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La amarga Pasión de Cristo (I)
Jesús en el Monte de los Olivos
Cuando Jesús, después de instituir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía salió del cenáculo acompañado de los once apóstoles, su alma estaba profundamente turbada, y su tristeza iba en aumento. Llevó a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. Cuando abandonaron la casa, yo vi la luna, aún no del todo llena, levantarse sobre la montaña.
Caminando con ellos por el valle, Nuestro Señor les dijo que Él volvería de nuevo a juzgar al mundo, y que en ese momento los hombres se echarían a temblar y gritarían: «¡Montañas, cubridnos!» Sus discípulos no comprendieron sus palabras y creyeron que la debilidad y la fatiga lo hacían delirar. También les dijo: «Esta noche seréis escandalizados por mi causa, pues está escrito: "Heriré al pastor y sus ovejas serán dispersadas." Pero cuando resucite os precederé a Galilea.»
Los apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y la devoción que les había transmitido la Santa Eucaristía y las palabras solemnes y afectuosas de Jesús. Se acercaban a Él y le expresaban su amor de diversos modos, diciendo que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles del mismo modo. Pedro dijo: «Aunque todos se escandalizaran por tu causa yo jamás me escandalizaré.» El Señor le recordó su profecía de que antes de que el gallo cantara, lo negaría tres veces, pero Pedro siguió insistiendo: «Aunque tuviera que morir contigo nunca te negaría.» Los demás decían lo mismo. Iban caminando y parándose alternativamente, mientras hablaban; pero la tristeza de Jesús seguía incrementándose. Los apóstoles intentaban consolarlo con argumentos humanos, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se fueron cansando de estos vanos esfuerzos, vinieron las dudas y los asedió la tentación.
Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente por donde unas horas más tarde sería conducido preso Jesús, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, estaba a media legua del cenáculo. Desde éste hasta la gran puerta del valle de Josafat, había un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. El lugar llamado Getsemaní, donde Jesús había pasado algunas de las últimas noches con los discípulos, era un gran huerto, rodeado por un seto, aunque únicamente crecían en él algunos árboles frutales y flores. Fuera de él había unas pocas edificaciones abandonadas.
Los apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este huerto, y era utilizado por ellos a veces como lugar de recreo y otras de oración. Se habían hecho en él unas chozas con ramas ocho de los apóstoles, a los cuales se unieron más tarde otros discípulos, que estuvieron habitando en ellas. El huerto de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; tenía libre acceso y estaba cercado sólo por una tapia baja; era más pequeño que el huerto de Getsemaní. El huerto de los Olivos disponía de grutas, terrazas y muchos olivos, y no ofrecía lugares muy a propósito para orar y meditar. Jesús se encaminó a la parte más salvaje de ese huerto.
Eran poco más de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La luna había salido, y ya iluminaba el cielo, aunque la tierra estaba todavía oscura. Jesús estaba cada vez más triste y advertía a los apóstoles de la proximidad del peligro. Éstos se sentían sobrecogidos y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en Getsemaní, mientras Él iba a rezar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago y con ellos entró en el huerto de los Olivos. No hay palabras para describir la pena que oprimía su alma, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que se había mostrado siempre tan sereno, podía estar tan abatido. «Mi alma tiene una tristeza de muerte», respondió Jesús; y por todos lados veía acercarse la angustia y la tentación como nubes cargadas de terribles prefiguraciones. Entonces, les dijo a los tres apóstoles: «Quedaos aquí, y velad conmigo. Recemos para no caer en la tentación.» Jesús bajó unos pocos escalones hacia la izquierda, y se ocultó bajo un peñasco, en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual los apóstoles se acomodaban en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba ligeramente y las plantas que habían crecido sobre el peñasco de la gruta formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.
Cuando Jesús dejó a sus discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas que se le acercaban cada vez más. Sintiendo tristeza y la angustia de su alma en aumento, temblando, penetró en la gruta para orar, como un hombre que busca abrigo de la tempestad; pero las horribles visiones lo seguían y eran cada vez más vividas. Aquella estrecha caverna parecía contener el espantoso espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída de Adán hasta el fin del mundo y el castigo a todos ellos destinado. A ese mismo sitio, al monte de los Olivos, habían ido Adán y Eva, tras ser expulsados del Paraíso, y en esta misma gruta habían gemido y llorado.
