» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXII.- El Viernes Santo (VIII)
81. Hace casi treinta años que no he vuelto a Viena. Una de las más poderosas razones que me impulsan a volver es ir a ver el gran cuadro de Brueghel el Viejo llamado Jesús con la cruz a cuestas. Por lo que recuerdo, se diría de lejos un inmenso ramillete de flores. Al acercarse, uno descubre que cada una de esas "flores" es un medallón tratado como miniatura que representa una escena diferente. Entonces se va de descubrimiento en descubrimiento. No recuerdo los detalles, o más bien he vivido tanto con ese cuadro en mi corazón y me ha acompañado tanto, que seguramente he inventado detalles: hay un hombre asaltado por ladrones, una mujer abandonada, un hombre asesinado por la espalda, una madre que tiene en sus rodillas el cadáver de su niñito, un leproso con sus sonajas, una mujer que pare con dolor, un agonizante en su lecho de muerte, un acusado ante sus jueces, un condenado al que van a ahorcar, y prescindo de tantos como invento, pero del significado del cuadro me acuerdo muy bien: es un inventario del dolor humano. Ahora bien, entre todos los medallones, tratado como cualquiera de ellos, ni siquiera en el centro del cuadro, sino perdido entre la masa al azar, está Jesús con la cruz a cuestas.
Brueghel había comprendido que no hay ya angustia, que no hay ya apuro en el mundo en que no pueda tener parte Jesucristo: es uno de nosotros en la miseria común, pero ninguno de nosotros tiene poder para impedir que Jesucristo sea nuestro compañero de miseria. Ha entrado en la miseria del hombre, hasta el punto de que ya no hay, en verdad, ningún dolor humano en este mundo que sea del todo solitario. Ha roto la soledad de nuestra desgracia. En Jesucristo con la cruz a cuestas, Dios ha entrado por refracción en todas nuestras penas. Los antiguos judíos habían adivinado muy bien que no hay Dios más cercano a los hombres que nuestro Dios, pero no habían adivinado hasta qué punto era posible, ni cómo se haría. Las antiguas mitologías también habían adivinado que la divinidad busca la familiaridad de los hombres, y habían inventado esa familiaridad por medio de las pasiones humanas, sensualidades o cóleras. Pero que Dios comulgue con los hombres en el dolor y en la muerte, no puede ser más que una invención divina, y para mí es el sello supremo de la verdadera religión, el signo de un amor propiamente divino; el sacramento de la libertad y de la invención divinas en su amor por nosotros.
Así el plan de Dios, con vistas al establecimiento de su Reino universal, se cumplía, pero también se cumplía el plan de los enemigos de Jesús. Ahí me obsesiona el cuadro de Brueghel. Excomulgado, Jesús sale de Jerusalén para morir, pero funda definitivamente y hasta la eternidad una nueva Jerusalén, que antes de ser una Jerusalén de gloria es una Jerusalén del dolor, una nueva y solemne comunión de Dios con los hombres, la comunión de los miserables, por y a través de la comunión interminable de su santa Pasión.
Los Evangelios refieren que, en esta vía dolorosa, Jesús iba acompañado por dos malhechores, igualmente condenados a muerte, y que, como él, llevaban cada cual su cruz. Las cruces eran pesadas. Estando Jesús extenuado por la angustia de la noche precedente, y los ultrajes de su proceso y el suplicio de la flagelación, tuvieron miedo de que no llegara al extremo y requirieron por el camino los servicios de un hombre que volvía del campo. Así fue cómo Simón el Cirineo ayudó a Jesús a llevar su cruz; este humilde campesino, requisado por la policía, a causa de su vigor físico y de la bajeza de su condición social, se ha convertido en la imagen de todos los místicos cristianos. Pues la Pasión de Jesucristo tiene dos sentidos: es cierto que, por ella, Dios entra por refracción en nuestra pena humana, pero también nos es posible, por amor, entrar en la Pasión de Jesucristo, compartirla con nuestra compasión. La santidad cristiana es ante todo esa compasión experimentada hacia Jesús sufriendo y muriendo. El gesto elemental de la santidad cristiana será siempre el de Simón Cireneo: ayudar a Jesús a llevar su cruz.
