» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXII.- El Viernes Santo (IX)
83. Juan prosigue su relato: "Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron sus ropas e hicieron cuatro partes, cada una para un soldado, la túnica. Pero era una túnica sin costura, tejida entera de una pieza de arriba a abajo. Se dijeron entonces: -No la rompamos, sino echemos a suertes de quién será... -".(Jn. 19,23-24) Eso es lo que hicieron los soldados.
Los Evangelios no hablan más que del reparto y sorteo de las ropas entre los soldados lo que implica evidentemente que Jesús fue antes desnudado. La piedad cristiana se ha conmovido mucho por ese momento en que Jesús fue públicamente desnudado lo ha convertido en una estación del Vía Crucis. En realidad, se daba por supuesto. Se desnudaba al condenado antes de crucificarle.
Así, igual que había nacido en Belén, es como iba Jesús a morir: desnudo. El desnudo puede ser ocasión de sensualidad y de placer, y estamos tan obsesionados de erotismo que es en lo primero en que pensamos. Pensándolo bien, la desnudez es más bien el signo de una solemne eficacia: los atletas luchaban desnudos en el estadio, desnudo se pone al paciente en la mesa de operaciones como la victima en el altar, desnudos se metían amontonados a los desgraciados en las cámaras de gas de las ciudades concentracionarias; y si la procreación de un hombre se hace en la desnudez de un cuerpo a cuerpo, es, sin embargo, una cosa bella, grande y solemne esa plantación de un germen de hombre y esa transmisión de la vida. La misma naturaleza se desnuda antes de la pujanza vital de la primavera. Jesús está desnudo como un luchador que afronta a Satán en un combate último, y el aceite que unge su cuerpo es su propia sangre. Abraza la Cruz, y procrea una nueva raza, "una nueva creación", dice san Pablo: remodela y recrea el universo. Es cierto que la Pasión de Jesús y su crucifixión, ese terrible abrazo en desnudez de Jesús con su Cruz, son el instrumento de reconciliación del universo con Dios por la recreación de ese mismo universo.
El desnudamiento de Jesús tiene otra analogía predicha por el mismo Jesús. En la era, el mayal desnuda al grano de su tamo y de su espiga. Desnudo es como su muele el grano para hacer pan, desnudo es echado en tierra para morir en ella, y para dar nacimiento a las nuevas mieses. Lo mismo pasa con Jesucristo, ahí es donde la paja se separa definitivamente del grano.
Los despojos del supliciado, tradicionalmente, correspondían a sus verdugos. Como la túnica de Jesús era sin costura, y sin duda por ellos particularmente preciosa, los soldados la echaron a suertes, no queriendo partirla. Ese era, pues, el traje acostumbrado de Jesús, su traje de todos los días: un traje excepcionalmente precioso y que les daba envidia a unos soldados y les imponía respeto. En su vida corriente, Jesús, pues, no iba vestido de harapos, como un pobre desgraciado; conviene decirlo porque es verdad.
Los primitivos y los bizantinos representaron a Cristo en la cruz entre el sol y la luna, gobernando todo el cielo y sus constelaciones. Es cierto que, hasta el final, sigue siendo lo que es, señor del universo, dominando infinitamente el tiempo con su eternidad, y hasta el final se cuidará de manifestar esa soberanía; Sobre eso he de volver. Jesús, pues, domina las necesidades de las revoluciones astrales, pero al mismo tiempo, al pie de la Cruz, los soldados juegan a los dados; es extraño verle dominar también el azar y sus juegos. Los Padres de la Iglesia consideraron que la túnica sin costura simbolizaba la unidad de la Iglesia, que no había de desgarrarse bajo ningún pretexto. ¿Llevaban más lejos la analogía, hasta pensar que esa unidad de la Iglesia podía estar entregada al azar? No lo pienso. Pero creo que, para guardar la unidad de la Iglesia o recobrarla, hace falta amarla respetarla, como los soldados apreciaron y respetaron la túnica sin costura lo bastante como para no desgarrarla. Prefirieron la suerte a la estricta justicia. La ley de "a cada uno lo suyo" hubiera exigido la partición. Y esa partición fue lo que no quisieron.
