» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Cuarta Parte.- La Gloria de Jesucristo
XXIV.- La Resurrección (IX)
99. Tras la aparición a María Magdalena, se sitúa una aparición a Simón Pedro, de la que no se sabe nada sino que tuvo lugar. Luego estuvo la aparición en el camino de Emaús, ilustrada por Rembrandt con tan, púdica piedad.
Lucas cuenta: "Y en esto dos de ellos, ese día, iban de camino a una aldea que está a sesenta estadios de Jerusalén, llamada Emaús, y conversaban entre ellos sobre todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó a caminar con ellos, pero sus ojos fueron incapaces de reconocerle. Él les dijo: -¿Qué asuntos son esos que discutís entre vosotros caminando?-. Ellos se detuvieron, con la cara ensombrecida. Y le contestó uno, llamado Cleofás: -¿Tú eres el único que vives en Jerusalén y no sabes lo que ha pasado allí en estos días?-. Él les dijo: -¿Qué?-. Y le dijeron: -Lo de Jesús el Nazareno, que llegó a ser profeta poderoso en obra y palabra ante Dios y todo el pueblo: cómo le entregaron nuestros sacerdotes y nuestros jefes a la pena de muerte y le crucificaron. Nosotros teníamos esperanza de que éste fuera el que iba a liberar a Israel, pero, con todo, ya hace tres días desde que pasó eso. Cierto es que algunas mujeres de las nuestras nos han asustado, porque han ido de madrugada al sepulcro, y, sin encontrar su cuerpo, han venido diciendo que han visto una aparición de ángeles que les dijeron que él vive. Y algunos de los nuestros han ido al sepulcro y lo han encontrado como dijeron las mujeres, pero a él no le han visto-. Entonces él les dijo: -¡Ah tontos y lentos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar en su gloria?-. Y, empezando por Moisés y por todos los profetas, les explicó en todas las Escrituras lo que había sobre él. Y al acercarse a la aldea a donde iban, él pareció que seguía adelante. Pero ellos le apremiaron, diciendo: -Quédate con nosotros, porque atardece y ya ha terminado el día-. Él entró a quedarse con ellos. Y al sentarse juntos, tomó el pan, dijo la bendición, lo partió y se lo dio. Y a ellos se les abrieron los ojos, y le reconocieron; y él había desaparecido. Y se dijeron uno a otro: -¿No estaba ardiendo nuestro corazón en nosotros cuando hablaba por el camino, explicándonos las Escrituras?-."(Lc. 24,13-32)
Ahí está Jesús resucitado, en busca de los suyos, por los caminos. Visiblemente, les reconoce, pero a él no se le reconoce, al menos no enseguida. Quiere ante todo calentarles el corazón, conquistar el espíritu, antes de desvelarse por completo. Es gran cortesía por su parte. Son también juegos de amor. En todos los tiempos, los enamorados han practicado entre ellos los disfraces y las sorpresas. Sobre todo, en las circunstancias felices. Tras una terrible lucha, Jesús ha ganado, recobra a los suyos, y no puede menos de asombrarles y sorprenderles; no es mentira, es poesía del amor. Quizá se apareció a otros muchos que, no teniendo el corazón y el espíritu ocupados con él, no fueron dignos de que él se hiciera reconocer. Es oportuno citar aquí las palabras de Pascal: "No me buscarías, si no me hubieras encontrado ya".
Es verdad, caminamos por esta tierra, y sólo encontramos verdaderamente los compañeros de camino que corresponden a nuestras preocupaciones. Si reflexionáramos un poco sobre eso, dejaríamos caer muchas "relaciones" que conservamos sólo por frivolidad. Aquellos dos, dos sencillos campesinos que se volvían a su casa, a caballo sin duda, tras la terrible semana, no hablaban entre sí de sus asuntos, ni de sus placeres, ni de dinero, ni de sus familias. Hablaban de Jesús, de su cruel muerte, de la esperanza que había despertado en ellos de que su país sería liberado, de su espantosa decepción al saberle muerto, de la tristeza de sus corazones... ¡Ah, qué buena gente!
Jesús les alcanza, a caballo también, se mete suavemente en su conversación, ante todo porque es una conversación donde está muy en su casa. ¿Qué verdadera probabilidad tenemos de encontrar alguna vez a Jesús, si no habita ya nuestra preocupación? Y luego, muy pronto, habla con autoridad. ¿De qué habla? Cita y explica las Escrituras invoca el argumento profético, resume las profecías en una frase que es el resumen de su destino temporal, al mismo tiempo que la regla de oro de toda vida cristiana: ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar en su gloria?" Ahí está el núcleo de la revelación cristiana: sí, la desgracia del hombre es la maravilla del universo, porque le abre la vida eterna.
