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XXIV.- La Resurrección (I)
91. Cada vez que he abordado un capítulo importante de este libro, me he dicho que era el más difícil, y que, pasado ese capítulo, el libro proseguiría solo su caminito. Ahora bien, el capítulo sucesivo siempre era más difícil que el precedente, y ahora que llego al final de este libro tremendo, tengo delante el más difícil de todos los capítulos difíciles de mi libro. No hay más que un recurso: lanzarse al río desde lo alto de la ladera, y nadar o ahogarse. Por supuesto, siempre se puede dar la impresión de que se llega a la otra orilla, y sé muy bien que mi capítulo tendrá un numero de páginas preciso. Otra cosa es saber si habré tratado el tema sin hacer trampas. Es muy fácil hacerlas en un libro.
Sumerjámonos, pues, en este temible capítulo. Todo el mundo sabe de qué se trata. Habiendo sufrido bajo Poncio Pilatos, Jesucristo murió, fue sepultado, y, he aquí el tema del presente capítulo: el tercer día, resucitó de entre los muertos. ¿La resurrección de los muertos es una idea que se nos ocurre de modo natural? Suponiendo que nos venga tal idea, ¿qué crédito real le damos? Es difícil que en tal materia no se deje responder a cada cual por su lado. Pues bien, séame permitido interrogarme en este libro, y responder por mí, únicamente por mí.
Siempre he visto morir mucho a mi alrededor. Cuando era joven, la muerte me asombraba y me escandalizaba. Ahora, es la vida lo que me sorprende y deslumbra. Nada me parecería más natural que morir antes de acabar esta página. Sé muy bien que la vida es un don revocable en cada momento. Estoy enchufado en una fuente de energía, y el enchufe no depende de mí. Por lo demás, me parece imposible que ese enchufe sólo dependa del azar. El azar no es una explicación para una cosa tan consistente como mi vida. Y no obstante tan frágil. El azar no hace cosas frágiles, hace cosas groseras y brutales. Nunca se ha visto al azar hacer una porcelana china.
No es tanto de la muerte de lo que tengo miedo, cuando de las circunstancias de la muerte: las avenidas de la muerte son a menudo humillantes y sucias. Siempre he considerado que la muerte más elegante era la del soldado en el campo de batalla, sobre la tierra y bajo el cielo. Pero uno no se elige su muerte, como tampoco las circunstancias de su muerte.
Más temible aún que la muerte es la vejez, la decrepitud. Sé que cuanto más se envejece, más se estima la vida; ese apego feroz de una ruina humana a un resto de vida me parece lo más repugnante de todo. La religión cristiana nos enseña que, en el origen, la muerte fue un castigo, pero el castigo de los castigos sería no morir del todo, en el estado presente de nuestra existencia. Suplicio horrible que sobrepasa a la imaginación, el sobrevivir a todo, el sobrevivirse indefinidamente. ¿Se piensa en lo que serían Luis XIV, y aun Napoleón, si vivieran todavía?
La muerte es también una liberación de esta vida presente. Puede interrumpir estúpidamente una empresa grandiosa, romper una esperanza, destruir un gran amor; también pone un término a lo que se hubiera degradado infaliblemente durando. Es decir, que la vida presente, por preciosa y honrosa que sea, es un bien muy relativo, y que no vale la pena encarnizarse por él.
Queda el más allá de la muerte, "los quince primeros días después", como decía modestamente Valéry. Ya es extraño que se plantee la cuestión. ¿Por qué se plantea? Soy incapaz de responder, pero el hecho es que se plantea. ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Hay algo, siquiera? La cuestión también es estrictamente personal. Cuando yo haya muerto, ¿todo habrá acabado para mí? ¿Seguiré existiendo aún en algún sitio de una cierta manera, sin embargo sustancialmente idéntico a mí mismo? ¿Tendré un vínculo con mi pasado de hombre terrestre, una memoria, una responsabilidad del pasado, una capacidad de sufrir y de gozar? ¿O bien habré cesado totalmente de existir? La cuestión se le plantea a todo hombre. Quizá define la condición humana, pues no parece que el animal se la plantee. Ahora bien, no hay respuesta adecuada, pues hace falta morir para responder con autoridad. Las certidumbres sobre el tema están por encima de nuestros medios naturales. Son exteriores al hombre terrestre, exteriores a su experiencia, exteriores a su razón. No importa qué certidumbre, por lo demás. Los que afirman que el hombre sobrevive a su muerte lo saben por otro sitio. Pero los que afirman que no hay nada mas allá de la muerte, ¿de dónde lo sacan? En realidad, los afirmativos no están tan seguros, y los negadores tampoco. Cuando se trata del más allá, se acaba por dudar de la duda misma, el escepticismo se hace dogmático, pero la certidumbre se tiñe de hipótesis.
