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XXIV.- La Resurrección (V)
95. Para la buena comprensión de los hechos y de los Evangelios que los cuentan, han de subrayarse varias circunstancias sobre la muerte, la sepultura y la resurrección de Jesucristo.
- Los relatos evangélicos concuerdan perfectamente con la arqueología y los descubrimientos modernos. Por ejemplo, la estructura de la tumba de José de Arimatea, tal como se esboza en los Evangelios, corresponde exactamente a la, estructura y disposición de numerosas sepulturas de esa época en la misma región.
- Los datos evangélicos corresponden a las costumbres y a las leyes judías de la época de Cristo, como a las costumbres y a las leyes romanas de la misma época. Por ejemplo, la sentencia de muerte reservada al procurador romano la gracia a un condenado, concedida en un día de fiesta, el suplicio de la crucifixión, el hecho de rematar a los condenados para que se les enterrara antes de la noche, el hecho de conceder el cadáver a un amigo poderoso que lo reclama, la necesidad de una sepultura apresurada, por la proximidad de la fiesta de la Pascua, etc. Conocemos esa época mucho mejor que Strauss y Renan, ellos son los que han envejecido y han quedado superados por los descubrimientos recientes, y no el Evangelio.
- Ya he anotado que, en el espacio de una vida humana, hemos visto que los descubrimientos arqueológicos y la critica textual más científica volvían a llevar a los Sinópticos a su fecha tradicional, es decir, antes de la ruina de Jerusalén, menos de cuarenta años después de la muerte de Jesucristo. He anotado también que los manuscritos del mar
Muerto revelan tal parentesco literario con Juan, que ese Evangelio, reputado él mismo como el más reciente, sin duda es mucho más antiguo de lo que se creía, y no es inverosímil que lo escribiera un testigo ocular de los acontecimientos. Incluso, ese Evangelio ha servido de base para preciosos descubrimientos arqueológicos.
- Los apóstoles no intervinieron para nada en el entierro de Jesús, salvo san Juan, que era joven, y sin duda no tenía ningún poder. Los demás apóstoles no estaban allí; se escondían, porque tenían miedo. Sin embargo, el deber de los apóstoles era estar allí. En realidad, su actitud fue lamentable. Los evangelistas han anotado esas circunstancias. Hubiera parecido que el interés "apologético" de los apóstoles, el interés de la Iglesia naciente, gobernada por los mismos apóstoles, hubiera sido esconder esas circunstancias, u omitirlas, o atenuarlas. Pero no, los Evangelios dijeron eso como dijeron todo lo demás, porque era verdad. ¿Por qué darles crédito en eso y no en el resto? Los Evangelios no están construidos en absoluto a la manera de un alegato o de un informe de abogado, sino a la manera de crónicas objetivas, concienzudas y -se percibe muchas veces- desinteresadas.
- Los apóstoles no asistían al entierro de Jesús. En cambio, se habla de dos personajes en los Evangelios sinópticos y en Juan: José de Arimatea, propietario de la tumba, y que obtuvo de Pilatos el cuerpo de Jesús, y Nicodemo. Eran dos notables: Marcos dice expresamente que José de Arimatea formaba parte del Sanhedrin. En la época en que se constituyó la primera catequesis cristiana, la que señala Marcos y no hace más que consignar, José de Arimatea vivía aún sin duda, y en todo caso su nombre era socialmente conocido e importante. Una circunstancia de tal gravedad, que ponía en primer plano de la escena a un notable judío en relación con Pilatos, perteneciente al Sanhedrin, propietario de un jardín y de una tumba a las puertas de Jerusalén, no es circunstancia que pueda ser inventada, por la evidente razón de que se puede desmentir con demasiada facilidad si es falsa, y desmentirse no sólo por el interesado, sino por cualquiera.
