conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte II.- El Espíritu que convence al mundo en lo referente al Pecado

4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico

39. EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo «es invocado» [145] para «convencer al mundo en lo referente al pecado». Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente «juzgada»: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al «padre de la mentira», poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.

El «convencer en lo referente al pecado» ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta «ofensa», a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: «Estoy arrepentido de haber hecho al hombre».[146] «Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra ... le pesó de haber hecho al hombre en la tierra ... y dijo el Señor: «me pesa de haberlos hecho».[147] Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e indecible «dolor» de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el «don».

El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús «convence en lo referente al pecado», es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el «sufrimiento» del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación,[148] el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el «sufrimiento» de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: «Siento compasión».[149] Así pues, por parte del Espíritu Santo, el «convencer en lo referente al pecado» se convierte en una manifestación ante la creación «sometida a la vanidad» y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte «el siervo obediente» que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, «convence en lo referente al pecado».

40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que «si la sangre de machos cabríos y de toros ... santifica en orden a la purificación», añade: «cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo».[150] Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.

Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la «purificación de la conciencia» llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno», que «saca» de él la fuerza de «convencer en lo referente al pecado» en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo «traerá» a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les «dará» para la remisión de los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados».[151]

Sabemos que Dios «a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder», como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio.[152] Conocemos el misterio pascual de su «partida» según el Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo «se ofreció sin mancha a Dios» y como hizo esto «con un Espíritu Eterno». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su «partida» a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, «escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia».[153] De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad, sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y es amor y don.

El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote «se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios».[154] En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era «sin tacha». Pero lo ofreció «por el Espíritu Eterno»: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.

41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del «fuego del cielo», que quemaba los sacrificios presentados por los hombres.[155] Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el «fuego del cielo» que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura: «No creen en mí»; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado «de no haber creído»— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.

El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él «recibe» el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre— puede «darlo» a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo «envía» desde el Padre.[156] El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo, «sopló sobre ellos» y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»,[157] como había anunciado antes Juan Bautista: «El os bautizará en Espíritu Santo y fuego».[158] Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.

Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo». Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo «nos transforme en ofrenda permanente».

Notas

[145] En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.

[146] Cf. Gén 6, 7.

[147] Gén 6, 5-7.

[148] Cf. Rm 8, 20-22.

[149] Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2.

[150] Heb 9, 13 s.

[151] Jn 20, 22 s.

[152] Act 10, 38.

[153] Heb 5, 7 s.

[154] Heb 9,14.

[155] Cf. Lev 9, 24; 1 Re 18, 38; 2 Cro 7, 1.

[156] Cf. Jn 15, 26.

[157] Jn 20, 22 s.

[158] Mt 3, 11.

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