conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Cuarta Parte.- La Gloria de Jesucristo

XXIV.- La Resurrección (II)

92. En el cine, cuando se va a "rodar" una escena, lo más largo no es el rodaje propiamente dicho, sino iluminar antes el plateau. Lo mismo, antes de ir a los relatos mismos de los Evangelios, querría empezar por disipar todos los equívocos posibles sobre el tema de la Resurrección de Jesucristo. Lo que explico aquí es la fe católica, tal como me la han enseñado, tal como la entiendo. Bajo esa iluminación leo los textos del Evangelio. Muchas objeciones caerían por sí solas si se hiciera convenientemente la iluminación.

En lo que concierne a la resurrección de Jesucristo, hay un equivoco de base, de que no están exentos muchos sermones y discursos católicos, y que conviene disipar. Es más peligroso por ir vinculado a las palabras mismas "resurrección de entre los muertos". El primer medio de disipar un equivoco es definirlo.

Pues bien, las palabras "resucitar de entre los muertos" tienen dos sentidos diferentes, no digo que completamente opuestos, pero muy diferentes; por ser uno superior al otro, el sentido que viene al espíritu en primer lugar es un sentido terrestre; entonces "resucitar de entre los muertos" quiere decir volver a la vida que se había perdido, como uno vuelve a su casa después de haberla dejado durante algún tiempo. En ese sentido terrestre, la resurrección es una manera de dar cuerda al tiempo igual que quien da cuerda al reloj. Es un retroceso sorprendente: se da hacia atrás en la vida el paso que se había dado hacia adelante en la muerte. Se había pasado el umbral de la muerte, se vuelve a pasar el umbral en sentido inverso y se toman otra vez las cosas donde estaban, tornándose a sí mismo donde se estaba. Tal fue, en el evangelio, el caso de Lázaro resucitado por Jesús entre los muertos: no se hizo inmortal por eso. La muerte, para él, era sólo una partida aplazada.

No es inútil comprobar que ese tipo de resurrecciones evoca los sueños encantados de los cuentos infantiles, en que la bella Princesa se duerme profundamente y se despierta al cabo de cien años, por el contacto del Príncipe encantador. Ningún problema se ha resuelto con eso, ni el de la vida, ni el de la muerte, ni el de ese sueño mágico. A nuestra sensibilidad moderna le repugnan esos cuentos infantiles, y ya he dicho que sobra cuánto le repugna el milagro. Pero no hablo aquí de la resurrección de Lázaro, hablo de la resurrección de Cristo.

Pues hay otro sentido para las palabras "resucitar de entre los muertos", un sentido "celeste", si se quiere: es el único sentido aplicable a la resurrección de Jesucristo. No se trató para él de dar un paso atrás, sino, cuando había pasado el umbral de la muerte terrestre, sin retroceder una pulgada, franquear más lejos un nuevo umbral, y dar un salto prodigioso hacía delante; no ya volver a subir tiempo atrás, sino, por refracción victoriosa, penetrar en la eternidad que está más allá del tiempo y de la muerte. Cristo no ha vuelto a poner los pies en su casa terrestre: entró todo entero, cuerpo y alma, en su casa de eternidad. Su resurrección no es absolutamente un retroceso, sino una prodigiosa promoción enteramente nueva, al menos para su cuerpo. Su resurrección no es un regreso a nuestra vida terrestre, es un avance triunfal más allá de la vida terrestre, más allá de la muerte terrestre, más allá de la tumba; no vuelve, escapa, se evade por una puerta que hasta entonces nos estaba oculta, se evade definitivamente tanto de la vida presente como de la muerte. Está en el más allá, está libre, salta alegremente por las praderas eternas de su patria de origen.

¡Esa sí que es la maravilla de las maravillas! Un prisionero se ha evadido, un hombre ha escapado a la condición terrestre, va esta fuera del alcance del verdugo y del juez, del legislador y del recaudador de impuestos, del clan familiar y de las crueles patrias, de este mundo, del médico, de la nodriza y del sepulturero, fuera del alcance de lo tuyo y lo mío, del comercio y del dinero, del muro medianero, de los sindicatos, de la gendarmería, de las compañías de seguros, de la calumnia y la angustia, en resumen, de la vida cotidiana y de la muerte, como su punto final ineluctable; la muerte sólo ha sido para él una puerta que franquear, libre con una libertad inconcebible antes de él, y ha dejado detrás de él el camino luminoso que, a través de la muerte, permite alcanzarlo. En él y por él, ya está asegurada nuestra propia evasión. ¡Para nosotros esa libertad, suya y nuestra! Cuando el Ángel removió la piedra, toda la prisión de los hombres tembló sobre sus cimientos, la grieta ya es tan ancha y tan profunda que no se reparará jamás.

