» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo
XXIII.- El Sábado Santo
88. Por supuesto que, a lo largo de toda mi vida, pero sobre todo a lo largo de este libro, me he planteado la cuestión del porvenir del cristianismo en el interior de nuestra civilización moderna, de su actualidad, de su eficacia, de su utilidad. Para una juventud que las encuestas recientes nos pintan como fascinada por la comodidad, el dinero, la seguridad, el ahorro, el coche, la televisión, la nevera y la lavadora, para esa juventud que confiesa no creer en el amor ni en la política (apenas cree en el placer, y seguramente que no en la pasión), para quien la ciencia conserva aún un prestigio idolátrico, y para quien la indiferencia en materia de religión se impone generalmente como una buena higiene del espíritu y una economía del corazón, ¿qué puede representar todavía la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo?
Una religión que enseña que la desgracia es en un hombre un signo sagrado de predestinación, que la muerte puede hacerse instrumento de redención, ¿tiene todavía sentido en una sociedad que ha perdido hasta la noción de pecado, bien decidida por lo demás a eliminar el sufrimiento, y que no considera la muerte sino como una consecuencia natural de la materialidad de un hombre, su desgaste definitivo, su arrumbamiento por vicio de funcionamiento? Por lo demás, es más fácil poner a un hombre en el lugar de otro que cambiar de auto. El valor individual, presuntamente infinito, de la persona humana, tiene algo de irrisorio en el interior de una humanidad mucho más amenazada por una demografía galopante que por cualquier otra catástrofe, aparte, quizá, de la catástrofe nuclear.
En nuestra sociedad de tranquilizantes, de somníferos, de alcohol, de eutanasia más o menos confesada, de seguros de todas clases, el sufrimiento y la muerte son incidentes verdaderamente fuera de propósito, quizá aún inevitables, en todo caso indecentes. Sufrir ya no está de moda. En cuanto a morir, es un acto social, enojosamente inútil y desagradable para todo el mundo. No estamos muy lejos de esas sociedades primitivas en que se llevaba a los agonizantes fuera de a tribu para que la muerte no manchase el interior del campamento.
Nuestra puesta en escena de la muerte, del entierro, de las exequias, es pura mentira. Esa puesta en escena está tan parasitada de reticencias, de alusiones, de litotes, de pretensiones, de grandilocuencias, de puritanismo y de fealdad, que uno acaba por preguntarse qué es en realidad. De hecho, se trata de distraerse de la muerte, de distraerse de ella hasta el final, de tal suerte que su llegada para cada cual de nosotros sea lo más discreta que se pueda, que sea como una última distracción a que se cede maquinalmente, igual que uno se equivoca de abrigo en el vestuario. Hemos vaciado a la muerte de su grande y solemne interrogación, evitamos su fría mirada posada sobre nosotros.
En esas condiciones, la religión cristiana ya no tiene más que ese único sitio que parece reivindicar todavía, y que se le deja de buena gana, entre las demás empresas de pompas fúnebres; es un seguro, por lo demás gratuito como es natural, sobre la muerte y el más allá, un más allá hipotético. Sus sacerdotes van tan tristemente vestidos que parecen haber querido ellos mismos colocarse en la categoría social de los sepultureros.
Eso en nuestras sociedades occidentales, que aun apelan vagamente al cristianismo. ¿Qué decir de las sociedades comunistas, cuya religión de Estado es el ateísmo? Se queda uno con la boca abierta al leer las declaraciones de los excelentes cosmonautas rusos, que, muy tranquilos por no haber encontrado a Dios en sus paseos espaciales, deducen, con la mejor fe del mundo, que no existe.
En esas condiciones, ¿cuál puede ser el sentido de la Pasión de Cristo, cuyo objetivo era reconciliar al universo con Dios? No negamos que el universo deba ser reconciliado, pero sólo ha de reconciliarse con el hombre, y la ciencia es la que realiza ante nuestros ojos esa reconciliación, da al hombre el imperio de la naturaleza: Imperium Naturae. Esa conquista reconcilia el universo con el hombre, pero, en esa fiesta de familia, no se ve el sitio de Dios. Cierto que la pregunta más actual de toda la Biblia es la de san Pablo: Cristo ¿ha muerto para nada?
