» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXII.- El Viernes Santo (III)
72. En el relato de esa atroz jornada en que se cumplieron la inmolación del mejor de los hijos de los hombres y la reconciliación del universo con Dios, sería fácil subrayar solamente los rasgos de la bajeza humana. Hubo bajeza, los Evangelios lo han anotado, y no cabe olvidarlo. También hubo otra cosa.
Hasta el final, los enemigos de Cristo fueron instrumentos de una intención que les superaba, también fueron arrastrados por la gran oleada profética que elevaba definitivamente el destino humano de Jesús a la eternidad, y que, en este destino, cumplía soberanamente el Reino de Dios. Lo que digo ahí tiene el aire de ser un poco literario, un poco enfático, un poco elocuente, es lo más verdadero que hay.
Jesús afirma su personaje y entra en su papel con tanta justeza como heroísmo, pero sus enemigos le dan la réplica: la obra no estaría completa sin ellos. Aun cuando mienten o se burlan, se añade un doble sentido a sus palabras y a sus gestos, como una sombra proyectada. También ellos cumplen las Escrituras, no pueden dejar de cumplirlas, están obligados a entrar en el juego. Por encima de ellos hay un director de escena al que obedecen sin saberlo, pero puntualmente. En la Pasión de Jesucristo, la realización de las profecías es tan evidente como una deslumbrante puesta en escena. Por lo demás, es algo analógico. Se puede rehusar percibir la puesta en escena de una tragedia; sin embargo, existe, y, como decía Claudel, entiende muy mal su arte quien encuentre algún defecto al arte de Dios. Esa puesta en escena, sobre fondo de eternidad y de Antiguo Testamento, es lo que yo querría poner de manifiesto.
Ante todo, hubo proceso. Jesús había nacido "súbdito de la Ley"; moriría "súbdito de la Ley". Ahí es donde Caifás fue grande.
Ojalá todos los inocentes, injustamente acusados, tuvieran un proceso legal, tuvieran siempre la ocasión de hablar por sí mismos; es más fácil morir cuando a uno le han dado ocasión de afirmar solemnemente la causa por la que muere. Caifás era sumo sacerdote, hizo el proceso de Jesús, y quizá lo exigió. No debían faltar esbirros a su alrededor que pensaran que un asesinato en la prisión, disfrazado de suicidio, hubiera sido más expeditivo y seguro. Jesús tuvo su proceso, y fue juzgado por la Ley de su Dios y de su pueblo.
El Sanhedrin se había reunido en casa del sumo sacerdote, y, enseguida, comenzó la instrucción. Juan, el único que cuenta esos preliminares del proceso, no es del todo claro sobre las idas y venidas entre Anás y Caifás. Quizá los dos sumos sacerdotes, el antiguo y el nuevo, habitaban en las dos alas de un mismo palacio, separadas por un patio interior. Tampoco está del todo claro si fue Caifás o Anás quien comenzó la instrucción.
"El Sumo Sacerdote preguntó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina. Jesús le contestó:
Jesús. - Yo he hablado abiertamente al mundo, yo he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no le dicho nada a escondidas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han escuchado, qué les dije, ellos saben lo que he dicho-. Cuando dijo esto, uno de los guardias que estaban allí dio una bofetada a Jesús, diciendo:
Guardia. - ¿Así contestas al Sumo Sacerdote?
Jesús. - Si he hablado mal, señala lo malo, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?
Aquí, ante un juez y un pontífice de su nación, Jesús, si no fundó -pues, para honor de la humanidad, siempre había existido acá o allá-, si consagró para los cristianos la libertad de palabra. Incluso, le dio una expresión acertada e inolvidable, que podemos oponer a cualquiera: "Si he hablado mal, señala lo malo, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?" La situación merece que se la analice más adelante. Jesús no es un anarquista, en ningún momento recusa la competencia del tribunal, y, responde al interrogatorio del sumo sacerdote. Jesús no es un conspirador: su enseñanza es pública, dada públicamente, en lugares públicos, donde, tradicionalmente, todos tienen derecho a enseñar, pues la libertad de enseñanza tenía una increíble extensión entre los judíos. Jesús conoce su derecho de ciudadano judío, y no lo abandona, rehúsa todo proceso de tendencia: todo proceso, acusación y defensa, deben estar fundados en testimonios públicos. Se podría obtener de esta escena un código penal cristiano, en que el honor y la libertad de la defensa deben ser respetados porque han sido reivindicados y definidos por Cristo, él también en la tradición de su nación. En el Evangelio de Juan es donde se encontrarían los Principios de ese código penal cristiano, en las tradiciones de los visigodos.