Sentí como si Jesús, al entregarse a la Divina Justicia en pago de nuestros pecados, de algún modo, retornara al seno de la Santísima Trinidad; así, concentrado todo él en su pura, amante e inocente humanidad, armado sólo de la fuerza de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y los padecimientos.
Postrado en tierra, sumergido en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su auténtica deformidad; El los tomó todos sobre sí y ofrecióse en su oración a la justicia de su Padre celestial para pagar esa terrible deuda. Pero Satanás, entronizado en medio de todos esos horrores con diabólica alegría, dirigía su furia contra Jesús; y, mostrando ante sus ojos visiones cada vez más espantosas, gritaba a su adorable humanidad: «¿También vas a tomar esto sobre ti?, ¿sufrirás tú su castigo?, ¿estás listo para pagar por todo esto?»
Y entonces, se abrió el cielo y de él surgió un rayo semejante a una vía luminosa. Era una procesión de ángeles que bajaban hasta Jesús, y vi cómo lo consolaban y fortalecían. El resto de la gruta permanecía lleno de las horrendas visiones de nuestros crímenes. Jesús los tomó todos ellos sobre sí; pero su adorable corazón, rebosante del más perfecto amor de Dios y de los hombres, se ahogaba bajo el peso de tanta abominación. Cuando esa multitud de iniquidades pasó sobre su alma como un océano, Satanás puso ante él, como en el desierto, innumerables tentaciones, se atrevió incluso a presentar contra el Salvador una serie de acusaciones, diciendo: «¿Cómo, tú que no eres puro quieres tomar todo esto sobre ti?» Entonces, con infernal impudencia, lo culpaba de imaginarios crímenes. Le reprochaba las faltas de sus discípulos, los escándalos que ellos habían provocado, la perturbación que habían causado en el mundo, renunciando a los usos antiguos. Ningún fariseo, ni siquiera el más hábil y severo podría haber superado a Satanás: atribuyó a Jesús haber sido la causa de la degollación de los Inocentes, así como de los padecimientos de sus padres en Egipto; no haber salvado a Juan el Bautista de la muerte, el haber desunido familias y protegido a hombres infames, haberse negado a curar a muchos enfermos, haber perjudicado a los habitantes de Gergesa, permitiendo a los poseídos por el diablo entrar en sus tinas, y a los demonios precipitar sus cerdos en el mar, haber abandonado a su familia, dilapidado los bienes de su prójimo; en una palabra: Satanás presentó ante Jesús, para turbarlo, todo lo que en el momento de la muerte hubiera reprochado a un hombre cualquiera que hubiese llevado a cabo todas estas acciones sin un motivo superior; pues no mencionaba que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba sólo como si fuera el más justo de los hombres. Nuestro Divino Salvador permitió hasta tal punto que su humanidad predominara sobre su divinidad, que sufrió todas las tentaciones que asaltan al hombre justo en la muerte concernientes al mérito de sus buenas obras. Para apurar el cáliz de su agonía, permitió que aquel mal espíritu tentara su sagrada humanidad como podría haber tentado a un hombre que quisiera atribuir a sus buenas obras un valor por sí mismas, por encima del que pueden tener por los méritos de Jesús. No hubo ninguna de sus acciones que no estuviera enmarcada en una acusación y, entre otras cosas, le reprochó a Jesús haberse gastado el valor de la propiedad de María Magdalena, en Magdalum, que Él había recibido de Lázaro.
Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, vi también los míos; del círculo de tentaciones que rodeaban a Nuestro Señor, vi venir hacia mí todas mis culpas. Durante todo este tiempo no aparté los ojos de mi Esposo Celestial; con Él gemía y lloraba y con Él me volvía hacia el consuelo de los ángeles. ¡Ay, Nuestro amado Señor se retorcía como un gusano bajo el peso de su angustia y sus sufrimientos.
Mientras Satanás le hacía estas acusaciones, apenas podía yo refrenar mi cólera; pero cuando habló de la venta de la propiedad de Magdalena, no pude contenerme y le dije: «¿Cómo te atreves a reprochar como un crimen la venta de esa propiedad? Yo misma he visto al Señor gastar esa cantidad que le dio Lázaro, en obras de misericordia, y rescatar a veintiocho pobres de prisión por deudas en Tirza.»
Al principio, Jesús estaba arrodillado y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó ante los innumerables crímenes de los hombres y su ingratitud para con Dios; sintió un dolor tan vehemente que, temblando, exclamó: «¡Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz! ¡Padre mío, omnipotente, aleja de mí este cáliz!» Pero tras un momento, añadió: «Hágase vuestra voluntad, no la mía.» Su voluntad era una con la del Padre; pero abrumado por el peso de su naturaleza mortal, temía la muerte.