He insistido bastante, y en este libro mismo, sobre la ambigüedad de la ciencia, sobre sus limitaciones, sobre el bajo nivel de su estiaje intelectual, para volver ahora largamente sobre ello. La verdad es que la ciencia no reconcilia a nadie ni a nada. El imperio de la naturaleza puede caer en cualquier mano, deberíamos saberlo. ¿A quién reconcilió la bomba de Hiroshima, y con quién? Es verdad que los japoneses se han reconciliado con los americanos, pero a pesar de la bomba de Hiroshima, sin duda que no a causa de ella. Si Hitler hubiera tenido la bomba atómica, no hubiera vacilado en lanzarla sobre Londres y París; ¿qué reconciliación hubiera obtenido así? La de los cementerios. La ciencia puede hacer mucho bien, y lo ha hecho a su nivel. Puede hacer mucho mal, pues, al revés que la religión, sólo es útil y no se ocupa de los fines últimos. El imperio de la naturaleza que nos da provoca tanto terror como adoración. ¿Cuándo conseguiremos escapar igualmente de ese terror y de esa adoración; cuándo lograremos mirar a la ciencia cara a cara sin parpadear? No es ni salvación, ni Apocalipsis; no es más que un animal domesticado (apenas), al que en todo caso hay que tener la rienda muy sujeta.
Una vez más, el cristianismo no formula ninguna condena contra el imperio sobre la naturaleza, prometido al hombre, por otra parte, en el Génesis, sino que proclama que el imperio sobre la naturaleza no es un fin en sí, que falta por definir el uso que hay que hacer de ese dominio. Todo lo que digo aquí debería abrir los ojos y el entendimiento a nuestros contemporáneos, pues, desde comienzos de este siglo, si se pudieran sumar las ruinas debidas a todas las catástrofes naturales (inundaciones, temblores de tierra, erupciones volcánicas, tempestades y naufragios, rayos), la suma de esos daños no sería absolutamente nada al lado de las asolaciones causadas por la malicia de los hombres, al utilizar unos contra otros ese famoso imperio de la naturaleza, para su ruina mutua, su destrucción mutua, su exterminación mutua. Tal experiencia, irrefutable pues es de mi edad, lanza grandes dudas sobre la ciencia, empresa de reconciliación universal.
Por lo demás, ¿qué sabemos realmente, aun en nuestros laboratorios, de la naturaleza de la gravitación, de la naturaleza de las diversas ondulaciones, de la naturaleza de la electricidad? Sabemos utilizarlas, calcular aproximadamente sus costumbres, sus orientaciones, su intensidad, pero no conocemos su verdadera naturaleza. Entonces, ¿con qué derecho el menor licenciado habla en nombre de la ciencia para permitirse sonreír ante el relato de los Evangelios? Pedantes, ¿qué certidumbre dais a cambio, y que esperanza?
La enseñanza de los apóstoles y de la Iglesia sobre la Pasión de Jesucristo es de una audacia intelectual fantástica. ¿Cómo? El error judicial que produjo la ejecución infamante de ese pequeño judío, hace ahora dos milenios, ¿estaría en el centro del universo, principio de su renovación e instrumento de su reconciliación con Dios? ¿Sería verdad que el patíbulo en que murió ese hombre es el eje central de todas las constelaciones, el corazón vivo en el centro de todas las pulsaciones de la historia? Avancemos despacio, honradamente. La más profunda revelación que nos da la Pasión de Jesucristo es quizá que el ritmo esencial del Universo, el que le pone en movimiento y le lleva a su término, es el amor. San Agustín lo había presentido en la equivalencia que estableció entre el amor y la gravitación, amor = pondus. Físicos y matemáticos se interrogan sobre la naturaleza de la gravitación. ¿Y si fuera el amor?
Tal afirmación sin duda es imposible de probar directamente, de adivinar, ni aun con los medios electrónicos más exactos. Pero no pretendamos que tal afirmación procede de la prueba de laboratorio. Procede de la revelación. En todo caso, es un modo de ver las cosas que tampoco se puede refutar, y que, si fuera verdadera, daría la clave del hombre y del universo.