Juan continúa: "junto a la cruz de Jesús estaban su madre, María la de Cleofás y María la Magdalena. Jesús, viendo a su madre, y a su lado al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!- Luego dijo al discípulo: -¡Ahí tienes a tu madre!- Y desde esa hora, el discípulo la recibió en su casa". (Jn. 19,25-27)
Aparte del milagro de Caná, tres años antes, y de una breve aparición en que parece que hizo, más que su propia voluntad, el juego de una familia turbulenta y estúpida, no se ha visto mucho a la madre de Jesús, desde que éste se hizo una personalidad publica. Ahí está ahora al pie de la Cruz. Solo entre los Apóstoles, solo entre los obispos de la primitiva Iglesia, completamente solo, Juan se ha recuperado y esta también ahí. En cuanto a María Magdalena, levantaría las montañas por permanecer con su Señor. María, madre de Jesús, va acompañada de una pariente, hermana o prima, llamada también María y mujer de Cleofás. Eso es todo. El pequeño grupo de los fieles sin miedo se aprieta al pie de la Cruz.
Sí, verdaderamente, se puede decir que la Virgen María no estorbó la carrera de su hijo. Ni siquiera estaba allí en Ramos, pero ahí está, intrépida y erguida, dolorosa, al pie del patíbulo.
Stabat Mater dolorosa, Juxta Crucem lacrymosa, Dum pendebat Filius.
El nacimiento de Jesús y su muerte en la Cruz, esos son los dos acontecimientos en que el Evangelio asigna a María un lugar de primerísimo plano. Para el nacimiento, es natural, no podía prescindir de una madre. Pero la presencia de María al pie de la Cruz toma más relieve que en el curso de la vida pública, por el hecho de que María apenas está presente si no allí. La piedad cristiana ha meditado profunda y asiduamente el destino de esa mujer: ha buscado todas las implicaciones de gozo y de dolor, de heroísmo y de gloria. Se puede decir que al pie de la Cruz la maternidad espiritual y propiamente divina de María triunfa definitivamente del peso biológico.
Me explicaré.
Lo que veneran los cristianos en la madre de Jesús, es, ciertamente, el hecho físico y natural de su maternidad, con término en la Persona misma del Verbo encarnado. Es verdaderamente madre de Dios, de maternidad física y natural. Ha llevado en sus entrañas la Semilla de Dios, ha estado preñada de Dios, ha traído al mundo a Dios. Pero esa maternidad no se ha limitado a su función física: se ha extendido a ser maternidad espiritual, y en eso merece María ser aún más admirada y honrada. En efecto, una maternidad que permanece puramente en lo biológico toma enseguida el carácter posesivo y tiránico de todo lo biológico. No hay nada honroso en esto. Todos los días vemos esas maternidades destructivas y deshonrosas, que son las plagas de los "hijos de mamá", más despreciables aún que los "hijos de papá". La propia medicina moderna constata los espantosos resultados de esas maternidades abusivas. En la revista americana Time de 1 de mayo de 1963 se cuenta una historia muy significativa que he conservado cuidadosamente. hela aquí:
En una clínica de Minnesota, especializada en tratamiento de reeducación de enfermos de polio, llevan un día a un pobre desgraciado en un carrito. Tiene treinta y siete años. Desde los quince años está paralizado en la misma postura, acurrucado sobre sí mismo, con la barbilla en las rodillas. Durante veintidós años no ha cambiado de postura. Su madre, que le ha cuidado con infatigable entrega durante todo ese tiempo, pretende que esa parálisis es consecuencia de una poliomielitis. Entonces, examen de los médicos. Tratamiento, masajes, baños terapéuticos; resultados nulos. La historia del ataque de poliomielitis parece sospechosa. Un día, un médico hace observar que ese hombre de treinta y siete años, por lo demás vigoroso, esta exactamente en la postura del feto desarrollado en el seno de la madre. No se había pensado, pero en cuanto se piensa, es luminoso. Se somete al paciente a sesiones de hipnotismo. Estupor: en la medida en que lo permite una costumbre muscular de veintidós años, los miembros comienzan a flexibilizarse y distenderse. Furor de la madre.
