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La amarga Pasión de Cristo (II)
Judas y los soldados. La madera de la cruz
Al principio de su cuidadosa traición, Judas no creía que ésta tuviera el resultado que tuvo. Entregando a Jesús pretendía obtener la recompensa ofrecida y complacer a los fariseos. No pensó en el juicio ni en la crucifixión; sus miras no iban más allá. Sólo pensaba en el dinero, y desde hacía mucho había estado en contacto con algunos fariseos y algunos saduceos astutos que lo adulaban incitándolo a la traición. Judas estaba cansado de la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses había estado robando las limosnas de las que era depositario, y su avaricia, exacerbada por la visión de Magdalena ungiendo los pies de Jesús con caro perfume, lo empujó a consumar su acto. Siempre había esperado de Jesús que estableciera un reino temporal en el que él creía que iba a tener un empleo brillante y lucrativo. Pero, al ir viéndose defraudado en sus expectativas, se dedicó a atesorar dinero. Veía que las penalidades y las persecuciones de los seguidores de Jesús iban en aumento y él quería ponerse a bien con los poderosos enemigos de Nuestro Señor antes de que llegase el peligro. Judas veía que Jesús no llegaría a ser rey, y que, por otra parte, la auténtica dignidad y poder era detentado por el Sumo Sacerdote, y por todos aquellos que estaban a su servicio. Todo esto lo impresionó vivamente. Se iba acercando cada vez más a los agentes del Sumo Sacerdote, que lo adulaban constantemente y le aseguraban, con gran contundencia, que en todo caso, pronto acabarían con Jesús. Él iba escuchando cada vez más los criminales intentos de corrupción y, durante los últimos días, no había hecho más que intentar forzar un acuerdo. Pero los sacerdotes todavía no querían comenzar a obrar y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo para la fiesta y que esto causaría desorden y tumulto. Sólo el Sanedrín prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Tras la sacrílega recepción del Sacramento, Satanás se apoderó de él y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que hasta entonces lo habían lisonjeado y que lo acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros entre los cuales estaban Caifás y Anás, pero este último lo trató con considerable altivez y mofa. Andaban indecisos y no estaban seguros del éxito porque no se fiaban de Judas.
Cada uno tenía una opinión diferente y lo primero que preguntaron a Judas fue: «¿Podremos cogerlo? ¿No tiene hombres armados consigo?» Y el traidor respondió: «No, está solo con sus once discípulos; Él está descorazonado y los once son hombres cobardes.» Les urgió a apresar a Jesús, les dijo que era entonces o nunca, que en otra ocasión tal vez no pudiera entregarlo, que ya no volvería a formar parte de sus seguidores. También les dijo que si no cogían a Jesús entonces, éste se escaparía y volvería con un ejército de sus partidarios, para ser proclamado rey. Estas palabras de Judas produjeron su efecto. Sus propuestas fueron aceptadas por él y recibió el precio de su traición: treinta monedas de plata.
Judas, por su lenguaje y sus comentarios, se dio cuenta de que los sacerdotes lo despreciaban, así que, llevado por su orgullo, quiso devolverles el dinero para que lo ofrecieran en el Templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero ellos rechazaron su propuesta, porque era dinero de sangre y no podía ofrecerse en el Templo. Judas vio hasta qué punto lo despreciaban y concibió hacia ellos un profundo resentimiento. No esperaba recoger tan amargos frutos de su traición aun antes de consumarla; pero se había comprometido tanto con aquellos hombres, que estaba en sus manos y no podía librarse de ellos. Lo estuvieron vigilando y no le dejaron salir hasta que les explicó paso por paso lo que tenían que hacer para hacerse con Jesús. Tres fariseos fueron con él cuando bajó a una sala, donde estaban los soldados del Templo, que no eran sólo judíos, sino de todas las naciones. Cuando todo estuvo preparado y se hubo reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para ver si Jesús estaba todavía allí. De haber estado, hubiera resultado fácil cogerle, cerrando todas las puertas. Una vez hecha la comprobación, debía mandarles la información con un mensajero.