Cierto que esta comunión de los miserables, que gravita en torno de Cristo ultrajado, no quiero decir que sea una segunda Iglesia católica que doble a la primera. Solamente afirmo que la significación y la gracia de la Pasión de Jesucristo se extienden, sin acepción de personas, a la humanidad entera: ese asunto sangriento que es la muerte de Jesús resulta asunto de todo hombre nacido de mujer. ¿Qué sería la misma Iglesia católica sin la Pasión y la muerte de Jesús, de que ella ha nacido? Quiero decir solamente lo que sabe cualquier niño de catecismo, que la misma catolicidad de la Iglesia está agujereada de puertas escondidas, que ningún destino se hace plenamente cristiano sino remontándose a la fuente de la Iglesia que es Cristo en la cruz. Por ejemplo, ¿quién puede medir lo que la agonía, larga, dolorosa, heroica, de Juan XXIII, ha añadido al Pontificado de Juan XXIII? Desde el punto de vista jurídico, nada, absolutamente nada: estaba bautizado, era sacerdote, obispo de Roma, papa, como cualquier otro de sus predecesores. Y sin embargo, cuando, en su lecho de muerte, invocaba a grandes gritos el Concilio ecuménico y la unidad de la Iglesia, esa oración, en ese momento y en esos labios, llegaba mucho más lejos que una encíclica.
Por lo demás, en ese momento en que Jesús condenado a muerte sube las laderas del Calvario, ¿quién es ese hombre a su lado que le ayuda a llevar la cruz? No es ni el papa ni un obispo. El primer papa y los primeros obispos, salvo Juan, no están allí. ¿Dónde están? Los Evangelios no lo dicen, pero el hecho es que no están allí.
Unos años después, cuando el propio primer papa también sea condenado a ser crucificado, y, efectivamente, sea ejecutado cabeza abajo, esa muerte no añadirá nada a su jurisdicción pastoral, a su poder de orden, a su autoridad de papa. No es en cuanto a papa, ni aun en cuanto bautizado, cómo sufre y se muere. Es en cuanto hombre, en el aspecto más común, más universal, casi diría más bajo de la naturaleza humana, pues, en definitiva, también los animales sufren y mueren. Pero el martirio de san Pedro, primer papa, le hizo gloriosamente entrar, en buen sitio en la profunda comunión de la desgracia y de los miserables, consagrada por la Pasión de Jesucristo. El primer papa no estaba en el Gólgota, no perdía nada con esperar. La dignidad suprema e íntima del hombre está en comulgar con Cristo crucificado. Así, Simón el Cireneo no era papa, ni obispo, pero estaba en el Calvario, y en el lado bueno, por otra parte, debido a un azar y quizás a su pesar. No puedo menos de creer que es el jefe y el representante de una multitud innumerable, a través de los siglos, que ayuda y asiste a Jesús en su Pasión, sin saber siquiera quién es. Es fácil dar la lista de todos los obispos del mundo y aun de todos los sacerdotes: Simón el Cireneo no está inscrito en ningún registro. Se contenta con ayudar a Jesús a llevar la cruz. Ese privilegio abierto a todos es lo que me ha hecho comprender el cuadro de Brueghel el Viejo.