Así, nos guste o no, no hay otro medio de entrar también nosotros en la gloria y en la compañía de Jesucristo sino por el camino del sufrimiento y por la puerta de la Cruz. Como dice una oración muy antigua: "Por su Pasión y su Cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección": Per Passionem ejus et Crucem, ad resurrectionis gloriam perducamur. El sufrimiento, tal es el precio obligatorio del compañerismo de Jesucristo: y, como le decía sin equívocos santa Teresa de Jesús: "Por la manera como tratáis a vuestros amigos, se comprende que tengáis tan pocos"
¿Qué Escrituras citó por el camino? Sin duda las que están en la tradición de la Iglesia y en su oración litúrgica. Las mismas que he citado, acá y allá, en este libro. Por mediocres que seamos los cristianos, cuando hablamos con respeto y con cierta comprensión sobre nuestra religión, no hacemos más que reanudar y prolongar esa apacible conversación que calentaba el corazón a esos tres hombres a caballo, en un camino de Judea donde se extendían ya las sombras del crepúsculo.
Llegados a su destino, los dos viajeros invitaron cordialmente al desconocido a pasar la noche. Y como ni el luto ni la teología impiden a los hombres tener hambre, se sentaron a la mesa con muy buen apetito. Entonces reconocieron a Jesús en la bendición y la fracción del Pan. Y enseguida, Jesús desapareció.
Pero la alegría, al contrario, templa el hambre, y les impidió continuar su comida. Inmediatamente, se levantan de la mesa, vuelven a cabalgar, con estupefacción de los sirvientes que ya no ven más que dos comensales donde hace un momento había tres.
Con el corazón lleno de alegría por la gran noticia, de noche, galopan hacia Jerusalén, donde les dicen que Jesús se ha aparecido a Pedro. Entonces, como ni siquiera habían comido, se vuelven a sentar a la mesa con los apóstoles, que eran sólo diez, muerto judas y ausente Tomás.
Lucas continúa: "Estaban diciendo esto, cuando Él mismo se presentó en medio de ellos y les dijo: -Paz a vosotros-. Asombrados y aterrados, ellos creían ver un espíritu. Y él les dijo: -¿Por qué estáis turbados y por qué surgen las dudas en vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies, porque soy yo mismo; tocadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que tengo yo-. Y al decir esto les enseñaba las manos y los pies. Pero como ellos todavía se resistían a creerlo, de alegría, y seguían asombrados, les dijo: -¿Tenéis aquí algo de comer?-. Y ellos le dieron un trozo de pescado asado, él lo tomó ante su vista y se lo comió". (Lc. 24,36-23)
Hay que detenerse aquí un momento sobre el modo de esas apariciones. Por una parte, Jesús quiere probar su identidad ("¡Soy yo!") y la realidad de su cuerpo: muestra las cicatrices de los clavos en las manos y los pies, se hace tocar, palpar, como se palpa un animal, o como un médico palpa a un enfermo, come realmente un trozo de pescado no menos palpable y real, protesta que no es un fantasma, un espectro, y administra las pruebas materiales y tangibles. Por otra parte... sí, por otra parte su cuerpo se comporta de manera extraña, de ningún modo como nuestros cuerpos. Pasa a través de las puertas cerradas con doble llave como pasó a través de la roca del sepulcro, cambia de aspecto a voluntad; María Magdalena misma y los discípulos de Emaús no le reconocieron enseguida. Ella le reconoció al oír llamar por su nombre, que él pronunció de cierta manera, y ellos le reconocieron en la fracción del pan. Aparece y desaparece igualmente a voluntad.
Por supuesto, la crítica racionalista no ve en esto más que incoherencias. Me parece, sin embargo, que nuestra experiencia de hombres modernos debería incitarnos a mayor prudencia en nuestros juicios sobre las posibles transmutaciones de la materia.
Hace sólo cincuenta años, nadie podía sospechar que un kilo de uranio en bruto, "ese elemento metálico, denso, duro y de color blancuzco como el níquel", contenía y podía producir y liberar la energía correspondiente a la contenida en tres mil toneladas de hulla; o sea, la que transportan dos trenes de sesenta vagones cada uno. ¿Se percibe la agilidad fantástica del fenómeno? ¡Qué economía de espacio y de tiempo y de energía de transporte! ¡Qué prodigiosa fuente de energía, de tan asombrosa movilidad! Eso no lo podía adivinar la generación que me precedió. Puedo tomar un avión en Orly, con un kilo de uranio en bruto en un rincón de mi maleta, y hallarme al día siguiente en Tokio como si hubiera transportado en unas horas de París al Japón una fuente de energía equivalente a dos trenes de hulla. Es propiamente fabuloso. No discutimos esos hechos, los creemos con toda firmeza; digo que los creemos simplemente por haberlo oído decir, pues los sabios capaces de comprender esas cosas y ponerlas en práctica son poco numerosos. Por mi parte, he leído eso en la Enciclopedia británica, obra honrada por excelencia en tales materias. Pero ¿por qué voy a creer a la Enciclopedia británica por su palabra y no voy a creer a los Evangelios?
