conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXII.- El Viernes Santo (X)

85. Evidentemente, la guillotina o una bala en la nuca es algo más expeditivo. Jesús no terminaba de morir. Pero eso era lo que se había querido: sus enemigos disfrutaban con su lenta agonía. En cuanto al grupito de los que le amaban, todo se hacía intolerable para ellos. Para comprenderles, hay que haber visto con los propios ojos una de esas agonías terribles en que los presentes en sus corazones y el agonizante mismo a gritos, acaban por pedir socorro a la muerte. Igual que en ciertos momentos toda la ambición fisiológica del hombre es durar, en otros se trata de acabar cuanto antes. A pesar de todas nuestras diversiones y de la comedia que nos hacemos, somos muy frágiles y miserables... Es duro, la muerte, en realidad es escandalosa; por mucho que pensemos en ella, sigue siendo imprevisible; por mucho que nos distraigamos de ella, sigue siendo fatal. Admiro a Jesucristo y a cuantos no se desalientan ante la muerte. Con todos sus milagros, con toda su inocencia, todas sus virtudes, con su Divinidad misma, para mí no sería nada si hubiera encontrado el medio de escapar a la muerte. Claro, me quedarían, hacia él, todos los deberes de la religión natural, pero soy poco dado a ellos. Mientras que con Jesucristo la religión no es tanto deber cuanto pasión (pati divina), como la amistad o el amor, como la fidelidad del soldado, como el gusto de la justicia, como el honor y todas las cosas que forman la levadura de la vida.

Mientras que, aunque sea mi peor enemigo, el hombre que muere, en el momento en que muere, ya no es más que mi hermano, y estoy desarmado ante él. Con más razón si, como aquí, ese hombre que no he conocido, muerto hace dos mil años, ha muerto libremente, y por mí, y aún más que por mí, en mi lugar. En la guerra pasa a veces que alguien se interpone entre uno y la muerte, y si pasa, uno no lo olvida.

Marcos cuenta: "Al llegar la hora sexta (mediodía), se hizo una tiniebla sobre todo el país hasta la hora novena (las tres). Y a la hora novena, Jesús gritó con una gran voz: -Eloí, Eloí, lamá sabajtaní? (Que quiere decir: -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?-. Algunos de los presentes, al oírlo, dijeron: -Mira, llama a Elías-. Corrió entonces uno a mojar una esponja en vinagre, dándole de beber con una caña, y dijo: -Dejad, veamos si viene Elías a bajarle-". (Mc. 15,33-36)

Hacia mediodía, se había levantado el siroco. El viento que viene del desierto levanta torbellinos negros que se elevan como columnas fúnebres por el cielo, y sostienen encima de todo un pabellón de noche. Los Evangelios anotaron la intensidad el fenómeno como un signo de luto en la naturaleza entera. Es cierto que resulta espantable. Paseándome alrededor de la pequeña ermita que habitaba yo en el Sahara, me ocurrió en pleno día y en unas decenas de segundos verme envuelto por el gran lienzo negro, y, para no, perderme, tuve cuidado de ir palpando a tientas la pista, de vuelta a casa.

Esa noche augural impresionó a los asistentes. Se siente que baja el tono de las voces y que los mismos burlones ya sólo ríen para darse ánimos, como un niño que silba en lo negro. Ese viento es ardiente. Los desgraciados atormentados, ya vacíos de sangre por todas sus heridas, tenían una sed espantosa. Jesús tuvo la humildad de confesarlo: "¡Tengo sed!" dijo. Un soldado tomó la esponja que tapaba el gollete del odre lleno de un vino acre y amargo. Puso la esponja empapada en el extremo de una jabalina y la llevó al alcance de los labios de Jesús. Juan anota que era también una profecía lo que se cumplía así: "Han apagado mi sed con vinagre". (Sal. 48,22) Todo el salmo merece ser leído comparado con el relato de la Pasión, es un lamento que presagia el abandono y los dolores del Servidor de Yahvé.

Pero hay otro salmo que es preciso citar aquí por entero, el salmo 21, cuyo primer versículo entona Jesús: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Marcos anota que Jesús gritó eso con voz fuerte en la tiniebla. Cuando se ha oído rezar a moribundos, se sabe muy bien con qué voz atacan muy alto una oración conocida, para continuarla, con los labios cerrados, en la intimidad de sus almas. Es lo que pasó aquí. El populacho no comprendió nada y no retuvo más que la analogía del sonido de la invocación a Dios en arameo y el nombre del profeta Elías, que todos pensaban que volvería para preparar el advenimiento del Mesías. Entonces se burlaron del sueño mesiánico de Jesús, y ese sueño estaba precisamente realizándose. Es verdad que Jesús fundaba con su muerte el Reino de Dios.