Yo vi la caverna donde él estaba de rodillas, llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la maldad, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que oprimían al Salvador: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los padecimientos de la expiación, asediaban su Divina Persona bajo la forma de pavorosos espectros. Sus rodillas vacilaban, juntaba las manos, su cuerpo estaba inundado de sudor y el horror lo hacía estremecer. Por fin, se levantó: las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo, estaba pálido, su fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los cabellos. Eran cerca de las diez cuando se puso en pie, y tambaleándose, dando traspiés a cada paso, bañado en sudor frío, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles. Fue ascendiendo como pudo desde la gruta, hasta donde ellos, rendidos de fatiga, de tristeza y de inquietud se habían quedado dormidos. Jesús iba a buscarlos como un hombre angustiado cuyo terror lo lleva junto a sus amigos, pero también como el buen pastor que, consciente de la cercanía de un peligro, visita su rebaño amenazado; pues Jesús no ignoraba que también ellos sufrían la angustia y la tentación. Las horribles visiones lo acompañaron también en ese corto tramo. Al llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó de rodillas junto a ellos y lleno de tristeza e inquietud, dijo: «Simón, ¿duermes?» Despertáronse al punto y se levantaron, y Jesús les dijo en su desolación: «¿Ni siquiera una hora podíais velar conmigo?» Cuando lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor, y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar; y si no hubiera llegado a ellos rodeado por un halo de luz radiante, no lo hubiesen reconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué te pasa? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?» Jesús respondió: «Si pudiese vivir, predicar y curar todavía durante treinta y tres años más, no me bastaría para cumplir con lo que tengo que hacer de hoy a mañana. No llames a los otros ocho: los he dejado allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse, caerían en tentación, olvidarían lo que ha pasado y dudarían de mí. Vosotros habéis visto al Hijo del Hombre transfigurado, así que también podréis verlo en la oscuridad y el naufragio de su espíritu; pero velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está presto pero la carne es débil.»
Con estas palabras se refería tanto a él como a ellos. Quería así exhortarlos a la perseverancia y advertirles del combate que su naturaleza humana iba a librar contra la muerte, y también de la causa de su debilidad. En su tristeza les habló de muchas cosas, y pasó casi un cuarto de hora con ellos. Después volvióse Jesús a la gruta, con su angustia siempre en aumento, mientras sus discípulos tendían las manos hacia Él, lloraban, se abrazaban unos a otros y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido? Parece hallarse en la más completa desolación.» Se cubrieron la cabeza y empezaron a orar, llenos de ansiedad y de tristeza.
Desde que Jesús entró en el huerto de los Olivos había transcurrido cerca de una hora y media. En efecto, como dicen las Escrituras: «Ni siquiera habéis podido velar conmigo una hora», aunque estas palabras no deberían tomarse literalmente, ni aplicar nuestra manera de contar el tiempo.
Los tres apóstoles que estaban con Jesús, habían orado primero y luego se habían quedado dormidos, tras caer en la tentación de la falta de confianza en Dios. Los otros ocho que habían permanecido fuera del huerto no dormían. La tristeza y el sufrimiento que encerraban las últimas palabras de Jesús, habían llenado sus corazones de funestos presagios, y erraban por el monte de los Olivos buscando algún lugar donde esconderse en caso de peligro.
En la ciudad de Jerusalén se veía poca actividad. Los judíos estaban en sus casas, ocupados en los preparativos de la fiesta; pero pude ver aquí y allí a amigos y discípulos de Jesús que caminaban juntos, ansiosos, conversando en susurros, inquietos, como si estuviesen esperando algún gran acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María, hija de Cleofás y María Salomé, habían ido desde el cenáculo hasta la casa de María, la madre de Marcos. María, que había oído lo que decían sobre Jesús, quiso ir a la ciudad con sus amigas para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemo, José de Arimatea y algunos parientes de Hebrón fueron a verla para intentar tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las terribles predicciones de Jesús en el cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase nada contra Nuestro Señor. Desconocedores de la traición de Judas, le dijeron a María que el peligro no era muy grande, que no atacarían a Jesús tan cerca de la fiesta. María les habló de cuán inquieto y alterado había estado Judas en los últimos días, de qué manera tan abrupta se había ido del cenáculo. Ella no dudaba de que había ido a denunciar a Jesús; cuántas veces no había advertido a su hijo de que Judas sería su perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.
