conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXII.- El Viernes Santo (V)

76. La condena a muerte de Jesús, recibida ante el Sanhedrin, faltaba que fuera respaldada por el del procurador romano, el único que disponía del derecho de ejecución. Caifás, pues, envió a Jesús al tribunal de Pilatos. En principio, era una gran ocasión para Cristo; muchas veces, en tiempos de la colonización en África del Norte, he visto a indígenas preferir la justicia de Francia a la de sus cadies. No es que los jueces franceses fueran por fuerza más justos, pero no estaban mezclados en las disputas locales.

Tal parecía ser la posición de Pilatos, los enemigos de Jesús no se engañaron sobre ello. Para ellos, la partida estaba muy lejos de haberse ganado. Siguieron, pues, a Jesús, pero ante Pilatos cambiaron de música. En realidad, emprendían un nuevo proceso más difícil que el primero.

Evidentemente, no se podía tener la ejecución de Jesús si se mantenía ante el procurador el mismo motivo de acusación que ante el Sanhedrín. "Hijo del hombre", ¿qué podía entender en esa denominación un alto funcionario romano? Pilatos no había leído a Daniel, y sin duda no le importaba. Las costumbres y la religión judías, las ceremonias y las prohibiciones judías, hasta la palabra "blasfemia", entendida en su estricto sentido judío, todo eso le debía parecer a Pilatos tan extraño, tan lejano, tan frívolo, cruel y fanático, como a nosotros las costumbres de los aztecas. Pilatos quizá tenía la elegancia y la indolencia, con momentos de exasperación, la indiferencia y la altanería de un gobernador inglés en Zanzíbar bajo la reina Victoria. No debía estar perfectamente contento ni de su puesto, ni de sí mismo, y aún menos de sus administrados, a quienes conocía como querellosos, hábiles, intrigantes a alto nivel y hasta, ante el Emperador, obstinados, formalistas. Por lo demás, aquella provincia de Judea, la más turbulenta de todo el Imperio, era también una de las más pobres. Para un lato funcionario romano, el puesto de procurador de Judea era a la vez una trampa y una semidesgracia.

Apenas había amanecido cuando el tropel de gente invadió las inmediaciones del pretorio. Digo las inmediaciones, pues esa gente increíble mezclaba en todo las reglamentaciones, incluso en sus pasiones y en su odio. Aceptaban al procurador romano como juez de un hijo de Israel, ya que le llevaban a Jesús, pero por nada del mundo hubieran puesto ese, día el pie en los límites de un pretorio pagano, para no contraer impureza en víspera de la Pascua. En eso estaban; en las observancias religiosas hay una cierta lógica, desviada de su objetivo, que lleva precisamente al fariseísmo.

No se les ocurre a los enemigos de Jesús que, al exigir que se vierta la sangre inocente, incurren en impureza mayor que si violaran con el pie una línea ideal. Sin embargo, empujan adelante hasta el pretorio a Jesús, a pesar de que era, como ellos, "súbdito de la Ley". En ese espacio que se había hecho sagrado, entre su juez y sus acusadores, Jesús está solo intocable. Es curioso que ningún pintor haya intentado representar a esa turba de acusadores, apretada, y a la vez, sin ningún obstáculo real, quieta en esa línea ideal de la pureza legal. Jesús ya está del otro lado, "entregado a los paganos", como había predicho. En la historia, lo creo firmemente, los crímenes más crueles, más injustos, los han cometido puritanos. Es significativo que las hecatombes totalitarias llevaran el nombre de "depuraciones".

El diálogo que tiene lugar entonces rezuma veracidad. A Pilatos le saca de la cama el ruido. Tiene aire de dormir todavía, lo que le indispone aún más contra sus interlocutores. ¡A quién se le ocurre despertar a nadie tan pronto para pedir que se mate a uno!

"Los sanhedritas. - Hemos encontrado a éste sublevando a nuestro pueblo, impidiendo dar los tributos al Emperador, y diciendo que él es Cristo y Rey.

Pilatos, prestando oído. - ¿Qué es esta acusación que traéis contra este hombre?

Los sanhedritas. - Si no fuera un malhechor, no te le habríamos traído...