Lucas cuenta: "Y cuando se le llevaban, echaron mano de un tal Simón Cireneo, que volvía del campo, y le cargaron con la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Le seguía una gran muchedumbre del pueblo, y mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: -Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más Bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque veréis que vendrán días en que diréis: 'Felices las estériles y los vientres que no tuvieron hijos y los pechos que no criaron.' Entonces empezarán a decir a las montañas: 'Caed sobre nosotros'; y a los cerros: 'Ocultadnos'. Porque si con el tronco verde hacen esto, ¿qué ocurrirá con el seco? -. Llevaban también otros dos criminales para ser ejecutados con él". (Lc. 23,26-32)
¿Quiénes eran esas "mujeres de Jerusalén"? ¿Discípulas de Jesús? Tal vez, Tal vez también simples mujeres conmovidas por la desgracia de ese hombre. Más verosímilmente aún, una cofradía de plañideras que acostumbraban a acompañar los siniestros cortejos de los condenados. En tales circunstancias, parece que todo el honor de la humanidad esté entre las manos de las mujeres. Pues, en definitiva, aparte de Simón el Cireneo, aparte de san Juan, aparte, enseguida, del buen ladrón, uno, de los dos malhechores condenados con él, los hombres sólo están ahí en cuanto verdugos o en cuanto curiosos; los grandes sacerdotes y los escribas, están ahí para disfrutar de la derrota de Jesucristo, para recoger triunfalmente el último soplo de su adversario vencido.
Esas mujeres, en cambio, están ahí por compasión, para llorar. Tras su breve conversación con Pilatos, Jesús ha callado. Sale del silencio para hablar. Les advierte la catástrofe que va a caer sobre Jerusalén, y añade, de tan natural como era para él el genio de la parábola: "Si con el tronco verde hacen esto, ¿qué ocurrirá con el seco?" Lo que quiere decir lo mismo que la madera viva y llena de savia no está hecha para quemar, tampoco el inocente merece castigo. Sólo a la madera seca se la destina al fuego, igual que el culpable es enviado al castigo. Pero si se llega a castigar al inocente y a quemar la madera verde, ¿qué será de la madera seca y de los pecadores? Evidentemente, se trata ante todo de Jerusalén, pero más allá de Jerusalén, se trata de todos nosotros. Jesús no vino en absoluto para eliminar del destino humano la desgracia, el sufrimiento y la muerte, sino sólo para dar el sentido de una comunión suprema cuyo centro de gravitación es él. Él, inocente, soportó voluntariamente la desdicha, el sufrimiento y la muerte, aunque no merecía nada de eso. ¿Por qué asombrarnos de tener que sufrirlo, si somos pecadores? Lo asombroso es que después del Gólgota le podemos dar un sentido.
Jesús dice a las mujeres: "Llorad por vuestros hijos." Comprendo muy bien que la muerte de un, niñito subleve el alma. No hay ningún razonamiento. Sin embargo, un niño, por inocente que sea, lo es menos que Jesucristo: es madera menos verde. Pero no se trata de explicar y de "justificar" la muerte de los niños inocentes. Jesucristo no explica tampoco su propia muerte: ¿acaso se rebela tampoco? Sin embargo, nos damos cuenta de que si hay un secreto perdido que, sin traicionar a la justicia, sin renegar del honor de la solidaridad humana, pueda hacernos, no ya comprender, que es imposible, sino hacemos aceptar sin blasfemia la muerte de un niñito, es en el camino de la Cruz donde se debe hallar, precisamente tal vez porque Jesús no se contentó con trazar esa vía dolorosa en el plano y señalar sus hitos, sino que la abrió y la holló él mismo con su pesada carga; se metió en ella con paso firme, y la recorrió hasta el final.
Para el espíritu que se plantea todo el problema del mal con ocasión de la muerte de un niño, no hay respuesta adecuada, porque en este mundo no hay consuelo adecuado a tal desgracia. Sólo hay ese hombre cuyo camino se cruza con el nuestro y que lleva su cruz. Tampoco responde a nuestra ansiedad: no nos prohíbe llorar, y más bien nos lo recomienda: "Llorad por vuestros hijos", dice. Pero por lo menos, lo que se llama el problema del mal, se ha convertido en su cruz, y él morirá encima. El cristianismo no es una panoplia armoniosa y completa de, respuestas prefabricadas; es un acoso de preguntas plantadas en plena carne. Es verdad que la cruz de cada cual de nosotros tiene forma de interrogación. Quizá no se nos pide encontrar la respuesta, sino aguantar honrosamente la pregunta hasta nuestro último aliento. La respuesta está más allá del mundo.
