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XXIV.- La Resurrección (IV)
94. Sin embargo, el primer testimonio escrito sobre la resurrección de Jesucristo no es un Evangelio, sino las epístolas de san Pablo. Sobre todo, la Primera a los Corintios, cuya autenticidad nadie discute. Cito íntegro ese pasaje: "Lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí"(1Cor. 15,3-8).
Tomo del P. Braun el comentario crítico al texto: "La autenticidad de ese trozo esta fuera de duda. Cuando Pablo escribía lo que precede, se encontraba en Éfeso hacia el año 55. La exposición de los hechos recordada a los Corintios reproduce la enseñanza oral que les había dado durante su estancia en su ciudad, en 51-52. Esa misma enseñanza se presenta en nombre de la paradosis ("transmisión", según la versión que damos). Ese término, de inspiración rabínica (no podemos olvidar que Pablo, antes de su conversión, pertenecía al partido de los fariseos) significaba la comunicación de una doctrina inmutable, por vía de simple repetición.
"Al resumir la historia de las apariciones, Pablo tenía conciencia de repetir lo que había aprendido él mismo en Jerusalén, en el curso de sus viajes escalonados entre los años 36 y 50. Se puede afirmar con seguridad que reproduce uno de los elementos mayores de la catequesis apostólica, en el estadio más antiguo. Por mediación de Pablo, pues, nos remontamos a los primeros apóstoles, en un momento muy cercano al acontecimiento en cuestión. San Pablo no experimenta la necesidad de probar nada. El objeto de su testimonio ya había sido recibido en todas las comunidades. Se limita a evocarlo, para resolver una dificultad particular que se relacionaba con la resurrección de los muertos en general."
Así san Pablo, cuando escribía eso, tenía conciencia de transmitir, sin cambiar una jota, la fe cristiana, la tradición apostólica, basadas en tres hechos históricos, considerados ya como indiscutibles: la muerte de Jesús, la sepultura de Jesús, la resurrección de Jesús de entre los muertos. Una veintena de años le separaba de los acontecimientos, estaba, en relación con ellos, como yo, en el momento de escribir este libro, con los acontecimientos de la resistencia interior francesa y la liberación de París.
Y ya esos tres hechos históricos -muerte, sepultura, resurrección de Jesús- habían tomado una significación que desbordaba singularmente el marco temporal y espacial de su acontecer. Pablo anota dos veces que se cumplieron conforme a las Escrituras, vinculando así explícitamente el destino de Jesús a todo el Antiguo Testamento que preparaba ese destino. ¿A quién habla Pablo de esos hechos ya históricos, y por lo demás conocidos y aceptados por sus corresponsales?
No a judíos de Judea, sino a habitantes de Corinto en Grecia, gran puerto de mar, enlazado con toda la cuenca mediterránea. El triple hecho de la muerte, de la sepultura, de la resurrección del Señor, ya enlazado por las Escrituras judías con el más antiguo y venerable pasado religioso de la humanidad, había llegado a ser un acontecimiento internacional; más que internacional, universal. Quiero decir que afectaba al destino de todo hombre en este mundo. Así la cuestión se les planteaba a Pablo y sus corresponsales, a mi juicio, exactamente igual que como se nos plantea a nosotros.
Deberíamos sorprendernos menos que otras generaciones de esa explosión significativa, extendida súbitamente hasta los confines del mundo conocido, de un acontecimiento histórico muy localizado. Relativamente muy pocos hombres han sido agentes o testigos de la bomba de Hiroshima; la significación del suceso, sin embargo, fue súbita y universal. Cada hombre, en todas partes del mundo, se sintió afectado. Desde entonces, el hombre sabe que el fin del mundo y el fin de la humanidad son posibles, la víspera de Hiroshima no lo sabia. Ahora el hombre ha de vivir con esa amenaza personal. Y, en fin de cuentas, la bomba lanzada sobre Hiroshima no es más que un hecho estrechamente localizado en el tiempo y el espacio. Pero su significación fue enseguida universal y aun metafísica.