Se me dirá que, para que libere su energía, el uranio debe sufrir un tratamiento que consiste esencialmente en la fisión del átomo bajo un bombardeo intenso de neutrones. Cierto que ese tratamiento es difícil, excepcional y muy costoso. Pero la resurrección de Cristo, el paso de un cuerpo humano desde el estado de cadáver al estado de participación en la vida eterna, ¿no es también un choque asombroso, un "tratamiento" excepcionalmente vigoroso y eficaz, una transmutación sorprendente de ese cuerpo? Nunca se había visto eso antes de Jesucristo, y, por lo demás, los mismos apóstoles no salían de su asombro. Pero, antes que, en 1938, Otto Hahn y Fritz Strassman lograran su experiencia de fisión nuclear en el uranio, no se sospechaban los recursos del uranio. Renan tenía todavía excusas para mostrarse escéptico sobre las transmutaciones posibles de la materia, pero ¿y nosotros? En serio, no. Después que un mineral bruto como el uranio ha reservado tales sorpresas, ¿por qué asombramos de que un cuerpo humano, tanto más evolucionado que un mineral, espiritualizado además por su forma misma, tenga un comportamiento imprevisto bajo el choque y el "bombardeo" de la vida eterna? Francamente, rehúso absolutamente encontrar incoherente eso.
Lo contrario es lo que hubiera sido incoherente. Nuestra pereza de espíritu es tal, aun ante los fenómenos de la naturaleza, que si los relatos de las apariciones hubieran sido fabricados desde su base, sin duda serían muy diferentes: se hubiera tenido mucho cuidado de mostrar que el cuerpo de Cristo no era diferente en nada de lo que era antes de su muerte, con las cicatrices además. Se le hubiera atribuido el mismo peso, las mismas necesidades, la misma densidad, las mismas servidumbres. No habría atravesado las paredes, habría subido por la escalera habría llamado a la puerta, como todo el mundo. El milagro no es esa agilidad, esa sutileza, esa ligereza de que parece dotado el cuerpo de Cristo después de su resurrección; el milagro es la resurrección de ese cuerpo y su acceso a la vida eterna. Admitido eso, no me extraña nada; todos esos fenómenos que nos asombran me parecen normales. Somos los últimos en poder discutir las virtudes sorprendentes metidas en la materia, y que un choque prodigioso puede despertar de golpe.
No me sorprende menos ver cómo insiste Jesús en que se comprueben con los sentidos la materialidad y la solidez de su cuerpo. Es de carne y hueso, de carne viva, de huesos duros; todo eso es palpable, sólido. Puede comer si quiere, y verdadero alimento. Insiste en que es él, él mismo, en su propia identidad, espiritual y corporal. No ha olvidado nada, reconoce a los suyos, sabe hacerse reconocer; no es brusco, sigue siendo poeta, pero no sueña, disipa todo sueño, insiste en que no le tomen por otro, y sobre todo, por un fantasma. Las apariciones de Cristo responden muy bien a las preguntas que me hacia al comienzo de este capítulo. Nosotros también seremos un día como él, y Dios mismo secará las lágrimas de nuestros ojos.
Me doy cuenta de que incluso algunos escritores católicos se sienten cohibidos ante las palabras, tan concretas, de los Evangelios. Esos prudentes escritores preferirían que todo eso hubiera tenido lugar en la vaguedad. Pero no, a Jesucristo le horroriza la vaguedad. Esta ahí en plena luz, ofrecido a las manos y a los ojos inquisitivos de esos hombres que van a ser sus testigos. Importa que la experiencia de su realidad física se haga lealmente. En el fondo, los cerebros académicos de esos escritores tienen miedo a admitir una doble evidencia: primero, la omnipotencia de Dios desplegada en Jesús resucitado, en segundo lugar, las admirables sorpresas de la materia. Platón y el puritanismo han metido ahí su veneno. Para mí, al contrario, lo más extraordinario habría sido que ese cuerpo, ya participante de la vida eterna, hubiera seguido tan torpe como cualquier otro cuerpo sublunar. Ya no es torpe, pero es tan real como cualquier otro cuerpo sublunar.
Todos los evangelistas están muy de acuerdo. Juan ha añadido el relato de una escena maravillosamente convincente: "Pero Tomás, uno de los Doce, el llamado Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Luego le contaron los demás discípulos: -Hemos visto al Señor-. Pero él les dijo: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto el dedo en el sitio de los clavos, y no meto la mano en su costado, no creeré-. Y ocho días después, otra vez estaban reunidos los discípulos, y Tomás con ellos: llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio, y dijo: -Paz a vosotros-. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo acá, y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente-. Contestó Tomás: -¡Mi Señor y mi Dios!-. Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Felices lo que no ven y creerán-". (Jn. 20,24-29)
Ese es nuestro caso: creemos sin haber visto. Pero nuestra fe sería menos segura si no hubiera sido por el obstinado escepticismo del buen Tomás. Y a Tomás debemos también la mejor profesión de fe en Jesucristo- "¡Mi Señor y mi Dios!"
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