Pero los escribas y los sacerdotes debieron palidecer en lo negro. Ellos conocían bien las Escrituras y sabían de memoria el salmo entonado por Jesús. Si uno de ellos continuó mentalmente el recitado con Jesús, debió comprender los asombrosos paralelismos con lo que pasaba ante sus ojos. Personalmente, traduzco por la Vulgata, que sugiere en francés un ritmo más poético de cualquier otra traducción[15]. Debo decir que, de una traducción a otra, hay diferencias, por lo demás secundarias. Pero aquí no se trata de comparar detalle con detalle, lo que ay que comparar es la puesta en escena de un poema profético con la puesta en escena de una acción trágica, pero real.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? a pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes, de noche, y no haces caso: aunque tú habitas en el santuario, esperanza de Israel. En ti confiaban nuestros padres, confiaban y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban y no los defraudaste. Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: "Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere". Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios. No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre, Me acorrala una manada de novillos, me cercan toros de Basán; abren contra mí las fauces leones que descuartizan y rugen. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte. Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores: me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos, fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Líbrame de la espada, a mi única vida, de la garra del mastín; sálvame de las fauces del león, a este pobre, de los cuernos del búfalo.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea, te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo, linaje de Jacob, glorificadlo, temedle, linaje de Israel. Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia ante el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro, cuando pidió auxilio, lo escuchó. Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan, viva su corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Porque del Señor es el reino, él gobierna a los pueblos; ante él se postraran los que duermen en la tumba, ante él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para él, mi descendencia la servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer todo lo que hizo el Señor.

Por muchas razones, en la traducción francesa, he repetido a lo largo del poema su invocación inicial: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Para subrayar las estrofas del poema y reforzar su cadencia. Pero también, por estar aquí en el Evangelio y ya no en el Antiguo Testamento, para recordar las palabras gritadas en alta voz por Jesús. Pues esas palabras escandalizan. Pero por más que se repitan esas palabras, que se dirían desesperadas, no llegan a borrar el sentido triunfal y mesiánico del poema. Está claro que toda la Pasión de Jesucristo desemboca en la gloria de Dios, el homenaje universal de las naciones a Dios, su reconciliación en la alabanza.

Así Jesús, entonando bien alto y con voz fuerte este admirable salmo, permanece hasta el final en el interior de esa puesta en escena, en que la eternidad domina y administra el tiempo, y en que la realidad forma eco a su anunciación. Continua el doble sentido. Pero la realización de la profecía no quita nada a la espantosa realidad del sentido literal. Es verdad que Jesús, al morir y de la manera que muere, cumple las preciosas profecías de Israel. Eso no le impide morir, y sentirse abandonado verdaderamente por Dios, porque lo dice.

Permítaseme citar aquí el comentario del querido P. Lagrange. Me parece que no se puede ser más honrado que él. Y la primera cualidad de toda esta historia de Jesucristo, debe ser la honradez. No hay salvación fuera de la estricta verdad. (Lagrange, L'Evangile de Jesús-Christ, comentario sobre la Pasión, págs. 630-631.)

"...Sufría. Rechazado por los jefes de la nación como un blasfemo y entregado a extranjeros, tratado por los romanos como un malhechor, escupido por el populacho, escarnecido como un bandido, abandonado por los suyos, ya no le quedaba más que una pena que soportar en su alma, la más cruel de todas: el abandono de su Padre. Debemos creerlo, porque lo han dicho dos Evangelistas. Lo han dicho, esa es sin duda la prueba indiscutible de su veracidad. Los enemigos de Jesús acababan de insultarle en su confianza en su Dios: "¡No, que se desengañe: Dios le ha abandonado!" Los cristianos deberían tener ese insulto por blasfemia hacia el objeto de su culto, Jesucristo, Hijo de Dios. Entonces, ¿por qué confesar que era verdad? ¿Por qué hacérselo confesar al mismo Jesús gritando en su angustia: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?" ¿No era para invitar a sus lectores y a todos los siglos a menear la cabeza con los doctores de Israel en signo de incredulidad? Ellos se atrevieron a decirlo, sin atenuante, sin explicación de ningún género. En este caso, como en los demás, han dicho lo que sabían. Y esa es también la manifestación más evidente de las buenas razones que tenían para creer en Jesús. Conocían esta palabra, pero no podía quebrantar una convicción firmemente asentada. Era misteriosa; no era una razón para rechazar la evidencia de los milagros y de la resurrección."