Cuando Jesús volvió a la gruta, sin el menor alivio para su sufrimiento, se prosternó con el rostro contra la tierra, los brazos extendidos, y rogó al Padre Eterno; su alma sostuvo una nueva lucha que duró tres cuartos de hora. Los ángeles bajaron para mostrarle, en una serie de visiones, todos los padecimientos que había de padecer para expiar el pecado. Presentaron ante sus ojos la belleza del hombre a imagen de Dios, antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en aquel de Adán, la significación y la esencia de la concupiscencia, sus terribles efectos sobre la fuerza del alma humana y también la esencia y la significación de todas las penas para castigar la concupiscencia. Le mostraron cuál debía ser el pago que diera a la Divina Justicia, y hasta qué punto padecerían su cuerpo y su alma para cumplir todas las penas, toda la concupiscencia de la humanidad: la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana exenta de pecado del Hijo de Dios. Los ángeles le enseñaron todas estas cosas bajo diversas formas, y yo entendía todo lo que decían, aunque no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que inundaron el alma de Jesús a la vista de esta terrible expiación; su sufrimiento fue tan grande que un sudor de sangre brotó de todos los poros de su cuerpo.
Mientras la adorable humanidad de Cristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, los ángeles parecieron tener un momento de compasión; hubo una pausa y yo noté que deseaban ardientemente consolar a Jesús, por lo que oraron ante el trono de Dios. Hubo un instante de lucha entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba a sí mismo. Se me permitió ver una imagen de Dios, pero no como tantas veces, sentado en un trono, sino en una forma luminosa; yo vi la naturaleza divina del Hijo en la persona del Padre, y como si hubiera sido apartada de su seno. El Espíritu Santo, que procedía del Padre y del Hijo, estaba, por así decir, entre ellos y, sin embargo, los tres no eran más que un solo Dios; pero todas estas cosas son imposibles de explicar.
Fue más bien una percepción interna que una visión con formas distintas. Me pareció que la Divina Voluntad de Nuestro Señor se retiraba del Padre para que fuera su sola humanidad la que cargara con todos sus padecimientos, como si la voluntad humana de Jesús le pidiera a su Padre que se alejara de Él. Vi todo esto a la vez que la compasión de los ángeles, cuando desearon consolar a Jesús, y, en efecto, sintió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor, cuya alma iba a sufrir nuevos asaltos.
Cuando Nuestro Redentor, en el monte de los Olivos, quiso poner a prueba y dominar la violenta repugnancia de la naturaleza humana hacia el dolor y la muerte, que no es más que una porción de todo el padecimiento, le fue permitido al tentador ponerlo a prueba como lo hace con cualquier hombre que quiera sacrificarse por una causa santa. En la primera parte de la agonía, Satanás le mostró al Señor la enormidad de la deuda que debía satisfacer y llevó su maldad hasta buscar culpas en los actos del propio Salvador. En la segunda parte de la agonía, Jesús vio en toda su amplitud y amargura el padecimiento expiatorio requerido para satisfacer a la Justicia Divina. Esto le fue presentado por los ángeles, pues no corresponde a Satanás enseñar que la expiación es posible; el padre de la mentira y de la desesperación no puede presentar los frutos de la misericordia divina. Habiendo salido victorioso Jesús de todos los asaltos, por su entera y absoluta sumisión a la voluntad del Padre, una nueva sucesión de horribles visiones le fue presentada. La duda y la inquietud que el hombre a punto de hacer un gran sacrificio siempre experimenta, asaltaron el alma del Señor, que se hizo a sí mismo esta terrible pregunta: «¿Qué resultará de este sacrificio?» Y el más espantoso panorama desplegado ante sus ojos vino a llenar de angustia su amante corazón.