Lo mismo pasa con la resurrección de Jesucristo. Es un hecho histórico localizado en el tiempo y el espacio, pero su significación se ha revelado inmediatamente como universal. Desde entonces, todo hombre sabía que la resurrección de los muertos era posible y que el acceso a la eternidad estaba abierto a todo hombre, en cuerpo y alma. Todo hombre, desde entonces ha de vivir con esa esperanza.
Cosa incomprensible e infinitamente triste: tras el apasionamiento puesto en el intento de destruir la autoridad histórica del hecho de la resurrección de Jesús, se siente menos la honradez científica que el odio a la esperanza, a esa esperanza.
Si, la resurrección de Jesucristo estalló en el mundo y para la salvación de todos, como la bomba de Hiroshima explotó en el mundo como amenaza para todos. Es difícil comprender lo que pasó, si no se percibe el carácter único y excepcional, pero también profético y universal del acontecimiento.
Pablo prosigue: "Así predicamos así habéis creído. Pero si se predica que Cristo resucitó le entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? Si no hay resurrección de entre los muertos, tampoco ha resucitado Cristo. Pero si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación es vacía, y vacía vuestra fe. Y resultamos también falsos testigos de Dios, porque dimos testimonio según Dios de que él resucitó a Cristo, al que no resucitó si es que los muertos no resucitan. Y si Cristo no ha resucitado, entonces vuestra fe es vana, y os estáis en vuestros pecados. Y también los que han perecido en Cristo, se han perdido. Si tenemos esperanza en Cristo, solamente para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que murieron. Pues como la muerte llegó por un hombre, también por un hombre hay resurrección de los muertos". (1Cor. 15,11-21)
Me gusta mucho la manera rabínica que tiene Pablo de poner delante, machacar y definir las cuestiones. No se puede decir más claramente que el cristianismo es una impostura si el pretendido hecho de la resurrección de Jesús no es histórico; si no ocurrió un día entre los días en el jardín de José de Arimatea. No se puede decir más claramente que, si ese hecho de la resurrección de Jesús no está históricamente establecido, el cristianismo, todo él basado en la realidad objetiva e histórica de ese hecho, añade a la impostura la maldición y el ultraje a la felicidad del hombre. "Si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, somos los más miserables de todos los hombres", y también somos unos terribles imbéciles por sacrificar el goce desenfrenado de la vida presente a una vida eterna que no existe. Así está de claro, y conviene decirlo claramente.
Si, las cosas están claras, las fronteras están trazadas: el hecho de la resurrección de Jesús de entre los muertos, prenda de la resurrección general de los muertos, es lo que, según se acepte o se rehúse, constituye la línea de demarcación. Esos primeros cristianos de Corinto se parecen mucho a nosotros, incoherentes y frívolos como nosotros. Eran cristianos, bautizados, evangelizados por el más elocuente de los apóstoles, no negaban explícitamente nada de su catecismo, pero no creían en la resurrección de los muertos, no podían creer. Aceptaban ya, sin embargo, la resurrección de Jesucristo, sin duda como un acontecimiento mitológico, poético, religioso incluso y místico, pues amaban a Jesucristo su nueva religión, pero no se les ocurría que cada uno ellos, sí, cada uno e ellos y cada uno de nosotros, cada uno de los que habían conocido, cada uno de nosotros, tú, lector que me lees, yo que escribo, cada uno resucitará, idéntico a sí mismo en su propio cuerpo, como en su alma y en su espíritu. Eso les superaba, como nos supera cuando no nos situamos firmemente en el interior de la fortaleza de nuestra fe cristiana.
Y hay que decirlo. Desde hace tres siglos, hay una insensata tentativa para desmantelar nuestra fortaleza y arrancarnos nuestra fe.
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