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XXIV.- La Resurrección (III)
93. Marcos, el evangelista, discípulo de Pedro, era un hombre sencillo, ciertamente. Su evangelio revela el sentido de lo concreto, un cuidado por el hecho en bruto, sin floreos, sin interpretaciones, sin adornos, sin bordados; la honradez de un cronista cuya frialdad haría creer que los hechos que cuenta no le conciernen en absoluto. En su relato de la Pasión, no hay una palabra, ni un acento, que expresen su propio sentir. De cuando en cuando, se sabe lo que piensa Tácito, lo que siente, lo que juzga, lo que le indigna. Marcos cuenta los hechos, nombra los actores, precisa quiénes son, lo que hacen, lo que dicen, yendo siempre a lo más corto; no sale de ahí. Es el escritor menos literario que haya.
Apenas merece el nombre de escritor. Ha recogido testimonios, seguramente los ha confrontado y criticado, pues está muy lejos de ser tonto, pero, en definitiva, dice lo que sabe con la mayor sencillez del mundo, sin el menor cuidado apologético, cuidado tan evidente en Mateo. Marcos cuenta los hechos y les deja el cuidado de hablar por sí mismos. Es exactamente el género de testigo que, cuando aparece ante un tribunal y en un proceso apasionado, impone respeto al público y a la acusación, e impresiona a jueces hartos de defensivas, pues no hace más que abrir ventanas y dejar entrar la luz, para que cada cual pueda ver las cosas como son.
El propio Marcos no está en causa, no se apunta a nada, declara; cada cual ha de ver con sus propios ojos y juzgar con su propio entendimiento. Evidentemente, los hechos que cuenta son a veces asombrosos, ¿qué puede hacerle él? ¿Es asunto suyo que sean asombrosos? Su asunto es decir lo que ha pasado. Sobre todo, no le pidáis una teoría sobre ese tema, os quedaríais como estabais, ni la menor migaja de ideología a que echar el diente.
Los hechos contados por Marcos son de hace cerca de dos milenios; el relato de Marcos no ha envejecido. Lo que nos estorba para leerle tal como es, son los dos milenios de discusión, de controversias, de victorias y de derrotas del cristianismo. ¿Somos capaces todavía de olvidar lo que sabemos, de aprender la ignorancia, y de leer a Marcos tan cándidamente como escribía él? Seguro que no. Estamos en nuestro siglo como peces en el agua: el pez que quisiera salir del agua no comprendería mejor el mundo, si no que moriría. La ignorancia no se aprende, el espíritu crítico tampoco se desaprende. Pues bien, ¡tanto mejor! Pero ¿por qué hemos de reservar el ejercicio de nuestro espíritu crítico para los textos del Evangelio, y no hemos de criticar bien a nuestro siglo, con su saber y hasta su escepticismo? Escepticismo sin espíritu crítico, sigue siendo incredulidad.
Es cierto que no creemos de modo natural en la resurrección de la carne y en la inmortalidad. ¿Estamos tan seguros de tener razón? Hubo en la historia una secta llamada "docetismo"; los docetas no creían en la realidad de la Pasión y de la muerte de Jesucristo, para ellos, sólo habría sufrido y muerto en apariencia. ¿Eran más o menos absurdos que nosotros? Nosotros, al contrario, nos sentimos tranquilizados con la Pasión de Jesucristo, su muerte y su sepultura; hasta ahí, ese destino no escapa a la suerte común, no se nos escapa, no estorba a nuestras costumbres de pensamiento y de experiencia. ¿Y si precisamente la esencia de ese destino de Jesucristo fuera escapar a la regla universal y "normal"?
Antes de ser el primero en todo, Jesucristo es seguramente un original. Y tenemos horror, no sólo a toda primacía, sino también a toda originalidad, ¿es razonable? Resucitar de entre los muertos, prolongar el destino humano hasta la eternidad, ¡qué extravagancia, y quizá qué escándalo! Sin duda es impropio, esa clase de cosas no se hacen. Si se produjera eso, ¿a dónde iríamos? Pero esa es exactamente la pregunta que hace Jesucristo: ¿dónde vamos? ¿Por qué hemos de impedir a toda costa que se haga esa pregunta?