Sí, ¿y cómo no sentirlo? Si la naturaleza de la gravitación es el amor, entonces la naturaleza del universo, su ley, su destino más profundo, son también su amor. Todo se transfigura, todo se hace maravilloso. ¡Ah, por supuesto, hay amores muy diferentes! El amor que sujeta un planeta al sol es diferente del que sujeta a un animalito a la ubre nutricia, y a un santo a Dios. Pero en todos los órdenes y según grados, el amor es lo que vincula el universo a sí mismo, lo que le hace marchar, lo que le suspende entero de Dios, como un lactante del seno maternal. La visión cristiana del mundo es que esa circulación intima del universo y esa sujeción del universo a Dios habían quedado rotas por el pecado, y que la Pasión de Jesucristo las restauró, reparó, rehizo, hasta el punto más vital y más secreto, en el punto de tangencia del universo con Dios. En lo más íntimo de sí mismo, el universo ha recuperado su equilibrio, porque ha centrado su gravitación en Dios, y ello gracias a la Cruz de Jesucristo, eje y pivote del universo: Stat Crux dum volvitur orbis. Hay, pues, una llave que se había perdido y se ha vuelto a hallar; nos abre el verdadero secreto del universo, y es una llave de oro, una llave de amor, es la Cruz de Jesucristo.
Pero entonces, las palabras de Jesús en la víspera de su muerte toman una resonancia singular, la de una ley de gravitación universal: "Este es mí mandato: que os queráis unos a otros como yo os he querido. No hay mayor amor que éste: que uno dé su vida por sus amigos"(Jn. 15,12) .
La muerte por apego, la muerte de amor, la muerte sacrificial, la muerte de holocausto, se identifican con la mayor gravitación. A la muerte de Jesucristo, el mundo se ha inclinado del lado que, de repente, se había hecho más pesado. Hasta entonces, la muerte era la gran separadora, la gran devoradora, la gran desatadora. Por el peso de amor que es capaz de reintroducir en el mundo, se convierte en la gran reconciliadora, la gran pacificadora, la gran reunificadora y comunicadora. Reconcilia al universo con Dios en el amor, reconcilia al hombre con Dios en el amor, reconcilia al hombre consigo mismo y a los hombres entre sí en el amor.
Que esa es la visión cristiana del universo, desde el origen mismo del cristianismo, -y a eso va a parar también la revelación del libro del Génesis y del libro de la Sabiduría-, lo vemos probado elocuentemente en las epístolas de san Pablo. San Pablo, al dirigirse a los paganos, les dice. "No teníais esperanza ni Dios en el mundo. Pero ahora, en Cristo Jesús, los que estabais lejos, ahora estáis cerca en la sangre de Cristo. Pues él es nuestra paz, el que hizo ambas cosas una sola, el que derribó el muro separación, deshaciendo en su carne la enemistad... Toma a ambos en sí mismos y los funde en un solo hombre, nuevo pacificador, en Dios, por la cruz, matando las enemistades en sí mismo. Y al venir os ha dado la buena noticia de la paz a los que estabais lejos, y la paz a los de cerca. Pues por él tenemos acceso unos y otros en un solo Espíritu al Padre. Así pues, ya no, sois huéspedes y forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos, y familiares de Dios: sobreedificados sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas, con el mismo Jesucristo por suprema piedra angular, en quien toda la edificación está construida crece como templo santo para el Señor, en quien también vosotros entráis como santuario de Dios en el Espíritu". (Ef. 2,12-22)
Tal página, evidentemente, no es una página de literatura, en el sentido moderno de la palabra. Es una prosa difícil de traducir, golpeada, forjada a grandes martillazos en el yunque, con insistencias, repeticiones, y oposiciones subrayadas y acentuadas. La unidad del género humano, en Jesucristo solo, se proclama en una victoria conquistada con gran lucha, como una paz concluida y alegre; hay, en algún sitio del universo, un "muro de la vergüenza" que se ha derrumbado definitivamente, porque lo han hundido a la fuerza, porque el amor es la fuerza de las fuerzas, y, con las piedras dispersadas de ese muro de la vergüenza, se construye el inmenso edificio de un Templo para gloria de Dios, en el cuerpo y el espíritu de Jesús sirve a ese Templo de piedra de fundación. El universo es la inmensa cantera del amor. El verdadero Templo de Jerusalén, es ya el cuerpo de Jesucristo, y el género humano entero, que se incorpora a él por el amor en el mismo espíritu. Esa misma doctrina arquitectónica del universo se vuelve a hallar en el Apocalipsis y en las Epístolas de los demás apóstoles, en plena continuidad con los Evangelios y el Antiguo Testamento. No hay más que leerlas para verlo.