Poco antes de que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, porque en caso de que fuera juzgado al día siguiente no daría tiempo a hacerlo, a causa del principio de la Pascua. Cogieron la madera a un cuarto de legua de allí, de un lugar donde había gran cantidad de madera perteneciente al Templo. Luego la llevaron a una plaza detrás del Tribunal de Caifás. La cruz fue construida de un modo especial, bien fuera porque querían burlarse de su dignidad de Rey, o bien por una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la inscripción. Vi otras muchas cosas relativas a la cruz, y se me permitió conocer otras muchas circunstancias relacionadas con eso, pero todo se me ha olvidado.
Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el cenáculo, pero seguro que debía de estar en el monte de los Olivos. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo a que los discípulos, alarmados, iniciasen una revuelta. Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel, la parte de la ciudad situada al sur del Templo, y el valle del Millo, hasta la casa de Anás, en lo alto de Sión, a fin de actuar como refuerzos de ser necesario, pues se decía que todos en el pueblo de Ofel eran seguidores de Jesús. El traidor les dijo también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, pues con medios misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los ojos de los que le acompañaban. Los sacerdotes le contestaron que si alguna vez caía en sus manos, ellos se encargarían de no dejarlo ir.
Judas se puso de acuerdo con quienes lo iban a acompañar. Él entraría en el huerto, delante de ellos, se acercaría a Jesús, y como amigo y discípulo que era de Él, lo saludaría y lo besaría, entonces, los soldados debían presentarse y prenderlo. Los soldados tenían orden de mantenerse cerca de Judas, vigilarlo estrechamente y no dejarlo ir hasta que cogieran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que se escapase con el dinero y después de todo Jesús no fuera arrestado, o que apresaran a otro en su lugar. El grupo de hombres escogido para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del Templo y de otros que estaban a las órdenes de Anás y Caifás. Iban ataviados de forma muy parecida a los soldados romanos, pero éstos tenían largas barbas. Los veinte llevaban espadas. Además, algunos tenían picas y llevaban palos con linternas y antorchas, pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más que una, Al principio habían intentado que Judas llevara una escolta más numerosa, pero él dijo que eso los descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos se dominaba todo el valle. La mayoría de los soldados se quedaron pues en Ofel y fueron colocados centinelas por todas partes. Judas se marchó con los veinte soldados, pero fue seguido a cierta distancia de cuatro esbirros de la peor calaña, que llevaban cordeles y cadenas. Detrás de éstos venían los seis agentes, con los que Judas había tratado desde el principio.
Los soldados se mostraron amistosos con Judas hasta llegar al lugar donde el camino separa el huerto de los Olivos del de Getsemaní. Una vez allí, se negaron a que siguiera solo, y lo trataron con dureza e insolencia.
El prendimiento de Jesús
Cuando Jesús, con los tres apóstoles, llegó a donde se cruzan los caminos de Getsemaní y el huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino. Hubo una discusión entre Judas y los soldados, porque aquél quería que se apartasen de él para poder acercarse a Jesús como amigo, a fin de que no pareciera que iba con ellos, pero los soldados le dijeron con rudeza: «Ni hablar, amigo, no te escurrirás de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo.» Viendo que los ocho apóstoles corrían hacia Jesús al oír la disputa, llamaron a los cuatro esbirros que los seguían a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles vieron, a la luz de la antorcha, aquella tropa de gente armada, Pedro quiso echarlos de allí por la fuerza y dijo: «Señor, nuestros compañeros están cerca de aquí, ataquemos a los soldados.» Pero Jesús le dijo que se mantuviera tranquilo y retrocedió algunos pasos. Cuatro de los discípulos salieron en ese momento del huerto de Getsemaní y preguntaron qué sucedía. Judas quiso contestarles y despistarlos contándoles cualquier cosa, pero los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael; este último era hijo del anciano Simeón, y junto con algunos otros enviados por los amigos de Jesucristo para saber noticias de Él, se había encontrado en Getsemaní con los ocho apóstoles. Otros discípulos andaban por aquí y por allí observando y prestos a huir si era necesario.