Marcos cuenta: "Pasado el sábado, María la Magdalena y María la de Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamarle. Y en la madrugada del día después del sábado, fueron a la tumba, al salir el sol. Y se decían unas a otras: -¿Quién nos apartará la piedra del sepulcro?-. Al mirar, vieron que la piedra estaba apartada, y eso que era muy grande. Entrando al sepulcro, vieron un muchacho sentado a la derecha, vestido con un traje blanco, y se asustaron. Él les dijo: -No os asustéis. Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado; resucitó, no está aquí. Mirad el sitio donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis, como os dijo-. Ellas, al salir, huyeron del sepulcro, porque temblaban y estaban fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo". (Mc. 16,1-8)
Los exégetas, incluso el prudente P. Lagrange, admiten que la primera versión del evangelio de Marcos se detiene ahí. Lo que sigue es un apéndice, hecho más tarde, sea por el mismo Marcos, sea por otro, y, además, no hace más que resumir a los otros evangelios.
Al leer este relato sencillo y cándido de Marcos, descubrimos que quizá nos parecemos como hermanos a los primeros testigos del acontecimiento. Esas mujeres, que fueron al amanecer a la tumba de José de Arimatea, si había algo inverosímil para ellas y en que no pensaran absolutamente, es que Jesús estuviera vivo otra vez. Por mucho amor que tuvieran a su Maestro, para ellas está muerto y enterrado, bien muerto, definitivamente muerto; pero mal enterrado: no ha habido tiempo de cumplir los ritos de una sepultura honrosa. Se trata sólo de dar a ese cadáver traspasado los deberes del embalsamamiento, la unción y la sepultura, que no habían tenido tiempo de acabar en la prisa de la antevíspera.
Si se lee ese texto, como cualquier otro, ¿en qué consiste el relato de Marcos? En eso: en que buenas mujeres que aman a Jesús van al cementerio para acabar de embalsamar su cuerpo sepultado precipitadamente. Su única preocupación es hacerse abrir el acceso a la tumba, pues la piedra de entrada es demasiado pesada para ellas. Llegan, la tumba ya está abierta. Pongámonos en su lugar. Varias hipótesis acosan su espíritu: ¿ha habido quizá profanación de sepultura? ¿Quizá algunos de los Apóstoles han venido antes que ellas a rendir al cadáver los mismos deberes que ellas se aprestan a rendirle? ¿Quizá los enemigos de Jesús han arrebatado su cuerpo? De todas maneras, su sorpresa y su inquietud son grandes, Pero ni por un momento les cruza por la imaginación la idea de una resurrección.
Esas mujeres, sin embargo, quieren saber qué pasa, entran. Tropiezan con un muchacho completamente desconocido para ellas, vestido de blanco, que trata de tranquilizarlas y les hace notar que Jesús ya no está ahí, y les afirma que ha resucitado y que da cita a sus discípulos en Galilea. Ese muchacho les habla con naturalidad extraordinaria, con el mismo tono con que un ayuda de cámara anuncia a un visitante que el señor ha tenido que ausentarse, y da una nueva cita.
Efecto producido sobre esas buenas mujeres por el anuncio de la resurrección de Jesús: ¿Alegría? ¿Llantos de gozo? ¿Elocuencia? ¿Entusiasmo? ¡No!, ¡Absolutamente no!, sino todo lo contrario: estupor, consternación, espanto, terror, huida y silencio. Ahí están esas mujeres silenciosas, y no hablarán tan pronto, y cuando se decidan a hablar, será para que los apóstoles las traten de locas. Por el momento, tienen miedo, se palpan, se frotan los ojos, no salen de su asombro, se trastornan del susto. ¿Son esas las reacciones de la credulidad? A mí me parece todo lo contrario.
Lo que me gusta en los relatos evangélicos -no sólo en el de Marcos, sino en todos- es que marcan con claridad cegadora que la primera reacción, la reacción repetida, la reacción constante, al oír hablar de la resurrección de Jesús, fue la incredulidad, y eso entre los discípulos que amaban más a Jesús, los que mañana, por la experiencia de sus sentidos y por una experiencia renovada, crítica, se transformarían en testigos del hecho de su resurrección. Las mujeres no creen al ángel, los apóstoles no creen a María Magdalena, no creen los dos discípulos de Emaús, y esa cadena de incredulidades no se ha acabado. Tomás no creerá a los demás apóstoles unánimes.
El escepticismo del hombre moderno puede reivindicar también a la primerísima tradición apostólica. Pero ese escepticismo no puede apelar a los enemigos de Jesús, que, como veremos, creyeron en la resurrección de Cristo antes que sus amigos. Es verdad que, con los sellos puestos sobre la tumba y la guardia que habían hecho poner, estaban más directamente en condiciones de comprobar los hechos que los apóstoles.
Por lo menos, está claro que el escepticismo de los apóstoles, y su incapacidad incluso para imaginar el hecho de la resurrección de su Maestro, fueron tan sólidas como ese escepticismo esa incapacidad en cualquier hombre moderno. Sus cabezas estaban hechas de una madera tan dura como la madera de que están hechas nuestras cabezas. Sólo se rindieron al bombardeo, al machaqueo de las apariciones irrefutables, sensorialmente irrefutables. Lo prefiero. Yo también tengo horror de que me engañen, y no me convencen fácilmente. Pero una cosa es tener horror de ser engañado, y otra cosa es quedar impermeable a los hechos bajo el pretexto de que lo excepcional no puede ser verdad.