Ahí está, pues, Jesús, en el camino del Calvario. Ese hombre que tanto ha hablado, ya casi no habla. Su hora ha llegado definitivamente. Va a sellar con su desdicha sagrada y personal el más alto mensaje de heroísmo y de paciencia que los hombres hayan oído nunca. ¿Ha tenido razón? ¿No ha tenido razón? Al menos, paga con su persona. Y eso es lo que, más allá de nuestro espíritu razonador, inclina al menos nuestro corazón a desear que haya tenido razón.
* * *
82. El largo cortejo había llegado al término y la multitud cubría la colina.
Comenzó la ejecución. En nuestras sociedades modernas, el proceso es más largo, pero generalmente la ejecución es breve: Guillotina, garrote, silla eléctrica, horca, bala en la nuca o fusilamiento en el poste, todo eso es rápido como un sueño. Pero la ejecución por crucifixión no se acababa. Ésta durará tres horas y será considerada como excepcionalmente corta: Es la muerte de un hombre dada como espectáculo, y el espectáculo debe ser largo.
La cruz es patíbulo, es también picota; la prueba es que se elevaba en lo alto de la cruz un letrero explicando el motivo de la condena. "Escribió también Pilatos un letrero, y lo puso encima de la cruz: decía: Jesús de Nazaret, el rey de los judíos. Leyeron entonces el letrero muchos judíos, porque el lugar donde crucificaron a Jesús era cercano; y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Le dijeron entonces a Pilatos los grandes sacerdotes de los judíos: -No escribas El rey de los judíos, sino que él dijo Soy rey de los judíos-. Pilatos contestó: -Lo escrito, escrito está." (Jn. 19,19-21)
Pilatos está desbordado. No porque le han forzado la mano y ha condenado a un inocente; después de todo, es hombre de Estado, y para él una injusticia vale más que el desorden. Lo que no perdona a los grandes sacerdotes es la amenaza de apelar contra él a César. Han llegado a decir: "No tenemos más rey que César." Así esa vieja historia de un reino judío que también, fuera Reino de Dios, esa historia que acosa la imaginación judía desde hace un milenio, ahí se ha acabado, liquidada, con la muerte de ese irrisorio pretendiente. Que pongan, pues, al Rey de los judíos en la picota, que todos y cada uno, al entrar en Jerusalén o a salir, sepan que el Rey de los judíos ha muerto de mala manera, y que en lo sucesivo, en ese pequeño rincón de la tierra, sólo reina César.
Sé que, cuando se explica el otro lado de la historia, los incrédulos nos acusan de novelar. Pero no es novela que Jesús quisiera morir crucificado, que fundara su Imperio universal en la crucifixión ("Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí")(Jn. 12,32), que, en el domingo de Ramos y hasta ante Pilatos, reivindicara el titulo de Rey de los judíos, y que siempre pretendiera instaurar en la tierra ese Reino de Dios prometido efectivamente a los judíos hacía dos milenios. El hecho de que Pilatos, desde el rastrero punto de vista de un administrador vengativo, subrayara con su rótulo la pretensión de Jesús, y más que su pretensión, su afirmación, es un hallazgo inexplicable si no por la intervención directa del Dueño de la historia, en el plano de una puesta en escena de la historia que domina a la historia y al desarrollo del tiempo.