Explicación: a los quince años, el niño, separado por primera vez de su madre, tuvo una bronquitis nerviosa, y luego, de pronto, se encogió y se quedó rígido en una postura de feto en el saco maternal. No menos instintivamente, la madre entró en el juego, y empleó su vida en cuidarle, por lo demás con una devoción que provocó la admiración a su alrededor. "Le quiero tal como esta" (I like him just the way he is), repetía de su hijo. Hasta el último momento, se opuso al tratamiento médico, por supuesto que en nombre de su amor maternal absoluto. En efecto, era una madre, no era más que eso. Sin embargo, gracias a la autoridad de un sacerdote, por cierto católico, los médicos lograron curar al viejo bebé de treinta y siete años. No conozco historia que deshinche mejor la literatura del amor maternal. Cierto que la maternidad biológica tiene una función nutricia y por tanto necesaria, en la Primera edad de la vida, pero si luego no se transforma en amor desinteresado, se vuelve pura y simplemente monstruosa.
Ahí es donde volvemos a hallar a la Virgen María, madre de Jesucristo, y donde descubrimos toda su incomparable grandeza. Nos sentiríamos tentados a deplorar la extrema discreción de los Evangelios sobre ese tema. Para mí, es la prueba deslumbrante del infinito respeto que tuvo ella hacia su hijo, hacia la libertad de su hijo, hacía la misión de su hijo hacia la manera como pensaba cumplir esa misión. Ella fue la primera en comprender quién era él. Supo que el vinculo biológico no le confería ninguna autoridad definitiva sobre él, y que la orden de su Padre celeste sería siempre más fuerte para él que todos los vínculos de la naturaleza humana. Lo admirable fue que los vínculos que unían a Jesucristo a la naturaleza humana (el primero de los cuales, en efecto, fue el cordón umbilical), se convirtieron en los canales mismos de la gracia divina y de nuestra Redención. Por su madre es como está unido en primer lugar Cristo a esa naturaleza humana que vino a purificar, sanear, santificar y salvar.
Prácticamente, durante toda la vida pública de Cristo, su madre desaparece de escena. Sólo reaparece en el Calvario: allí es donde se acabará y cumplirá su misión propia, de maternidad divina. No es un hijo acurrucado sobre sí mismo, en la postura encogida de un feto en el calor y la protección del seno maternal, el que María dio al mundo, es un hombre de pie, plantado bien derecho, con los brazos extendidos, identificado con el Árbol que abraza el cielo. Es tan raro que una madre transcienda voluntariamente la biología, que cabe preguntarse si la Virgen María no es más valiosa aquí que en su dignidad original de Virgen Madre. Ha superado el instinto maternal de la posesión biológica, ha entrado en el don y la generosidad que son de Cristo.
Da a su Hijo liberalmente, como un hermoso fruto; la Cruz le ha reemplazado en su obra maternal de soporte de ese fruto. Se ha desasido de toda propiedad biológica sobre su Hijo para entrar en la pobreza del Reino de Dios. A nadie mejor que a ella se aplica por excelencia la primera Bienaventuranza: "Felices los pobres, porque es vuestro el Reino de Dios". (Lc. 6,20) Se ha empobrecido de su Hijo, y por eso el Reino de Dios es suyo hasta el punto de que guarda sus sellos y es su tornera.