"El misterio subsiste para nosotros. Aun en el momento en que el alma de Jesús iba a abandonar su cuerpo, no debemos suponer una especie de desdoblamiento de su personalidad. Siempre es el Hijo de Dios quien habla. Pero la voz humana expresa el sentimiento de su humanidad, de su alma desolada como si Dios se retirara de ella...

"Sólo san Pablo ha tenido autoridad para decir sobre Jesús una palabra que parecía aun más fuerte, y que explica en parte el grito lanzado en el patíbulo. Cargado e n su patíbulo de todos los pecados del mundo, Jesús se había vuelto maldición. Pero nos libraba de la maldición tomándola sobre sí, y la desolación estallaba en gozo en los últimos versículos del salmo cuyas primeras palabras pronunciaba. Las aflicciones del justo, el verdadero Mesías, van a parar a la gloria de Dios. El salmo reproducía por adelantado el desafío irónico de los doctores: "¡Que se abandone a Yahvé y que Él le salve!" Y en efecto, el abandonado se abandona. Sabe que, a costa de eso, todos los confines de la tierra se volverán hacia Dios, y todas las familias de las naciones se prosternarán ante su rostro".

Evidentemente, es san Pablo quien tiene razón. El abandono por arte de Dios que ha sentido Jesús en la Cruz surgía de la misma maldición de que era objeto por parte Dios. Pues en definitiva, no era por él mismo por lo que moría con la vergonzosa muerte de los esclavos, sino que moría por nosotros y en lugar nuestro, para liberarnos de todas nuestras esclavitudes, y de la misma muerte. Eso se paga, se paga muy caro, el interesarse por la suerte de los demás, y con más razón por la suerte de todos. O el dogma de la redención universal en Jesús crucificado no tiene ningún sentido, o bien tiene ése.

Cuando el vino está hecho, ¿cómo distinguir una uva entre todas las que han contribuido a hacer el vino? Cuando el pan está hecho, ¿cómo distinguir todavía un grano de trigo entre todos los granos de trigo que se han molido juntos, para contribuir a hacer el pan? Ahí sobre el Calvario es donde están el lagar y la muela. Una uva, una sola, salvará toda la vendimia, que estaba amarga y perdida, y purificará todo el vino; pero hace falta que esa uva se mezcle primero con toda la vendimia y sea pisada con ella. Un grano de trigo, uno solo, salvará toda la mies, que estaba perdida y podrida, y purificará el pan, pero antes hace falta que ese grano de trigo se mezcle en toda la cosecha, que no se pueda distinguir de ella, y que sea trillado y molido con ella.

¿Comprenderemos por fin? No es tan difícil comprender, es tan sencillo como la vida y la muerte. Esta maldición de la Ley, sobre la que tanto insiste san Pablo, que cayó sobre Jesús colgado de la madera, y que él percibió como el abandono de Dios mismo, es la primera vuelta de la muela que se pone a mezclar el grano y a aplastarlo. Es el primer pisotón en el lagar, que pisa toda la vendimia. En efecto, toda la humanidad (todos los hombres que haya) es la vendimia y la mies. Cuando esté hecho el vino, cuando esté cocido el pan, todo el vino será puro, todo el pan estará purificado, al salir de ese lagar y ese molino. Pues sólo se harán vino y pan los que, a su vez, hayan entrado libremente en el mismo lagar y bajo la misma muela, que empiezan a funcionar ahí, en esa era homicida.

Ahí es donde se inaugura la comunión de los santos. Se inaugura en atroces sufrimientos, en la maldición de la Ley, en el abandono sentido, de Dios y de todas las criaturas, en la agonía y en la muerte del más hermoso hijo de los hombres. -El buen vino y el buen pan comienzan en ese lagar y en esa muela. Así empiezan la redención y la salvación de la humanidad. Jesús está en el momento en que nadie puede distinguirle de toda la masa de la humanidad pecadora, y por eso se siente tan abandonado.

Por supuesto, es Dios, la segunda Persona de la Trinidad, aun en la Cruz; sigue siendo el Rey del Paraíso, acaba de afirmarlo solemnemente al buen ladrón. Sí, es el mismo hombre, el mismo, agonizando en una cruz como un malhechor, que promete a su compañero de miseria el Paraíso, y para esa tarde mismo, y que ahora reprocha a Dios haberle abandonado.

Aceptamos las contradicciones en los que amamos, e incluso afirmamos que sus contradicciones revelan mejor sus personalidades. Nos es preciso aceptar las contradicciones de Jesús: aquí revelan admirablemente una sola y única personalidad subsistente en dos naturalezas, en efecto, contradictorias. Una de esas dos naturalezas es divina y eterna, y el Paraíso le pertenece por derecho; la otra, humana, es oscura y mortal, sujeta a todos los abandonos.