* * *
89. Personalmente, me impresiona mucho ver que los paganos a los qué se dirigía san Pablo estaban en la misma situación espiritual, o más bien desespiritualizada, que nosotros: Spem non habentes et sine Deo in hoc mundo, "No teniendo esperanza y sin Dios en este mundo". Esa es nuestra situación.
Para los hombres de nuestro tiempo perciban siquiera en los oídos del corazón la noticia de la salvación, les falta Dios y una esperanza verdadera. A quienes se creen "despistados", como dicen ellos, o sea, que no encuentran en la vida ningún absoluto, ningún punto fijo donde amarrar su destino, se les puede responder, en estricta filosofía que, si no hay absoluto, tampoco hay relativo, todo es absurdo, o sea, todo al azar: la flor que respiro, su estructura y su perfume, es puro azar, pero mi ojo y mi sistema olfativo también son azar, y yo soy azar-, y el peso de mi cuerpo es un azar que me retiene en un lugar azaroso. En realidad, no se puede dar su parte al azar, como tampoco se le puede dar a Dios. Haría falta sin duda ir más lejos y decir que el universo ya no es absolutamente neutro, que oscila entre el amor y el odio; quien rehúsa el amor, va a parar, antes o después, al odio universal. Se me puede responder que divago. Desde Hiroshima, sabemos muy bien que el género humano tiene ya el poder de hacerse perecer. El fin del mundo será el engendro necesario de una horrible copulación entre el imperio de la naturaleza y el odio universal, se empieza a adivinar muy bien la atracción que esos dos monstruos ejercen uno sobre otro. Estamos condenados a amar para sobrevivir solamente. Tanto vale amar, no por sentencia, sino libremente, como hombres libres. Si el cristianismo da un sentido al hombre y al universo, es ése. Estoy muy orgulloso verdaderamente de que la tradición de mis antepasados me hiciera escuchar tales verdades cuando todavía era muy pequeño. He crecido, y todo eso me parece cada vez más verdadero.
Es inaudito que sensibles pueden ser los católicos al bluff intelectual. Siempre tienen miedo de no estar al día. Nunca se les ocurriría que sus libros santos son más interesantes y tienen más cosas verdaderas que decir que el último filósofo de moda. Tienen el gusto de los equívocos, de los compromisos entre el agua y el fuego, de las "tierras de nadie" de la inteligencia. Buena suerte... Muchas veces les he visto inclinarse con respeto ante los más absurdos slogans, retener el aliento ante las blasfemias más irrisorias y hacer como si Dios fuera en todo caso una hipótesis conveniente que tendría que conservar su lugar en la panoplia de las ideas recibidas.
¿Qué importan las ideas recibidas? La verdad es que nada en el mundo se justifica, absolutamente nada, o bien que todo debe hallar su justificación final en Dios, dado que llamamos precisamente Dios al centro universal de gravedad de toda justificación inteligible. Hace falta añadir que el azar universal plantea infinitamente más problemas a la inteligencia que Dios, siendo lo contrario de un problema: es la solución necesaria e inevitable, el centro más allá del mundo, en que se reúnen todas las perspectivas inteligibles del universo. En el límite de la búsqueda, a condición de que esa búsqueda sea a la vez metódica, honrada, encarnizada, la inteligencia sabe que va hacia Dios, aunque descubra al mismo tiempo su natural impotencia para alcanzarle y disfrutarle.
Pero al mismo tiempo que descubre a Dios como inevitable, la inteligencia reconoce la obligación que tiene de adorarle y darle gracias por todo lo que existe. Y eso es lo que rehúsa absolutamente la inteligencia moderna, y por tanto, rehará todo el camino para evitar hallarse otra vez ante esa necesidad que repugna a su orgullo, preferirá encomendarse al azar de todo, es decir, renegar de sí misma darse por vencida. ¿Cómo se quiere que yo respete tal huida ante las responsabilidades más elementales del espíritu?
Pues, es verdad, si la inteligencia quiere emanciparse de Dios y hacer como si no existiera, no le quedan más que los azares del azar; ni siquiera la aventura, pues la aventura guarda siempre un sentido, y no hay aventura sin naturaleza: no es lo mismo la aventura de una lombriz que la de un ser creado a la imagen de Dios. El aumento de crecimiento de la aventura en una naturaleza es lo que se llama historia. ¿Qué historia? No la de los fenómenos, sino la de la vocación del universo, su obediencia por encima de él, o de su desobediencia.
