» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte II.- El Espíritu que convence al mundo en lo referente al Pecado
5. «La sangre que purifica la conciencia»
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo». De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que «sopla donde quiere».[159]
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado «el primer día de la semana», ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el que «convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio». En efecto, sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el «don» del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice: «Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».[160] Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Convirtiéndose en «luz de los corazones»,[161] es decir de las conciencias, el Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado», o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador «de los siete dones», todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad —como dice San Buenaventura— «en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos».[162]
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan «retenidos», como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: «Convertíos y creed en la Buena Nueva».[163] La confirmación de esta exhortación es el «convencer en lo referente al pecado» que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta «sangre purifica nuestra conciencia».[164] Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre», en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a «los oídos de su corazón advirtiéndole ... haz esto, evita aquello». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, «en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer».[165] La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis.[166] Precisamente, en este sentido, la conciencia es el «sagrario íntimo» donde «resuena la voz de Dios». Es «la voz de Dios» aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.
El evangélico «convencer en lo referente al pecado» bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a «resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad». Entonces «mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad». [167]
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: «Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana»; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade: «Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador».[168]
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como etapa «de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas».[169] La Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del hombre.[170]
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El «convencer al mundo en lo referente al pecado» no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo».[171] El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.[172]
El «convencer en lo referente al pecado» que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado» respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser–creado y, por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito «convence en lo referente al pecado» siempre en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda «fatalidad» del pecado. «Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final» —enseña el Concilio—.[173] «Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre».[174] El hombre, pues, lejos de dejarse «enredar» en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia conciencia, «ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo».[175] El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado», se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel «arrepentimiento por haber creado al hombre», que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella «reprobación» que, inscribiéndose en el «corazón» de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la «metanoia» evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta «metanoia» o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia «luz de las conciencias», el cual penetra y llena «lo más íntimo de los corazones» humanos.[176] Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión–remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo: «Abismo que llama al abismo».[177] Precisamente en esta «abismal profundidad» del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo «viene» en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, «la sangre de Cristo ... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo».[178] Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu Santo como «otro Paráclito», palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos: «Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros».[179]
Notas
[159] Cf. Jn 3, 8.
[160] Jn 20, 22 s.
[161] Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
[162] S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3: Ad Claras Aquas, V, 463.
[163] Mc 1, 15.
[164] Cf. Heb 9, 14.
[165] Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
[166] Cf. Gén 2, 9. 17.
[167] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
[168] Ibid., 27.
[169] Ibid., 13.
[170] Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984),16: AAS 77 (1985), pp. 213-217.
[171] Const. past. Gaudium et spes, 10.
[172] Cf. Rom 7, 14-15. 19.
[173] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 37.
[174] Ibid., 13.
[175] Ibid., 37.
[176] Cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.
[177] Cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: «¿ Qué abismo es, pues, y a qué abismo llama ? Si abismo significa profundidad, ¿ pensamos acaso que el corazón del hombre no sea un abismo ? ¿ Hay algo, pues, más profundo que este abismo ? Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus conversaciones; pero, ¿de quién se puede penetrar el pensamiento ? ¿ de quién se puede leer en su corazón ?»
[178] Cf. Heb 9, 14.
[179] Jn 14, 17.
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