Pilatos. - Entonces, tomadle vosotros mismos y juzgadle según vuestra ley.

Los sanhedritas. - Nosotros no podemos dar muerte a nadie." (Lc. 23,2; Jn. 18,29-31)

Eso sí que es hablar. En cinco frases, está emprendido el proceso criminal. Por supuesto, solo se conservan contra Jesús las acusaciones, mezcla de verdad y de falsedad, capaces de afectar a un alto funcionario, cuya ambición es hacer reinar el orden, y cuya divisa es: "¡Nada de historias!" Está claro que si el Sanhedrin hubiera tenido poder para ejecutar a un condenado, no habría molestado a Pilatos. A partir de ese momento, todo será bueno para llevar al procurador a que dé esa orden de ejecución que sólo él tiene poder para autorizar. Pero Pilatos, por su parte, hará todo lo posible para escaparse de ese avispero,

"Entró otra vez Pilatos en el Palacio, llamo a Jesús, y le dijo:

Pilatos. - ¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús. - ¿Dices eso por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?

Pilatos. - ¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?

Jesús. - Mi reino no es de este mundo, si fuera de este mundo mi reino, mis soldados habrían peleado para que no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí.

Pilatos. - Pero entonces, ¿eres rey?

Jesús. - Tú lo dices, soy rey. Yo nací y vine al mundo para esto, para atestiguar sobre la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Pilatos. - ¿Qué es la verdad?

"Y dicho esto, salió otra vez a ver a los judíos y les dijo: -Yo no encuentro en éste ninguna culpa." (Jn 18,33-38)

Visiblemente, Pilatos permanece en guardia y cuida de no ir más allá de sus funciones. ¿Adónde iríamos sí los jueces trataran de comprender la intimidad de sus acusados? Jesús había dicho él mismo: "Yo soy la verdad". Y ahí está, ante Pilatos que se encoge de hombres, y pregunta en voz alta: "¿Qué es la verdad?" Se sienten ganas de decirle: "Cuidado, fíjese un poco más de cerca". Pero el diálogo es un diálogo de sordos. Al menos Pilatos es sordo, y ciego también. Su función le limita. El hombre no es malo, pero obedece al funcionario. El cual a su vez obedece... ¿a qué, a quién? A César, claro, pero sobre todo al miedo.

Cuando Caifás, reivindicando solemnemente su dignidad de gran sacerdote y apelando a Dios, le interrogó solemnemente, Jesús respondió. Aquí también, cuando Pilatos le interroga ejerciendo su autoridad de gobernador, Jesús responde todavía. Sin embargo, Jesús afirma la ambigüedad y la subordinación de los poderes. Para Pilatos como para Caifás, él juzga su judicatura, reivindica una judicatura más alta y una instancia más decisiva que la de ellos, subordina la justicia a la verdad, se afirma rey por encima de este mundo; todo eso es extraordinario y propiamente prodigioso, en un tono infinitamente sencillo, natural, desprovisto de toda insolencia.

En un momento de ese proceso, que duró toda la mañana, se acusa a Jesús de haberse hecho "hijo de Dios". Pilatos, que debía ser a la vez escéptico y supersticioso, como suele pasar a las almas de bajo nivel religioso, se asusta:

"Pilatos. - ¿De dónde eres tú?

Pero Jesús no le dio respuesta.

Pilatos. - ¿No me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y tengo poder para crucificarte?

Jesús. - No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado desde arriba.

Pilatos pensó quizá en Cesar, pero Jesús hablaba de Dios. Lo cual hará decir a san Pablo que toda autoridad deriva de Dios. Se usara y se abusará de esta afirmación de Pablo. Aquí, Jesús afirma a este funcionario -no cabe distanciarse mas de su propio proceso- que toda autoridad procede más o menos directamente de Dios, así que toda autoridad tendrá cuentas que dar al mismo Dios, cualesquiera que sean por lo demás las cuentas que se tenga que ver obligada a dar en este mundo. Es muy consolador para los sencillos ciudadanos, pues la justicia de este mundo tiene muchos fracasos; después de todo, ¿qué cuentas, en vida, han rendido Hitler y Stalin, y a quien?