Lo que se puede y se debe decir, es que Jesús ha jugado el juego de su naturaleza humana sin trampa ninguna y hasta el final. Se ha identificado esa naturaleza humana que era la suya hasta tal punto que ciertos momentos -como aquí- parece que, para quedarse con nosotros, para estar por completo de nuestro lado de la aventura, ha cortado los puentes detrás de sí. Ese hombre, visiblemente, tiene el carácter de los jefes que se hunden con sus barcos, y no el de esos oficiales de plana mayor que, al sentir hundirse el barco, escapan a nado, como ratas.

No hay angustia, casi diría desesperación, de las que nos acechan, en que no podamos sentir en nuestro hombro su mano fraternal.

* * *

86. Ahora, verdaderamente, es el fin. Desde el seno de su madre, Jesús no ha tenido otro blanco que Dios. Como la flecha aún vibrante, hele ahí clavado en su blanco. Casi ha pasado la hora para la que había venido. Por todas partes a la vez, la muerte se levanta a su alrededor. Sabe que su madre se ha quedado a sus pies, pero no la ve ya. Está bien que ella esté allí, al pie de la Cruz; ella es el punto de partida, y la Cruz es el término del destino mortal de Jesús. El encuentro de María con la Cruz recapitula de manera elíptica todo ese destino. En la luz serena, abstracta y pálida de la muerte, Jesús ve ese destino todo entero, con los ojos del espíritu, y puede seguir la trayectoria infalible. Ese destino es tal como debía ser: no hay nada en exceso, y nada falta tampoco. Como dicen los soldados: Misión cumplida.

Ése es el sentido, estoy, seguro de que ese es el sentido de las palabras pronunciadas entonces por Jesús, Consummatum est! ante las cuales los traductores vacilan.[16] Es una palabra de soldado que ha hecho lo que debía. Es preciso que lo escriba antes de que se haya olvidado por completo lo que es un soldado, y lo que fue David al volver al campamento después de haber derribado, al monstruoso Goliat. Sí, Jesús vuelve a entrar en la eternidad como el joven David en el campamento de Israel. Ha vencido a Satanás, ha liberado a la humanidad del pecado, del miedo y de la vergüenza. Misión cumplida, nunca habrá un triunfo de general vencedor mejor merecido que por él.

Entonces Jesús lanzó un gran grito: grito de guerra, grito de victoria, rugido de león ante su presa, pues los vencidos no gritan así. Ese grito atraviesa los siglos, derrumba todas las murallas. Es también una llamada, un grito de reunión, el grito del primer hombre que planta la bandera en la ciudadela tomada al asalto, o en "el techo del mundo". Me he pasado toda la vida estudiando y discutiendo sobre religión, sé todo lo que se puede decir a favor o en contra, pero, en fin de cuentas, el más hermoso razonamiento nunca pondrá de pie a un hombre. El grito lanzado en la cruz hace erguirse y marchar, como al cañón, las inmensas multitudes que siempre seguirán a ese jefe que expira con un gran clamor abrazando el cielo.

Entonces Jesús dice: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". (Lc. 23,46; Sal.30,6) Luego inclinó la cabeza. Había muerto.

Atrevámonos a levantar los ojos hacia él. En efecto, es el estandarte de Dios, plantado en medio del mundo. También es el Hijo de Dios en un sentido personal y único. Igual que Juana de Arco morirá afirmando: "¡Mis voces no me han engañado!" Sus últimas palabras son para afirmar que Dios es su Padre. No hay ninguna ostentación en esa afirmación, pero sus ultimas palabras son para su Padre y sólo para él. Muere libremente. Abandona su cuerpo a la tierra, de donde viene ese cuerpo. Pero su alma la entrega a quien corresponde, a Dios. Tras de él, cada uno de nosotros puede, al morir, hacer suyas esas últimas palabras de Jesús, pues ha abierto a todos la paternidad divina que hasta entonces sólo llegaba a él. La comunicación entre Dios y el hombre, rota por el Diablo y el pecado, está restablecida. Podéis llamar, ahora Dios esta en la línea. Lo que Jesús entrega en el hueco de la mano tendida de Dios, es la primera alma humana absolutamente obediente y filial.

Los antiguos griegos ponían un óbolo en la boca del muerto, para que pusiera pagar a Caronte el paso de la laguna Estigia. El alma de Jesucristo es el precioso óbolo que ha pagado de una vez para todas, y por todos, el pasaje. Y el mismo Jesús ha llegado a ser el Barquero a través de todas las Estigias, ya no hacia Campos Elíseos umbrosos, sino hacia el claro Reino en que es el primero en entrar como vencedor y soberano.