- La critica racionalista hizo una distinción entre el Cristo de la fe y el Cristo de la historia. El objetivo de esta distinción era evidentemente dejar a los cristianos y a los Evangelios la responsabilidad del Cristo de la fe, discutiendo la historicidad del Cristo de la historia. Se dice también así el "Cristo histórico" y el "Cristo místico", que viene a ser lo mismo. Así la resurrección de Jesucristo sería un hecho religioso, místico, completamente fuera de la órbita de la historia. Esa distinción impresiona mucho a los novicios. En realidad, es una superchería y una falsa dicotomía, como hay muchas que se arrastran por los libros. La historia en su naturaleza propia es el establecimiento de un hecho pasado, por el sólo medio de testimonios y documentos. Por el hecho de que la historia reposa en testimonios (que, por lo demás, tiene la función de criticar), es un asunto de fe. Ninguno de nuestros contemporáneos ha visto, con sus propios ojos, a Alejandro, a Cesar, o incluso a Napoleón: creemos que han existido por la fe de documentos. El Alejandro, el Cesar, el Napoleón de la historia, son también y adecuadamente un Cesar de la fe, un Napoleón de la fe, no podría ser de otro modo, ya que la historia apela necesariamente al testimonio. Un hecho de historia es necesariamente un hecho de fe, pero la reciproca no es verdadera: un hecho de fe no es por fuerza un hecho de historia. Pero los apóstoles y los evangelistas pretendían testimoniar sobre un hecho histórico, al testimoniar de la resurrección de Jesucristo, y la historicidad de ese hecho es lo que sigue fundamentando nuestra fe, que no es sólo una fe religiosa, sino, en su base, una fe de historiador. Creemos en Jesucristo Hijo de Dios, pero creemos también y en primer lugar en Jesús, en su muerte, en su sepultura, en su resurrección, como cualquier especialista cree en la existencia pasada de Alejandro, de Cesar y de Napoleón.
- La Iglesia no nació en el vacío, o en una retorta de laboratorio. Nació al aire, sobre los lugares mismos donde Jesús nació, vivió, fue juzgado, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos y fue visto y tocado después de su resurrección. La Iglesia nació del hecho histórico de la resurrección de Jesús de entre los muertos. ¿Cómo imaginar que tal hecho pudiera ser afirmado públicamente, y sobre los lugares mismos, y poco después del suceso, sin recibir contradicción, cuando molestaba a tantos intereses, costumbres y pasiones? ¡Qué regalo para los enemigos de Jesús y de la Iglesia naciente poder convencer a los apóstoles de impostura o de locura, simplemente confrontando sus relatos con los hechos! Esa confrontación contradictoria no se hizo nunca, simplemente porque los dos bandos estaban demasiado cerca de los hechos para que estos hechos fueran discutibles por ninguno de los dos bandos. Inmediatamente, lo que se discutió fue la significación de los hechos, pero no los hechos. Lo mismo, hoy, el expresidente Truman, los pacifistas y las propias víctimas de Hiroshima seguramente no estarán de acuerdo sobre la interpretación a dar al hecho de la bomba de Hiroshima, pero al menos están de acuerdo en el hecho de que esa fatídica bomba fue lanzada en efecto sobre Hiroshima.
Como ciertos grandes acontecimientos súbitos en la historia, la resurrección de Jesucristo tuvo una significación liberadora para unos, abrumadora para otros. Es evidente que, para los enemigos de Cristo, fue algo abrumador, y más que abrumador, embarazoso y molesto. Esa gente tenía poder político, y el suceso no encajaba ni con sus intereses ni con sus previsiones. En semejantes circunstancias, la tendencia de todo gobierno es a disimular los hechos, o a callarlos, o al menos a minimizarlos. Incluso, ocurre a veces que se imponga una verdad oficial a toda una opinión pública.
Nuestra generación tiene una experiencia extraordinaria de un hecho particular, localizado, y, además, público. El 22 de noviembre de 1963, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. Al cabo de más de un año, ¿qué más sabemos? ¿Qué sabremos exactamente de ello en un porvenir cercano, e incluso en un porvenir lejano? Esa muerte brutal ha trastornado tantas cosas, y quizá ha arreglado tantas cosas, que quizá más vale que no se sepa nada.