Por supuesto, ¿cómo admitirían los incrédulos la maternidad virginal de María? Y sin embargo, ¿qué tienen que objetar a esa maternidad milagrosa? Nada, sino que la costumbre tiene fuerza de ley y que la ley no puede ser violada. Hay una manera de hacer niños secular, milenaria, universal, y no se debe derogar. Es una actitud jurídica, y lo más bajamente jurídica, casi policíaca, en absoluto filosófica. Pues, mirándolo de cerca, la estructura anatómica del ojo, o incluso una concepción natural, no son menos maravillosas que una concepción virginal; el azar no hace esas cosas. Es notable que los espíritus más refractarios al milagro sean los más rutinarios, los menos poéticos, los menos sensibles también a las maravillas de la naturaleza, a su renovación perpetua, pues, en definitiva, cada día es el primer día del mundo. La nada ¿no asedia todas las cosas hoy como ayer? ¿Acaso todas las cosas son más explicables hoy que ayer?
La Virgen María, por el milagro de su maternidad, había comprendido que ese niño que era suyo no le pertenecía sin embargo, y que el destino de ese hombre la superaría infinitamente. Hela ahí ahora al pie de la Cruz, donde, en efecto, se cumple el destino de ese niño milagroso. "Jesús, viendo a su madre, le dijo: -Mujer..."(Jn. 19,25-27) Es uno de los pasajes de los Evangelios donde se sienten más cohibidos los comentaristas piadosos. Es verdad que el vocativo "¡Mujer!" No tiene entre los semitas nada que no sea normal y cortés, y aun quizás en ese caso es demasiado respetuoso. ¿Qué madre, asistiendo a su hijo moribundo, no querría oírse llamar por él "Madre", por última vez? Y, por otra parte, quien ha vivido en los campos de batalla y en los hospitales de guerra sabe muy bien que el grito que sale naturalmente a los labios de un joven acosado por la muerte es precisamente "¡Madre!". Pues bien, Jesucristo no murió gritando "¡Madre!", lo que ocurrió fue incluso lo contrario.
Pues lo que siguió fue aún más duro. Jesús elige un sustituto junto a su madre. Elige a aquel de sus discípulos a quien más quería, en realidad, al único de sus discípulos que se encontraba allí. "Mujer, ahí tienes a tu hijo." Cualesquiera que fueran las cualidades de san Juan, cuando se es madre de Jesucristo, de todos modos, es caer desde muy alto. Jesús seguramente habría podido decir las cosas más suavemente; ha elegido decirlas así. Es un duro testamento. Verdaderamente, quiso morir libre de todo vinculo puramente biológico. Eso representa un heroísmo inaudito y, para mí, la expresión más sublime de la virginidad. Por lo demás, para María Magdalena, que según la costumbre, sigue prosternada a los pies de su Maestro, Jesucristo no tiene ni una palabra. No le quedan más que unos minutos que vivir y esos minutos supremos no los entregara a la ternura de las mujeres.
Por duro que fuera, no se puede dudar que la Virgen María aceptó plenamente el testamento de su hijo. Comprendió su sentido. No quiso acaparar o retener a su hijo, volverlo a llevar al seno materno; por el contrario, aceptó contemplarle adulto, en toda su estatura de hombre hecho, desplegado en la cruz (sí, verdaderamente lo contrario de la posición uterina), de pie, crucificado, tendido como la flecha en el arco y ya aspirado por el cielo. Aquí la Virgen María sale definitivamente de toda dialéctica biológica para entrar a su vez en el corazón de la misión de su hijo. Aquí, más aún que en Belén, es modelo de toda maternidad cristiana, su maternidad se hace heroica.
Aceptando de todo corazón el duro testamento que le da su hijo, María entra más profundamente que hasta entonces en su función propia de maternidad divina. Acepta en su propio corazón lo que más cuenta en el corazón de su hijo. Al adoptar como su propio hijo al discípulo al que amaba Jesús, María, en cooperación con Jesús, engendra la obra misma de nuestra redención. Es madre de Dios, llega a serlo aún mas, si puede decirse, al adoptar en su vasta maternidad a la pobre humanidad pecadora. Ve morir a su Hijo, pero comprende lo que pasa en la Cruz: la reconciliación del Universo con Dios, por la purificación y la nueva creación de ese mismo universo.