A la luz de las profecías judías, vamos a verlo cada vez más, la crucifixión cumple la Realeza de Jesús; es su consagración. El letrero clavado en lo alto de la cruz por orden de Pilatos lo dice a su manera. Sin saberlo, Pilatos profetiza como Caifás profetizó "que Jesús tenía que morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para juntar en unidad a los hijos de Dios dispersos". (Jn. 11,51-52)
No, todo eso, aunque con doble sentido, no es en absoluto un cuento, y, por el momento, el sentido literal es espantoso. Jesucristo fue crucificado realmente. Aquí, mi valentía no va más allá que para copiar lo que escribe un honrado exégeta, el P. Lagrange: "Los prímeros cristianos tenían horror de representar a Cristo en la cruz, pues habían visto con sus propios ojos esos pobres cuerpos completamente desnudos, sujetos a una tosca peana coronada por una barra transversal en T, con las manos clavadas a ese patíbulo, y los pies también sujetos con clavos, el cuerpo desplomándose por su propio peso, con la cabeza desplomada; perros atraídos por el olor de la sangre devoraban los pies, buitres se cernían sobre esa carniceria, y el paciente, agotado por las torturas, abrasándose de sed, llamaba a la muerte con gritos inarticulados. Era el suplicio de los esclavos y de los bandidos. Fue el que soportó Jesús... Le crucificaron, pues, clavándole primero las manos al patíbulo, que levantaron luego sobre la peana, sacudiendo su cuerpo dolorido sin preocuparse. Los Padres no se han escandalizado por una desnudez completa. Sin embargo, como los indios preservaban de ella incluso a los sometidos a suplicio, es de creer que los romanos respetaron su costumbre[12]. Cuando empezaron a crucificar a Jesús, era poco más de mediodía...
Entonces crucificaron también a los dos bandidos, uno a la derecha, otro a la izquierda. Fue la última burla de los soldados al Rey de los judíos: unos salteadores de caminos tenían los puestos de honor junto a él. Isaías había anunciado que se le contaría entre los malhechores."
Así continúa el doble sentido. La profecía a que se ha aludido es el final de Canto del Servidor de Yahvé, canto que he citado en ocasión del lavatorio de los pies de los apóstoles por Jesús. Nadie duda que ese canto mesiánico tenga a la vez el sentido de una redención universal de los pecados, de una suprema humillación del Mesías en sufrimiento, pero también de su triunfo final y supremo: la cruz de Jesús es su trono. "Con sus sufrimientos, mi Servidor justificará a muchedumbres, abrumándose él mismo bajo sus pecados. Por eso le daré esas multitudes, y compartirá los trofeos con los héroes, porque se entregó él mismo a la muerte y se le contó entre los malhechores, al sobrellevar los pecados de la multitud e interceder por los pecadores." (Is- 53,11-12)
He ahí, pues, plantado en medio del mundo, el árbol de la Cruz, con su fruto llegado a madurez. Ahí es donde hay que ver la culminación de toda la vida y aun de todas las palabras de Jesucristo, en primer lugar, la culminación de sus parábolas sobre la Semilla. Ahí hay que ver también la culminación de toda la tradición de Israel, que se remonta a la promesa hecha a la semilla de Abraham, y sin duda hasta la historia del Paraíso terrestre, donde el Árbol de la Vida estaba plantado en medio del jardín, donde, tras la caída, se declaró enemistad entre la semilla de la Serpiente y la semilla del hombre. La semilla de Abraham es ahora el Árbol de Vida plantado en el nuevo jardín, es el desarrollo normal del Reino de Dios: "¿A que se parece el Reino de Dios, y a qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza, que un hombre tomó y echó en su jardín (la Semilla, el jardín), y creció, haciéndose un árbol, y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas". (Lc. 13,18-19)
Olvidemos que somos cartesianos o aritméticos, olvidemos nuestra lógica a flor de realidad, entremos en una dialéctica más profunda y más verdadera, la de la vida. Es verdad que la encina adulta esta virtualmente contenida en la bellota, y que la encina más majestuosa no es sino la bellota, más todo el cielo y toda la tierra; la bellota más la aventura de esa semilla viva. La encina no puede renegar de sus orígenes, pero tampoco puede renegar de la tierra que la sostiene y del cielo al que abraza. Tal es Jesús en la cruz, plantado en la tierra de Israel y abrazando el cielo. El jardín, la Semilla, el Árbol, son símbolos reales que acosan toda la historia de Israel, desde el primer jardín donde pecó Adán, hasta este otro jardín donde va a morir el segundo Adán, rescatando por nueva generación a toda la raza humana, por la Cruz que se ha plantado en él y se hace eje del universo.