La analogía llega más lejos aún. El óbolo para la gran travesía se llama "viático"; el sacerdote lo pone entre los dientes del cristiano moribundo, y es el cuerpo eucarístico de Jesucristo, ahora glorioso y sustancialmente reunido con el alma de Jesucristo, igual que está unido a su Divinidad. Jesús es el Barquero y el óbolo.

Jesús acaba de morir. Mateo anota que la tierra tembló, que se abrieron tumbas, y que, en los días siguientes, hubo resucitados por Jerusalén. Aunque yo no he encontrado nunca ninguno, no tengo nada contra los resucitados. Tras de tantos milagros, ¿por qué no ese? Lo que parece claro, es que la muerte de Jesús dio miedo. Los tres Sinópticos anotan que el inmenso velo que, desde lo alto de la bóveda hasta el suelo del Templo, cerraba el Santuario, se desgarró, signo terrible, como si el Dios de Israel abandonase su morada. Son también los Sinópticos, escritos antes de la ruina de Jerusalén, los que anotan las profecías de Jesús sobre la próxima ruina del Templo. Este desgarramiento del velo sagrado era su signo precursor.

Sobre el Calvario, tos últimos asistentes quedaron abrumados de consternación, como los soldados que quemaron a Juana de Arco. El centurión reconoció públicamente la santidad de Jesús, y la gente se marchó golpeándose el pecho. El grupito de fieles mujeres, con san Juan, se había apartado un poco en señal de duelo. Salvo el centurión, parece que nadie habló ni un grito, ni un sollozo, el silencio y el estupor.

Quien ha visto de cerca una ejecución capital, sabe qué pesada capa de culpabilidad muda cae sobre los hombros de todos los asistentes en el momento de la muerte del condenado, aunque ese condenado sea un asesino. Aquí, al cabo de dos mil años, no se puede evocar ese momento en que murió Jesús sin que el corazón se oprima de angustia por nuestra propia responsabilidad. En esta ósmosis en que la eternidad aspira hacía el interior de sí misma la entera sucesión del tiempo, ¿y si fuera cierto que cada uno de nosotros está personalmente implicado de alguna manera precisa en el asesinato de Jesucristo?

Hasta el final, siempre hay en torno a Jesucristo esa alternancia de calma y de agitación. La mañana de ese día pasó en ir y venir y en griteríos; luego, cuando le crucificaron, durante tres horas, todo siguió en su sitio. Ahora todo vuelve a agitarse. Hay alguna razón para esta prisa. Jesús ha muerto hacía las tres de la tarde. La Pascua empieza a la caída del sol, y ya queda prohibido hacer nada. Y además está también el mandato del Deuteronomio que ordena sepultar antes de la noche todo cadáver colgado de árbol, "para no manchar la tierra amada del Señor".

Entonces todo se pone a hervir como un hormiguero. José de Arimatea era un hombre rico y poderoso, formaba parte del Sanhedrín, pero los Evangelios anotan que se mantuvo aparte del proceso de Jesús. Era, pues, un notable, que seguramente no brillaba por su valentía. Pero en una situación urgente y dramática como la de la muerte y la sepultura de Jesús antes de la noche, los cercanos al muerto no andan con escrúpulos y lo aprovechan todo. Solo él podía hacer algo eficaz y rápido. ¿Quién le avisó? Quizá se inquietó él mismo, pues, en secreto, era discípulo de Jesús. Él y Nicodemo, otro notable, otro rico, otro discípulo secreto, aseguraron la sepultura de Jesús con decencia.

José de Arimatea fue a ver a Pilatos y le reclamó el cuerpo de Jesús. Pilatos no iba a rehusar ese favor a un hombre de la importancia de José de Arimatea. ¿Por qué ese José de Arimatea no había intervenido antes? Así es. Hay gentes así, que hacen cosas por los amigos sólo cuando esos amigos han muerto. Un muerto es cómodo. Los riesgos siempre son limitados. Pero si José de Arimatea hizo ese razonamiento, con aquel muerto el razonamiento era falso. En todo caso, hay que desconfiar del luto de la gente. Los que llevan el luto más ostentoso no son los que más han querido al difunto.