Cuando Dios creó al primer hombre, le mandó un sueño; abrió su costado y, de una de sus costillas, creó a Eva, su mujer, la madre de todos los vivos. Una vez creada, la condujo ante Adán, que exclamó: «Ésta es la carne de mi carne y el hueso de mis huesos; el hombre abandonará a su padre y a su madre para unirse a su mujer y serán dos en una sola carne.» Ése fue el matrimonio, del cual se ha escrito: «Éste es un gran sacramento, en Jesucristo y en su Iglesia.» Jesucristo, el nuevo Adán, también quería que sobre él viniera el sueño, el de su muerte en la cruz; y que, de su costado abierto, surgiera la nueva Eva, su Esposa virginal, la Iglesia, madre de todos los vivos. Y quería darle la sangre de su redención, el agua de la purificación y su espíritu, las tres cosas que dan testimonio sobre la tierra; quería darle los Santos Sacramentos, para que fuera una esposa pura, santa y sin tacha; Él quería ser su cabeza, y nosotros seríamos los miembros sometidos a la cabeza, el hueso de sus huesos, la carne de su carne. Al tomar la naturaleza humana, para sufrir la muerte con nosotros, abandonó también a su padre y a su madre, y se unió a su esposa, la Iglesia: y llegó a ser con ella una sola carne, alimentándola con el Adorable Sacramento de la Eucaristía, mediante el cual se une continuamente con nosotros. Quería permanecer en la tierra con su Iglesia hasta reunimos a todos en su seno por medio de Él, y le dejó dicho: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.» A fin de satisfacer su inexpresable amor hacia los pecadores, Nuestro Señor se hizo hombre y hermano de esos mismos pecadores, para tomar sobre sí el castigo de todos sus crímenes. Él había contemplado con terrible sufrimiento la inmensidad de la deuda humana, y los padecimientos que debía satisfacer por ella. Se había entregado gustoso, como víctima expiatoria, a la voluntad del Padre; sin embargo, ahora veía los futuros combates, las heridas y los dolores de su esposa celestial; veía, en fin, la ingratitud de los hombres.
El alma de Jesús contempló todos los padecimientos futuros de sus apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio la Iglesia primitiva, tan pequeña, y luego, a medida que el número de sus seguidores se iba incrementando, vio llegar las herejías y los cismas, la nueva caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la ambición, la corrupción y la maldad de un número infinito de cristianos, la mentira y los engaños de todos los orgullosos doctores, los sacrilegios de tantos sacerdotes viciosos, y las fatales consecuencias de todos estos pecados; la abominación y la desolación en el Reino de Dios, en el santuario de la ingrata humanidad que Él quería redimir con su sangre con el coste de indecibles sufrimientos.
Nuestro Señor vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestros días y hasta el fin de los tiempos; todas las formas del error, del loco fanatismo y de la maldad se desplegaron ante sus ojos; vio todos los apóstatas, todos los herejes, los pretendidos reformadores con apariencia de santidad, los corruptores y los corrompidos de todas las épocas, ultrajándolo y atormentándolo como si a sus ojos no hubiera sido suficientemente crucificado, o no hubiera sufrido tal como ellos entendían el sufrimiento, o se lo imaginaban. Ante Él todos rasgaban las vestiduras de su Iglesia, muchos lo maltrataban, lo insultaban y renegaban de Él. Muchos, al oír su nombre, alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; rechazaban la mano que Él les tendía y se volvían a sumergir en el abismo. Vio a innumerables hombres que no se atrevían a renegar de él abiertamente, pero que se alejaban con disgusto ante las plagas de su Iglesia, como el levita ignoró al pobre asaltado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida. Como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre en mitad de la noche, a la vista de los ladrones a quienes su propia negligencia o su maldad ha abierto la puerta. Vio todos esos hombres tantas veces alejados de la Verdadera Viña y tendidos entre los racimos silvestres, y tantas otras como un rebaño extraviado, abandonado a los lobos, conducido por mercenarios a los malos pastos, y negándose en cambio a entrar en el rebaño del buen pastor que da su vida por sus ovejas. Todos ellos erraban sin patria en el desierto, entre tormentas de arena. Estaban determinantemente obstinados en no ver su ciudad edificada sobre la montaña, donde no podía esconderse, la Casa de su Esposa, su Iglesia erigida sobre la roca junto a la cual había prometido permanecer hasta el fin de los tiempos. Edificaban sobre la arena chozas que continuamente hacían y deshacían, pero en las cuales no había ni altar ni sacrificio. Colocaban veletas sobre los tejados, y sus doctrinas cambiaban con el viento. Por eso se enfrentaban unos a otros. No podían entenderse porque jamás mantenían una posición fija. Con frecuencia destruían sus chozas y lanzaban las ruinas contra la piedra angular de la Iglesia, que siempre permanecía inmutable.