Jesús eleva sin cesar el debate. Lo que es terrible es que sus adversarios lo rebajen sin cesar. Esa apelación a Pilatos había sido para ellos terriblemente degradante. ¿Cómo? Esos grandes sacerdotes, esos notables, esos escribas, envueltos en su ciencia y en sus dignidades, pretenden representar no sólo al pueblo elegido de Dios, sino al propio Dios, el Dios único, su Dios, el de la Ley y de la Alianza. Y luego, ante ese pagano, ese procónsul a quien desprecian, pero de quien dependen, descienden de escalón en escalón a la abyección, hasta renegar ante él de todo lo que podía ser el honor y el orgullo de su nación. Aceptan todas las afrentas, tragan toda la quina necesaria con tal de que no se les escape su presa. A lo largo de todo el relato de los Evangelios, se tiene vergüenza por ellos. El diablo ha tocado al acoso, y los perros esperan la rebatiña.

Pilatos vacila, tergiversa, gana tiempo, toma las escapatorias. Al saber que Jesús es galileo, le envía al tribunal de Herodes. ¿Quién era este? Si hubiera nacido en nuestro siglo -pues ese tipo de hombre existe siempre, igual que Pilatos, igual que Caifás, igual que los fariseos- juraría que Herodes nació en un baile de máscaras y en un gorro e Pierrot, por lo bien que encarna la frivolidad de cierta clase capaz de bailar sobre los volcanes y bajo un cielo negro de nubes atómicas. Proust se ha hecho el cronista de esa corte.

* * *

77. Josefo nos ha hablado de Herodes. Era hijo de Herodes el Grande, pero estaba lejos de tener su envergadura. Era astuto, y, cuando estaba bebido, era cruel. Se ve bien cuando, bajo el imperio de la lujuria y de la embriaguez, para dar gusto a su mujer, Herodíades, y a su hijastra, y también por puntillo de honor, pues había dado imprudentemente su palabra, hizo dar la muerte a Juan Bautista. A sus ojos todo eso no había tenido mucha importancia, sin duda. Lo que tenía más importancia es que, hijo de rey, no era más que tetrarca de Galilea y de Perea, triste jirón del dominio paterno. No era rey, y sufría por ello, aunque le llamaran rey para darle gusto. Aun lo poco que tenía, y que había obtenido del favor de Tiberio, y que sin duda consideraba por debajo de sus méritos, ese poco, se lo quitará Calígula. Herodes acabará sus días, acompañado de Herodíades, en exilio, suplantado en su propio reino por su cuñado, el hermano de Herodiades, más elegante y más hábil que él. ¡Qué vejez, en serio, tuvo que pasar ese príncipe oriental, con su gastada compañera, en un pequeño lugar de las Galias que se llamaría más tarde Saint-Bertrand-de-Commínges! El exilio es duro ara cualquiera, pero más duro aún para una bestia mundana que sólo vive para estar en el lugar de honor, y sobre todo para que la vean.

Por el momento, estaba todavía en su sitio de honor, y lo aprovechaba, príncipe real y reinante, rodeado de una corte, en peregrinación a Jerusalén, donde conservaba un palacio. Y en esto le traen a Jesús de Nazaret, un profeta que había hecho estragos en su territorio, y al que deseaba conocer porque había oído hablar mucho de él.

Si Jesús hubiera querido verdaderamente escaparse de la cuestión, ahí tenía la ocasión, al alcance de a mano. Herodes también se había levantado pronto, pero, en ese caso, era algo más duro para él que para Pilatos: levantarse al amanecer es un acontecimiento más extraordinario, casi diría que más heroico, para un príncipe que para un administrador. ¡No importa! Herodes se había levantado con buen pie. Le encantó recibir a Jesús, Lucas cuenta:

