» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXII.- El Viernes Santo (Vi)
78. He ahí otra vez a Jesús delante de Pilatos. El juego se aprieta y Pilatos ya no puede eludirlo. Antes de entrar en él, sin embargo, se debate lamentablemente, Lucas cuenta: "Pilatos, entonces, llamando a los grandes sacerdotes y a los jefes y al pueblo, les dijo: -Me habéis presentado a este hombre porque sublevaba al pueblo, y, mirad: yo, después de examinarlo delante de vosotros, no he encontrado en este hombre la culpa de que le acusáis. Y Herodes tampoco, porque nos lo ha vuelto a mandar. Ya veis, no ha hecho nada que merezca la muerte..." Hasta este punto, no hay nada que decir: Pilatos habla el lenguaje de un juez honrado, escrupuloso, de un hombre de deber. ¿Por qué no se quedaría ahí? Pero ya viene el primer resbalón. En efecto, añade: "Así que, después de darle una lección, le soltaré".
¿Por qué le va a castigar si es inocente, y por qué le va a soltar si es culpable? A partir de esa primera concesión a la injusticia, todo se hará posible. Como un hombre que ha perdido pie definitivamente, Pilatos rodara al abismo.
Francamente, una especie de gauleiter cínico, un bruto político, simplista y sin escrúpulos, que, por razón de Estado y para seguir en paz, hubiera ido del primer golpe hasta la extrema injusticia, que hubiera hecho ejecutar a Jesús sin vacilación ni rodeos, por decreto arbitrario, habría sido menos despreciable que este Pilatos, que a cada vez comete una injusticia menor para evitar una mayor, por salvar, cree todavía, lo que se puede salvar, y que finalmente, de abandono en abandono, sanciona y comete la injusticia de las injusticias, y se lava las manos. Conocemos demasiado bien a Pilatos, lo hemos practicado un tanto en exceso, sabemos demasiado bien que, bajo pretexto de salvar lo que se pueda, se pierde todo, y lo primero el honor, y no podemos guardar todavía ninguna indulgencia hacia ese inmundo buen hombre.
Si Pilatos hubiera cedido cobardemente a la primera, por completo y de golpe, Jesús habría sido crucificado, pero, a lo largo de esa mañana atroz, se le hubieran ahorrado la flagelación y la coronación de espinas, el paralelo con Barrabás y todos los ultrajes, todas las afrentas de la soldadesca y del populacho, todo lo que hay que contar ahora y que, en toda la Pasión del Señor, es lo que da más vergüenza y más remordimiento.
Así, pues, Pilatos había dicho: "Después de darle una lección, le soltare". ¿Por qué ese castigo? Al mismo Pilatos no le hubiera gustado que le preguntaran la razón, a la autoridad no le gusta dar sus razones; parece que sólo el pedírselas sea poner en duda su legitimidad. ¿Por qué Pilatos va a castigar a Jesús? Pues para enseñarle que él, Pilatos, es el más fuerte, que es procónsul de Roma, que no se despierta tan pronto a un procónsul para una tontería, que es preciso que él, Pilatos, descargue sus nervios en alguien, que todo ese asunto le fastidia, que no soporta el desorden ni el ruido, y que, como dicen los imbéciles, el ruido no hace bien y el bien no hace ruido. Es verdad que Jesús había hecho bastante ruido en su corta vida. Y esa mañana, decididamente, hay demasiada agitación en torno al procónsul. Es una razón suficiente para azotar a ese obre desgraciado, centro de todo ese estrépito; así aprenderá... ¿Qué va a aprender? A no empezar otra vez, a meterse en un agujero, a hacerse olvidar. Y él, Pilatos, tendrá paz, una paz justa y soberana, pues los poderosos no se pueden imaginar fácilmente que la justicia no coincida con su tranquilidad.
En ese caso, la lección fue dura. Pilatos no se andaba con contemplaciones. La autoridad, cuando se trata de su propia tranquilidad, nunca se anda con contemplaciones. Ese suplicio hace estremecer, aun después de nuestras invenciones de torturas más modernas. Se desnudaba al paciente, se le ataban las manos por delante a un poste bajo y se le azotaba a golpes redoblados y a compás con tiras de cuero, a veces reforzadas con cuchillas y bolas de metal. A mentido ocurría que un hombre de constitución mediocre sucumbiera y muriera rápidamente; no era más que un accidente. Pero Jesús era especialmente robusto. En mi juventud, una buena monja de cierta celebridad, y que, naturalmente, se decía siempre enferma, gustaba de repetir que "la gracia no habita en los cuerpos sanos". ¿Qué sabia ella? En Jesús, la gracia habitaba en un cuerpo excepcionalmente vigoroso y sano. Jesús resistió al suplicio de la flagelación, pero no por ello resultó menos lastimoso: un hombre chorreando sangre y cuyas carnes están profundamente heridas no es nada hermoso de ver.