Cuando digo que la Pasión de Jesucristo está en el centro de gravedad del universo, eso quiere decir ante todo que es el eje de la historia universal, que toda obediencia y toda desobediencia serán medidas por su metro. Si el cristianismo es verdadero, eso es fácil de comprender. No hay en toda la historia del mundo acontecimiento más considerable y de resonancia más universal que la Encarnación redentora. Que el Creador del cielo y de la tierra, el fundador de todo el ser y el Dueño de la historia, se hunda personalmente en el interior de su creación, que se haga personalmente un ser humano entre todas las demás criaturas, que tome parte desde el interior en la historia del mundo como el grano que se echa a la tierra, y que la suprema eclosión de esa aventura única en el interior de la aventura universal sea el árbol de la Cruz en que expira Dios mismo en un gran grito de amor por toda su creación, esto quiere decir entonces que la sangre de Dios brota eternamente sobre toda esa creación transfigurada.
Lo que explico ahí es la fe cristiana. Nadie puede estar obligado a creer en ello. Pero, como dice san Pablo, si nunca se explica y se proclama, ¿cómo se va a creer? Personalmente, hago lo que puedo por anunciar y explicar a la gente de mí época y en su lenguaje la buena noticia extraordinaria de Jesús crucificado. También es san Pablo quien ha expresado mejor la significación y el alcance de la Encarnación redentora. Habla de Dios Padre, y dice:
"Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Y vosotros que antes estabais alienados y enemigos de la razón en las obras del mal, ahora estáis reconciliados en el cuerpo de su carne, por medio de la muerte, para presentaros, santos, inmaculados, irreprochables ante él, si permanecéis en la fe, firmes e inconmovibles, por la esperanza de la Buena Noticia que oísteis, que se predicó en toda la creación bajo el cielo, y de que yo, Pablo, me he hecho servidor." (Col. 1,13-23)
Eso es hablar. Hay, pues, una reconciliación, una armonización, una comunicación, una circulación familiar, ordenada y apacible, que se establece a través de todo el Universo (angélico, humano o material), por la fuente de sangre que mana de la Cruz.
Evidentemente, tal visión del universo no tiene nada que ver con una visión científica, o incluso metafísica; no entran siquiera en competencia, aunque la visión cristiana del universo presuponga una visión metafísica del mismo universo. Hace falta saber que Dios es creador del cielo y de la tierra para dar alguna importancia a la manera como vuelve el universo al Dios de que procede. Pues de eso se trata aquí. La visión cristiana es una visión histórica, apocalíptica y escatológica del universo. El Verbo de Dios, -su Palabra- por cuyo medio se creó el universo, se hace su pastor mediante su cruento sacrificio, reúne a todo el universo bajo el cayado de su cruz, todas las cosas forman parte de su rebaño purificado, los ángeles y los hombres, los planetas que nadan en el cielo y los peces que están en el agua, los pájaros y los gusanos, relucientes o no; él reúne y junta todo el rebaño en el redil paternal.
¿Qué probabilidades tiene tal visión de conquistar el alma y la imaginación de nuestros contemporáneos? El marxismo ha conquistado a muchos de nosotros y es también una "teología" de la historia, una Apocalipsis y una escatología, aunque, ciertamente, amputadas de todo origen y de toda finalidad metafísica. Es un Apocalipsis cuya credibilidad se funda, no en milagros, sino en dogmas que se pretenden científicos, y que forman parte de las antiguallas pretéritas del siglo XIX -también fundadas en el mito del progreso que se sigue infaliblemente, del mismo modo, según decía Bernanos, que un perro reventado sigue el río bajando a flote en el agua-; fundada, en definitiva, como el Apocalipsis cristiano, en profecías, pero que, desde hace cien años, se han visto desmentidas por los hechos. ¡No importa! Esa caricatura ha conquistado centenares de millones de corazones, y los nombres de Marx y Lenin son hoy día conocidos, celebrados y venerados por más hombres, mujeres y niños en el mundo, que el nombre de Jesucristo.