¿Cómo no creer que el hecho histórico de la resurrección de Jesucristo no trastornaba a un gobierno responsable de su muerte? El que no sepamos muy bien cómo reaccionó no prueba nada contra la veracidad del hecho, más bien probaría a favor de esa veracidad.
Al cabo de dos mil años casi, ya es un poco tarde para poner en duda la existencia de Jesús (como se ha tenido la cara de hacer.) o su muerte en la cruz, o su sepultura en la tumba de José de Arimatea, o bien la existencia misma de José de Arimatea y de su tumba, o bien la guardia de la tumba, o bien la tumba abierta y vacía al tercer día, y las apariciones consecutivas. La crítica racionalista no es razonable, lo aprovecha todo, y todo le parece bien. Con aire imperturbable, ha formado las hipótesis más extravagantes.
Ha visto a los apóstoles como rayos de la guerra, como conspiradores astutos, llenos de valentía y de imaginación, que arrebataron el cadáver de Jesús para inventar mejor el hecho de su resurrección. Por el contrario, en aquellos días negros, los apóstoles fueron unos cobardes: no eran absolutamente fanáticos y exaltados, sino pobre gente que se aferraba vehementemente a su pellejo y no pensaba más que en esconderse.
Hable por voz de Renan o por la de ilustres profesores, la critica racionalista no escapa a su época ideal y tiene todas las torpezas del Romanticismo. "La expectación, ordinariamente, crea su objeto", escribe gravemente Renan. "El esfuerzo interior de sus almas entusiastas les podía sugerir la visión de lo que deseaban", escribe Loisy[17]. "En condiciones exteriores que hay que renunciar a precisar -escribe prudentemente Goguel-, la fe mesiánica de los apóstoles fue, no sólo restaurada, sino exaltada. Esa resurrección de su fe se confundió para ellos con la del Señor mismo." Y Ch. Guignebert: "Tal tensión de deseo y de fe, en el espíritu y en el corazón de hombres a la vez rudos y místicos, exaltados por el sufrimiento moral, en la espera ansiosa, sólo tiene una conclusión lógica, y es la visión".
Lamento faltar al respeto a tantas autoridades universitarias y académicas, pero su concepción de los hombres su experiencia de la vida me parecen lo más pueril que hay. Yo he hecho la Resistencia, y, curiosamente, con el hijo del profesor Guignebert, he estado en la cárcel, he pertenecido a grupos "a la vez rudos y místicos", como dice el otro. Cierto que abundaban las falsas noticias, fruto de nuestros deseos más que de la realidad. También las profecías. Deseábamos apasionadamente la liberación del territorio, la esperábamos con fervor o con desesperación, según los días, pero todo ese clima de exaltación no adelantó en un solo día la liberación del territorio.
Todos los combatientes de la resistencia, todos, cuerdos y locos, están de acuerdo sobre la fecha y el hecho de la liberación de París en agosto de 1944. Si esa liberación de París nunca hubiera tenido lugar, muy probablemente también lo habríamos sabido, y, a pesar de nuestras discusiones internas y de nuestra exaltación -y esperando perecer en un campo de concentración o ser fusilados una madrugada contra una pared-, habríamos seguido de acuerdo en que París no había sido liberado. ¿A quién de los aprisionados se le habría ocurrido decir: "La expectación, ordinariamente, crea su objeto"? Prefiero a los fariseos que, no teniendo nada mejor que decir que esas pamplinas, no tuvieron ánimo para escribirlas, y, en efecto, no dijeron nada. Si no se tiene más que tales tonterías contra la historicidad de los Evangelios, entonces es mejor cerrar las bocas sentenciosas.
* * *
Notas
[17] Véase, al final del libro, el comentario a una carta sobre Loisy, publicada en Le Monde en relación con este libro. (N. del T.)
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