» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte II.- El Espíritu que convence al mundo en lo referente al Pecado
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del Génesis. [125] Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la «desobediencia» del primer Adán contrapone la «obediencia» de Cristo, segundo Adán: «La obediencia hasta la muerte».[126]
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante todo, como «desobediencia», es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que «en el principio estaba en Dios» y que «era Dios» y sin él no se hizo nada de cuanto existe», porque «el mundo fue hecho por él».[127] El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que «no creen en él», en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el «Primogénito de toda la creación», «en él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él». [128] A la luz de esta verdad se comprende que la «desobediencia», en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma «no-fe», aquel mismo «no creyeron» que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como «desobediencia», en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del «padre de la mentira».[129] Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, «creador de cielo y tierra».
34. El «espíritu de Dios», que según la descripción bíblica de la creación «aleteaba por encima de las aguas»,[130] indica el mismo «Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios», sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre.[131] Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial «imagen y semejanza» de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú» y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la «imagen y semejanza» de Dios, «el don del Espíritu» significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales «profundidades de Dios» están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: «Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía».[132]
35. Por consiguiente, el Espíritu, que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios», conoce desde el principio «lo íntimo del hombre.[133] Precisamente por esto sólo él puede plenamente «convencer en lo referente al pecado» que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del «padre de la mentira» —de aquél que ya «está juzgado»—.[134] EL Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación a este «juicio», pero constantemente guiando hacia la «justicia» que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante «la obediencia hasta la muerte».[135]
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como «desobediencia», lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios.[136] Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una criatura. La «imagen de Dios», que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, «el árbol de la ciencia del bien y del mal» debía expresar y constantemente recordar al hombre el «límite» insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel «límite»: «el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».[137]
La «desobediencia» significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede «conocer el bien y el mal como dioses». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La «desobediencia», como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de «convencer de ello al mundo» en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como «imagen y semejanza» de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la «vida eterna».[138] Pero el hombre, bajo la influencia del «padre de la mentira», se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida.[139] En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre «el soplo del mal» del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio [140] y que ya «está juzgado» [141] y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que es el «padre de la mentira». Este acto de elección responsable no es sólo una «desobediencia», sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: «es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el «anti —Verbo», es decir la «anti—verdad». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta «anti-verdad» es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso «genio de la sospecha». Este trata de «falsear» el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente «convencer en lo referente al pecado», es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, «sondea las profundidades de Dios» y es amor del Padre y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas [142] es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que «desde el principio» debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del «padre de la mentira», se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: «Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios», como se expresa San Agustín. [143] El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical «alienación» del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su «muerte». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la «muerte de Dios» amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la «autonomía de la realidad terrena», afirma: «La criatura sin el Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida».[144] La ideología de la «muerte de Dios» en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la «muerte del hombre».
Notas
[125] Cf. Gén 1-3.
[126] Cf. Rm 5, 19; Flp 2, 8.
[127] Cf. Jn 1, 1. 2. 3. 10.
[128] Cf. Col 1, 15-18.
[129] Cf. Jn 8, 44.
[130] Cf. Gén 1, 2.
[131] Cf. Gén 1, 26. 28. 29.
[132] Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
[133] Cf. 1 Cor 2, 10 s.
[134] Cf. Jn 16, 11.
[135] Cf. Flp 2, 8.
[136] Gén 2, 16 s.
[137] Gén 3, 5.
[138] Cf. Gén 3, 22 sobre el «árbol de la vida»; cf. también Jn 3, 36; 4, 14; 5, 24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14, 6; Act 13, 48; Rm 6, 23; Gál 6, 8; 1 Tim 1, 16; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5, 11. 13; Ap 2, 7.
[139] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad 3.
[140] 1 Jn 3, 8.
[141] Jn 16, 11.
[142] Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53.
[143] Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.
[144] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en e1 mundo actual, 36.
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