Ocupando un lugar preminente en esas dolorosas prefiguraciones que se mostraban ante el alma de Jesús, vi a Satanás, que le arrebataba con violencia a toda multitud de hombres redimidos con su Sangre y santificados por la unción de su Sacramento. El Salvador vio, con amargo dolor, toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos. Y durante estas visiones, el tentador no cesaba de repetirle «¿Estás decidido a sufrir por estos ingratos?» mientras las imágenes se sucedían a una velocidad tan vertiginosa que una angustia indecible oprimía su alma. Jesús, el Primogénito de Dios, el Hijo del Hombre, se debatía y suplicaba, caía de rodillas, abrumado, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra su repugnancia a sufrir de un modo tal por una raza tan ingrata, que un sudor de sangre empezó a caer de su cuerpo a grandes gotas sobre el suelo. En medio de su amarga agonía miraba alrededor en busca de ayuda, y parecía tomar el cielo, la tierra y las estrellas del firmamento como testigos de sus padecimientos.
Jesús, en su angustia, levantó su voz y gritó de dolor. Los tres apóstoles lo oyeron, se despertaron, y quisieron ir con Él. Pero Pedro detuvo a Juan y Santiago diciéndoles: «Quedaos aquí, yo voy con Él.» Lo vi correr y entrar en la gruta exclamando: «Maestro, ¿qué tienes», pero, a la vista de Jesús aterrorizado y bañado en su propia sangre, caído bajo el peso de una mortal angustia, se quedó paralizado, presa del horror. Jesús no le respondió e hizo caso omiso de él. Pedro se reunió con los otros y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza aumentó, cubriéronse la cabeza y llorando, oraron.
Yo volví junto a mi Esposo Celestial en su dolorosa agonía. Las imágenes de la futura ingratitud de los hombres, cuya deuda ante la Justicia Divina tomaba sobre sí, eran cada vez más vividas y terribles. Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿tengo que sufrir por esta raza tan ingrata? ¡Oh, Padre mío, si este cáliz no puede alejarse de mí, hágase vuestra voluntad y no la mía.»
En medio de estas apariciones, yo veía a Satanás moverse y adoptar varias formas a cual más horrible, que a su vez representaban diversas clases de pecados. A veces aparecía bajo el aspecto de una gigantesca figura negra, otras era un tigre, un zorro, un lobo, un dragón o una serpiente. Éstas y muchas otras figuras diabólicas empujaban, arrastraban ante los ojos de Jesús a toda esa multitud de hombres por cuya redención Él iba a emprender el doloroso camino de la cruz. En un momento dado, me pareció ver una serpiente que, en efecto, pronto apareció con una corona en la cabeza. El odioso reptil era gigantesco y conducía las innumerables legiones de los enemigos de Jesús de cada época y nación. Armados con todo tipo de destructivas armas, lo llenaban de improperios y maldiciones, le herían, le pegaban; atacaban al Salvador cada vez con renovada rabia.
Entonces supe que estos enemigos del Señor eran los que insultaban y ultrajaban a Jesús realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanaciones de la Sagrada Eucaristía. Vi con horror todas las irreverencias, las negligencias, la omisión; la indiferencia y la incredulidad, los abusos y los más espantosos sacrilegios.
La adoración de ídolos, la oscuridad espiritual y el falso conocimiento, o el fanatismo, el odio y la abierta persecución. Entre estos hombres había ciegos, paralíticos, sordos, mudos, e incluso niños. Ciegos que nunca verían la verdad; paralíticos que no avanzarían en el camino de la vida eterna; sordos que se negaban a oír las advertencias; mudos que nunca utilizarían la voz para defenderlo, y, finalmente, niños guiados por sus padres y maestros hacia el amor de las cosas materiales y el olvido de Dios. Estos últimos me apenaban especialmente porque Jesús amaba a los niños.
Podía hablar un año entero y no acabaría de dar cuenta de las afrentas sufridas por Jesús en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, a cuyo conocimiento llegué de esta manera. De resultas de eso, eran de tal magnitud mi horror y mi espanto, que se me apareció mi Celestial Esposo y, poniéndome misericordiosamente una mano sobre el corazón, me dijo: «Nadie hasta ahora había visto estas cosas, y, si Yo no te sostuviera, tu corazón se partiría de dolor.» Vi las gotas de sangre cayendo sobre la cara pálida de Nuestro Señor; tenía los cabellos pegados al cráneo y la barba ensangrentada y en desorden, como si se la hubieran querido arrancar. Tras la visión que acabo de describir, Jesús corrió fuera de la caverna y volvió con sus discípulos. Pero trastabillaba al caminar y su aspecto era el de un hombre cubierto de heridas y cargado con un gran peso; desfallecía a cada paso.