Et ce songe était tel que Booz vit un chêne Qui, sorti de son ventre, allait jusqu'au ciel bleu; Une race y montait, comme une longue chaîne, Un roi chantait en bas, en haut mourait un Dieu. (VictorHugo)
("Y ese sueño era que Booz vio una encina - que, salida de su vientre, llegaba al punto. cielo azul; - una raza subia por ella como una larga cadena, - un rey cantaba abajo, un Dios moría en lo alto.")(N. del T.)
La identidad poética y mística de Israel con un árbol, como con la Semilla milagrosa (divina) de Abraham, siempre fue proclamada por los judíos, incluso en la Edad Media por los grandes rabinos, al menos por los que no racionalizaron demasiado (como Maimónides) su religión. Yehudá Haleví, el príncipe de los poetas judíos en el siglo XI, explica así la Diáspora, sin que parezca darse cuenta de cuánto se aplica su texto a la reunión de la humanidad en torno a la Cruz: "Es un secreto y sabio designio de Dios: así, de la Sabiduría escondída en la Semilla hundida en el suelo, donde, invisible a la mirada, parece fundirse con la tierra y el agua; pero, al final, la Semilla transforma tierra y agua en su propia sustancia, purifíca los elementos y da fruto... Así las naciones alfombran el camino al Mesías esperado, que es el Fruto, pues todos sirven a su Fruto. Y si lo reconocen todas, no serán más que un solo Árbol."[13]
Nunca he leído una definición más bella de la catolicidad ideal de la Iglesia: es el Árbol de la Cruz identificándose a las naciones y rescatándolas con su Fruto.
El odio, la envidia, los celos, están sumergidos en el tiempo; Viven, no ya a la semana, sino al día. El genio poético y la profecía transcienden el tiempo y sus peripecias. Los enemigos de Jesucristo creen triunfar: su plan miserable y mezquino, su plan de juristas maliciosos, les ha salido bien; ya tienen a Jesús colgado del palo según la maldición de la Ley. Y sin embargo, en la misma realidad, exactamente la misma, se cumplen al mismo tiempo la Profecía y la Promesa. La Semilla de Abraham, en quien son benditas eternamente todas las naciones, ahí está, convertida en Árbol en la montaña, dando Fruto, según la famosa antífona del tiempo de Adviento: "Oh raíz de jessé, plantada como bandera para los pueblos, los reyes te miran y se llevan la mano a los labios, y las naciones vienen a suplicarte". Sí, el Árbol de Israel, a quien, según el poema de Yehudá Haleví, deben incorporarse todas las naciones para participar en la bendición de su Fruto, es Jesucristo en la cruz. Es lo que sabemos y confesamos nosotros los cristianos: Dios ha cumplido su palabra dada a Abraham, y todos nosotros, cristianos, judíos, hombres, mujeres, somos benditos, si lo queremos, en Jesús crucificado.
Es lo que, en su lenguaje admirablemente preciso, llama Pablo "el Israel de Dios": "Para mí, nada de gloriarse sino sólo en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo también para el mundo. Pues [en Jesucristo] ¿qué es la circuncisión ni la no-circuncisión, sino la nueva creación? Y a cuantos sigan esta regla, paz y misericordia, y al Israel de Dios. Por lo demás, que nadie me moleste: llevo en mi cuerpo los estigmas de Jesús".