Pilatos se extrañó de que Jesús ya hubiera muerto. De todas maneras, envió a un centurión y a unos soldados para verificar el fallecimiento y rematar a los otros dos atormentados. Los soldados llegaron, les rompieron las piernas a los dos ladrones, y, en efecto, les remataron. El alma del buen ladrón se fue al Paraíso. Los soldados comprobaron que Jesús estaba muerto. Para mayor seguridad, un soldado le dio lo que se llama "el golpe de gracia": con la lanza, le atravesó el corazón. Y enseguida salió sangre y agua. Ese acontecimiento -el golpe de gracia seguido del brote de un poco de sangre y de agua- impresionó de modo extraordinario la sensibilidad y la imaginación de Juan, que fue su testigo y que nos lo refiere con una solemnidad que no le es habitual. Incluso apela, para la veracidad de su relato, al testimonio del Señor Jesús en el cielo. Y, en efecto, esa herida en el costado tendrá un papel en la supervivencia de Jesús. Tras su resurrección, la utilizara para hacerse identificar en su cuerpo por sus discípulos. Todavía sigue teniendo hoy un papel.

Que saliera sangre y agua de la herida, Juan no pretende que fuera un milagro, y no lo fue sin duda, pues Jesús acababa apenas de morir. Lo que impresionó a Juan con estupor fue un conjunto de circunstancias que no nos impresionarían a nosotros, porque no estamos intrigados por los mismos signos que él. Lo que conmovió a Juan, como último testamento de Jesús, como última expresión su voluntad y de su amor, fue la conjunción casi simultánea del último aliento en que Jesús entregó el espíritu, y ese brote de agua y de sangre saliendo del costado atravesado. Hasta el final de su vida, Juan meditara sobre esa conjunción de circunstancias, le parece que ahí ha captado de golpe y definitivamente la esencia del cristianismo. Aún hablará de eso en su primera epístola, donde recapitula en Jesús todo el Antiguo Testamento, desde el relato de la creación, en que el Espíritu se cernía sobre las aguas para fecundarlas, desde el sacrificio de Abel asesinado por su hermano, desde la alianza con Abraham, hasta el sacrificio de Jesús en la Cruz, que es la culminación y la madurez de esa larga historia.

Voy a citar con cierta extensión esa primera epístola de Juan, pues vuelve a tomar en armonía dulce y sutil los temas principales de esta historia de Jesucristo: "Ved cuanto amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos... (3,1) Todo el que nace de Dios no comete pecado, porque permanece en él su semilla. Y ya no puede pecar, porque nace de Dios. En esto hemos conocido el amor, en que él dio su vida por nosotros; nosotros también debemos dar la vida por los hermanos... (3,9;3,16) Si nos condena nuestro corazón, Dios es mayor que nuestro corazón y lo sabe todo... (3,20) Y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... (3,10) Todo el que crea que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ame a Aquel que engendra, ama al Engendrado por él. (5,1)"

Y, finalmente, ahí es donde Juan aborda el recuerdo de lo que ha visto con sus ojos en el Calvario. "Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo y la victoria que vence al mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Ese es el que vino mediante el agua y la sangre, Jesucristo; no sólo mediante el agua, sino mediante el agua y la sangre, y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Y así los testigos en el cielo son tres: el Padre, la Palabra y el Espíritu Santo, y estos tres son uno. Y tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo... El que cree en el hijo de Dios tiene dentro el testimonio de Dios."(5,4-10)

Siempre vacilo antes de utilizar la palabra "misterio", palabra que sirve a menudo de coartada a la pereza de los teólogos. "¡Es un misterio!" Cierran el libro, bajan de la cátedra y se van dando un portazo. Aunque no pretenda comprenderlo todo, ni menos explicarlo, trato al menos de seguir y de describir desde el exterior un proceso biológico, como el del huevo que se hace pollo. Se trata del proceso evolutivo de la vida misma de Dios en el interior de la humanidad. La verdadera religión, la del Dios único y santísimo, empezó por ser racista, transportada y transmitida de generación en generación por una raza de carne y sangre, el clan de Israel. A esa raza carnal, Dios le hizo una Promesa, una promesa de imperio universal y eterno, el Reino de Dios. Pero desde el origen de esa promesa, estaba claro y explícito que todas las naciones, todas las razas, absolutamente todas, serían benditas en esa Promesa, entrarían en ese Reino, y participarían de alguna manera en esa Semilla, a la vez Semilla de Abraham y Semilla de Dios. La manera como se haría todo eso, particularmente el paso desde una sola raza, vehículo de la Bendición, a todas las razas participantes de esa Bendición, no estaba dicho y faltaba por ver.