Jesús se convirtió en un objeto; más que un objeto, un juguete con el que uno se divierte; más que un juguete, un pobre animal sin defensa torturado por niños sádicos. Su cuerpo pasa de mano en mano, sin que él pueda hacer nada, sin que nadie imagine que pueda tener nada que decir. Y, en efecto, no dice nada. El que creó con su palabra el cielo y la tierra está absolutamente pasivo. Se deja hacer. Los que han estado en manos del enemigo saben que, en ciertos momentos, la única ambición fisiológica del hombre es aguantar, amortiguar los golpes, durar. Jesús aguanta y dura. Poco a poco se crea, entre ese cuerpo atormentado y sus verdugos, esa espantosa complicidad, que es la imagen inversa de la voluptuosidad, y que ha quedado como el horror extremo de los campos de concentración y de las cámaras de tortura. Cierto que el alma y la voluntad de Cristo dominaban su tormento, pero su cuerpo entraba en el juego, al estar dominado enteramente por la violencia.
Nunca las palabras "abnegación" y "martirio" tuvieron más sentido que ahí. Quien nunca ha puesto el pie en ese universo de pesadilla, aunque sea doctor en teología, ¿cómo va a tener alguna idea? Escribo todo esto a propósito de Jesucristo y del suplicio de la flagelación, porque es preciso que se diga. O bien los campos de concentración y las cámaras de tortura volverán, y entonces es preciso que los que entren allí sepan que entran con Jesucristo -porque Jesucristo será flagelado hasta el fin del mundo, y no hemos de estar del lado de los verdugos-, o bien todo eso no volverá jamás, y entonces es preciso que se sepa hasta dónde llegó el tormento de nuestro Señor. Por lo demás, es una falsa alternativa: siendo los hombres lo que son, eso volverá, y peor, visto "el progreso".
Pilatos es personalmente responsable de la flagelación de Jesús, fue él quien tuvo la idea y quien dio la orden. Lo peor es que no lo hizo por maldad. Es esencialmente un crimen de superior cobarde. "Después de darle una lección..." Pilatos mete así el dedo en el engranaje de la injusticia, y se meterá entero. La sociedad y los hombres son tales que el mecanismo "crimen-castigo" se vuelve del revés fácilmente. Es verdad que, en buena justicia, todo crimen merece castigo, pero no es menos verdad que, en el espíritu de los mediocres, el castigo acaba por crear la presunción del crimen. No es fácil pensar que un castigo sea inmerecido. "Calumnia, que algo queda", decía el otro. "Castiga -se podría decir-, que el hombre castigado acabará por hacerse culpable, aun a sus propios ojos". He aquí como los reproches, las injurias, el exilio, los golpes, las condenas, acaban por no tener ninguna necesidad de justificación: el castigo paga por sí mismo. Kafka nos lo ha dicho todo sobre este tema, y también Freud: es el drama de muchos hijos con sus padres, de muchos inferiores con sus superiores.
Entonces, Jesucristo acepta todo y no protesta. Sin embargo, no se obtuvo nunca de él este último abandono, que acabará por confesarle culpable. En eso, su valentía fue grande. A ejemplo suyo, cuando la injusticia nos abruma, podemos aguantar y callarnos, pero nada en el mundo debe hacernos confundir lo injusto con lo justo. ¿Culpables? Siempre lo somos de algún modo ante Dios, aunque no tengamos conciencia de ello: ab occultis meis munda me! Pero, ante los hombres, confesarnos culpables de lo que no hemos hecho, simplemente para que nos dejen en paz y satisfacer su tiranía, no es humildad, sino mentira y cobardía. Ese ejemplo no nos lo dio nunca nuestro Maestro.
* * *
79. Entonces hubo una inmensa agitación, algo nuevo acababa de producirse. Toda la atención -y también la de los evangelistas- afluyó hacia otro polo de atracción. La historia abandona por un momento a Jesús en manos de sus atormentadores, para atender a un nuevo héroe, que, en lo demás, sólo nos es conocido por el papel antagónico que desempeñó ese día: Barrabas. Mateo escribe: "Por la Fiesta [de la Pascua] el gobernador solía soltar a la gente un preso que le pidieran. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás"(Mt. 27,15-16).