Jesús se acercó a la tropa y dijo en voz alta e inteligible: «¿A quién buscáis?» Los jefes de los soldados respondieron: «A Jesús de Nazareth». «Soy yo», replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras cuando los soldados cayeron al suelo como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía junto a ellos, se sorprendió, e hizo ademán de acercarse a Jesús. Nuestro Señor le tendió la mano y le dijo: «Amigo mío, ¿a qué has venido?» Y Judas, balbuceando, le habló de un asunto que le habían encargado. Jesús le respondió algo parecido a «Más te valdría no haber nacido», pero no recuerdo las palabras exactas. Mientras tanto, los soldados se habían puesto de pie y se acercaron a Jesús esperando el beso del traidor, que sería la señal para que ellos reconocieran al nazareno. Pedro y los demás discípulos rodearon a Judas y le llamaron traidor y ladrón; él intentó defenderse con toda clase de mentiras, pero no le sirvió de nada, porque los soldados lo defendían contra los apóstoles y con su actitud dejaban clara la verdad.
Jesús preguntó por segunda vez: «¿A quién buscáis?» Ellos volvieron a responder: «A Jesús de Nazaret.» «Soy yo, ya os lo he dicho; yo soy aquel a quien buscáis; dejad a estos que sigan su camino.» A estas palabras, los soldados cayeron por segunda vez con convulsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado de nuevo por los apóstoles, exasperados contra él. Jesús les dijo a los soldados: «Levantaos», y ellos lo hicieron, al principio mudos de terror. Cuando recuperaron el habla conminaron a Judas a que les diera la señal convenida, pues tenían orden de coger a aquel a quien él besara. Entonces Judas se acercó a Jesús y le dio un beso, diciendo: «Maestro, yo te saludo.» Jesús le dijo: «Judas, ¿vendes al Hijo del Hombre con un beso?» Entonces los soldados rodearon inmediatamente a Jesús y los esbirros que se habían acercado lo sujetaron. Judas quiso huir, pero los apóstoles no se lo permitieron; se abalanzaron sobre los soldados, gritando: «Maestro, ¿debemos atacarlos con la espada?» Pedro, más impetuoso que los otros, cogió la suya, y, sin esperar la respuesta de Jesús, se lanzó contra Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que intentaba apartar a los apóstoles, y le cortó la oreja derecha. Maleo cayó al suelo y siguió un gran tumulto.
Los esbirros querían atar a Jesús; los soldados los rodeaban. Cuando Pedro hirió a Maleo, el resto de los soldados se dispusieron a repeler el ataque de los discípulos que se acercaban, y a perseguir a los que huían. Cuatro discípulos aparecieron a lo lejos, y parecían dispuestos a intervenir, pero los soldados estaban todavía aterrorizados por su última caída, y no se atrevían a alejarse y dejar a Jesús sin un cierto número de hombres que lo vigilaran. Judas, que había huido tan pronto como dio el beso de traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos que le llenaron de insultos y reproches; pero los seis fariseos que venían detrás lo liberaron, y él escapó mientras los cuatro esbirros se ocupaban de atar a Nuestro Señor.
En cuanto Pedro atacó a Maleo, Jesús le había dicho en seguida: «Guarda tu espada en la vaina, pues el que empuña la espada, por espada perecerá. ¿Crees tú que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe dos legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las profecías si lo que debe ser hecho no se hace?» Después dijo: «Dejadme curar a este hombre.» Y acercándose a Maleo, tocó su oreja, rezó y se restituyó. Los soldados estaban a su alrededor, con los esbirros y los seis fariseos, quienes, lejos de conmoverse con el milagro, seguían insultándolo diciéndole a la tropa: «Es un enviado del diablo. La oreja parecía cortada por sus brujerías, y por sus mismas artimañas ahora parece pegada de nuevo.»