Nunca, en toda la historia del cristianismo, ha sido más oportuno meditar sobre la sepultura de Nuestro Señor Jesucristo. Hemos visto morir a Dios, le hemos visto llevar a la tierra, hemos visto la gran piedra rodar contra su tumba, hemos visto los sellos que los legistas suspicaces han puesto en el sepulcro. Y ¿en ese cadáver dolorido y cubierto de aromas es en lo que se nos pide que conservemos la fe? Una vez traduje letanías medievales dominicanas en que hay esta sorprendente invocación a la Virgen: "¡Por ese Sábado Santo en que guardasteis la fe!". Estamos en el Sábado santo del mundo.
¿Por qué negarlo, por qué no ver las cosas como son? Tenemos en contra de nosotros las apariencias, los prejuicios, los mitos, las propagandas, las concupiscencias de este mundo; el tiempo parece trabajar contra nosotros, Y las fiestas que se celebran a cielo abierto ya no son las nuestras. Hemos recogido todas nuestras banderas, unas tras otras. Las leyes y las costumbres ya no son cristianas. El arte y la literatura ya no son cristianos. Las excepciones confirman la regla, y muy a menudo nos ruborizamos al ver lo que lleva oficialmente el nombre de cristiano. La arquitectura de nuestras iglesias modernas es lo más feo que hay en el mundo. Para nosotros el luto, la soledad, el desprecio, la vergüenza, el miedo. Pero también para nosotros, si tenemos el valor y la gracia, la oración, la fe, el amor dirigidos a través de la roca al cadáver herido del más hermoso de los hijos de los hombres.
* * *
90. Sí, Jesucristo, nuestro Señor, está muerto, bien muerto y enterrado. Y he ahí a los soldados que montan la guardia ante su tumba. Los escasos seres que le aman en el mundo ahora están en sus casas, que les parecen vacías e inmensas. Lloran y meditan en su corazón sobre esa ausencia que les deja estupefactos, y que les hace daño, como hacen daño las alambradas cuando se pretende atravesarlas. Esa ausencia les desgarra por todas partes, no se pueden escapar de ella, cuando más se mueven, mayor daño se hacen.
El que san Pablo llama soberbiamente "la imagen visible del Dios invisible" está tendido en la tierra invisible él también en la noche de la tumba. ¿Cómo creer en él en esa noche? ¿Se cree en la presencia de un espejo en un cuarto oscuro? Él era entre nosotros el espejo de Dios, y Dios parece haber desaparecido del mundo desde que él no está ahí para reflejarle en la luz del día. Eso es, en efecto, lo que se llevó a tierra: la imagen visible del Dios invisible. Fue y sigue siendo entre nosotros el ejemplar sublime de todo el género humano y de todo el universo.
El hombre ha sido creado y fabricado a imagen de Dios. El mismo universo material lleva el vestigio de Dios y una vaga semejanza con él. En esa ejemplaridad, más que en las leyes físicas y en la gravitación universal, es donde el universo encuentra y prueba su unidad. ¿Quién sabe, incluso, si las leyes físicas y la gravitación no son un vago reflejo de esa semejanza original que da a todo ser su forma y la tierra de su destino? Por eso Jesucristo, Palabra de Dios encarnada, está en el centro del universo: en él, todo el universo y el hombre sobre todo, se reconoce en su limpidez original, y reconoce la imagen de su natividad metafísica.
Sí, el hombre no se creó y fabricó según los cánones abstractos de la belleza griega o japonesa, o alguna otra; no fue fabricado a imagen de una ley moral abstracta, ni siquiera fue fabricado según la ley de Moisés, que es muy posterior. Ha sido creado y fabricado a imagen de Dios, que le es eternamente anterior, y para dominar el universo, que no es más que vestigio de Dios, mientras que él, el hombre, es su imagen.
La misión esencial de Jesucristo, Hijo de Dios por excelencia y por naturaleza, ha sido restaurar al hombre y al universo conforme a su ejemplaridad original. Que ese retorno prodigioso a la ejemplaridad original del hombre y del universo debiera hacerse por el sufrimiento, la muerte y la sepultura, por la inmolación sacrificial de Jesucristo, Hijo de Dios, es un hecho, y si se ven las cosas en ese espejo, ese hecho aparece como el hecho central y determinante de la historia universal. Ahí esta la verdad de Dios, es la ocasión de decirlo.