¿Quién era ese Barrabás, a quien Mateo da también el sobrenombre de Jesús? Juan no se anda con rodeos: era un bandido. (Jn. 18,40) Lucas precisa que había cometido un asesinato durante una sedición en la ciudad. (Lc.23,19) Esas cosas no son incompatibles. Cuando se ha tenido el honor de ser metido en prisión política por los alemanes, bajo la ocupación, se sabe qué curiosa mezcla de lo mejor y lo peor era ese revoltijo que, confusamente, decía ser de la resistencia. Una ocupación del territorio confunde todos los valores porque lo justifica todo: el asesinato, el robo, el incendio, el atentado, coexisten con el heroísmo más puro y los sacrificios más desinteresados. Así pues, Barrabás era un bandido y su detención estaba perfectamente justificada. Se concibe, sin embargo que, para la multitud judía, hubiera podido convertirse en el símbolo de la resistencia al invasor.
Esa graciosa liberación de un prisionero era un rito que se encuentra en otros puntos del Imperio. Según la manera judía de calcular el paso del día, la fiesta de Pascua comenzaría ese día a la caída de la noche. Era normal, pues, que al amanecer, la multitud acudiera al palacio a reclamar su deuda. Pilatos y los sanhedritas tuvieron la misma idea: ¿Por qué Jesús no iba a beneficiarse de esa liberalidad? Pero Pilatos vio ahí la ocasión de escapar a sus deberes de juez, y los sanhedritas, por el contrario, vieron la amenaza de que su presa se les iba a escapar sin duda definitivamente. Se acaloraron mucho. Entonces, igual que unas hormigas se apresuran a sostener la a arquitectura amenazada de su hormiguero, se les vio extenderse por la multitud para sugerir el nombre de Barrabás, en vez del de Jesús. En un momento así hace falta imaginación y una acción rápida.
En esa multitud, Jesús, en cambio, no tenía amigos. Imagino muy bien que María Magdalena, que era una gran señora, José de Arimatea y Nicodemo, actuaron entre bastidores e intervinieron, quizás incluso ante la mujer de Pilatos. Pero la partida se jugaba en la multitud, y en esa multitud no estaban ni los Apóstoles, ni los que habían recibido milagros de Jesús. ¿Cómo es posible que un hombre como él se encontrara pronto tan solo? Cuando se tiene experiencia de la vida, se sabe que esas cosas pasan. Los amigos de Jesús, pues, no estaban allí; los enemigos tenían el campo libre, y lo aprovecharon. Las multitudes son maleables, y, aplicándose bien, se les hace decir lo que se quiere. En resumen, en unos momentos, Barrabás se convirtió en el héroe nacional que importaba por encima de todo que estuviera libre, y que estuviera libre en seguida.
No diré nada malo de Barrabás, no era un cualquiera, no está al alcance de cualquiera ser un bandido. Además, verdaderamente, si, en ese instante, le ponían en la misma balanza que Jesús y si el índice se inclinaba a su favor, Barrabás no tenía nada que ver con ello. En el fondo de su mazmorra, incluso ignoraba que su suerte se juzgase en el tribunal de Pilatos. Toda su oportunidad estuvo en que Jesús era tan eficazmente odiado, que Barrabás, en cambio, se hacía supremamente amable. La escena en que Pilatos trata de salvar a Jesús y los sanhedritas se aferran desesperadamente a la persona de Barrabás, es una escena de histeria. Uno se frota los ojos para saber si no sueña, pero me parece imposible también que tal escena pudiera inventarse: la locura de los hombres no se inventa. "La gente subió a pedir lo que les solía conceder. Pilatos les contestó: -¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos?- Pues comprendía que los grandes sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los grandes sacerdotes incitaron a la gente para que les soltase en cambio a Barrabás. Pilatos volvió a decir: -Pues ¿qué haré con el que llamáis el Rey de los judíos?-. Ellos gritaron a su vez: -¡Crucifícale!-" (Mc. 15,8-14)
Es cierto, la locura de los hombres no se inventa; existe. ¿No hemos visto a antiguos pueblos cristianos volver la espalda a sus tradiciones para aclamar... a quien? A bandidos, con cara y costumbres de bandidos; los soberbios dictadores de nuestro siglo de luces. Hasta el fin del mundo también ocurrirá que se prefiera Barrabás a Cristo, y entre esas multitudes que aclaman a Barrabás, siempre habrá grandes sacerdotes y escribas.