Entonces, Jesús, dirigiéndose a ellos, dijo: «Habéis venido a cogerme como a un asesino, con armas y palos; todos los días he estado predicando en el Templo y no me habéis prendido. Pero ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas ha llegado.»
Los fariseos mandaron que lo atasen todavía más fuerte y se burlaban de él diciéndole: «No has podido vencernos con tus hechizos.» Jesús contestó, pero no recuerdo sus palabras; después de eso, los discípulos huyeron. Los cuatro esbirros y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados fueron afectados por el ataque, porque, como luego me fue revelado, estaban totalmente entregados al poder de Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco cayó aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron llegaron a convertirse después en cristianos. Estos soldados sólo habían rodeado a Jesús, pero no le habían puesto las manos encima. Maleo se convirtió instantáneamente tras su curación, y durante la Pasión sirvió de mensajero entre María y los otros amigos de Nuestro Señor.
Los esbirros ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos y de lo más bajo que se pueda imaginar. Eran pequeños, robustos y muy ágiles; por el color de su piel y su complexión, parecían esclavos egipcios; llevaban el cuello, los brazos y las piernas desnudos. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cuerdas nuevas y muy duras. Le ataron el puño derecho debajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo debajo del codo derecho. Alrededor de la cintura le pusieron una especie de cinturón con puntas de hierro, al cual le fijaron las manos con ramas de sauce; al cuello le pusieron una especie de collar de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban sujetas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro de la manera más cruel. Todas las cuerdas eran nuevas y yo creo que fueron compradas por los fariseos cuando acordaron arrestar a Jesús.
Encendieron las antorchas y la procesión se puso en marcha. Diez soldados caminaban delante; les seguían los esbirros, que iban tirando de Jesús por las cuerdas; detrás de ellos, los fariseos, que lo llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban la marcha. Los discípulos iban siguiéndolos a cierta distancia, dando gritos y fuera de sí por la pena. Juan seguía de cerca a los últimos soldados, hasta que los fariseos, viéndolo solo, ordenaron a los guardias que lo cogieran. Los soldados obedecieron y corrieron hacia él; pero logró huir dejando entre sus manos la prenda por la cual lo habían cogido. Se le habían quedado la sobretúnica, y no le quedaba puesto más que una túnica interior, corta y sin mangas, y una banda de lienzo que los judíos llevan ordinariamente alrededor del cuello, de la cabeza y de los brazos. Los esbirros maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los seis fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos por encima de las piedras, por el lodo, e iban tirando de las cuerdas con toda su fuerza. En la mano llevaban otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que lleva a la carnicería. Acompañaban este cruel trato de insultos tan innobles e indecentes, que no puedo repetirlos. Jesús estaba descalzo; además de su túnica ordinaria llevaba una túnica de lana sin costuras y una sobrevesta por encima. Cuando lo prendieron no recuerdo que presentasen ninguna orden ni documento legal de arresto. Lo trataron como a una persona fuera de la ley.
La comitiva avanzaba a buen paso. Cuando abandonaron el camino que queda entre el huerto de los Olivos y el de Getsemaní, torcieron a la derecha y pronto alcanzaron el puente sobre el torrente de Cedrón. Jesús no había pasado por este puente al ir al huerto de los Olivos, sino que tomó un camino que daba un rodeo por el valle de Josafat, y conducía a otro puente más al sur. El de Cedrón era muy largo, porque se extendía más allá de la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a ese puente, vi como Jesús cayó dos veces en el suelo, a causa de los violentos tirones que le daban. Pero cuando llegaron a la mitad del puente dieron rienda suelta a sus brutales inclinaciones; empujaron a Jesús con tal violencia que lo echaron desde allí al agua, diciéndole que saciara su sed. Si Dios no lo hubiera protegido, la simple caída hubiera bastado para matarlo. Cayó primero sobre sus rodillas y luego sobre su cara, que pudo cubrirse con las manos que, si antes habían estado atadas, ahora estaban libres. No sé si por milagro o porque los soldados habían cortado las cuerdas antes de empujarlo al agua. La marca de sus rodillas, sus pies y sus codos, quedó milagrosamente impresa en la piedra donde cayó, y esta marca fue después un motivo de veneración para los cristianos. Esas piedras eran menos duras que el corazón de los impíos hombres que rodeaban a Nuestro Señor, y les tocó ser testigos de aquellos terribles momentos del Poder Divino.