Cuando llegó donde los apóstoles, éstos no estaban ya acostados, durmiendo, como la primera vez, sino que tenían la cabeza cubierta y estaban arrodillados, en la posición que adopta la gente de ese país cuando está de luto o desea rezar. En esa postura, dormitaban, vencidos por la tristeza y la fatiga. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y ellos se despertaron. Pero, cuando lo vieron a la luz de la luna, de pie, delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, el cabello en desorden y los ojos hundidos, en un primer momento no lo reconocieron, pues estaba indescriptiblemente cambiado. Jesús unió sus manos en actitud de ruego y entonces los apóstoles se levantaron presto, lo sujetaron por los brazos y lo sostuvieron con amor. Nuestro Señor les dijo con apenado acento que al día siguiente lo matarían, que iban a prenderlo dentro de una hora y que lo llevarían ante un Tribunal, donde sería maltratado, azotado y condenado a la muerte más cruel. Les rogó que consolasen a su Madre y también a Magdalena. Ellos no replicaron, pues no sabían qué decir; tan grandemente los había asustado su presencia y sus palabras; por otra parte, aún creían que estaba delirando. Cuando quiso volver a la gruta no tuvo fuerzas para andar. Juan y Santiago tuvieron que llevarlo. Eran alrededor de las once y cuarto cuando lo dejaron allí y volvieron con Pedro.
Durante esta agonía de Jesús, vi a la Santísima Virgen destrozada por el dolor y la angustia de su alma en casa de María, la madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa casi postrada por la pena, con todo el cuerpo apoyado en sus rodillas. Varias veces perdió el conocimiento, pues vio espiritualmente muchas escenas de la agonía de Jesús. Había enviado un mensajero a buscar noticias de Él, pero, no pudiendo esperar su regreso, se fue con Magdalena y Salomé hasta el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús, bañado en sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quisiera limpiar la cara de su Hijo. Vi estos movimientos interiores de su alma dirigiéndose hacia Jesús, quien pensó en ella y volvió sus ojos en su dirección, como para pedir su ayuda. Vi esta comunicación espiritual entre ambos, bajo la forma de rayos que iban del uno al otro. El Señor se acordó también de Magdalena y tuvo piedad de su dolor, y por eso recomendó a sus discípulos que la consolasen, pues sabía que su amor era el más grande después del de su Santa Madre, y había visto lo mucho que sufría por Él y sabía que nunca volvería a ofenderlo.
En aquel momento los ocho apóstoles fueron a la cabaña de ramas de Getsemaní, conversaron entre sí y acabaron por dormirse. Se sentían indecisos, desanimados y atormentados por la tentación. Todos ellos habían buscado un lugar en donde refugiarse en caso de peligro, y se preguntaban con inquietud: «¿Qué haremos nosotros cuando lo hayan matado? Hemos dejado todo por seguirlo; somos pobres y rechazados por todos; nos hemos dedicado totalmente a su servicio, y ahora Él mismo está tan abatido y abandonado que no podemos encontrar en Él ningún consuelo.» El resto de los discípulos, habían estado yendo de un lado a otro, y, habiendo oído algo de las espantosas profecías de Jesús, la mayoría de ellos se había retirado a Betfagé.
Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia a sufrir que sentía de su naturaleza humana, y abandonándose totalmente a la voluntad de su Padre. En ese momento, el abismo se abrió ante él y los primeros estadios del limbo se presentaron ante sus ojos. Vio a Adán y Eva, a los patriarcas y profetas, a los justos, a los padres de su madre y a Juan el Bautista, esperando su llegada al mundo inferior con tal intensidad que esta visión fortaleció y reanimó su coraje. Su muerte abriría el Cielo a estos cautivos, su muerte los libraría de la prisión en la que languidecían esperando. Cuando Jesús miró con tan profunda emoción a estos santos del mundo antiguo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados de las edades futuras que, juntando sus esfuerzos a los méritos de su Pasión, debían reunirse por medio de él con el Padre Celestial. Era ésta una visión bella y consoladora.