Rehaciendo camino, me planteo otra cuestión. Por lo que me concierne, ¿deseo yo una vida futura, o no; una supervivencia más allá de la Muerte? Al oír la palabra deseo en el sentido ordinario, ni siquiera estoy seguro de desear una vida futura. No estoy tan contento de mí que la perspectiva de tener que ver conmigo mismo indefinidamente pueda encantarme y maravillarme de entusiasmo. En todo caso, sí hay deseo, es mezclado de temor. Hay momentos en que también desearía que todo se acabara, y para siempre. Pero, siempre poniéndome en un plano no religioso, en el plano natural de mi carácter y de la experiencia que de él tengo, sé sin embargo que si me dieran a elegir entre una supervivencia más allá de la muerte y la nada, en el último instante elegiría la supervivencia. Hay en mí algo de que estoy seguro, y es mi insaciable curiosidad. Por muchos riesgos que eso implique, querría ver. En el fondo, pues, es que deseo sobrevivir y perseverar en el ser.
Si sigo preguntándome así, emerge otra certidumbre a mi nivel, es que la imaginación no tiene ningún dominio sobre el más allá. Es verdad que, en las conversaciones corrientes, las nociones mismas de supervivencia, de más allá, a menudo son proyecciones puramente imaginativas. Si hay una cosa de que habría que despojarse cuando se habla del más allá de la muerte y de la nada, es de la imaginación. La imaginación ahí sólo posee error, y es un terrible estorbo. Lo aplasta todo. Las anticipaciones de la imaginación no valen nada para el más allá, ni a favor de la nada, ni a favor de la inmortalidad, de eso estoy seguro. La imaginación está demasiado ligada a las categorías del espacio y del tiempo, y si la muerte significa algo, es que esas categorías quedan definitivamente transgredidas y periclitadas.
La imaginación es incapaz de concebir el más allá. Todas las imágenes que nos ofrecen, sí, todas sus imágenes horribles o tranquilizadoras, en cuanto son, en efecto, un puro producto de nuestra imaginación, no quieren decir estrictamente nada, no tienen sentido. No hay un lugar de reflexión y de discusión en que la imaginación nos traicione más que en el de la muerte y el más allá. La imaginación, hija de la angustia, engendra angustia o fantasmas de seguridad igualmente vanos. La manera como la mayor parte de la gente habla del más allá me hace creer que la imagen que tienen es una manera de darse por vencidos antes de dormirse.
Hasta aquí, sólo he hablado de mi muerte y de mi más allá. Estoy en una edad en que se ha tenido cien veces la experiencia de la muerte de los demás, del luto cruel, de la espantosa separación respecto a seres amados. Por mucho que se renueve, esa experiencia sigue siendo espantosa para ciertos seres, no para todos, ¡ay! Más que mi propia muerte ineluctable, la de los demás me ha planteado cuestiones. ¿Qué pienso yo sobre ese tema? ¿Es que un ser muy amado y muerto sigue viviendo con una vida suya en algún sitio? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Puedo reunirme con él? ¿Le volveré a ver? Y si le vuelvo a ver, ¿me reconocerá? ¿De qué hablaremos? Pero, ¿hablaremos? Y todas estas preguntas que me hago en multitud, ¿son razonables o delirantes? ¿Soy un hombre cuerdo o un loco por hacérmelas? ¿Tengo realmente el deseo de volver a ver a los que tanto he querido? ¿Ese mismo deseo no está mezclado de temor? ¿Los volveré a ver o no? ¿No han cambiado tanto de identidad que el volverles a ver será una decepción terrible?
En realidad, me doy cuenta, sobre cada uno de ellos, lo que deseo no es tanto una vida común futura cuanto volver atrás, volver a subir por el tiempo, comenzar de nuevo la historia, volver su curso, poner del revés la fatalidad, revivir un pasado muy dulce para siempre terminado. La muerte de los demás es precisamente esa impotencia absoluta en que se está de revivir el pasado y volverlo a amasar. "Habría podido, habría debido", ¡palabras espantosas!
Pero la idea de que tal amigo que ha muerto vuelva a estar de repente otra vez ante mí, en su plena identidad espiritual y corporal, y que me hable como antes, es una idea que no se me ocurre nunca. Tal hipótesis me cohíbe y hasta me asusta. Sé muy bien que hay mujeres que no tienen horror a tal hipótesis. Pero, personalmente, tengo horror a los fantasmas, y aunque lo viera no lo creería. En todo eso, la parte imaginativa me parece demasiado grande para no ser sospechosa.
¿Qué concluir de todo ello? Poca cosa. Sólo lo que decía al comienzo del capítulo: el hecho brutal e ineluctable de la muerte, para los demás como para uno, deja al hombre inerme, porque ese hecho desborda por todas partes su experiencia y su imaginación. Al menos, no era inútil hacerse todas esas preguntas, para apartar toda imaginación de una discusión en que no haría más que enredar las cosas.
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