Jesús, eternamente, paga con su ejemplo. En ningún momento discute la legitimidad y la autoridad del sumo sacerdote de su nación. Pero su ejemplo afirma que no hay autoridad en el mundo que pueda eximirse de las leyes de la justicia y del respeto a la defensa, y a la que no se pueda conminar a dar cuentas: "Si he hablado mal, señala lo malo, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?". Bendito sea Juan que nos ha guardado estas palabras.
Por lo demás, y el detalle tiene su importancia, no fue el sumo sacerdote quien abofeteó a Jesús. Fue un lacayo del sumo sacerdote. Nada peor que un cortesano con celo. Es una raza abominable, en todos los regímenes, en todas las jerarquías, en todas las organizaciones humanas, en todos los países. Jesús es y será abofeteado hasta el fin del mundo; ese género de bofetada, sin explicación, sin justificación, a un hombre indefenso, es una de las acciones más cobardes que hay, y deshonra a quien la comete. Es verdad que Jesús es paciente, y que, siguiendo su ejemplo, nosotros hemos de serlo también; mira al miserable a la cara y le responde sin temor. Nosotros, también, debemos tener cuidado de no confundir paciencia y cobardía. Jesús no devolvió la bofetada, sino que hizo una pregunta, exigió una respuesta, que, por supuesto, no se dio nunca; los violentos que poseen la fuerza no tienen que ocuparse de responder a los débiles atados.
Esa bofetada de un cortesano, de un "satélite", desencadenó la villanía. Nada más contagioso que las fanfarronadas de la cobardía. Todos los que han estado en manos del enemigo lo saben. "Algunos empezaron a escupirle, y a taparle la cara, y a pegarle, diciendo: -¡Haz el profeta!-. Y los guardias le daban bofetadas."
Durante ese tiempo, en el patio mismo de ese palacio, Pedro renegaba de su maestro tres veces. Y ese triple reniego del príncipe de los apóstoles era peor que una bofetada de lacayo. Jesús no sentía de modo diferente que nosotros. El abandono del que se ama es más duro de soportar que la injuria del que nos odia. Jesús, después de atravesar el patio, en medio de los guardias, miró a Pedro, y enseguida cantó el gallo. Entonces el primer papa estalló en sollozos, y se marchó, en el alba naciente. Esas lágrimas amargas le rescataron a los ojos de Jesús, y le rescatan a los nuestros. Pobre primer papa, tan cerca de todos nosotros... Mientras que, más que su traición, la seca desesperación de judas le aleja definitivamente de nosotros y nos aleja de él. Judas da miedo, Pedro nos conmueve. Encuentro admirable que el primer papa no fuera un héroe estoico, y que supiera llorar de vergüenza.
* * *
73. Extraño proceso, aunque hemos visto otros semejantes, en que la cuestión previa y primordial era que a toda costa hacía falta que el inculpado fuera condenado legalmente a muerte, y después que fuera ejecutado efectivamente, no importa cómo, pero que muriera de mala muerte, en la infamia.
De hecho, por lo demás, hubo dos procesos enteramente distintos, con un atestado diverso -por las conveniencias de la causa, hay que decirlo- para cada uno de los dos procesos. El primer proceso es un asunto anterior a Israel, y se desarrolló según la Ley judía. Acabó en una condena a muerte, pero que, dados los privilegios del procurador romano, no podía ejecutarse. De ahí el segundo proceso, «para la galería", siendo "la galería" el mencionado procurador romano. Este segundo proceso llevó a una condena a muerte, por motivos más en relación con las preocupaciones de un funcionario romano, esta vez la sentencia podía ejecutarse, y se ejecutó, una muerte vil, según el deseo de los acusadores de Jesús.
La unidad de estos dos procesos, en efecto, se encuentra establecida por la persona de Jesús, inculpado y condenado en las dos instancias, pero también por la personalidad de sus acusadores, que son también los mismos en uno y otro tribunal. Lo más extraño es que, en cada uno de los dos procesos, la acusación fue diferente, y que en ambas ocasiones era exacta, aunque no era precisamente en el sentido en que se presentaba. Más extraño aún, en lugar de declararse no culpable, Jesús, en ambas ocasiones, reivindicó y reforzó los títulos que se le reprochaban y que constituían la base de la acusación. Pero precisa cuidadosamente el sentido de estos títulos. En los dos casos, sin embargo, la sentencia fue de una iniquidad suprema.
Colmo de lo extraño, la ejecución de la sentencia confirmó eternamente a Jesús en los dos títulos de Hijo del hombre y de Rey de los judíos, que se le reprochaban, que él había reivindicado hasta el final, y por los cuales, en efecto, fue condenado en tribunal judío y en tribunal pagano.