Pues esa alegre y victoriosa resurrección de Jesucristo cambia definitivamente el sentido de la vida y de la muerte, de nuestra vida, de nuestra muerte, para cada cual de nosotros. Jesucristo abrió la brecha, hizo saltar el dique, derribó el bastión: quien le ame, que le siga; después de él, y por él, la ciudad es nuestra. ¿Qué ciudad? La Jerusalén celeste, la vida eterna para nuestras almas y para nuestros cuerpos. Las tumbas no están cerradas ya, el caparazón de acero que encerraba en la muerte el destino del hombre ha saltado de un estallido. Eso es lo que quiere decir la resurrección de Jesucristo, o bien no quiere decir nada.

Sí, cuerpo y alma, todo entero, Jesucristo ha pasado a la eternidad, al otro lado del mundo. O más bien, ha ganado la eternidad al asalto, la ha conquistado con alta dicha, y eso por nosotros como por él, por nuestras pobres almas, por nuestros pobres cuerpos también. Se quema el cuerpo de Gandhi o el de Nehru, se dispersan sus cenizas en el río sagrado, se les felicita por haberse liberado al fin del cuerpo... ¡Pobres hindúes, pobre Platón! Prefiero a Jesucristo, El hombre sólo será perfectamente libre si coincide con su cuerpo y su cuerpo es también libre:

... cuerpo querido, Te amo, único objeto que me defiende de los muertos!

¡Qué grande y maravillosa religión la que nos asegura que nuestro cuerpo mismo participará en la vida eterna, en la hermosa inocencia incorruptible! "Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna. ¡Amén!"

Por supuesto, sería inconcebible que ese paso desde el tiempo hasta la eternidad, ese cambio radical de estado, no implicara alguna modificación en el alma y en el cuerpo también. Para el alma humana, el acceso a la eternidad implica una verdadera inmutabilidad, es la liquidación de los enigmas, de los espejos, de las verdades parcelarias, del tanteo. Se baña en la verdad y lo conoce todo como es conocida.

¿Para el cuerpo? Ahí es donde se capta el profundo optimismo del cristianismo, en comparación con el pesimismo platónico o hindú. La revelación propia de la resurrección de Jesucristo es que el cuerpo humano, humilde y necesario instrumento del alma, puede seguirla hasta la eternidad y participar en la eternidad. Lo que se hizo una vez para uno solo puede hacerse para todos. Nosotros los cristianos esperamos la "resurrección de la carne", su promoción a la eternidad. ¡Prodigiosa aventura!

También es eso lo que nos escandaliza, a nosotros los modernos: es demasiado bello. Queremos ceder a nuestro cuerpo, abandonarnos a él, pasarle sus antojos, sus placeres, sus golosinas, sus voluptuosidades, pero le cedemos vergonzosamente. Nos volvemos obesos, decrépitos, horribles. Pero, en el fondo, no amamos nuestro cuerpo, no lo respetamos" desesperamos de él, lo despreciamos: ¿cómo podríamos creerlo digno de llegar a ser el templo del Espíritu Santo? Le creemos, no sólo indigno, sino incapaz de beber la copa de la vida eterna, y de gozar él también de Dios, sí, de gozar de Dios, ¿cómo habría que decirlo? Eso es lo que nos está prometido. La vida eterna es el abrazo de Dios.

Claro que Dios es espíritu, y se apodera directamente de nuestra inteligencia, de nuestra voluntad, de nuestra alma, las aspira y las abraza en un transporte de amor irresistible. ¿Cómo se querría que el cuerpo reunido al alma pudiera resistir a tal abrazo? Bajo ese abrazo todopoderoso, el cuerpo también se sentirá colmado, exultará desde el pelo a la punta del pie, temblará de gozo. Eso es lo que pasó con Cristo en la mañana de su resurrección.

Y si creemos que es imposible, es que nos hemos educado a ras de tierra, en la más absoluta timidez, fuera de toda ambición y de todo orgullo. Razonamos como mendigos. Todo eso es demasiado para nosotros, demasiado grande. Por falta total de heroísmo de espíritu, preferimos creer que estamos hechos para corrompernos y pudrirnos para siempre en el barro de que fuimos sacados antaño. Cuando deberíamos caer de rodillas y gritar: "¡No soy digno!", El demonio nos apunta al oído estas palabras vulgares: "¡No es verdad! ¡No puede ser verdad!"

La resurrección de nuestro Señor Jesucristo barre al viento esa miserable filosofía de rampantes: estamos hechos para penetrar en cuerpo y alma en la eternidad, para gozar de Dios, para devorarle como hermoso fruto de nuestro destino adecuado.

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