La recíproca influencia ejercida mutuamente por todos estos santos, el modo con que participaban de la única fuente, del Santísimo Sacramento y de la Pasión del Señor, ofrecían un espectáculo emocionante y maravilloso. Nada en ellos parecía casual: sus obras, su martirio, sus victorias, su apariencia y sus vestidos, todo, aunque bien adverso, se fundía en una armonía y unidad infinitas, y esta unidad en la diversidad era producto de los rayos de un sol único, la Pasión del Señor, de quien dependía la vida, Él era la luz de los hombres que brilla en las tinieblas y que las tinieblas no pueden engullir.
Pero estas visiones consoladoras desaparecieron y los ángeles desplegaron ante Él las escenas de su cercana Pasión terrenal. Vi, con Él, cada imagen claramente definida, desde el beso de Judas hasta sus últimas palabras sobre la cruz; vi allí en una sola visión, todo lo que veo en las meditaciones de la Pasión. Y Jesús vio la traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos ante Anás y Caifás, la negación de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condena a muerte, el acarreo de la cruz, el paño de lino de Verónica, la crucifixión, los insultos de los fariseos, el dolor de María, de Magdalena, de Juan, la lanza en Su costado, y Su muerte. En pocas palabras, cada escena de la Pasión le fue mostrada en cada minucioso detalle. Él lo aceptó todo voluntariamente ofreciéndolo todo por amor a los hombres. Él también vio y sintió cada momento de sufrimiento de su Madre, cuya unión interior con la agonía de su hijo era tan completa, que ella se desmayó en brazos de sus amigas.
Cuando las visiones sobre su Pasión hubieron acabado, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron, el sudor de sangre corrió más abundante y empapó sus vestiduras, la más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi a un ángel bajar hacia Jesús. Era más alto, y distinto, más parecido a un hombre que los que había visto antes. Iba ataviado como un sacerdote y llevaba consigo, en sus manos, un pequeño cáliz semejante al de la Cena. Sobre este cáliz parecía flotar una forma redonda del tamaño de una judía, e irradiaba una luz rojiza. El ángel, sin llegar a tocar el suelo con los pies, extendió la mano derecha hacia Jesús, quien se enderezó, y el ángel colocó en su boca este alimento misterioso y le dio a beber del pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.
Tras haber aceptado Jesús libremente el cáliz de sus padecimientos y haber recibido una nueva fuerza, permaneció todavía algunos minutos en la gruta, absorto en una tranquila meditación, y dando gracias a su Padre Celestial. Sentía todavía una honda aflicción, pero había sido confortado hasta el punto de poder ir a donde estaban los discípulos, sin tropezar y sin sucumbir bajo el peso del dolor. Seguía estando pálido, pero su paso era firme y decidido. Se había limpiado la cara con un paño y recompuso los cabellos, que le caían sobre la espalda, apelmazados y empapados de sangre.
Cuando Jesús llegó junto a sus discípulos, éstos estaban acostados como la primera vez, tenían la cabeza cubierta y dormían. Nuestro Señor les dijo que no era todavía tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. «He aquí que llega la hora en que el Hijo del Hombre será entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vamos, el traidor está a punto de entregarme: más le valdría no haber nacido.» Los apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con vehemencia: «Maestro, voy a llamar a los demás, así te defenderemos.» Pero Jesús le señaló algo a lo lejos, en el valle, al lado opuesto del torrente de Cedrón; una tropa de hombres armados se acercaba con antorchas y Jesús les dijo que uno de esos hombres era quien le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, los exhortó a consolar a su Madre y les dijo: «Vayamos a su encuentro; me entregaré sin resistencia a mis enemigos». Entonces salió del huerto de los Olivos con sus tres discípulos y fue al encuentro de los soldados en el camino que quedaba entre el huerto y Getsemaní.
Cuando la Santísima Virgen volvió en sí entre los brazos de Magdalena y de Salomé, algunos discípulos que habían visto a los soldados acercándose, fueron a buscarla y la llevaron a casa de María, la madre de Marcos. Los soldados tomaron un camino más corto que el que había seguido Jesús al dejar el cenáculo.
Las manos de Jesús quedaron impresas en la piedra de la gruta en la que estuvo orando. Esta gruta llegó a ser más adelante objeto de veneración, aunque no se sabe muy bien de cuándo son esas marcas. A menudo he visto impresiones en la roca dejadas por los profetas del Antiguo Testamento, por Jesús, María, alguno de los apóstoles, el cuerpo de santa Catalina de Alejandría, en el monte Sinaí, y por algunos otros santos. No suelen ser muy profundas, ni los contornos están claramente definidos. Parecen más bien las marcas que podría dejar la presión de algo sólido sobre una masa.
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