Cuando se resume, la enseñanza de Jesucristo en el hecho de que reveló al mundo la paternidad de Dios, se tiene razón, por supuesto. Pero esa revelación es muy anterior a Jesucristo, está escrita en el Génesis, es la tradición más antigua del pueblo judío. Pues Dios, habiendo creado al hombre a su imagen, es su padre por creación, y el mismo universo material, vestigio de Dios, participa de esa filiación.
Pero esa vaga filiación del universo, más precisa en el hombre, de repente se iluminó, resplandeció con fulgor único y sublime, en Jesucristo, Hijo bien amado y único, y hombre a la vez. Por su sangre, la sangre de la Cruz, lavó a imagen de Dios ensuciada por el pecado, purificó hasta el vestigio de Dios difundido en la creación. Igual que las flores se vuelven hacia la luz, todo lo que hay en el universo es divino, todo lo que lleva el sello de ese sublime origen, se vuelve instintivamente hacia Jesucristo, y reconoce en él el logro de su esplendor inicial.
Lamento que estas palabras tengan una resonancia elocuente; ¿cómo podría yo hablar de otro modo de ese milagro de luz que fue la aparición de Jesucristo en este mundo? Evidentemente, siempre se pueden preferir las tinieblas a la luz.
Pues si la luz nos atrae naturalmente, también hay un poder de las tinieblas que nos tiene sometidos. Como hemos sido fabricados a imagen de Dios, y no a imagen de los moralistas, legistas, sociólogos, psicólogos, ayudantes o periodistas, el enemigo de Dios es nuestro enemigo personal, es el Diablo. Hay alguien en el universo que trata de manchar, dondequiera que los encuentra, las imágenes y los vestigios de Dios. Eso también lo hemos visto muy bien: ha odios del hombre que parecen atravesar al hombre e ir infinitamente más lejos que él. Se los reconoce por el hecho de que esos odios no sólo desean destruir al hombre -lo cual ya es extraño-, sino sobre todo envilecerlo.
No lo dudemos, la antigua Serpiente estaba allí también en el hueco de la roca, inquieta, fría, pero atenta al solemne silencio que llenaba esa tumba.
Así, la Pasión de Jesucristo reconcilió al universo, y en el universo, al hombre, a Dios, igual que se reconcilia un espejo con la luz abriendo de par en par las ventanas y limpiando el espejo de toda impureza. Esa es la redención de los pecados, esa es la restauración, la recreación del universo en la sangre de Jesús. Gracias a su sangre purificadora, el universo vuelve a hallar en él la huella de los pasos divinos, y el hombre, al mirarse, reconoce su más profunda filiación.
Cuando yo era joven, tenía un maestro de novicios, hombre muy bueno y muy violento, de dulce recuerdo para mí, que nos hacía aprender de memoria, y en latín, las Epístolas de san Pablo. Yo encontraba fastidioso ese esfuerzo. A pesar de la elocuencia de mí maestro de novicios, no comprendía a san Pablo, pero era sensible sin embargo a su oleada poética. Hoy día, en cambio, va mi gratitud, a través de la muerte, a ese maestro de mi juventud, el poco de comprensión que tengo del Reino de Dios, es él quien la sembró.
He aquí, pues, a san Pablo que explica a los cristianos de Roma cómo la Pasión de Jesús absorbe por si sola todas las gravitaciones, todos los deseos oscuros del universo hacia la revelación de la filiación divina que es la verdad profunda de ese universo.
"Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor; sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo. La Pasión la compartimos con el sufrimiento para que compartamos la gloria. Considero que los trabados de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro Cuerpo: en Cristo Jesús, Señor Nuestro."
Con tal esperanza conviene cerrar este capítulo sobre el Sábado santo. El universo entero, los astros y los ángeles, las montañas y los ríos, están en expectación ante esa tumba que se hunde en la noche. Nuestros físicos tampoco saben la naturaleza de la energía. Es quizá una espera, una esperanza inarticulada y oscura. El universo tiene dolores, está en el parto de una transfiguración prodigiosa. Nosotros los cristianos sabemos qué es. Por nuestros sufrimientos, aceptados por la muerte en unión a la Pasión de Jesucristo, estamos en vigía en la proa, escrutando el negro océano para percibir los primeros fulgores del alba sobre el mar
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