Mientras, los soldados, juzgando sin duda que la lección que habían dado a Jesús, si no había sido entendida, al menos era suficiente, dejaron de azotarle, y, como oían decir que el motivo de tanto tormento era que ese pobre desgraciado era el rey de los judíos, parodiaron la ceremonia de la consagración de un rey. Mateo cuenta: "Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús dentro del palacio, y reunieron alrededor de él a toda la tropa romana, le quitaron sus ropas, le vistieron de un manto de color púrpura, y, trenzándole una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando la rodilla delante de él, se le burlaban diciendo: -Salve, Rey de los judíos-. Luego le escupieron, le quitaron la caña, y le golpearon en la cabeza". (Mt. 27,27-30) En Oriente hay grandes espinas, más largas que la mano, y cañas gruesas como garrotes. Esto para decir que el juego fue en serio. Así, a la "lección" se añadió la burla. Y me vienen a la mente las palabras que se atribuyen a Clodoveo, cuando escuchaba por primera vez el relato de la Pasión: "¡Si hubiera estado yo allí con mis francos!".
Sin embargo, sobre esta escena atroz flota una ironía superior, una ironía a lo Kafka, hasta el punto de que uno se pregunta ahí también quién lleva el juego, pues, en definitiva, rey de los judíos, Jesús lo era y sigue siéndolo eternamente. Jesús no hace nada, se deja hacer. Evidentemente, no es más que un juguete en manos de los soldados romanos. Llega, no obstante, un momento en que uno se pregunta si los mismos soldados no son juguetes de una voluntad superior que les obliga a realizar los gestos de una significación triunfal. Al ejército correspondía el derecho de hacer emperadores: Ave Caesar, Imperator. Y fueron soldados romanos los que proclamaron rey a Jesús. Hay ahí como una imagen invertida de lo que pasó en Belén: después del homenaje de los pastores judíos, vino el de los magos Paganos. Aquí, tras las injurias en el patio del sumo sacerdote y de la burla en el patio de Herodes, es el ejército romano quien se burla. San Atanasio vio muy bien la ambigüedad de esa situación, nos la explica en un texto citado en el breviario dominico para el Miércoles Santo: "Se le condena a muerte en cuanto hombre, y, ahora que va a morir, se le adora como un Dios. Se le reduce a menos que nada, y luego se le proclama rey. Se le quita su ropa vulgar para imponerle la púrpura. Ignoran quién es el que abruman a ultrajes, pero, a pesar de ellos mismos, le llaman profeta. Y mientras se burlan de él, le conceden, sin embargo, los trofeos de la victoria: la clámide de púrpura, la corona trenzada de espinas, un cetro de caña. Es verdad que todo eso lo hacían por burla, pero sin que lo supieran y a pesar de ellos mismos, él no hacía más que recibir lo que le era debido".
Evidentemente, si se rehúsa comprender lo que trato de explicar aquí, todo este paralelismo no prueba nada, excepto desde el punto de vista de una puesta en escena sutil y superior, que es precisamente el plano en que se mueve la profecía.
Juan nos ha relatado la escena, de violencia y vehemencia asombrosas, entre Pilatos y los sanhedritas:
"Pilatos volvió a salir fuera y les dijo:
Pilatos. -Mirad, os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa.
"Entonces salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y él les dijo:
Pilatos. - Mirad al hombre.
"Cuando le vieron los sacerdotes y los guardias, gritaron:
Los sanhedritas. - ¡Crucifícale, crucifícale!
Pilatos. - Tomadle vosotros y crucificadle, porque yo no encuentro culpa en él.
Los sanhedritas. - Nosotros tenemos una ley, y según esa ley es reo de muerte, porque se ha hecho Hijo de Dios.
"Cuando Pilatos oyó esas palabras, se amedrentó más, y entró otra vez en el Palacio, y dijo a Jesús:
Pilatos. - ¿De dónde eres tú?
"Pero Jesús no dio respuesta. Pilatos le dijo entonces:
Pilatos. - ¿No me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y tengo poder para crucificarte?
Jesús. - No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado desde arriba. Por eso el que me ha entregado a ti, tiene mayor pecado.
"Desde ese momento, Pilatos trató de soltarle, pero los judíos gritaban:
Los sanhedritas. - Si sueltas a ése, no eres amigo del emperador. Todo el que se hace rey, no es amigo del emperador.
"Pilatos, entonces, al oír estas palabras, sacó fuera a Jesús y se sentó en su tribunal[11]', en el sitio llamado Enlosado, en hebreo Gabbtha. Era el día de la preparación de la Pascua, a eso de la sexta hora. Y dijo a los judíos:
Pilatos. - mirad, vuestro rey.