En Jesús, Semilla de Abraham y Semilla de Dios por excelencia, es donde se operó la transmutación decisiva. Eso se hizo por la muerte sacrificial de Jesús en la Cruz. De ese Árbol y del Fruto de ese Árbol, ha nacido el Israel de Dios. Todo el vocabulario racista permanece en el interior del cristianismo, y lo vemos muy bien en esa epístola de san Juan. Pero ese racismo ya no tiene nada de material ni de carnal en el sentido estricto de un clan que se perpetúa. Esta "raza" de la nueva Alianza, que ahora transporta la Promesa hecha a Abraham, nació del Agua, de la Sangre y del Espíritu, y está propagada desde entonces por el Agua, la Sangre y el Espíritu, y puede incorporarse a todas las naciones.

¿Cómo se hace eso? Por la fe en Jesús, Cristo e Hijo de Dios. Esta fe es la verdadera Semilla de Dios, (Semilla también de Abraham el Creyente, como por otra parte lo afirma san Pablo). La Iglesia sigue siendo tan "racista" como lo era el clan de Israel, pero los medios y los instrumentos de ese racismo son la fe en Jesucristo y los sacramentos. Del costado herido del Señor es de donde nació verdaderamente la Iglesia, igual que Eva fue sacada de un costado de Adán. La Iglesia es la esposa fecunda de Jesucristo crucificado. Lleva en sus entrañas generosas a todos los hijos de Dios que estaban dispersos hasta entonces en la multitud de las razas y de las naciones. Desde entonces hay un bautismo del Agua, hay un bautismo de la Sangre, hay un bautismo de Deseo, en que el Espíritu de Jesús toma posesión de los creyentes y los engendra de nuevo en la Semilla de bendición; tal es la esencia del Reino universal y eterno de Dios. En efecto, en el Cristo crucificado y traspasado es donde se concretan de una vez para todas las bendiciones prometidas a todas las naciones, a través de Abraham y su Semilla.

Si Juan quedó tan impresionado por ese brote de agua y de sangre saliendo del costado traspasado de Jesús, juntamente con el último aliento que expresó el espíritu de Jesús, es que vio en ello el brote mismo de la Semilla de Abraham y de la Promesa hecha a Abraham, transmitidas ya a todas las naciones por medio del bautismo.

Al contar lo que pasó enseguida, después de la muerte de Jesús, Juan evoca dos profecías cuya realización encuentra ahí. ¿Cómo es que hubo que romper los huesos a los otros dos crucificados, y que no hubiera que rompérselos a Jesús?(Ex. 12,46; Num. 9,12) Ahora bien, la Ley, al descubrir el rito exacto de la inmolación del cordero pascual, ordena no romperle los huesos al cordero. Lo mismo pasó con Jesús, verdadero Cordero pascual, de que todos los demás corderos inmolados desde la salida de Egipto por el pueblo de Israel habían sido sólo imágenes y anuncios.

Pero la herida de la lanza en el costado de Jesús recuerda a Juan otra profecía, de tipo escatológico y apocalíptico, hecha por el profeta Zacarías. (Zac. 11 y 12) Es un poema absolutamente extraordinario, lleno de contradicciones fulgurantes, más impresionante que cualquier poema surrealista, presurrealista o possurrealista. Se trata a la vez de la desdicha de Jerusalén y de su triunfo definitivo, del fin de la institución profética y del cumplimiento de las profecías, de la eternidad de Israel como pueblo de Dios, y, sin embargo, en el interior de cada tribu de Israel, de la separación definitiva de todos, hombres y mujeres. Es un poema desatado, lleno de antorchas que siembran el incendio por la noche, y de jinetes locos que montan en caballos ciegos.

En el curso de ese poema se encuentran versículos impresionantes, si se leen en el contexto de la Pasión de Jesucristo:

Me mirarán a mí, a quien traspasaron,

harán llanto como llanto por el hijo único,

y llorarán como se llora al primogénito. (12,10)

Y estos:

Le dirán: ¿Qué son esas heridas entre tus brazos?

Y él responderá: Me hirieron en casa de mis amantes. (13,5-6)

* * *

87. El cuerpo de Jesús fue desprendido de la cruz, con cierta prisa, pero con respeto. Por suerte, José de Arimatea tenía un jardín cerca del Calvario. En ese jardín, había hecho construir para él una soberbia tumba, tallada en la roca y que todavía no había servido nunca. Nicodemo llegó también con una mixtura de mirra y áloe que pesaba unas cincuenta libras. José había traído una magnífica sábana. Todo estaba lo mejor, si se puede decir; ese muerto no haría perder demasiado tiempo, pues la hora era decididamente avanzada y todos debían haber vuelto a casa para celebrar la Pascua.