Vamos, pues, al primer proceso, el del Sanhedrin. Y ante todo, ¿qué era ese Sanhedrín ante el que compareció Jesús? Marcos es muy exacto: "Entonces, al amanecer, los grandes sacerdotes organizaron una reunión con los ancianos y los sabios, y el Sanhedrin entero". Asamblea solemne y venerable, si las hubo: el alto clero, la alta aristocracia, la alta magistratura de Israel, una especie de Estados Generales. No me burlo al afirmar que esa asamblea era lo más venerable que había. No comparto el conformismo actual según el cual todo lo que está establecido socialmente como distinguido, superior, investido de altas funciones y de autoridad, debe estar necesariamente podrido. Por el contrario, creo en la virtud de la tradición social, y aun hereditaria.
Pero sé también que las asambleas humanas son humanas, y que tienen los peligros y las debilidades de todo lo humano. Los privilegios de casta, en lugar de reforzar el sentido de las responsabilidades, también pueden engendrar una incurable frivolidad. Las más altas funciones frívolas y crueles. La crueldad nace de un exceso de frivolidad. La desgracia fue que, en tiempo de Jesús, el pueblo judío, sin duda mas que nunca en su larga historia, era digno de la alta vocación de Israel. Pero las clases dirigentes se habían cuajado en un conservadurismo jurídico minucioso y feroz.
Se comenzó por llamar testigos, pero se contradijeron. Dos de ellos refirieron una parábola de Jesús, que interpretaron groseramente en sentido literal, tan habituados ellos mismos a manejar la parábola, se sintieron desanimados. Jesús, poéticamente, había identificado su propio cuerpo con el Templo, sede de la gloria y de la presencia de Dios, y, al hacerlo, había predicho su propia resurrección. Es hermoso que se recordara esa parábola, en el momento en que sólo se trataba de la muerte de Jesús. Pero era evidente que el interrogatorio se perdía en el balbuceo.
El sumo sacerdote lo tomó. Para salir de ello, se levantó. Marcos y Mateo han notado que el sumo sacerdote se levantó. Un juez supremo que se levanta, es un acontecimiento enorme. La exégesis pierde mucho cuando subraya sólo las palabras, en el Evangelio y en la Sagrada Escritura o en general, desdeñando a menudo los gestos. Entonces, el sumo sacerdote se levantó, para interrogar él mismo al acusado. Momento solemne, en que el primer ministro de la Antigua Alianza se levanta para mirar cara a cara al heredero de esa Antigua Alianza, el fruto de esa Alianza, la semilla de Abraham por excelencia -"Tu Semilla, Tu Semilla"-, en quien serían benditas todas las naciones de la tierra.
Lo que estaba en juego era fatal, ciertamente, mas aún para Israel. Quizá hubo unos segundos de vacilación. El sumo sacerdote se acercó a Jesús, le miró fijamente, le observó y, literalmente, no le reconoció. Como el patriarca Isaac, se había quedado ciego, y no supo reconocer a su propio heredero. Situación patética: si en ese momento, por una iluminación súbita que no hubo, la antigua tradición de Israel hubiera reconocido como suyo a su propio retoño último y glorioso, la faz del mundo habría cambiado. Situación más trágica que la de Priamo, a quien le entregaron a su hijo, que reconoció como suyo, pero muerto. Y tras ese padre y ese hijo, ardía la ciudad en manos de los vencedores. Aquí, el hijo esta aún vivo, pero Priamo no le reconoce, y, por no haberle reconocido, va a condenarle a muerte. Y sin embargo, es su hijo. Cuarenta años mas tarde, Jerusalén arderá detrás de ellos.
He dicho -y no me cansaré nunca de repetirlo- que la gran desgracia de Israel fue que su destino cayera en manos de los hombres de leyes en vez de seguir en manos de los poetas. Los poetas perciben los signos y las relaciones. Los juristas se aprisionan en la letra, que se convierte en su tumba. Pero éstos no se sepultan solos, han arrastrado a su sepultura todo un mundo: el glorioso pasado de Israel.
Como Jesús callaba y no respondía, el sumo sacerdote, de Pie, le dice: "Te conjuro, por Dios vivo, a que nos digas si tú eres el Cristo Hijo de Dios". (Mt. 26,63)
A ese conjuro solemne, en nombre del Dios de Israel, hecho por su representante autorizado, ningún hijo de Israel podía evadirse; no podía eximirse de responder según la verdad verdadera. Es inconcebible que, en situación tan solemne, un súbdito de la Ley, como lo era Jesús, pudiera mentir al gran sacerdote. Yo no me considero un súbdito muy bueno, pero sé muy bien que si el papa en persona me conminara solemnemente a decirle la verdad, ni se me ocurriría la idea de mentir al papa. Esa verdad, si la supiera, se la diría, aunque esa verdad me hiciera cortar inmediatamente la cabeza. ¿Qué otra autoridad en el mundo es comparable a la de un soberano Pontífice? Eso era Caifás.