No había visto beber a Jesús ni un trago, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el huerto de los Olivos, pero sí bebió entonces agua del Cedrón, cuando lo arrojaron en él, y entonces lo oí repetirse estas proféticas palabras de los Salmos que dicen: «En el camino beberá agua del torrente.» Los esbirros sujetaban siempre los cabos de las cuerdas con las que Jesús estaba atado. Como no pudieron hacerle atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, lo hicieron volver atrás y lo arrastraron de nuevo hasta arriba, hasta el borde del puente. Entonces, estos miserables lo hicieron caminar a empujones por él, llenándolo de insultos. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros, y apenas podía caminar. Al otro lado del puente, cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, pegándole con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su túnica mojada en medio de los insultos más infames. No era aún medianoche, cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro esbirros por un estrecho sendero, lleno de piedras, cardos y espinas. Los seis brutales fariseos caminaban tan cerca de Él como podían, pinchándolo constantemente con la punta de sus bastones, y viendo que los pies desnudos de Jesús eran desgarrados con las piedras o las espinas, exclamaban con cruel ironía: «Su precursor, Juan Bautista, no le ha preparado un buen camino», o bien: «Las palabras de Malaquías: "Enviaré a mi ángel para prepararte el camino", no pueden aplicarse aquí», etcétera. Y cada burla de ellos era como un estímulo para los esbirros, que incrementaban entonces su crueldad.
Los enemigos de Jesús vieron sin embargo que algunas personas iban apareciendo a la distancia, pues muchos discípulos se habían juntado al enterarse de que su Maestro había sido arrestado, y querían saber qué iba a pasar con Él. Ver a esa gente hacía sentir incómodos a los fariseos, que, temiendo algún ataque para intentar rescatar a Jesús, dieron voces para que les enviasen refuerzos. Vi salir de la puerta situada al mediodía del Templo unos cincuenta soldados portando antorchas y al parecer dispuestos a todo. El comportamiento de esos hombres era ofensivo; llegaban dando fuertes gritos, tanto para anunciar que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, causaron gran revuelo y entonces vi a Maleo y a algunos otros que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición, aprovechar la confusión ocasionada para escaparse al monte de los Olivos.
Cuando esta nueva tropa salió del arrabal de Ofel por la puerta de Mediodía, vi a los discípulos que se habían ido juntando a cierta distancia, dispersarse, unos hacia un lado y otros hacia otros. La Santísima Virgen y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron directamente al valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan, el hijo de Marcos, el hijo de Verónica y el hijo de Simón. Este último se hallaba en Getsemaní, con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido cuando aparecieron los soldados. Estaba contándole a la Santísima Virgen lo que había pasado, cuando las tropas de refresco se unieron a las que llevaban a Jesús, y ella oyó sus gritos estridentes y vio las luces de las antorchas que portaban. Esa visión fue superior a sus fuerzas y la Virgen perdió el sentido. Juan la llevó a casa de María, la madre de Marcos.
Los cincuenta soldados eran un destacamento de una tropa de trescientos hombres que ocupaban la puerta y las calles de Ofel, pues el traidor Judas había dicho al Sumo Sacerdote que los habitantes de Ofel, pobres obreros en su mayoría, eran seguidores de Jesús y que podía temerse de ellos que intentaran libertarlo. El traidor sabía bien que Jesús había consolado, predicado, socorrido y curado a un gran número de aquellos pobres obreros. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se unieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y construyeron casas y levantaron tiendas para la comunidad, las situaron entre Ofel y el monte de los Olivos, y allí vivió san Esteban.