Su maternidad se ensancha y toma las dimensiones mismas de la obra suprema de su Hijo, la Redención de los pecados. Es verdad que su Hijo no la llamó al morir; la dejó deliberadamente disponible para cada uno de nosotros. Por eso nosotros podemos llamarla con toda confianza: "Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".
* * *
84. Jesús habla. El pequeño grupo fiel, bajo el patíbulo, no habla. Ni un sonido sale de los labios de aquel hombre joven y de las tres mujeres. Según la maldición de, la Ley(Deut. 28,34), el espanto les corta el aliento al ver lo que contemplan sus ojos. Juan, que morirá muy viejo, guardara hasta el fin esos recuerdos trágicos. En él, tendrán la precisión que tienen para los ancianos los recuerdos de infancia. Por eso su Evangelio tiene la precisión de un atestado.
Alrededor de la Cruz, los enemigos de Jesús no tienen los mismos motivos para callarse. Triunfan, no salen de su asombro por triunfar de ese hombre. No pueden contener su satisfacción, sus sarcasmos y su alegría. Es raro, pero es posible, porque lo hemos visto también con nuestros propios ojos, insultar a condenados a muerte en el momento mismo de su ejecución. En realidad, la ejecución de Jesús siguió de tan cerca a su condena que tuvo casi la forma violenta, histérica y demencial, del linchamiento. Hay obligación de percibir hasta qué punto Jesús había trastornado la sociedad a su alrededor, contrariado los intereses, amenazado los privilegios, insultado al fanatismo, para que le odiaran tanto y tan constantemente hasta su patíbulo, hasta ese momento de la muerte en que, habitualmente, el odio depone las armas.
Marcos cuenta: "Y los que andaban por allí le insultaban moviendo la cabeza y diciendo: -¡Eh! Tú que destruías el Templo y lo construías en tres días, sálvate a ti mismo, bajando de la cruz-. (Mc. 15,29-31) Igualmente, los grandes sacerdotes se burlaban de él, diciendo entre ellos, con los sabios: -Ha salvado a otros, y no puede salvarse a sí mismo... Que baje ahora de la cruz el Cristo, el Rey de Israel, para que veamos y creamos-". Es verdaderamente la ilustración del antiguo "¡Ay de los vencidos!". Por desgracia, es muy humano.
Lo que me impresiona es que en ese momento supremo, vuelva aún, y espontáneamente -esta vez como burla-, el recuerdo de la parábola profética en que Jesús identificaba simbólicamente su propio cuerpo con el Templo, sede tradicional de la Gloria de Dios y morada sacra de su Presencia. Los enemigos de Jesús creen burlarse de él y nunca han tenido más razón. El doble sentido continúa. Sí, precisamente es esa parábola la que vuelve aquí, al pie de la Cruz, para intentar convencer a Jesús de impostura. Eso prueba al menos hasta qué punto se había entendido, y cómo se sabía muy bien la pretensión de intimidad personal con Dios que esa analogía de su Cuerpo con el Templo implicaba por parte de Jesús. Pero ¿qué fuerza superior obliga a esos escribas y esos sacerdotes a recordar de Jesús precisamente esa profecía que está a punto de realizarse? ¿Acaso la prudencia más elemental no habría debido incitarles a esperar que hubieran pasado, en efecto, esos "tres días" de que hablan? No pueden menos de presentir la inmensa sorpresa que les espera. Igual que sobre los tormentos que le han sido infligidos, sobre esa injuria contra Jesús se cierne una ironía irrefutable, y precisamente en el día de su muerte.