Muchas veces, en el curso de su vida, se le preguntó a Jesús quién era. La mayor parte de las veces, eludió la pregunta o bien sólo respondió en enigmas. Pero aquí, al gran sacerdote, le va a responder clara y directamente. ¿Cuál era, pues, la pregunta de Caifás? La misma que la de Juan Bautista y tantos otros: Jesús ¿era o no el Cristo, hijo de Dios por excelencia, el Mesías prometido a Israel?
Sé muy bien que el judaísmo actual, al menos entre sus intelectuales, ha abandonado prácticamente la esperanza de un Mesías personal, y que el mesianismo judío se confunde hoy con la conciencia de la vocación sacerdotal universal de la raza judía, mediadora entre la humanidad entera y el verdadero Dios, el Dios del clan hebreo. Pero el judaísmo, tras la ruina de Jerusalén, ha abandonado tantas cosas, y las más preciosas, que cuesta bastante reconocer su continuidad. En tiempos de Jesús, lo que esperaban Caifás y todos los demás judíos era un Mesías lo más personal que pueda haber.
A la pregunta solemne del soberano Pontífice, Jesús responde que era el Mesías. Si hubiera detenido ahí su respuesta, el proceso se habría podido eternizar. Tal afirmación no era un delito, porque el Mesías, efectivamente, debía venir y hacerse reconocer con milagros y con el cumplimiento, en él, de las profecías. Una sola vez, antes, pero en diálogo a solas y con una mujer, la samaritana, Jesús había afirmado claramente su mesianidad. Pero aquí, ante el tribunal supremo de Israel, Jesús sólo reivindica tan claramente su mesianidad porque está delante del sumo sacerdote de su pueblo, que le interroga sobre ello. Jesús, pues, reconoce la competencia del tribunal, permanece hasta el final "súbdito de la ley". Pero se ha decidido a hablar claramente sobre el tema, porque ya no hay equivoco posible. Es un hombre en manos del enemigo, prisionero, vencido según el mundo, solo y abandonado por los suyos, traicionado por uno de ellos; entonces su declaración de mesianidad ya no puede provocar confusiones y sugerir por su parte una voluntad de poder temporal, como la de un César. Si es un Mesías glorioso, lo esconde bien. Entonces puede decir que es verdaderamente el Mesías; hay que hacer caso de su palabra, concederle confianza, tener fe. En la situación por parte de ese hombre acusado, esta declaración de mesianidad me impresiona más que todos los milagros, porque en efecto, sitúa esa mesianidad de Jesús en un plano completamente diverso que el de la fuerza y la coerción.
Contrariamente a lo que cabria imaginar, el tribunal no debió sentirse trastornado ante tal pretensión. Sólo debió aprestarse a un largo procedimiento para verificar los, títulos de ese hombre a lo que decía ser. Hasta ahí, Jesús no era reo de condena capital. El mismo título supremo de "hijo de Dios" seguía siendo ambiguo, y había sido utilizado sin blasfemia por los reyes de Israel. Los testigos de cargo se empantanaban, la acusación se atascaba; fue el propio Jesús quien desencalló el proceso, pues, para su perdición, no se quedó ahí.
En efecto, añadió: "Y además os digo que ya veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo". (Mt. 26,64) Un rayo que hubiera caído en medio del tribunal no habría provocado mas estupor. Ahí, en pleno Sanhedrin, ante el tribunal supremo de su nación, en las narices del sumo sacerdote, ese pequeño galileo con el rostro cubierto de escupitajos, acababa de proferir la más extravagante de las pretensiones, reivindicando para él, no sólo la mesianidad, sino la eternidad, el imperio de los siglos, el juicio final, la omnipotencia; en una palabra, la igualdad con Dios mismo. Pues era eso lo que querían decir las palabras de Jesús. Ante el sumo sacerdote, osa llamarse Hijo del hombre, y evocar claramente, ante todos aquellos notables, la gran profecía de Daniel:
Miraba en una visión de la noche,
Y allí venia, sobre las nubes del cielo, Como un Hijo de hombre.
Y llegó hasta el Anciano de días
Y fue llevado a su presencia.
A él se le confirieron el poder, el honor y el reino,
Y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán. Su imperio es imperio para siempre, que no pasará,
Y su reino no será destruido. (Dan. 7,13-14)
Del director
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