» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte I.- El Espíritu del Padre y del Hijo, dado a la Iglesia
3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo
11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se refiere particularmente a este «dar» y «darse» del Espíritu Santo. En el Evangelio de Juan se descubre la «lógica» más profunda del misterio salvífico contenido en el designio eterno de Dios como expansión de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la «lógica» divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la Redención del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre —realizada por su «partida» a través de la Cruz y Resurrección— es al mismo tiempo, en toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «recibirá de lo mío».[40] Las palabras del texto joánico indican que, según el designio divino, la «partida» de Cristo es condición indispensable del «envío» y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo.
12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, —inicio originario de la donación salvífica de Dios— que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas».[41] Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra».[42] «Hagamos», ¿se puede considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando de sí mismo, sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia de la Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su reflejo en estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación del hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a la medida de su «imagen y semejanza», que ha concedido al hombre.
13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel «inicio» tan lejano, pero fundamental, que conocemos por el Génesis. «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré». Cristo, describiendo su «partida» como condición de la «venida» del Paráclito, une el nuevo inicio de la comunicación salvífica de Dios por el Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es un nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y toda la historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado, «la creación ... fue sometida a la vanidad... gimiendo hasta el presente y sufre dolores de parto» y «desea vivamente la revelación de los hijos de Dios».[43]
14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: «Os conviene que yo me vaya»; «Si me voy, os lo enviaré».[44] La «partida» de Cristo a través de la Cruz tiene la fuerza de la Redención; y esto significa también una nueva presencia del Espíritu de Dios en la creación: el nuevo inicio de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo. «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre!», escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas.[45] El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, como atestiguan las palabras del discurso de despedida en el Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de Jesucristo, como atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso.[46] Con el envío de este Espíritu «a nuestros corazones» comienza a cumplirse lo que «la creación desea vivamente», como leemos en la Carta a los Romanos.
El Espíritu viene a costa de la «partida» de Cristo. Si esta «partida» causó la tristeza de los apóstoles,[47] y ésta debía llegar a su culmen en la pasión y muerte del Viernes Santo, a su vez esta «tristeza se convertirá en gozo».[48] En efecto, Cristo insertará en su «partida» redentora la gloria de la resurrección y de la ascensión al Padre. Por tanto la tristeza, a través de la cual aparece el gozo, es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la «partida» de su Maestro, una partida «conveniente», porque gracias a ella vendría otro «Paráclito».[49] A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.
Notas
[40] Jn 16, 14.
[41] Gén 1, 1 s.
[42] Gén 1, 26.
[43] Rm 8, 19-22.
[44] Jn 16-7.
[45] Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.
[46] Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.
[47] Cf. Jn 16, 6.
[48] Cf. Jn 16, 20.
[49] Cf. Jn 16, 7.
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