Añaden: "Que baje ahora de la Cruz ese Cristo, rey de Israel, para que podamos ver y creer". Jesús había hecho bastantes milagros en su vida para que tuviera que hacer todavía éste; sus enemigos no habrían creído tampoco en él. Además, ya no se trata para él de hacer milagros ni de probar su poder. Sólo hizo tantos milagros para que creyeran en él cuando ya no los hiciera, y ha llegado el momento de no hacer más. Ahora se trata para Jesús de dar un sentido a su muerte y de probar por ella, no su poder, sino su amor. Cristo y Rey de Israel, sí que lo es. Su Reino es de amor. El gran pórtico de ese Reino, es el sufrimiento y es la muerte. La cruz de Jesús es su trono; si ahora bajara de él, entonces abdicarla, no sólo de su propia misión, sino del Reino de Dios que es suyo.
El Evangelio sigue anotando el episodio de los dos ladrones crucificados con Jesús: "Uno de los criminales colgados le insultaba: -¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti y a nosotros-. Pero el otro le replicó, regañándole: -¿No temes a Dios, tú que estás en la misma pena? Con nosotros, es justicia, porque recibimos el merecido por lo que hicimos, pero éste no ha hecho nada malo-. Y dijo: -Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino-. Él le dijo: -Te doy mi palabra de que hoy estarás conmigo en el paraíso-".
He ahí, durante la vida mortal de Jesús, la última conversión que hizo, el último testimonio que se dio a su majestad divina, la última profesión de fe en su calidad de Rey de un Reino que transciende la muerte. Y ¿quién es ese hombre que rinde a nuestro Señor ese último y sublime homenaje? ¿El papa? No; san Pedro llora su reniego, se abruma y se calla. ¿Los Apóstoles? No; aparte de san Juan, ellos tampoco están allí, y luego se verá que los primeros obispos se habían desanimado. Ese último homenaje, claro y público, le llega a Jesús de un hombre a quien no había visto hasta hace tres horas. ¿Qué hombre? Un bandido, crucificado con él, que recibe el pago de sus crímenes, y que, al mismo tiempo confiesa sus crímenes, la justicia de su castigo y la divinidad real de Jesucristo. Es el que la piedad cristiana llama con ternura "el buen ladrón".
No se ve, en los Evangelios, que Jesús haya tratado mucho a los bandidos, no tuvo ocasión. Y he aquí que, en medio día, el último de su vida mortal, su destino se encuentra íntimamente mezclado con el destino de tres bandidos: Barrabás y los dos ladrones crucificados al mismo tiempo que Jesús. Es mucho en unas horas. Jesús ha tomado el lugar de Barrabás en la cruz, o bien Barrabas ha tomado el lugar de Jesús en la libertad. El caso es que Jesús está ahí, crucificado como un bandido, con otros dos bandidos. Otro habría protestado contra tal compañía; Jesús la acepta, y su última conversación es con uno de esos dos miserables. Con su madre o con san Juan, no ha habido conversación, sólo él ha hablado, ellos han callado. Pero con el buen ladrón, en efecto, hay intercambio, ¿y qué intercambio? Algo para dar esperanza a los más caídos de nosotros.
Qui Mariam absolvisti,
Et latronem exaudisti,
Mili quoque spem dedisti.
Ese bandido curtido, de repente, ha visto iluminársele el corazón. Ha visto claro. Desde lo alto de su cruz, todo le apareció de repente, como tras una larga noche el inmenso ensanchamiento del alba. Veía el otro lado de las cosas. Su propio suplicio, el de Jesús, la irrisión suprema de esta ejecución y de esa picota, la derrota evidente de toda gloria temporal, la infamia de ese patíbulo, nada de eso impidió al buen ladrón discernir en su compañero al Mesías-Rey prometido desde hacía dos mil años a Israel, como lo proclamaba, verídicamente por ironía, el letrero de Pilatos.