Los sanhedritas. - ¡Quita, quita, crucifícale!
Pilatos. - ¿A vuestro rey voy a crucificar?
Los sanhedritas. - No tenemos más rey que el emperador.
"Entonces él lo entregó" para que fuera crucificado. Tomaron a Jesús, que, cargándose la cruz, salió al sitio llamado "de la calavera", que se dice en hebreo "Gólgota"... (Jn. 19,4-16)
¡Cómo querríamos que esa página no se hubiera escrito nunca, mejor dicho, que los hechos que consignan no hubieran tenido lugar nunca, que las palabras que refiere nunca hubieran sido pronunciadas... ! Aun en el proceso de Juana de Arco, el odio de los sacerdotes nunca fue tan lejos, su villanía no descendió nunca tan bajo. Con su propia vocación, éstos renegaron la vocación más antigua y gloriosa de Israel. Una vez más, no comprometían a nadie más que a ellos mismos en el deicidio. No creo que la Europa católica en cuanto tal se comprometiera en la crueldad del juicio de Juana de Arco o en la estupidez del juicio de Galileo; ¿Por qué querríamos comprometer más al pueblo judío en el espantoso encarnizamiento de sus grandes sacerdotes contra su víctima inocente?
Sí, su encarnizamiento fue horrible. Descendieron de reniego en reniego, hasta la apostasía. Mateo añade este trozo de dialogó que hace estremecer:
"Pilatos. - Soy inocente de esta sangre, vosotros veréis.
El pueblo. - ¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mt. 27,24-25)
Visiblemente, toda esa gente ha perdido la cabeza. El odio en su paroxismo es una singular embriaguez, una extraña ceguera. Ha pasado ahí algo que, al cabo de dos milenios, suscita, en el corazón de todo hombre bien nacido, vergüenza y dolor. Y sin embargo, desde el momento en que nosotros -tú, lector; yo, escritor- nos hemos comprometido en esta historia, hay que llegar a su extremo, señalar los detalles y repasarlos uno a uno.
He aquí, ante todo, la solemne aparición de Cristo, vestido de púrpura, coronado de espinas, con una cana a modo de cetro, con el rostro cubierto de escupitajos y de sangre. Pilatos dice: -Mirad el hombre. - Ecce Homo. Los sacerdotes y sus acólitos responden: "¡Crucifícale!" Sí, he ahí al hombre, titubeante, aturdido, tal como le hemos visto salir tantas veces de las manos de los atormentadores, en el umbral de los campos de concentración, de las cámaras de tortura, de las prisiones; mirad al hombre cuya imagen nos obsesionará hasta nuestra agonía; mirad al hombre que, de víctima, pasa a ser acusador de nuestra sedicente civilización, materialista y desespiritualizada. Aunque fuera un criminal, ese hombre está revestido para nosotros de toda la majestad del dolor humano, de la infinita paciencia de los pobres. Desde ese día entre los días, en que Jesucristo fue ofrecido como espectáculo en la humillación de su sufrimiento y su irrisión, Dios y el hombre comulgan en el dolor, como un sacramento ofrecido a todos, creyentes o incrédulos, bautizados o paganos, pecadores o inocentes. ¿Qué hombre no está expuesto a sufrir y recibir burlas? Ahí estamos en el corazón secreto del cristianismo, un cristianismo sin fronteras, un cristianismo conocido por Dios solamente, ese Dios que sondea las entrañas y los corazones. "La desdicha del hombre -escribe Bernanos- es la maravilla del universo."
El dolor, la paciencia, el despojamiento, la muerte, abren ya a los miserables una puerta secreta a la comunión de los santos en Jesucristo, entran así a un cierto nocturno en que gravitan constelaciones desconocidas en torno a ese sol negro del dolor humano que Pilatos descubrió un día a una multitud delirante de odio:
-¡Mirad al hombre!
-¡Crucifícale!
No están saciados con su dolor y su humillación; quieren su sangre hasta la última gota, quieren verle morir, levantado de la tierra, clavado contra el cielo, como un ave de rapiña clavada en la puerta de una iglesia.
Notas
[11] El autor, como es costumbre, sigue el texto de la Vulgata, traduciendo "se sentó pero recientemente se ha advertido que el original gríego no dice eso, sino "le sentó..." Es decir, Pilatos hace sentarse a Jesucristo en su propio asiento oficial, para probar la reacción de los judíos al verle así entronizado, señalándole inconscientemente como lo que era: Mirad, vuestro rey. (N. del T.)
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