"Pilatos dijo a los grandes sacerdotes y a la gente: -No encuentro ninguna culpa en este hombre-. Pero ellos insistían diciendo: -Subleva al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde empezó, hasta aquí-. Pilatos, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo, y al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le mandó ante Herodes, que estaba también en Jerusalén en esos días. Herodes, al ver a Jesús, se alegró mucho, pues desde hacía bastante tiempo deseaba verle por lo que oía de él, y tenía esperanza de verle hacer algún milagro. Le interrogó entonces, con muchas palabras, pero Jesús no le contestó nada. Se presentaron luego allí los grandes sacerdotes y los sabios, acusándole con empeño. Herodes, entonces, le trató con desprecio y se burló de él, junto con los de su escolta, y se lo volvió a mandar a Pilatos, vistiéndole un manto esplendoroso. Y en ese día, se hicieron amigos Herodes y Pilatos, pues antes estaban enemistados entre sí." (Lc, 23,4-12)

He hablado de Proust; entre los evangelistas, Lucas es Proust, tiene su agudeza de observación y su exactitud en la anotación, aunque no su modo de sacarles partido, claro está. Por razones que no puedo sino adivinar, le fascinaba todo lo referente a la corte de Herodes, como a Proust todo lo que se refería al hôtel de Guermantes. Yo mismo bien quisiera tener la comprensión de Proust sobre el carnaval mundano para captar todas las implicaciones de esa asombrosa confrontación entre el rey Herodes y Jesús.

Primera observación. Cuando Caifás, gran sacerdote, interroga a Jesús, éste le responde claramente, proclamando su origen divino y su eterna judicatura. Cuando Pilatos, gobernador, le interroga, él responde no menos claramente afirmando su realeza sobrenatural y de verdad. Pero Herodes no conseguirá sacarle a Jesús una palabra, ni una sola.

Ahora bien, Jesús había hablado mucho en su vida, y lo menos que se puede decir es que no era muy exigente sobre la calidad social de sus interlocutores; verdaderamente, hablaba con cualquiera. Habló con los pobres, habló con los ricos, habló sobre todo con los judíos, pero también con los paganos cuando se presentó la ocasión, y con los samaritanos, los hermanos enemigos de los judíos, habló con los hombres, habló con las mujeres, habló con su madre, que no tenía pecado, y habló, con la misma cortesía, con pecadoras públicas; habló sobre todo con los ignorantes, pero a veces habló con sabios; habló con pescadores del lago y con soldados, habló con Juan Bautista, el profeta, pero también habló con los fariseos, dijo pestes contra ellos, pero les habló, habló con judas, y hasta el último momento le llamó su amigo. Incluso habló con el Diablo. En la cruz, hablará con un bandido. Sólo a Herodes no tiene nada que decirle. A los que se llaman "gentes de mundo", Jesús no tiene nada que decirles.

Lo que se llama "el mundo", ¿está condenado desde aquí abajo? Ni siquiera Jesús puede comunicar con él. ¡Ah! desconfío de las geografías sociales de fronteras muy marcadas. Es cierto que una verdadera duquesa está naturalmente dotada para la frivolidad. Puede ocurrir también que una cierta apariencia de frivolidad sea la forma de su pudor y a veces de su heroísmo. Aquí se trata de una frivolidad, que, aun siendo mas corriente en cierta clase social, no es exclusiva suya; se trata de cierta frivolidad que borra en el hombre el sentido de la responsabilidad-. En ese sentido, la respuesta de Caín a Dios: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?" Es una respuesta frívola, una réplica a lo Proust. Conozco graves eclesiásticos, militares llenos de medallas, académicos galoneados, aún más frívolos que viejas cotorras mundanas absolutamente curtidas.

La frivolidad es una ceguera del alma y un ensordecimiento del corazón, cuyo primer efecto es suprimir la existencia del prójimo. Si Jesús no dice nada a Herodes, es que Herodes no podía oír nada. En ese día largo y atroz, se nota que algo ha pasado entre Jesús y Caifás, entre Jesús y Pilatos, pero entre Jesús y Herodes, nada, no ha pasado absolutamente nada. Ni siquiera ha habido contacto. La mundanidad aprisiona el espíritu en un circulo extremadamente estrecho de referencias a intereses extremadamente limitados y superficiales. La cualidad de Jesús estaba por fuerza fuera de ese circulo mágico: ¿cómo habría podido tener Herodes incluso una vaga idea, una vaga sospecha de lo que era Jesús? En realidad, y hablando muy estrictamente, Jesús no fue para Herodes más que una ocasión de divertirse, si bien excepcional.

