fuera condenado a muerte, y a muerte colgándole.
  • Ahora bien, en la situación política de Israel -país ocupado por Roma-, la pena de muerte sólo podía ser declarada por el procurador romano. Contra Jesús no se podía encontrar un motivo de derecho común, Bandidaje o asesinato. Entonces era preciso encontrar contra él una acusación susceptible de tocar a ese procurador, y no podía ser mas que una acusación de orden político.

La situación, por otra parte, tenía alguna ventaja. Los romanos no practicaban el ahorcamiento propiamente dicho, pero ejecutaban a sus criminales públicamente, por decapitación si eran ciudadanos romanos, por crucifixión si eran esclavos o extranjeros. Ahora bien, Jesús no era ciudadano romano. Por tanto, si se conseguía hacerle condenar a muerte, sería crucificado en un patíbulo de madera, lo cual, a los ojos de todos, sería como colgarle del árbol, de modo más cruel, por otra parte.

Una vez elaborado ese plan, todo lo demás no era más que táctica y procedimiento. Se podía confiar en los enemigos de Jesús, sabían lo que hacían.

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