Hay una familiaridad privilegiada en el hecho de compartir el mismo suplicio. Ni unos amantes en la misma cama, ni unos amigos en la misma mesa, estarán más cerca entre sí que dos soldados en el mismo peligro o dos condenados a muerte ejecutados a la vez. Evidentemente, aun esta triste comunión, cabe rehusarla, y es lo que hace el mal ladrón, que fanfarronea hasta en la cruz. Pero el buen ladrón, que debía conocerle bien, le llama al orden. En una iluminación sobrenatural -tales iluminaciones son más frecuentes de lo que se cree-, el buen ladrón percibe que su oportunidad, la oportunidad de toda su vida, está ahí, en ese lugar de suplicio que se llama Calvario, en hebreo Gólgota. Ve, claro como el día, que sólo ha sido creado, echado al mundo, nacido y vivido, para lo que pasa entonces, para ser, en la suprema agonía, en el suplicio, el deshonor y la muerte, el compañero de Dios y rendir testimonio.
Comprende que su inesperado y sublime compañerismo transforma en gloria la vergüenza de su condición. Ese compañerismo hace de él un profeta; es verdad, el buen ladrón habla como Daniel de ese "hijo de hombre" que muere en la cruz de al lado, habla como el ángel Gabriel mismo habló a María en el momento de la Anunciación: "El Señor
Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por la eternidad, y su reino no tendrá fin". (Lc. 1,32-33) Si, entre el Ángel que habló a María en la casita de Nazaret y este bandido que tutea a Jesucristo en la cruz como, en el fuego de la batalla, un soldado tutea a otro soldado, la continuidad es perfecta. En ese tono a la vez tierno e imperioso que, en efecto, tienen los soldados bajo el fuego, el bandido dice: "¡Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino!". No suplica, manda. Ese derecho imperial le viene de su compañerismo con Jesús en la Cruz. Al fin y al cabo, nunca será sino el único que use de tal derecho.
Así es como los últimos serán los primeros. Ese bandido comprendió lo que ni Caifás ni Pilatos habían comprendido: que Jesús es verdaderamente Rey, que su Reino no es de este mundo, que el arranque de ese Reino es el sufrimiento y la muerte, que la Cruz de Jesús es su trono, y que ese mismo Jesús, según lo que han dicho los profetas, volverá sobre las nubes del cielo para juzgar a vivos y muertos.
Es de notar que ese negro bandido no elige el momento de los milagros y las aclamaciones populares para confesar la realeza de nuestro Señor. Se burla de la opinión de los grandes sacerdotes, de los escribas y de los pedantes de todas las épocas, que, con los pies bien puestos en la tierra, blasfeman de Jesucristo. No, él eligió el momento de la más extrema humillación y del más total abandono de nuestro Señor. ¡Qué cerca de nuestro corazón está este bandido! Tampoco es por causa de los milagros por lo que queremos creer nosotros en la realeza divina de Jesús. En realidad, el buen ladrón es el único, absolutamente el único que en tal momento confiese públicamente la realeza de Jesús. Hay ahí tal inversión de los valores aparentes, que ese bandido me parece el ejemplo del inconformismo y del espíritu revolucionario. Jesús es Rey por su Cruz, signo de su entrega de amor, más que por sus milagros, signo de su poder.
Sobre el tema de ese bandido, tengo algo que decir. Tras dos mil años de cristianismo y de ciclo litúrgico, me parece que se le podría haber dado un día de fiesta al buen ladrón. La Virgen María, evidentemente, tiene sus fiestas. María Magdalena tiene también la suya, bien merecida, aunque esté perseguida por los exégetas que la han cortado en trozos. San Juan tiene también la suya. Pero hasta los demás apóstoles y el primer papa que, en ese momento, se esconden ahí como topos, tienen sus fiestas en el calendario, y, justamente, porque son las columnas de la Iglesia. Pero para el buen ladrón, nada, el año no tiene bastantes días para él. Debe inquietar a los curas y dar miedo a los panegiristas. No es un feligrés modelo el que sólo entra en la parroquia para su última hora. Evidentemente, no es el tipo de hombre a quien guste encontrar a solas en un bosque. Los romanos le suprimieron, y es probable que nuestras sociedades modernas harían lo mismo. Lo más fuerte es que él es de esa opinión y estima justo su propio castigo. En resumen, es intratable, nada de fiesta para él.