Puesto que, en este apartado de mi libro, he decidido entregarme a las citas, he aquí también la invocación de Claudel al Árbol, donde escucho mil resonancias de la antigua profecía:
¡Oh Árbol, acógeme! He salido solo de la protección de tus ramas, y ahora vuelvo solo hacia ti, ¡oh padre mío inmóvil!
Vuelve a recibirme bajo tu sombra, ¡oh hijo de la Tierra! ¡Oh madera, en esta hora de angustia! ¡Oh tú, murmullo, hazme parte!
¡De esa palabra que soy, y cuyo horrible esfuerzo siento en mí!
Tú, no eres más que un esfuerzo continuo, el tirón asiduo de tu cuerpo saliéndose de la materia inanimada.
¡Cómo manas la tierra, anciano,
Hundiendo, extendiendo por todas partes tus raíces fuertes y sutiles! Y el cielo, ¡cómo te agarras a él, cómo te ciñes entero
A su aspiración en una hoja inmensa, Forma de Fuego!
La tierra inagotable en el abrazo de todas las raíces de tu ser.
Y el cielo infinito con el sol, con los astros en el movimiento del Año, A que te aferras con esta boca hecha de todos tus brazos, con el ramillete de tu cuerpo, agarrándolo con cuanto respira en ti.
¡La tierra y el cielo enteros hacen falta para que te yergas derecho!
Igual, ¡siga yo en pie! ¡No pierda mi alma!
Esta savia esencial, esta humedad interior de mí mismo, esta efervescencia
Que tienen debajo a la persona que soy yo, ¡no la pierda en un vano matorral de hierba y de flores! ¡Crezca yo en mi unidad! ...
Aquí el poeta se extravía y su Árbol es aún pagano. Ya no hay en el mundo más que una sola manera de erguirse derecho sin orgullo y sin rigidez, y es estar clavado en la misma cruz que Jesús crucificado. Es la Ley quien muere por haber clavado a Dios en la madera. Dios no muere. "Yo, por la Ley, he muerto a la Ley para vivir en Dios. Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo. Lo que vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios que me ha amado y se ha entregado por mí. No renegaré de la gracia de Dios, pues si la justificación es por la Ley, entonces Cristo murió por nada." (Gal. 2,19-21)
¿Cristo murió por nada? A esa pregunta, en la medida en que se la hacen, el judaísmo tradicional y el mundo moderno responden que, en efecto, murió por nada. Bajo la influencia de los fariseos, el judaísmo de después de la ruina de Jerusalén se aferró celosamente a una Ley que había asesinado al Mesías-Dios. Prefirió la servidumbre y la culpabilidad de la Ley a la liberación del pecado y a la gracia aportadas por Jesús en la cruz, El mundo moderno también prefiere el Antiguo Testamento al Nuevo: la literatura moderna esta llena de confesiones de culpabilidad del hombre. Pero no se reniega de la gracia de Dios. En el fondo, los hombres pierden fácilmente el gusto mismo de su libertad: he conocido hombres que, en el fondo de espantosas mazmorras, y teniendo una vez la posibilidad de evadirse, han rehusado hacerlo. "¿Para qué?", decían. Y también por miedo al riesgo. Pues una liberación siempre es un riesgo a correr, y la liberación del pecado por y a través la Cruz de Jesucristo, es el riesgo supremo del hombre. Quien no lo ve, no comprende nada del cristianismo.