Lucas escribe que Herodes esperaba ver a Jesús hacer algún milagro. Pero ¿qué idea podía hacerse del milagro ese príncipe mundano? La mundanidad degrada el corazón, pero también envilece la inteligencia. Para Herodes, un milagro era una acción deslumbrante, capaz de distraerle unos instantes, y nada más que eso. Pues el único mal, el único pecado que reconocen las gentes mundanas es el aburrimiento: son los puritanos del aburrimiento. Todo, o sea cualquier cosa, aun el fin del mundo, pero no hay que aburrirse a ninguna costa. Pero entonces, para no aburrirse, son capaces de remover cielo y tierra; no hay que desconocer la prodigiosa energía de la gente de mundo, su indomable corazón de toro.

Es verdad que, a lo largo de esa mañana interminable, nunca estuvo Jesús tan cerca de obtener su gracia (¿su "gracia"?) y escapar a la muerte. Si hubiera consentido en convertirse en el bufón de Herodes, en su taumaturgo diplomado, todos los cortesanos se habrían coaligado a su favor y alrededor de él. La gente del mundo es incapaz de plantearse siquiera la cuestión de la inocencia y de la culpabilidad de un hombre, pero uno que divierte es sagrado para ellos y nunca le dejarán caer. Los mismos feroces fariseos, esos perros en el acoso, se hubieran visto obligados a soltar su presa sólo con que Jesús hubiera consentido en volverse un histrión.

¿Y Jesús, en todo eso? Continuaba callando. El Evangelio nos dice que el rey le hizo numerosas preguntas, él no se tomó la molestia de responder a ninguna. Quizá ni siquiera las oyó. Su silencio es un doble silencio, un silencio por ausencia de respuesta, pero un silencio también sobre la pregunta que no le llegaba hasta él. En toda su vida terrestre, ésa es la única vez en que se siente a Jesús ausente. Ese hombre tan intensamente presente en su tiempo, en su pueblo, en la conciencia de cada uno de sus interlocutores (y nosotros lo somos), en toda la historia del mundo y en la eternidad, aquí ante Herodes, está ausente es prodigioso; ya no hay hombre. ¿De quién es la culpa? Hay que ser dos para que haya ausencia. Aunque basta muy poco para que Jesús se haga presente, ese poco no lo tenía Herodes, no daba el peso. Imagino la mirada de Jesús posada en ese rey de pacotilla, atravesándole de parte a parte y no viendo del personaje más que el respaldo del trono en que estaba sentado.

Los cortesanos debieron murmurar y hablar de insolencia inaudita. Alguno salvó a Jesús de un inminente acceso de cólera sugiriendo que quizás estaba loco. Entonces todo se acabó enseguida. En burla, revistieron a Jesús con un ropaje espléndido, se lo volvieron a mandar a Pilatos y pasaron a otras diversiones.

Me he entretenido en este episodio, quizás es que me fascina como advertencia personal. Yo también, a mi vez, me encamino poco a poco a la vejez, edad elegida de la frivolidad, yo también me sorprendo tomando aires graves. Aunque no sea propenso al miedo, tengo ese miedo, que Jesucristo se me vuelva ausente, que ni siquiera oiga mis preguntas y que un día su mirada me atraviese sin verme.

No se da todo su valor a la frivolidad: consume cuanto toca. Puede llevar a la blasfemia más sórdida. El rey Herodes comparte con los parientes de Jesús -pero ¿acaso no es también la frivolidad una propensión de las familias?- el horrible privilegio de haber tratado de loco al que es la Sabiduría. Es la Sabiduría y se le trata de loca. Es la Palabra, y se calla. Es taumaturgo también; bien sabe Dios si, a lo largo de toda su vida pública, no han llovido a chaparrones los milagros a su alrededor. Aquí, seguía total, cielo de bronce. Cuidado con la manera como pidamos milagros, cosa que le pasa a todo el mundo, aun a los incrédulos. Un milagro nunca se concede a la frivolidad. ¡Hay que decirlo! Ese rechazo de Jesús a Herodes da una idea singular y preciosa de lo que entendía Jesús por milagro. El milagro es el sello del rey. No se confía a manos impertinentes y fútiles los sellos del reino.

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