Por el momento, lo que me interesa es el relato de Marcos. Escribía antes de la guerra Judeo-romana que había de provocar la ruina de Jerusalén; escribía sin duda en Roma, tomando los relatos de Pedro y la enseñanza de Pablo. Se había informado concienzudamente. Por otra parte, es incapaz de puesta en escena; quiere contar, no quiere probar nada. Su relato es el de un hombre que ha tomado notas, y que las entrega sin modificar, sin arreglarlas siquiera.
En un lenguaje de cineastas, diríamos que su relato de la resurrección del Señor es una "sinopsis" de los hechos, apenas suficiente a fuerza de concisa y elíptica. Si no tuviéramos más que ese relato, apenas sabríamos lo que pasó, es decir, sólo sabríamos lo estrictamente esencial; el descubrimiento de la tumba vacía y la afirmación, por el ángel, de la resurrección del Señor.
He aquí, sin embargo, la continuación del evangelio de Marcos: "[Jesús], resucitado en la madrugada del día después del sábado, se dejó ver primero a María la Magdalena, a la que había sacado siete Demonios. Ésta fue a avisárselo a los que habían estado con él, que estaban en duelo y llantos. Éstos, al oír que vivía y que ella le había visto, no creyeron. Después de eso, a dos de ellos que andaban de camino, se les apareció en otra forma, cuando iban al campo; éstos fueron a avisar a los demás, tampoco éstos creyeron. Por último, se presentó él a los Once cuando estaban a la mesa, y les reprendió su incredulidad y su dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado". (Mc. 16,9-14)
Si el hecho de la resurrección de Jesucristo ha sido inventado desde la base, y si los Evangelios se han escrito para hacer tragar esa superchería más o menos consciente, hay que confesar que no hay relato más torpe que el evangelio de Marcos. No se puede subrayar más que él, en tan poco espacio, la incredulidad de los amigos de Jesús, haciendo alusión a la aparición a los discípulos de Emaús, que Lucas cuenta en otro lugar con más detalle, y, aunque siempre tiene prisa, tiene tiempo de subrayar que Jesús fue visto bajo una apariencia diversa de su apariencia ordinaria, circunstancia que no parece inquietarle en absoluto. Luego prosigue su relato a toda marcha, encajando los sucesos uno en otro, imperturbablemente. Si no tuviéramos los demás Evangelios, no seríamos capaces de evaluar los intervalos de tiempo entre la Resurrección y la Ascensión, y se podría creer que todo pasó en una breve jornada. Marcos tiene prisa de llegar a la afirmación final: Jesús en el cielo, sentado a la derecha del Padre, y los apóstoles en tierra, predicando por todas partes la Palabra con su asistencia milagrosa.
Pienso que no hay nada paradójico en sostener que una torpeza tan evidente revela la buena fe. Todos aquellos cuya responsabilidad es reconstituir hechos ocurridos -policías, detectives, jueces, historiadores- saben que, en torno al mismo hecho, el concierto de las circunstancias no carece de disonancias. El mejor testimonio rara vez es el más "armonioso". Muy al contrario, cierta "armonización" demasiado perfecta lanza dudas sobre la veracidad del testimonio. Conviene citar aquí la sentencia de Heráclito que gustaba de citar el P. Lagrange: "Más vale la armonía oculta que la manifiesta". Quiero decir que, cuando se inventa y cuando se presenta una invención, se hace mejor que Marcos, mejor que los cuatro Evangelios. Si hay confabulación, es una confabulación lamentable. Pero si es verdad, entonces se comprenden las disonancias.
En mi opinión, hay otra causa en el aparente desorden de los diferentes relatos de la resurrección. Esta causa es la confusión causada por el carácter extraordinario, único, prodigioso y profundamente alegre del acontecimiento. Los grandes acontecimientos alegres de la historia de los hombres estallan y por ello mismo crean confusión. Yo viví en muy buen lugar la liberación de París, hace ya más de veinte años. Estoy seguro de ciertos hechos capitales. Hoy día, me costaría mucho escribir la cronología exacta de los detalles, su marcha.
Era algo que trastornaba, pero también era algo trastornado. No creo que pudiéramos ser cuatro los testigos que contáramos las cosas exactamente lo mismo. Eso no querría decir que esa liberación de París no tuvo lugar, o que el general Leclerc era un mito.
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