Jesús, clavado en la cruz, habla a la faz del cielo. Habló a judas, habló a Caifás, habló a Pilatos, acaba de hablar a las hijas de Jerusalén, y ahora, levantado de la tierra, sus primeras palabras son para Dios: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen". (Lc. 23,24) Las primeras palabras de Jesús en la cruz, en efecto, son para liberar al hombre de la carga de su culpabilidad. No se puede dejar de admirar la grandeza y la generosidad de esta oración. Mientras se trataba sólo de él, la oración de Cristo era condicional: "¡Padre, sí es posible, que se aparte de mí este cáliz!". Ahora que se trata de sus enemigos y sus verdugos, la oración de Cristo se hace imperativa: "¡Padre, perdona!". Nunca sabremos -porque habitualmente no estamos muy interesados en enterarnos- del bien que podemos hacer a nuestros enemigos, sencillamente con una oración de orden a Dios. Cristo añade este juicio, que no es sólo de misericordia sino de verdad, pues expresa muy bien la tristeza de la condición humana: "No saben lo que hacen".
Es cierto a la letra: esa gente no sabe lo que hace. San Pedro lo subrayará de nuevo después de la Resurrección: "Hermanos, sé que lo hicisteis así por ignorancia, y lo mismo vuestros jefes. Pero Dios cumplió así lo que anunció antes por boca de todos los profetas, que su Cristo sufriría". (Hch. 3,17-18) Siempre el sentido redoblado. Así el plan malicioso de los hombres ha coincidido exactamente con el designio misericordioso de Dios. Los enemigos de Cristo eran criminales, pero creían vulgar su crimen, ignoraban la sublime correspondencia que les elevaba al plano de la instrumentación profética. Ciegos, ciertamente, no sabían, tampoco querían saber, que Jesús fue el Señor de la gloria. Esa inconsciencia y esa ambigüedad son trágicas: hasta en su crimen, son instrumentos de una profecía necesaria e infalible, que les supera. No les excusa, con todo, como tampoco quedan excusados los que persiguen a los santos, a los pobres, a los desgraciados sin defensa.
En cuanto a Dios, que perdone a esos criminales, tal es la primera súplica de Jesús en la cruz. ¿Por qué prodigiosa aberración, en clara contradicción con esas solemnes palabras, a lo largo de los siglos posteriores, habrá cristianos que se encarnicen con el pueblo judío, bajo el pretexto de vengar el asesinato de Jesucristo? ¡Bendita sea esa imperiosa súplica de Jesús a su Padre, bendita sea para los judíos, bendita sea para todos nosotros, incluso y sobre todo si preferimos nuestra culpabilidad a nuestra liberación! No sabemos bien lo que hacemos y tenemos mucha necesidad de perdón. Los reyes miran a Cristo en la cruz, levantado en la montaña como una bandera, los reyes se llevan la mano a la boca, pero Dios también mira a su Hijo ahorcado en el Árbol de Israel. En el nombre de la Ley, se exige que le maldiga, pero él no puede maldecir a su Hijo amado: la Ley es la que está deshonrada, y ahora todos los que apelan a Cristo son los que pueden sobrevivir fuera de la Ley.
Pero él, Dios, tampoco maldecirá a Israel, es su Semilla elegida, su Viña mimada; él juzgara al Árbol por su fruto, y, por doloroso que sea, ese Fruto es Jesucristo. Dios mismo es quien ha sembrado el Árbol de Israel, nunca lo olvidará, aunque continúe su querella secular con la raza de Abraham; ante la Cruz cargada del peso de su Hijo que también es hijo de Israel, se podrían poner en labios de Dios estas palabras trágicas:
Al fin creció y creció, y dio fruto, dio fruto, Hasta que con el tiempo Se volvió una horca, y tuvo a nuestro hijo, Tuvo tu fruto y el mío...
At last it grew and grew, and bore and bore, Tíll at the length,
It grew a gallows, and did bear our son, It bore thy fruit and mine...
Esta desgarradora queja de un padre en The spanish tragedy termina en imprecación: O wicked, wicked plant! Pero la Cruz, por el contrario, vuelve del revés todas las maldiciones. Ese árbol es bendito para siempre por su fruto.
* * *
Notas
[12] Más adelante, el P. Bruckberger se muestra de opinión diversa que el P. Lagrange, en este punto.
[13] Citado por Léon Poliakov: De mahomet aux, Marranes, pag.101)
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