Los pacíficos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a las calles, para ver lo que sucedía. Pero los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, ha sido apresado; el Sumo Sacerdote va a juzgarlo y será crucificado.» Al oír eso no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían aquí y allá llorando, o se ponían de rodillas con los brazos abiertos y gritaban al cielo recordando la bondad de Jesús. Pero los soldados los empujaban y los hacían entrar por fuerza en sus casas y no se cansaban de injuriar a Jesús, diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo». Sin embargo, no se atrevían a proceder con violencia, temiendo una insurrección, y se contentaban con alejar a la gente del camino por el que debía seguir Jesús.
Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía al Salvador, se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo y parecía no poder más. Entonces uno de los soldados, movido a compasión, dijo a los otros: «Ya veis que este pobre hombre está exhausto y no puede con el peso de las cadenas. Si hemos de conducirlo vivo al Sumo Sacerdote, aflojadle las manos para que al menos pueda apoyarse cuando caiga.» La tropa se paró y los esbirros le aflojaron las cuerdas; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente cercana. Jesús le dio las gracias citando un pasaje de un profeta, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias de parte de los fariseos. Vi a estos dos soldados de repente iluminados por la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús e inmediatamente se unieron a sus discípulos.
La procesión se puso en marcha de nuevo y llegaron a la puerta de Ofel. Los soldados apenas podían contener a los hombres y mujeres que se precipitaban por todas partes. Era un espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, lleno de heridas, con el cabello en desorden y la túnica húmeda y manchada, arrastrado con cuerdas y empujado con palos como un pobre animal al que llevan al matadero, entre esbirros sucios y medio desnudos y soldados groseros e insolentes. En medio de la multitud afligida, los habitantes de Ofel tendían hacia Él las manos que había curado de la parálisis y con la voz que Él les había dado, suplicaban a los verdugos: «Soltad a ese hombre, soltadle. ¿Quién nos consolará? ¿Quién curará nuestros males?»; y lo seguían con los ojos llenos de lágrimas que le debían la luz.
Pero al llegar al valle, mucha gente de la clase más baja del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos de Nuestro Señor, se habían unido a la escolta, y maldecían e injuriaban a Jesús y los ayudaban a empujar e insultar a los pacíficos habitantes de Ofel. La escolta siguió bajando, y después pasó por una puerta abierta en la muralla; dejaron a la derecha un gran edificio, restos de las obras de Salomón, y a la izquierda el estanque de Betsaida; después se dirigieron al oeste siguiendo una calle llamada Millo. Entonces torcieron un poco hacia Mediodía y, subiendo hacia Sión, llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de maltratar a Jesús. Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, se cayó siete veces.
Los vecinos de Ofel, todavía consternados y agobiados por la pena, cuando vieron a la Santísima Virgen que, acompañada por las santas mujeres y algunos amigos se dirigía a casa de María, la madre de Marcos, situada al pie de la montaña de Sión, redoblaron sus gritos y lamentos, y se apretaron tanto alrededor de María, que casi la llevaban en volandas. María estaba muda de dolor y no despegó los labios al llegar a casa de María, madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, quien le contó lo que había visto desde que Jesús salió del cenáculo. Después condujeron a la Virgen a casa de Marta, que vivía cerca de Lázaro. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús a distancia, corrieron a ver a algunos servidores del Sumo Sacerdote a quienes Juan conocía, con idea de lograr así entrar en las salas del Tribunal adonde su Maestro había sido conducido. Estos sirvientes, amigos de Juan, actuaban como mensajeros, y debían ir casa por casa de los ancianos y otros miembros del Consejo y avisarlos de que habían sido convocados. Deseaban ayudar a los dos apóstoles, pero no se les ocurrió sino vestirlos con una capa igual a la suya y que les ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en el Tribunal disfrazados, del cual estaban echando a todo el mundo. Los apóstoles se encargaron de convocar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de esta manera consiguieron avisar a algunos amigos de su Maestro, que los fariseos por sí mismos no hubieran convocado. Judas, mientras tanto, andaba errante, con el diablo a su lado, como un insensato, por los barrancos de la parte sur de Jerusalén, donde se vertían los escombros e inmundicias de la ciudad...
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