Sepultaron a Jesús, pues, a la manera, judía, le depositaron en la tumba. En Judea como en Grecia, las tumbas buenas tenían dos cámaras, un gran vestíbulo vacío un cuartito muy pequeño en el interior de la roca, donde se dejaba el cadáver en un banco de piedra, como en Grecia la tumba de Agamenón, aunque la tumba de José de Arimatea seguramente era más pequeña que la tumba del rey de Micenas. Se hacía rodar una pesada piedra contra la puerta exterior para cerrar la tumba.

En la ansiedad de que esa tarea estuviera acabada lo antes posible, esa sepultura sólo era provisional para todos ellos. Las mujeres contaban con regresar al día siguiente de la Pascua, con aromas, para completar la sepultura. Pero por el momento, el mínimo estaba hecho y bien hecho. Los hombres rodaron la piedra y todo el mundo se fue.

No todo el mundo. En esa historia de sangre y muerte, las mujeres siempre están un poco aparte. María Magdalena y María, madre de José, se quedaron aun sentadas frente al sepulcro, no pudiendo separar sus miradas de esa piedra que aprisionaba a su bien amado; no podían decidirse a abandonar ese lugar terrible.

Anoto de paso, porque me importa mucho, que Mateo dice a propósito de esas dos mujeres: "María la Magdalena y la otra, María". (Mt. 27,61) No dice en absoluto: "María la Magdalena y otra María". Aparte de la Virgen María, siempre distinguida claramente en los Evangelios, y de María la Magdalena, nunca hubo en torno a Jesús más que "la otra María", de la que sabemos que es la madre de José y de Santiago, hermana o prima de la Santa Virgen. Y ninguna otra María, absolutamente ninguna más. La "María de Betania" -apelación que nunca emplean los Evangelios-, que sería diferente de la María Magdalena, es una invención pura y simple de los exégetas, desconcertados por la grandeza del personaje de María Magdalena y su papel enorme junto a Jesús.

En el mismo momento en que aparecía la primera estrella en el cielo, las trompetas del Templo lanzaron la primera llamada, anunciando que la Pascua iba a comenzar. María Magdalena y su compañera abandonaron por fin la tumba y volvieron a su casa para celebrar la Pascua judía. Pero la verdadera Pascua ya estaba celebrada: el Cristo, nuestra Pascua, había sido inmolado: Pascha nostrum, immolatus est Christus.

Sin embargo, no todo había acabado. Mateo escribe: "Al día siguiente, esto es, después de la Preparación, se presentaron reunidos ante Pilatos los sacerdotes y los fariseos, y le dijeron: -Señor, nos hemos acordado que aquel impostor dijo cuando vivía: "A los tres días resucitare"'. Manda, pues, vigilar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan los discípulos y le roben, y digan al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos"; y el último engaño sea peor que el primero-. Pilatos les dijo: -Tomad una guardia e id a poner la vigilancia como os parezca-". (Mt. 27,62-66)

Mateo escribía en arameo, sobre los lugares mismos, y una docena de años después de los acontecimientos. Su testimonio hubiera sido insostenible si no hubiera sido verídico. Si me dicen, como ya se ha dicho, que es inverosímil mandar guardar un cadáver, responderé que yo he visto, tras la Liberación de Francia, y en el momento de los grandes procesos de depuración, en 1945, piquetes de guardias, voluntarios, pero muy asiduos, instalados en los cementerios para guardar la tierra de los fusilados y prohibir el acceso. Y eso duró más de tres días.

A lo largo de la Pasión, los enemigos de Jesús habían recordado la identificación simbólica, hecha por el propio Jesús, entre el Templo su propio cuerpo. Había Profetizado, y todo el mundo lo recordaba, que volvería a levantar el templo en tres días. Otra vez había sido aún más explícito: "Entonces se le presentaron algunos fariseos y sabios, diciendo: -Maestro, queremos ver alguna señal hecha por ti-. Él les contestó: -Esta raza mala y adúltera quiere una señal, y no se le dará señal, sino la señal de Jonás el profeta. Pues, como Jonás estuvo en el vientre de la ballena tres días con tres noches, así el Hijo del hombre estará en la entraña de la tierra tres días con tres noches-". (Mt. 12,38-40)

En el fondo, los enemigos de Jesús sólo se habían tranquilizado a medias con su muerte. Entonces, desde su punto de vista, cuanto más precauciones, mejor.

Notas

[15] Aquí damos la traducción española, sobre el original hebreo, del P. Luis Alonso Schökel, y un equipo de auxiliares. (N. del T.)

[16] En griego tetélestai, que significa a la vez "está cumplido" y "se acabó". (N. del T.)

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