Él, por supuesto, se burla de eso: Le basta ser el compañero de miseria de Jesucristo, su primer mártir, el primero en recibir el bautismo de sangre y de deseo. Ese bandido conservó bastante sentido de la justicia como para indignarse, no de su propio suplicio, que acepta, sino del suplicio infligido a Jesucristo. Con todo, le encuentro ejemplar. No representa nada social junto a Jesús, absolutamente nada, ni la familia, ni la amistad, ni la misión apostólica o sacerdotal, ni la autoridad papal, nada, absolutamente nada, sino el compañerismo por azar en esa crucifixión, y luego esa profesión de fe de los miserables en su Señor, la redención de los pecados concedida a esa profesión de fe, y, finalmente, la promesa del Paraíso hecha por el que es Rey del Paraíso.
En las largas confidencias que hizo la noche anterior, Jesús, dirigiéndose a Dios Padre, dice: "La vida eterna es esta: que te conozcan a ti como el único Dios verdadero, y el que enviaste, Jesucristo". (Jn. 17,3) Pues bien, el buen ladrón en su cruz, reconoció verdaderamente a Jesucristo como quien es. Su gloria eterna es haberlo confesado en ese momento. Inmediatamente es recompensado: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Entró en el Paraíso el día de Viernes santo, antes que todos los demás santos; su fiesta, evidentemente, es el Viernes santo, y no cabe celebrarla ese día. Pero en el Paraíso está y sigue como único santo canonizado por Jesucristo mismo, aunque no esté en el calendario. Pensándolo bien, ni siquiera se sabe el nombre de ese hombre, ni siquiera nos lo han presentado; ¿cómo podría dar su nombre a un niño como nombre de bautismo? Es un contrabandista del Paraíso.[14]
Y sin embargo, ¿qué cristiano digno de tal nombre no daría todas las realezas de la tierra y su gloria por recibir de Jesús en la cruz la promesa del Paraíso que recibió él? E incluso ¿qué miserable bandido, rechazado por todos, no daría su vida por estar en el lugar de ese buen bandido, y hacer como él su profesión de fe en Jesús Príncipe de los suplicios y Rey del paraíso? María Magdalena, que también había recibido de la misma boca el perdón de los pecados, estaba ahí al pie de la Cruz de su Señor. Oyó la confesión del buen ladrón y la promesa de Jesús; si alguna vez envidió a alguien en el mundo, fue a ese bandido en su cruz y en ese momento.
Un día, en el tiempo de la gran gloria de Jesús, en medio de los milagros, cuando todo el pueblo gritaba: "¡Hosanna!" Una mujer se había acercado a él y le había hecho, para sus dos hijos, la misma súplica que el buen ladrón en su cruz: "Entonces se le acercó la madre de los hijos del Zebedeo, con sus hijos, y se prosternó para pedirle algo. Él le dijo: -¿Qué quieres?-. Ella le dijo: -Di que, en tu reino, estos dos hijos míos se sienten el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda-. Pero Jesús contestó: -No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?-. Ellos le dijeron: -Podemos-". ¡Ah, presuntuosos! (Mt. 20,20-22)
Otra vez, una madre abusiva, que no ha entendido, una madre impertinente, como lo son casi todas las madres cuando se trata de sus hijos. "Di que, en tu Reino, estos dos hijos míos se sienten el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda." ¡Pero no! Pobre tonta, el sitio de la derecha ya esta reservado a un salteador de caminos.
* * *
Notas
[14] En España, al menos, tradicionalmente se identifica al Buen Ladrón como San Dimas. (N. del T.)
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